CAPÍTULO XV
Los rebaños de ganado pastaban en los amplios terrenos no edificados de la ciudad. Finalmente, hacia el atardecer, se encaminaron lentamente en dirección a la playa seguidos y rodeados de unas cuantas moscas; su enemigo más encarnizado, empero, la dog fly, no había hecho todavía su aparición. Dentro de pocas semanas llegaría a la costa y entonces atormentaría a los animales y los obligaría durante el día a penetrar dentro del agua de la bahía, de modo que a aquellas horas el ganado estaría hambriento. Pero en aquel momento, nada enturbiaba la paz que los rodeaba y se sentían a gusto bajo los últimos fulgores del sol, que relucían sobre las aguas.
En la parte más baja de la bahía, allí donde terminaban los caminos y las calles empedradas, Maury aguardaba bajo los pinos la llegada de Catalina. El sol se inclinaba en su ocaso brillando por entre las nubes que se deslizaban sobre el horizonte y, durante unos momentos, sus rojizos rayos iluminaron con un vivo resplandor las altas copas de los pinos. Luego, repentinamente, el sol desapareció y la oscuridad se cernió sobre los árboles y las aguas de la bahía, como si durante aquellos instantes toda la vida quedara paralizada y como en suspenso. Al divisar a Catalina acercarse al lugar convenido, caminando a lo largo de la carretera contigua a la bahía, tuvo la impresión de que aquella figura humana que iba e su encuentro era como una aparición irreal, una figuración de su mente. Permaneció de pie en silencio. La muchacha caminaba con largos pasos ágiles y sus amplias faldas, con sus airosos movimientos, daban más la impresión de pertenecer a un cuerpo que flotaba sobre la arena fina que cubría el camino, que no a una persona humana que caminara pisando fuerte sobre el terreno. Al percatarse de la presencia del hombre, Catalina echó una furtiva mirada rededor y, a comprobar que se hallaban completamente solos, exhaló un suspiro de alivio y se acercó sonriendo a Maury.
Ella le estrechó su mano y, por unos instantes, le ofreció sus labios.
-Temí por unos momentos no poder venir a tu encuentro -murmuró la muchacha todavía con el aliento entrecortado-. ¿Estás contento de que haya venido!
-Mucho, muchísimo. ¿Qué es lo que te ha ocurrido?
-Hugo Bishop ha regresado a la ciudad. Le he dejado con mi prima Etta mientras yo me escabullía por la puerta de atrás de la casa -estalló en una alegre carcajada-. Le dije a Etta que comunicara a Bishop que había ido a casa de los Saxon. Él no se atreverá a ir allí después de saber que yo también me encuentro en la casa.
-¿Por qué no? .
-No seas tonto; él y Patty ya no se hablan. Y no habrá regresado de Tallahassee para hacer las paces con ella.
-¡Eres un diablo! -exclamó él-. No sé por qué te quiero tanto, pero así es y no puedo remediarlo. Lo mejor será que abandones lo antes posible tu casa para no ser ya la causa de más disgustos.
Catalina se puso a andar al lado de Maury y, de repente, se llevó las dos manos a los oídos, pues a lo lejos se percibía la vibrante voz del apóstol Ledbetter.
-¡Qué horrible es este hombre! -murmuró Catalina-. ¡Oh, cuanto deseo no tenerle que oír esta noche!
-No lo oirás -le aseguró Maury.-. A donde vamos no llega la voz de este hombre.
Ayudó a subir a Catalina al asiento del carruaje, soltó las riendas de la yegua y se sentó luego al lado de la muchacha.
Catalina se retrepó en su asiento y contempló de reojo al hombre que tenía a su lado. Maury iba sin sombrero y sin chaqueta, tal como la última noche en que se encontraron cerca de la playa.
¡Dios mío!, ¿había transcurrido realmente tan poco tiempo, sólo unos días? Tenia la impresión de que se trataba de siglos... Se fijó en los acusados rasgos masculinos, su pelo oscuro y ensortijado que le llegaba hasta más abajo del abierto cuello de la camisa. Todo su ser hablaba de confianza en sí mismo y de una innata caballerosidad, a pesar de que, se dijo Catalina, aquel hombre podría ser capaz de todo en un momento dado.
Maury tiró de las riendas e hizo describir una media vuelta al caballo.
-Si me dejara llevar por la tentación, continuaría ahora en línea recta y atravesaría la ciudad de uno al otro extremo para que todo el mundo nos pudiera contemplar juntos. Esto te comprometería y entonces...
-De nada te serviría.
Pero mientras la yegua echaba a andar, Catalina escrutó el rostro de Maury, temerosa de que él llevara a cabo lo que acababa de anunciar. Al observar que iban en dirección contraria a la ciudad, hacia el pinar situado al norte de la misma, la tranquilidad volvió a renacer en su interior.
-¿Adónde nos dirigimos?
-Al otro lado de la bahía.
Durante un largo rato guardaron silencio.
Finalmente, cuando ya se hallaban en la carretera, Maury cogió la mano de Catalina.
-¡Catalina... !
-¿Qué hay, Maury?
-Yo no puedo ofrecerte mucho -dijo después de ligero titubeo-. Parece como si últimamente se hubieran enredado todas las cosas de un modo espantoso.
Catalina aguardó sin pronunciar palabra a que el joven prosiguiera.
-En la parte alta del río poseo unas plantaciones que bien administradas podrían proporcionarme un buen rendimiento. Estoy convencido de que te gustarían. Y... -se interrumpió mientras volvía el rostro para contemplar de lleno a la muchacha-, nunca he habitado aquella casa y ahora me explico el porqué. Seguramente la reservaba para que algún día se convirtiera en mi verdadero hogar... y una casa en la que un hombre vive solo, sin compañía, no es un hogar. No todas las mujeres han nacido para esposas y para formar al lado de ellas una familia. Cuando medito sobre esto, me doy plena cuenta de que soy como todos los demás hombres. Se trata de algo fundamental. Esto es lo que yo creo. Ahora he llegado a una especie de encrucijada en mi vida. Siento nostalgia de tiempos pasados. Pero me siento incapaz de emprender solo este nuevo camino en mi vida. Yo... a veces dudo... -se detuvo durante unos segundos y luego añadió rápidamente-: Temo haberlo dicho todo de un modo demasiado prosaico, pero sentía la necesidad de exponerte mis pensamientos y todo cuanto siento en mi interior.
Catalina apartó la mirada sin despegar los labios. Era aquélla una faceta completamente desconocida en aquel hombre. Un hombre que ansiaba un esposa, un hogar e hijos. Y ella odiaba los niños. Estaba convencida de que jamás se dejaría convencer para tener un hijo de ningún hombre, ni siquiera de Maury.
-¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? -preguntó finalmente.
Maury la contempló fijamente al rostro.
-¡Demonio de chica! -estalló de repente-. ¡Te estoy dicieno de un modo que no ofrece lugar a dudas que abandones la casa de ese estúpido que es tu padre y seas mi esposa! O ¿es que acaso no te interesa mi proyecto?
-Maury, por favor...
-¿O acaso te interesa esto más? -exclamó, y soltando las riendas abrazó apasionadamente a la muchacha atrayéndola fuertemente contra su pecho.
La presión de los labios de Maury contra los suyos despertó en Catalina de nuevo aquella extraña sensación, que al mismo tiempo despertaba un profundo rencor por aquel poder que ejercía sobre ella.
-¿Te das cuenta? -exclamó Maury en voz baja-. ¡Ese es uno de los motivos para casarte conmigo! Pero... si no te quieres casar conmigo, te tendré de otras formas.
-¿Sí? -y luego añadió con voz suave y dulce-: ¿Has traído buenos bocadillos?
-Desde luego, ¡diablo de mujer! Están en el cesto, debajo del asiento. Pollo, jamón, croquetas, ensalada, conservas, torta, una botella de jerez seco y...
-¡Oh, magnífico! -palmoteó alegremente, y después pasó suavemente sus acariciadoras manos por su pelo ensortijado.
Al observar que el carruaje aminoraba la marcha, Catalina miró alrededor, llena de curiosidad. Habían llegado a un sendero apenas perceptible y en aquel momento daban la vuelta a una duna para, súbitamente, ofrecerse ante ellos el magnífico espectáculo del mar abierto a través de las hojas flexibles de un bosque de palmeras. Las aguas presentaban un suave color purpúreo y se mecían suavemente al empuje de una suave brisa. Allí donde el agua moría sobre la arena de la playa, mostraba una tonalidad más roja, como el fuego líquido.
Maury condujo la yegua hasta el bosque de palmeras y allí se detuvo.
-¿Dónde estamos? -preguntó Catalina como hechizada por el ambiente que la rodeaba.
-En nuestro punto de destino. Me lo forjé así en mi mente y... aquí lo tenemos.
-Parece increíble. Siempre dudé de que pudieran existir lugares como éste.
La muchacha saltó del coche antes que él tuviera tiempo de ofrecerle la mano y, subiéndose las faldas, corrió a través del bosque hacia la playa. Se detuvo unos instantes, mirando fijamente ante sí y después de dibujar unos cuantos pasos de vals al compás de una música qué sólo ella parecía oír, regresó corriendo junto a Maury.
-¡Oh, no es real! -dijo falta de aliento-. Es que la noche nos ofrece un espectáculo lleno de encantos que desaparecerán tan pronto como salga el sol. Todo desaparecerá...
-...y sólo quedarán los mosquitos, o, por lo menos, pronto vendrán. Dentro de pocas semanas llegarán aquí formando verdaderas nubes.
Había atado las riendas de la yegua al tronco de un árbol y se entretuvo en sacar del carruaje la cesta con los bocadillos, así como una manta para sentarse en el suelo. Al estirar la manta, algo cayó al suelo y la muchacha se inclinó rápidamente para cogerlo, después de lo cual estalló en una carcajada.
-¿De modo que ha traído contigo uno de los látigos de Cricket? ¿Acaso querías usar de él para obligarme a obedecerte?
-Lo traje por si encontrábamos ganado en nuestro camino. Pero la idea que acabas de expresar no es desacertada. Es precisamente lo que te hace falta.
-Entonces, será mejor que lo guarde yo -rióse la muchacha y alejándose unos cuanto pasos del hombre, desenrolló el látigo y lo hizo restallar en el silencio de la noche. Alegremente siguió a Maury a través de las palmeras.
-¿Quieres que encienda fuego? -preguntó él.
-No; todavía no. Todo es muy extraño y muy bonito. Esperemos hasta que oscurezca del todo. ¿Tendremos luna esta noche?
-No tardará en salir. ¿Tienes hambre?
-Todavía no. Exploremos la bahía antes de comer. Tomaré sólo un sorbo de vino.
Maury cogió la botella, la descorchó y llenó do vasos. Catalina apartó el látigo a un lado, se sentó sobre la manta y cogió uno de los vasos que le ofrecía Maury. Bebieron en silencio y, como asaltados por una súbita timidez, conscientes los dos de la presencia del otro en aquel lugar y con las miradas fijas en las aterciopeladas aguas de la bahía. Cortos relámpagos iluminaron en el lejano horizonte extrañas y fantasmagóricas nubes. En algún lugar detrás de ellos, entre las palmeras, un búho lloró en el silencio de la noche.
-Es todo... tan poco real aquí... -susurró la muchacha finalmente-. Jamás había experimentado una sensación parecida... sentirse lejos de todo. Parece como si aquí el mundo no existiera ya...
Maury se acercó a ella y apoyó la cabeza en su hombro. Alargó la mano y, quitando la peineta y deshaciendo el lazo que sujetaba su cabello, lo dejó suelto. Exhaló un hondo suspiro mientras acariciaba el cabello de la muchacha.
-Siempre deseé verte así -dijo-. Tienes el cabello más precioso del mundo -pasó la mano voluptuosamente por la espesa cabellera de la muchacha, inclinó la cabeza y la besó en la garganta. Durante unos segundos percibió el fuerte latir de su pulso.
Súbitamente la muchacha se deshizo de su abrazo y, poniéndose rápidamente en pie, estalló en una fuerte carcajada y se alejó corriendo hacia el agua. Maury la contempló sin moverse, luego se levantó también y, corriendo tras ella, la cogió de la mano.
Asidos de la mano y con los hombros muy juntos, caminaron en silencio hasta que, finalmente, Catalina se volvió bruscamente hacia él y exclamó:
-¡Quiero caminar por la orilla! Sólo mojarme los pies. Vuélvete de espaldas y no mires.
Penetraron en el agua, Maury con los pantalones enrollados y Catalina sujetándose la falda por encima de las rodillas, riendo y disfrutando los dos como chiquillos.
-¡Oh, está caliente como la leche! Es fosforescente -gritó Catalina.
-Ten cuidado dónde pones los pies, hay rayas por aquí.
-¿Hay también escualos?
-Pero sólo de arena. Son completamente inofensivos.
La muchacha se adentró en el agua hasta que ésta le llegó más arriba de las rodillas.
-Odio los vestidos -exclamó vivamente-. A veces resultan ridículos. A mí... me gustaría penetrar mucho más adentro... sumergirme por completo dentro del agua...
-¿Por qué no? Es de noche y nadie puede vernos.
-No sé... ¿No creerás que soy demasiado atrevida?
-¡Claro que no!
-Entonces... préstame tu pañuelo para recogerme el cabello. No quiero que se e moje. Y tú... no te muevas de las palmeras.
-Está bien.
Cogió el pañuelo que le alargaba Maury y se acercó a la orilla. Buscó los zapatos, enfundó sus pies en ellos y se dirigió rápidamente hacia el bosque de palmeras. Maury permaneció en pie inmóvil, con la respiración entrecortada y los músculos doloridos por la tensión. Cuando perdió de vista a la muchacha, se dirigió rápidamente a los arbustos que crecían cerca de la duna.
Se desnudó rápidamente y penetró erguido en el agua hasta que ésta le llegó a la cintura, entonces se zambullió y nadó mar adentro. Al volver la cabeza vio junto a la orilla una débil silueta femenina que penetraba en aquellos momentos en el agua. Dio media vuelta y con rápidas brazadas se acercó al lugar donde estaba la muchacha. Oyó la alegre risa de Catalina y vio cómo el agua formaba alrededor de ella una aureola fosforescente.
-¡Oh, si supiera nadar! -exclamó Catalina entusiasmada-. Iría lejos, muy lejos. Estaría nadando toda la noche.
Maury se zambullió en el agua y se acercó nadando hasta donde estaba la muchacha, tratando de cogerla por la mano, pero Catalina se escabulló revolcándose voluptuosamente en el agua y poniéndose fuera del alcance del hombre. Parecía una nereida vestida con una túnica de brillantes lentejuelas. Súbitamente se detuvo en medio de sus juegos y lanzó un corto grito. Maury volvió la cabeza hacia donde señalaba Catalina con su brazo y durante unos momentos permaneció inmóvil, subyugado por el espectáculo que veían sus ojos.
La luna, roja como la sangre, apareció en aquel momento por entre las nubes.
Maury se acercó a la joven y la cogió de la mano. En silencio, muy juntos, contemplaron el hermoso espectáculo que les deparaba la noche. Todo parecía hechizado. Catalina sintió cómo su pulso empezaba a latir aceleradamente y too su cuerpo ardía de un modo desacostumbrado. Se estremeció y sintió un vivo impulso de dejarse llevar por aquella sensación de movimiento y lujuria que vibraba en su interior. Se volvió hacia el joven y, cuando éste presionó sus labios contra los de ella, sintió nacer repentinamente en su interior una furia desconocida, una rebeldía contra aquella sumisión que siempre había experimentado frente a Maury.
Se deshizo del abrazo y corrió hacia la orilla. Maury la siguió sorprendido por la actitud de la muchacha y dispuesto a apaciguar su posible enojo.
-¡No, no! -gritó Catalina con ira, revolviéndose furiosamente para esquivar el nuevo abrazo del hombre. Cuando pisó tierra firme, se dirigió corriendo hacia las palmeras, cogió el látigo del suelo y se volvió entonces amenazadora contra el hombre-. ¡No, no! No tienes ningún derecho a esto, ninguno. ¡No creas que soy tan fácil de poseer! ¡Jamás lo lograrás, jamás, jamás!
Mientras gritaba estas palabras alzó el látigo y lo descargó con toda la furia de su ser sobre el rostro de Maury.
El hombre se agachó, medio cegado por el latigazo.
-¡ Por Dios ! -gritó-, ¿qué te ocurre? ¡Deja eso, déjalo!
Pero el látigo volvió a cruzar su rostro con mayor dolor aún que la picadura de una serpiente venenosa. Los hombros y el pecho presentaban vivas señales de los golpes y, al abalanzarse hacia la mujer para cogerle el látigo, tuvo que convencerse de que ella estaba poseída en aquellos momentos de una fuerza mayor que la suya. El látigo se le escapó de entre los dedos y sintió de nuevo sobre su carne el cortante contacto del cuero. Dio unos pasos hacia atrás, tropezó y cayó al suelo, atónito ante la violencia que se había despertado en la muchacha.
A la luz de la luna vio el cuerpo esbelto y flexible de Catalina y su cabello suelto que le caía sobre los hombros. Tenía el rostro descompuesto y el brillar de aquellos ojos le llenó de terror.
Durante unos segundos permaneció como petrificado, atónito ante el espectáculo que se ofrecía ante sus ojos y al sentir que el látigo caía de nuevo sobre él, se lanzó hacia delante desesperadamente, tratando de sujetar el brazo de la muchacha. Pero el látigo, húmedo y sucio de arena, cayó como un afilado cuchillo sobre sus ojos. La arena penetró en ellos y perdió la visión de la muchacha en una terrible agonía de rojo.
El látigo continuó maltratando furiosamente su cueIpo.
-¡Por amor de Dios, Catalina, detente! -gritó el hombre luchando desesperadamente para esquivar los golpes-. ¡Detente! ¡Basta ya! -e impulsado por la ira que le producía el dolor, añadio-: ¡Basta ya, maldita bruja sádica!
Pero la muchacha continuaba golpeándole sin compasión, y él, ciego, no podía esquivar los latigazos. Trató de ponerse en pie y correr, pero tropezó y cayó de nuevo al suelo, y en aquel momento ella descargó sobre él toda la furia de que se sentía poseída. Se alzó y corrió, dándose cuenta de que penetraba en el agua. Repentinamente todo cesó. Cerca de él oyó todavía el afanoso respirar de la mujer, luego se hincó de rodillas y sumergió su ardiente y sangriento rostro en las cálidas aguas.
El demonio abandonó su cuerpo y el látigo se deslizó por entre sus dedos y cayó al suelo. Algo que durante años había anidado en su interior parecía haber estallado por fin; la culminación de una sensación in crescendo, dulce y amarga al mismo tiempo, que acababa de proporcionarle un profundo alivio. Su ardiente cuerpo estaba empapado de sudor. En su agotamiento se hincó de rodillas en la actitud de un creyente que eleva sus plegarias al cielo. Un súbito estremecimiento recorrió todo su cuerpo, un miedo profundo se apoderó de ella, cada vez más fuerte e intenso. Se puso en pie y echó una mirada a Maury. Luego retrocedió y empezó a correr, embargada por el mismo temor que un asesino que se ha dejado llevar por los impulsos de su ira. Sabía que había muerto un amor. Se acercó al lugar donde había dejado su ropa y se vistió rápidamente. En su pánico se olvidó de sus medias, de sus peinetas y de arreglarse el pelo. Sólo sentía ardientes deseos de abandonar aquel lugar, lleno de acusaciones contra ella, escapar del horror y buscar la seguridad de su propia habitación.
Salió del bosque de palmeras, desató la yegua y, saltando rápidamente dentro del carruaje, cogió las riendas. Un estremecimiento de terror recorrió su cuerpo cuando se percató de que no conocía el camino de vuelta a la ciudad. Pero la yegua comenzó a andar y al llegar a la carretera reconoció el camino que conducía basta San José. Procuró olvidarse de Maury. Sabía que jamás en su vida podría volver a contemplar el rostro de aquel hombre.
Cuando alcanzó las afueras de la ciudad, se sobresaltó y alarmó al divisar que muchas casas tenían todavía las ventanas iluminadas. Había supuesto que sería mucho más tarde ya. Pero los habitantes de San José no se habían acostado todavía. Y la luz de la luna lo iluminaba todo con extraños fulgores. Era una luz terrible, muy brillante, como la luz del día. Se hundió en el rincón del asiento y se preguntó qué le convendría hacer. En aquel momento pasaba ante la casa del gobernador. La yegua, impaciente por llegar de nuevo al establo, apresuró el paso y antes de que ella pudiera impedirlo, enfilaba ya la calle donde se hallaba enclavada la mansión de Rodman Carey. Catalina tiró con todas sus fuerzas de las riendas e hizo dar media vuelta al carruaje. Otro se acercaba en dirección contraria y, temerosa de ser reconocida, giró hacia la derecha y se introdujo en el pinar que había entre la casa de Carey y la de los Saxon. Cuando el carruaje que venía en dirección contraria desapareció de su vista, saltó del coche y corrió hacia el camino de la bahía.
Una vez allí se obligó a sí misma a caminar despacio; pero, al acercarse a la casa de los Saxon se detuvo súbitamente desconcertada por primera vez en su vida y a punto de padecer un ataque de nervios. Luchó desesperadamente consigo misma: “¿Por qué no podré tranquilizarme? ¿Por qué no se capaz de actuar como si nada en el mundo hubiera sucedido?”
La casa estaba algo alejada de la playa, de modo que nadie la podía ver desde ella. Y el camino por donde transitaba estaba desierto en aquellos momentos. Entrelazó sus manos y avanzó unos pasos, pero, repentinamente, se detuvo de nuevo asustada al oír pronunciar su nombre detrás de ella .
-¡ Señorita Catalina!... Perdone, ¿es realmente usted?
Era Hugo Bishop.
Aturdida, se detuvo primero y giró rápidamente después, intentando esconderse entre las sombras de los pinos. Pero ya era demasiado tarde. Hugo volvía de la playa, ataviado como siempre con un traje impecable, y con el sombrero de anchas alas bajo su brazo. Catalina se percató inmediatamente al observar el rostro de Bishop, que éste se había dado cuenta de su peinado suelto y de su descompuesto vestido. El carruaje se divisaba perfectamente entre los pinos a la luz de la luna.
-Yo... yo la he estado esperando -dijo el hombre, y su voz sonó hosca y artificiosa-. He estado esperando toda la noche. He estado paseando por la playa, esperando verla llegar. Creía que estaba usted en casa de los Saxon.
Se detuvo y sus ojos se fijaron en el carruaje y luego de nuevo en la muchacha. Sus dientes entrechocaron y sus ojos parecían saltar de las órbitas. Se acercó a Catalina y la cogió fuertemente por el brazo.
-Pero usted no estuvo en casa de los Saxon -exclamó bruscamente, dejando a un lado todos los modales-. ¡Dios mío, salió usted con él! ¡Lo sé! Y adivino perfectamente lo que ha sucedido. ¡Por Dios... !
La muchacha trató de alejarse de él, pero Hugo apretó su mano sobre su brazo.
-¡Ese hijo de perra! -gruñó entre dientes-. ¡Lo mataré! ¡Por todos los santos, lo mataré!
-¡Usted... usted... ! -gritó Catalina nerviosa-. ¡Sucio y estúpido celoso!
Se deshizo de la mano que la sujetaba y corrió hacia la casa. Una vez en su habitación, cerró la puerta y se echó sobre el lecho. Su estómago parecía encogerse y sus manos, frías y exangües, se aferraban a la colcha.
-¡Oh, Dios mío! -musitó-. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué me sucederá ahora?