CAPÍTULO IV
I
El bote tripulado por el señor Johnson y seis marinos, cargado con profusión de casos y baúles, se deslizaba sobre las aguas a impulsos como si el trayecto fuese interminable. Finalmente, al caer la tarde, cesó el viento y los hombres tuvieron que hacer uso de los remos. A pesar de bogar con todas sus fuerzas, la corriente del río los desvió más allá de la dársena principal y tuvieron que desembarcar en una pequeña escollera donde las aguas eran menos profundas.
Cuando Catalina pisó tierra firme, el sol se ocultaba ya en el horizonte. Mientras cruzaba la arena de la playa, tenía la vaga sensación de que la tierra se movía bajo sus pies. Se detuvo al llegar junto a unas balas de algodón y miró preocupada en torno suyo. Emitió un profundo suspiro y continuó la macha. Más allá de la playa un camino serpenteaba por una fértil pendiente en medio de altas palmeras y arbusto floridos que a veces casi hacían impracticable el paso. Cerca de allí se veían ya las primeras casas, en tuyas ventanas se divisaban los primeros reflejos de las bujías y de las lámparas de aceite. La brisa era suave y parecía saturada del perfume de las flores; hasta ella llegaban el zumbar de los insectos y el croar de las ranas. En algún lugar se percibió claramente una voz de mujer. Embargada súbitamente por la belleza del lugar, sintió su ánimo p de una sensación de alegría y bienestar muy diferente de lo que había estado experimentando toda aquella tarde. Se acordó de Salen, aquella ciudad de tonos grises, de frío seco y cortante como la muerte, y, llevada por un súbito impulso, cogió la mano de su padre y exclamó entusiasmada:
-Padre, ¿verdad que es magnifico todo esto? Etta, querida, dime tú también que te gusta.
Aarón murmuró unas palabras ininteligibles y fijó su mirada en Etta, que en aquellos momentos aparecía más cohibida y silenciosa que de costumbre. El hombre pensó que tanto Etta como él estaban ya hartos de aquel viaje y que lo que más urgía en aquellos momentos era encontrar lo antes posible un alojamiento en la ciudad. El clima del país le importaba poco de momento.
-Ha hablado usted del Mansion House -dijo dirigiéndose a Maury. ¿Está muy lejos de aquí todavía?
-No, sólo es cuestión de unos minutos.
-¿Me asegura usted de que se trata de un hotel decente?
-Se encontrará usted muy a gusto en él, señor Delafield.
Maury sintió la tentación de informarle que tenía reservadas siempre unas habitaciones para su uso particular en el hotel, pero prefirió no mencionar el hecho, suponiendo acertadamente que no sería considerado precisamente como una buena recomendación.
-Podemos dejar el equipaje aquí mismo -aconsejó-. Mandaré luego por él a alguno de los muchachos
Los dirigió por el camino contiguo a la bahía y que desembocaba en la parte principal de la ciudad, muy cerca del río.
Mientras pisaba fuertemente la tierra bajo sus pies, Maury se imaginaba que, seguramente, muchos cientos de años antes los seres humanos ya habían poblado aquella franja de terreno. Pero de sus antiguos pobladores no quedaba vestigio. La nueva ciudad se ofrecía ante ellos con sus casas de reciente construcción, sus calles iluminadas que descendían desde la plaza central hasta orillas del mar y la plaza del mercado en una de las márgenes del río. Desde lejos presentaba un aspecto digno y sereno sobre un fondo de naturaleza exuberante.
Pero, en cuanto se llegaba a la plaza central, se adivinaba inmediatamente que aquella pequeña ciudad, cuyas calles aparecían poblada de gente ataviada heterogéneamente con vestidos de sedas de colores chillones, chaquetas de piel de ante y camisas de algodón hilado en casa, era el producto de una comunidad humana surgida de la nada, sin tradición ni historia, sin pasado y sólo con un presente activo. Una ciudad rica, fuerte, perversa, albergue del calor y del ruido. Los marineros cantaban, bebían y se peleaban en sus calles : hombres de diferente nacionalidad se paseaban cogidos del brazo de muchachas de todas las razas; comerciantes sin escrúpulos, truhanes, jugadores, individuos con trajes sucios y raídos, se tropezaban con caballeros ataviados con elegantes levitas. Una mujer india tiraba de una carreta cargada con troncos de leña perfectamente apilados sobre la misma; un criado negro, de cuerpo esquelético, llevaba sobre su cabeza un enorme pedazo de hielo que había desembarcado de un barco procedente del Norte. Sobre una plataforma iluminada por la luz de una antorcha, un hombre exhibía un grupo de negros que aparecían atados a una estaca mientras en voz alta los ofrecía en pública subasta. Por la calle que desde el puerto subía hasta la plaza central caminaba un plantador del Norte, de rostro rojizo, acompañado de toda su familia y seguido de un gran número de criados. Un grupo de muchachos jóvenes y embutidos en sus elegantes uniformes de la Guardia de Franklin bromeaban con unas coristas. Una hilera de muchachos negros apenas podían con las grandes maletas que llevaban a cuestas. El cónsul francés, un tipo gallardo y fornido, cruzaba en aquellos momentos por la plaza, seguido a pocos pasos por un individuo delgado, vestido con un traje gris, llamado Bishop, cuyos desafíos y duelos era el tema de conversación preferido en la ciudad.
El cónsul francés saludó amistosamente a Maury, sin acortar el paso, en tanto que Bishop, señalando con su diestra el grupo de esclavos negros que aparecían atados a la estaca, se volvió hacia Maury y le preguntó con marcada insolencia:
-¿Acaso son esos negros suyos, St. John?
Mientras hablaba, clavó su mirada en Catalina y sus ojos brillaron iluminados por un súbito deseo. Pero antes de que Maury pudiera contestar a las palabras del político, ya Aarón se había adelantado unos pasos y con voz ronca por la indignación, gritó:
-¿Qué es eso? ¿Se trata acaso de una subasta de negros?
-En efecto -asintió Maury mientras trataba de reprimir su ira y seguía con la mirada a Bishop, que de nuevo se perdía entre la muchedumbre-. ¿Acaso siente la tentación de acercarse y contemplar de cerca el espectáculo, señor?
Aarón le miró indignado.
-¡Prefiero alejarme inmediatamente de este lugar! -exclamó-. ¡Jamás he visto espectáculo tan degradante ¿Dónde está Johnson?
-Se ha marchado. Todos nos han dejado plantados.
-¿Dónde está el hotel?
-Por aquí, señor, solo hay que cruzar la calle.
Aarón se volvió y contempló asombrado el gran edificio que se alzaba frente a él. La fachada principal del hotel daba sobre la plaza y exhibía su estilo clásico adornado con innumerables columnas. De la mayoría de las ventanas de los pisos y de la planta baja irradiaba una fuerte luz que se proyectaba sobre la plaza. Aaron se dijo que aquel edificio no hubiera desentonado en absoluto en una ciudad como Boston. Cuando cruzaron el vestíbulo se vieron rodeados por una abigarrada muchedumbre que se había congregado allí a aquella hora. Camareros uniformados con una maqueta de color escarlata iban y venían incesantemente de un lado a otro, llevando bujías encendidas o sirviendo bebidas a los clientes. De los carruajes que continuamente se detenían delante del edificio descendían hombres y mujeres que se habían hecho reservar mesas para la cena. Desde el salón de fiestas llegaban hasta ellos los acordes de un vals vienés. Los ojos de Catalina brillaron de entusiasmo. Miró de reojo a su padre y adivinó por el ligero fruncimiento de sus cejas que aquel ambiente le sorprendía y le disgustaba al mismo tiempo. El contraste entre los esclavos negros que se ofrecían en pública subasta en medio de la plaza y aquel derroche de lujo y riqueza que se observaba en el vestíbulo del hotel, le desconcertaba visiblemente. Pero no le quedaría otro remedio que adaptarse a todo aquello, pensó la muchacha. Ya se cuidaría ella de que aquellos contrastes no afectaran de un modo demasiado intenso la sensibilidad de su progenitor. De repente, unas fuertes carcajadas que provenían de la escalinata principal atrajeron su atención. Un grupo de jóvenes muchachas, ataviadas con las últimas creaciones de París, descendían gritando y riendo por las escaleras.
Tuvo la impresión de que todas las miradas de los hombres que se encontraban en el local se fijaban en su persona. Con un ademán instintivo se llevó su mano al peinado y en aquel momento se percató de que su rostro, tostado por el largo viaje por mar, y su vestido, ligeramente arrugado, no dejaban resaltar por entero la belleza de su rostro ni la esbeltez de su figura.
-¿Quién era aquel caballero de cabello rojo? -preguntó dirigiéndose a Maury-. Me refiero al que se dirigió a usted en la calle.
-Hugo Bishop. Es natural de Tallahassee.
-Parece estar muy orgulloso de su tipo.
Maury cortó una mueca de disgusto.
-Le atrae el puesto de gobernador, pero no creo que nunca lo consiga.
-¿Por qué no?
-Los individuos como él pronto se hunden en un país como éste.
El conserje, un individuo ataviado con librea y hombreras adornadas con borla y botones dorados, se dirigió precipitadamente a saludar a los recién llegados, dibujando una sonrisa con sus labios, que dejaban entrever una doble hilera de fuertes dientes.
-¿Están dispuestas mis habitaciones, Nolly?
-Sí, señor.
-He venido con unos amigos, Nolly. El señor Delafield y su familia. Desearía que los instalara confortablemente.
Nolly dibujó una expresión de impotencia en su rostro.
-Señor Maury, lo lamento de veras, pero todas las habitaciones están ocupadas. Incluso nos hemos visto obligados a instalar dos camas en una misma habitación. ¡Palabra de honor! No nos queda ni un solo cuarto.
-Está bien, Nolly, arregla entonces mis habitaciones. Hay sitio suficiente en ellas. Quiero que te acuerdes de una cosa, Nolly; se trata de invitados míos y espero que, por lo tanto, recibirán todas las atenciones posibles por parte de la casa. ¡Ah! se me olvidaba. Manda algunos muchachos al muelle de Galt para que recojan nuestros equipajes.
Fijó de reojo su mirada en Aarón e íntimamente experimentó una gran alegría al comprobar el disgustado rostro de su invitado.
Aarón puso reparos, protestó ; pero, finalmente, no le quedó otro remedio que aceptar aquel rasgo de cortesía.
-Tengo muchos amigos en la ciudad -le aseguró Maury-. Les ruego que me disculpen ahora... Todavía he de hacer algunas compras. Tan pronto como usted y su familia estén cómodamente instalados aquí, espero tener el honor de invitarlos a cenar.
II
Maury se retiró pronto. Al día siguiente tenía que levantarse temprano paro dirigirse a la casa de Bruin. Pero una inquietud extraña le consumía interiormente. Se encaminó al bar del hotel y pidió una copa de ron. Preguntó a uno de los camareros por Two Jack. Pero nadie haba visto aquel día al jugador. MauIy apuró su copa de ron y se dirigió a la sala de juego con la vaga esperanza de que Two Jack pudiera encontrarse allí. Después de echar una mirada por la sala, se convenció de que la persona que buscaba no se encontraba tampoco allí y, con paso decidido, se encaminó a la puerta de salida. Munn, uno de los jugadores, que aparecía sentado frente a una de las esas, le asió del brazo, insistiendo en que se quedara a jugar con él.
-Gracias, Flavy -se excusó MauIy-. Estoy terriblemente cansado. Acabo de llegar esta misma tarde de Nueva Orleáns.
Munn, gerente de una de las andes compañías que se habían hecho cargo de las propiedades de la sociedad Forbes, estaba jugando al tresillo con uno de los comerciantes más influyentes en el negocio del algodón y con un banquero de San José llamado Crom Davies. A pesar de ir bastante bien vestido, toda la persona de Flavy Munn parecía desprender un aire nauseabundo, más acusado tal vez por su ostentosa manera de vestir. Daba la impresión de un hombre que ha abusado de la vida en todos sus aspectos: su ancha faz mostraba grandes manchas de color purpúreo, sus prominentes mandíbulas se asentaban sobre un cuello extremadamente delgado que trataba de disimular con una chalina de seda blanca. Tenía los ojos saltones y su enorme cuerpo se aplastaba sobre la silla como si se tratara de una araña hinchada con la sangre de sus víctimas.
-¿Nueva Orleáns? preguntó con voz jadeante y con hipócrita sorpresa-. Parece como si esta última semana todo el mundo se hubiera dado cita en Nueva Orleáns. ¿Qué es lo que te lleva tan a menudo a esa ciudad, Maury?
-Se trata sólo de un cambio de aires -observó Maury sonriendo maliciosamente-. ¿Cómo es que no ha ido a pasar el fin de semana a San José con Josie Bangs? ¿Qué es lo que le sucede, Flavy? ¿Acaso ya no le gustan las muchachas?
Odiaba a Munn de todo corazón, tanto por su aspecto físico como por las maquinaciones de aquel hombre, que haba sido uno de los principales causantes de la ruina de muchos, a los que había obligado a emigrar de la ciudad y fundar el nuevo puerto de San José. Munn daba siempre la impresión de que ya no viviría mucho tiempo, y cada vez que Maury se tropezaba con él se asombraba de verle todavía con vida.
-¡Bah, malditas zorras! -exclamó Flavy no haciendo caso del tono que Maury haba dado a sus palabras-. Hasta que Josie no adquiera otras muchachas... Vamos, ¿qué es lo que le retiene aquí?
Maury se alejó de la mesa mientras meditaba sobre el hecho de que Crom Davies, aquel individuo de rostro delgado y ataviado con un traje gris, se hallara allí jugando con Munn. Los dos hombres representaban intereses opuestos y durante mucho tiempo habían luchado a muerte. No era frecuente ver a Davies en aquel lugar y mucho menos en compañía de un hombre como Munn. ¿Había ocurrido algo imprevisto en la ciudad durante su ausencia? Pero luego se dijo a sí mismo que sólo el aburrimiento y los deseos de jugar una partida habrían impulsado al comerciante a invitar al banquero.
Se dirigió al salón principal en busca de Nolly cuando, súbitamente, se encontró frente a frente con Hugo Bishop.
-¿No juega esta noche? -preguntó Bishop arrastrando las palabras.
-No, esta noche no, Bishop.
-Es una lástima. Me hubiera gustado aprovechar esta oportunidad para ganar algunas monedas.
Durante unos instantes permanecieron en silencio, contemplándose fijamente, como si fueran a abalanzarse el uno contra el otro. Bishop era más alto y de más edad que Maury; en sus sienes el cabello empezaba ya a encanecer. Siempre iba impecablemente vestido. “Seguramente para encubrir sus demás defectos”, se decía Maury. Su vanidad le llevaba siempre a tratar de causar la mejor impresión entre sus conciudadanos, pero sus facciones, demasiado obtusas, le hacían parecer más bien repulsivo. Sus modales eran fríos y calculadores. Descendía de una rica familia de plantadores que comenzaba a gozar ya de ciertos privilegios en Tallahassee.
-Hay gente que nace con suerte -observó burlón-. ¿Quiere explicarme su secreto?
-¿Qué secreto? .
-El modo de dar con ellas. Se ha adueñado usted de una beldad. Será el comentario de toda la costa.
-Sus palabras son muy halagadoras, Hugo. Lamento no haberle presentado.
-No se preocupe por eso. Prefiero otra clase de mujeres -sonrió descaradamente, satisfecho de sí mismo, y se dirigió a grandes zancadas al bar del hotel.
“¡Maldito bastardo !”, murmuró Maury en voz baja.
Con el ceño fruncido se dirigió a la cocina en busca de Nolly.
-¿Sabes si Two Jack ha dejado algún recado para mí?
-No, señor.
-¿Has visto por casualidad a Cricket?
-No, señor.
-Está bien. Manda mi equipaje a casa del doctor Garver.
Salió del hotel, seguido por un muchacho negro que llevaba sus cosas. Cricket le estaría esperando seguramente en Wisky George. No le cabía duda de que también Two Jack estaría allí aguardando la llegada de la goleta y a aquellas horas se habría enterado ya del desastre.
La casa del doctor Garver se hallaba sólo a unas manzanas de distancia de la calle principal. Se trataba de una pequeña villa que necesitaba urgentemente una nueva capa de pintura. La verja que circundaba la casa aparecía igualmente destrozada en muchas partes. Por las ventanas no se percibía claridad ; no obstante cruzó la entrada de la verja y subió al pequeño porche. Entregó una moneda de cobre al muchacho que dejó las maletas junto a él, sobre la pequeña escalinata. Llamó a la puerta y luego abrió. Jamás cerraban la puerta con llave. Un olor de alcohol mezclado con el de innumerables medicamentos y pañales sucios llenaba el vestíbulo. La casa parecía desierta y se imaginó que Juan y Mary se habían dirigido a pasar la velada a casa de al vecino.
A pesar de que sabía que la casa estaba siempre abierta para él, se resistió a cruzar el umbral, y dirigiéndose de nuevo a la entrada de la verja se encaminó a una de las calles que llevaban a la bahía. Había otros lugares en la ciudad donde hubiera podido solicitar hospitalidad por una noche, pero, a pesar del desorden y de la anarquía que reinaba en casa de May, prefería aquella casa a todas las demás. Los Garver formaban una curiosa pareja, pero no haba ningún otro sitio donde fuera tan bien acogido.
Cuando llegó frente a la bahía se detuvo unos instantes dubitativo y luego torció hacia la derecha. Las casas más vistosas se encontraban en la parte alta de la ciudad o junto a la orilla del río. En aquel barrio las casas eran de aspecto menos presuntuoso, aunque su situación fuera mucho más agradable y la vista sobre el mar resultaba un espectáculo hermoso.
Una pálida luna surgía del mar en aquellos momentos y una brisa suave soplaba del noroeste.
Maury se acercó a una baja muralla cubierta de madreselva y vid salvaje. El jardín que se vea detrás de ella era mucho mayor que el de las demás casas allí cerca. La casa daba la impresión de una mansión en miniatura, su fachada aparecía adornada por altas columnas y las ventanas con arcos y la amplia balaustrada que circundaba todo el piso superior, le proporcionaban un agradable aspecto. Sintió en aquellos momentos el orgullo de ser el propietario de aquella casa, al mismo tiempo que un súbito reproche se apoderaba de él. El mismo había proyectado la casa y había vigilado su construcción para que no faltara ninguno de los detalles que él había planeado. Pero a causa de Tulita jamás se había podido instalar allí. Repetidas veces había estado tentado de desalojar la casa para vivir él definitivamente en ella. Pero siempre había logrado Tulita hacerle variar sus planes.
Continuó su camino con paso indeciso, como queriéndose alejar de allí, pero automáticamente sus pasos le llevaron junto a la entrada. Colgando de uno de los ángulos de la casa se veía una linterna de barco encendida. “Señal de que José, el padre de Tulita, está en la bahía pescando”, se dijo Maury.
Entonces se dio cuenta de que durante aquellas últimas semanas había pensado muy pocas veces en Tulita y se vio asaltado por un sentimiento de culpabilidad al comprobar que, noche tras noche, la muchacha le había estado esperando. Su mano dudó unos instantes, aferrada al picaporte de la puerta. Pero súbitamente sintió un gran deseo de ver a la muchacha, de estar junto a ella; las aletas de su nariz se dilataron y sintió que su sangre latía aceleradamente. Abrió resueltamente la puerta de la muralla y cruzó la corta vereda que conducía hasta la entrada principal de la casa
Llamó y a los pocos instantes percibió unos ligeros pasos y vio a Tulita que, después de abrir rápidamente la puerta, tiró de él para hacerle entrar dentro de la casa. La muchacha se arrojó con sus brazos abiertos al cuello del hombre, besándole con frenesí.
-¡Madre de Dios, has vuelto, has vuelto!
El hombre la acarició y distraídamente se pasó el dorso de la mano por la boca.
Aquella muchacha le daba a veces la impresión de un perrito faldero ansioso de caricias. Era muy delgada, morena, de ojos grandes y negros y unos dedos largos y finos que siempre jugueteaban con alguna prenda de las que llevaba puestas. Aquella noche iba ataviada con un vestido de seda negra ceñido completamente a su cuerpo, que haca resaltar aún más su notoria delgadez. “Los latinos jamás deberían vestirse de negro”, pensó Maury.
La muchacha se colgó de nuevo de su cuello, besándole apasionadamente, jugueteando con sus largos dedos entre su cabello y tirándole de los botones de su camisa. Súbitamente se detuvo y, apartando sus manos del hombre, clavó en él una inquisitiva mirada.
-¿Estás enfermo? ¿Estás cansado? ¿Qué es lo que te sucede?
-Nada en absoluto, querida. Sólo que estoy un poco cansado. Tuvimos un viaje muy malo.
-No eres el de siempre, Maury -observó la muchacha con voz apagada-. Ya no me amas...
Maury sonrió y la cogió cariñosamente del brazo.
-No digas tonterías, chiquilla. Pues claro que te quiero.
-No lo dices sinceramente.
-¿Cómo quieres que te lo diga?
Súbitamente la muchacha se separó un paso del hombre y le contempló con ojos brillantes. Maury adivinó que iba a estallar la tormenta.
-¡Te has cansado de mí! ¿Verdad?
-¡No seas estúpida, muchacha! Acabo de llegar hace unos momentos. Vine a bordo de un buque que tuvo averías en alta mar. Estoy cansado y las cosas no han salido como yo esperaba. mañaoa por la mañana he de estar en casa de Bruin...
-¡Dios mio! Si estás cansado, ¿por qué esas prisas por ir a los pantanos a ver al viejo Bruin?
-Es necesario. Tan poto como salga de aquí me dirigiré hacia allá.
La muchacha le contempló atentamente.
-Has conocido a otra persona... -comenzó la mujer en voz baja.
-¡ Siempre conozco gente nueva !
-...otra persona que,.. -continuó ella con voz preñada de amenazas.
-¡ Basta ya de tonterías! --exclamó Maury interrumpiéndola de nuevo-. He venido expresamente para verte a ti,..
-Has conocido a otra mujer Lo adivino en tus ojos. ¿Crees acaso que puedes ocultar que la quieres, que sólo piensas en ella? Estás frente a mí y no me ves. ¿No te gusto ya acaso? ¡Diablos!
Eres igual que todos los hombres.
-¡ Tulita!
-¡ Granuja! ¡ Infame!
-¡ Tulita, por favor... !
-¡Maldito seas! Vete de aquí...!
Cogió un cacharro que tenía al alcance de su mano y lo arrojó contra el hombre. Luego empezó a lanzar fuserte gritos.
Maury esquivó la trayectoria del proyectil y se alejó corriendo de la casa.
Cuando cruzó la puerta de la verja, oyó claramente que la mujer le llamaba por su nombre. Dudó unos instantes, pero luego continuó precipitadamente su marcha mientras los gritos de desesperación y los sollozos de la joven vibraban todavía en sus oídos.
Durante más de una hora vagó por las desiertas calles meditando sobre los últimos años de su vida y llenó su ánimo de reproches contra él mismo.
Cuando regresó a la casa de sus amigos Garver, se alegró al divisar luz en una de las ventanas.