CAPÍTULO XVIII
Volvió a espalda al hombre, molesto y disgustado por la presencia del mismo en aquel lugar, y ordenó a Esteban que anclara el Salvador en el extremo del embarcadero, cerca de los peldaños.
“¡Ese bastardo -pensó-, ese maldito bastardo...!”
¿Qué estaría haciendo McSwade en aquel lugar? Resultaba evidente que había llegado con un cargamento de negros. ¿Trabajaba acaso con el alemán? Guido Meyer sostenía desde hacía mucho tiempo relaciones directas con Bonacca, contando con la aprobación del sindicato. Pero McSwade jamás había figurado en la lista de traficantes reconocidos. Todo el mundo estaba enterado de que Gordon McSwade solía vender negros de pésima calidad, excepción hecha de los que robaba. En cambio, Meyer se mostraba muy pundonoroso a este respecto. No le importaba en absoluto de dónde procedían los negros, pero sí la calidad. Se le podían objetar muchas cosas al alemán, pero indudablemente sus negros eran siempre los mejores. ¿Por qué motivo, entonces, comerciaba con McSwade?
El lugarteniente de Meyer, un individuo de piel morena llamado Gómez, apareció en aquel momento por entre los árboles que rodeaban el pequeño embarcadero y se acercó al lugar donde estaba anclado el Salvador. Calzaba sandalias y llevaba unos pantalones hechos de viejas telas de vela y un sombrero de paja de anchas alas. Sobre sus desnudos hombros colgaba un látigo de cuero corto y pesado, terminado en una bolita de hierro, que exhibía como distintivo de su autoridad. Detrás de él, ruidosos y curiosos como una manada de monos, se vea media docena de chiquillos, completamente desnudos, cuyo color de piel variaba desde el negro más brillante al oliváceo. Al llegar junto a las escalinatas, el hombre se volvió repentinamente y agarró el látigo con su diestra.
-¡Basta ya! Don Guido llegará de un momento al otro y si os encuentra por aquí os arreglará las cuentas. Ninguno de vosotros estará en condiciones para asistir a la fiesta.
Los chillidos cesaron súbitamente y los chiquillos desaparecieron tan rápidamente como si se les hubiera anunciado la llegada de un ser malvado que se los fuera a tragar a todos.
Gómez descendió por las escalinatas, deteniéndose al llegar al embarcadero. Su saludo fue amable y cortés, y su actitud la de un hombre con deseos de cumplir todas las instrucciones recibidas de un jefe muy exigente.
Expresó el deseo de que los tripulantes del Salvador hubieran tenido una feliz travesía y luego les rogó que atracaran el barco más allá de la escalinata, pues aquél era el embarcadero particular de Don Guido y allí atracaría al regresar. Había salido a pescar entre los arrecifes y ya no tardaría. Seguramente no los recibiría hasta después de haber echado la siesta; tal vez tuvieran incluso que esperar hasta el día siguiente. Maury contempló con indiferencia al lugarteniente y se dijo que era culpa suya haberse dirigido a aquel lugar. Casi se había olvidado ya de las costumbres
de Meyer.
-¿Sabe usted si dispone en estos momentos de obreros de primera calidad para el campo? -preguntó Maury.
-Don Guido dispone siempre de obreros de primera calidad y ya tendrá usted ocasión de elegir entre los que más le gusten -repuso Gómez suavemente.
-No es usted muy explícito -observó Maury con cierta acritud-. Está bien. Si tengo que esperar, le ruego entonces que me proporcione unos cuantos hombres para llenar mis barriles
de agua.
-Estoy a su disposición para cuanto desee, capitán. ¿Hay otra cosa que pueda hacer por usted? ¿Arroz quizás o galletas?
-Sólo agua.
Gomez se inclinó hacia delante para contar los barriles de agua que había sobre la cubierta del Salvador. Maury se sentía cansado y enojado, y solo había dado la orden de llenar los barriles de agua para indicarle a Gómez que no era más que un lugarteniente que deba atender sus ruegos y órdenes.
Gómez sacó un libro de notas de uno de sus bolsillos del pantalón y tomó unos apuntes. Maury sabía que el agua, junto con todo lo que adquiriese en aquel lugar, le sería cargado en la cuenta. Meyer no ofrecía nada gratuitamente. Gomez se alejó y al poco rato apareció un mulato seguido de cuatro negros que transportaban pequeños barriles de agua atados con cuerdas a dos delgados troncos, como si se tratase de una litera.
McSwade se acercó al lugar donde estaba atracado el Salvador. Lentamente mordisqueaba la punta de un cigarro muy largo que sostenía entre sus dientes.
-¿Cuántos negros necesita? -preguntó finalmente.
Maury se encogió de hombros.
-Depende del precio.
-¡Hum! ¿Cuánto desea pagar por cabeza?
-Lo menos posible.
-¿Qué es lo menos posible para usted?
-Depende. ¿Por qué lo pregunta?
-Tal vez pudiera interesarme.
Durante unos momentos los dos hombres se contemplaron en silencio, a través del espacio neutral entre la cubierta de la goleta y el embarcadero. Maury estaba disgustado, pero no exento de cierta curiosidad. McSwade se quitó el puro de la boca y escupió.
-¿Ha estado usted últimamente en el Caribe, St. John?
-¿Por qué lo pregunta
-¡Oh, sólo por hablar de algo!
-Puede que no me sienta tan locuaz como usted.
-Pues sería mejor que lo fuera si tiene intención de comprar los negros aquí.
-¿Qué tiene que ver con esto?
-Mucho. Los únicos negros buenos que hay aquí son los míos. Los traje la noche pasada.
-Muy interesante. ¿De dónde los sacó?
-Eso es asunto mío.
-Está bien; ¿insinúa que los dejó consignados a Meyer?
-Exacto.
Maury le contempló con mirada hostil.
¿Era posible que los negros fueran tan escasos que Meyer hubiera tenido que avenirse a comerciar con McSwade? ¿Qué había sucedido?
-¿Por qué ha dejado los negros consignados a Meyer y no los ha traído hasta la costa de Florida?
-Eso hubiera yo deseado, pero no me he posible. ¿No avistó
-No, no vi ninguno.
-Ha tenido suerte. Es un bergantín inglés endiabladamente rápido. Se están hinchando de lo lindo. Desde que se hao instalado aquí, en el Caribe, las cosas van de mal en peor. El mío es el primer cargamento que ha logrado burlarlos desde el mes de abril.
Si las cosas habían alcanzado tal extremo, no era, pues, de extrañar que Meyer hubiera dado la bienvenida a aquel hombre. Y si los negros eran tan escasos, no había duda de que habrían subido mucho de precio.
-¿Cómo van los negocios por Florida? -preguntó McSwade.
Las dos Floridas y todos los puntos situados más al Norte eran una especie de terreno vedado para los hombres de las islas. Por lo general, sólo solían llegar hasta Cayo Oeste.
-La armada se muestra muy activa por allí. Le aconsejo que se mantenga apartado de las aguas del Golfo.
-¿De veras? -sonrió McSwade mostrando sus sucios dientes.
-Sobre todo si trafica con muchachas de dudoso origen.
-¿Qué trata de insinuar?
-Recogió usted una muchacha en el mar y la vendió a Slatter alegando que era de color.
-¡Mentira! Jamás hice nada parecido.
-No vuelva a decir esa palabra si tiene un poco de apego a su vida. Estoy perfectamente enterado del caso. Usted recogió a una muchacha víctima de un naufragio. ¿Dónde, si no, la adquirió?
La boca de McSwade se curvó para lanzar una maldición, pero antes de que pudiera hacerlo fue interrumpido por un silbato del mulato que se mantenía vigilante en un observatorio sobre las rocas. Inmediatamente, los cuatro negros que habían estado acarreando el agua abandonaron su trabajo y subieron rápidamente por las escalinatas, situándose respetuosamente en la plataforma final. McSwade, que era conocido por su falta de respeto hacia los demás, retrocedió unos pasos y se mantuvo en silencio.
Meyer regresaba. Sentado confortablemente a la sombra de un parasol en su chalupa, regresaba de pescar entre los arrecifes. Dos corpulentos negros empuñaban los remos. Otro negro aparecía en la parte de popa sujetando el timón, con la cabeza levantada para mirar por encima del parasol. La chalupa se deslizó suavemente hasta llegar a pie de la escalinata. Meyer descendió de la embarcación con la misma dignidad que un almirante en jefe de buque insignia.
Si Meyer hubiese tenido una figura menos pomposa, aquella llegada al embarcadero hubiera resultado altamente ridícua. Pero se trataba e un hombre alto, de brazos y piernas muy largos y un bigote de puntas retorcidas que prestaba un aspecto marcial a su rojizo rostro. Se le conocía por sus violencias y por sus costumbres espartanas. Desde su casa de piedra en lo alto del acantilado, conducía con mano de acero sus negocios y las vidas de todos los que habitaban con él. Todo el mundo parecía temblar en su presencia. Si una virtud tenía, era la limpieza de que hacía gala, pues sus blancas ropas, incluso después de haber pasado medio día pescando entre los arrecifes, no presentaban ni la más leve mancha.
Al llegar al pie de la escalinata, se detuvo y miró alrededor, con los pulgares metidos en su cinto. Dio órdenes a los negros que aguardaban a que sacaran de la chalupa las cestas con el pescado y luego se dirigió a McSwade, diciéndole que su barco olía todavía de un modo nauseabundo y que, si no lograba limpiarlo del todo, que se marchara de allí lo antes posible. A estas palabras, McSwade se limitó a asentir con la cabeza y guardar silencio. Finalmente, dirigió una mirada despreciativa al Salvador.
-¿Qué es lo que desea? -Preguntó dirigiéndose a Maury.
-Lo mismo de siempre -contestó el interpelado-. ¿Tiene algo que ofrecerme?
-Mucho más del dinero que usted tiene para comprar -observó Meyer, y ascendió por la escalinata. Al llegar a la plataforma final se volvió indiferente y dijo-: Ya le avisaré cuando tenga ganas de tratar de negocios.
Maury abrió la boca para responderle con acritud, pero lo pensó mejor y volvió a su camarote. “¡Al diablo con el hombre!”, -clamó para sus adentros, y se tumbó en la litera vivamente irritado.
Al poco rato bajó Esteban y le comunicó que los hombres de la tripulación se habían enterado de que se celebraba una fiesta en el cercano pueblo y pedían permiso para dirigirse allí.
-Puede usted darles permiso. Yo no pienso ir -dijo Esteban-. Vaya usted también a divertirse un poco. Le sentará bien. Yo me quedaré a vigilar el Savador.
-¡No! -exclamó Maury-. No quiero que baje nadie a tierra. Que los muchachos se tumben ahora un poco para dormir y que estén dispuestos para hacernos a la mar hacia el anochecer.
-Lamento de veras haberle aconsejado que viniera a este lugar, mi capitán -se disculpó Esteban-. Ahora que disfruta de una especie de monopolio, el alemán está más insoportable que nunca. Tanta insolencia le saca a uno de sus casillas. No obstante, ¿adónde piensa dirigirse ahora?
-A Cárdenas. Puede que Batabano tenga algo que ofrecernos.
-Si hubiera negros en abundancia, ese bruto de alemán no trataría con McSwade.
-Desde luego, pero no podemos permanecer indefinidamente aquí hasta que a Meyer se le ocurra mandarnos recado de que quiere hablar con nosotros. Si no nos avisa antes de la puesta del sol, nos marcharemos de aquí.
A la puesta del sol, mientras estaban ultimando los preparativos para hacerse a la mar, recibieron mensaje de Meyer, por mediación de uno de los muchachos negros, de que los barracones podían ser visitados en aquel momento. Maury siguió al mensajero por un camino entre limoneros. El muchacho iba ataviado con unos pantalones de tela de lino, sandalias y una camisa de varios colores. Parecía poseer buenos modales, aunque de vez en cuando saltase alegremente por el camino y sonriese con expresión satisfecha.
Maury le preguntó dónde pensaba ir tan elegantemente ataviado y el muchacho le respondió que a la fiesta. Excepción hecha de Don Guido, que tena una piedra en el sitio en que los demás mortales tienen el corazón, todo el mundo iba a la fiesta aquella noche.
Al terminar de decir esto, el muchacho se llevó repentinamente la mano a la boca y contempló lleno de ansiedad a Maury.
-¡Oh! Perdone estas palabras, señor capitán. Si Don Guido se enterara de lo que acabo de decir, no me dejaría ir a la fiesta y me azotaría terriblemente con el látigo.
-He olvidado ya lo que has dicho -le aseguró Maury.
Los barracones se hallaban situados en un claro, algo alejados de la casa particular de Meyer. Los rodeaba una alta empalizada, con una sola puerta, que daba acceso a un patio muy espacioso. Dos veces a día se abrían los barracones que servían de prisión a los negros y se les permitía entonces pasear libremente por el patio y recoger en una de las chozas, convertida en cocina, grandes cazos llenos de arroz con trozos de pescado.
En aquellos momentos habían terminado ya de cenar y don Guido y McSwade se hallaban de pie bajo un algodonero, cerca de la cocina, contemplando los dos últimos pelotones de esclavos que se habían retrasado en coger su ración de comida. Cada pelotón estaba compuesto de diez hombres, completamente desnudos, atados unos a otros con largas cadenas sujetas a unas argollas de hierro que llevaban en sus brazos. Se movían despacio, silenciosamente, llevando en una mano una calabaza vacía que contenía vino y en la otra un cazo y una cuchara. La cadena les molestaba visiblemente en el libre ejercicio de sus movimientos. Gómez, vestido con un blanco traje de lino, aparecía apostado cerca de los calderos, jugueteando indolentemente con el látigo entre su mano.
Pero los negros parecían prestar poca atención al látigo. Eran hombres robustos, la mayoría de ellos de más de seis pies de altura, ojos muy juntos, labios oscuros y los cuerpos largos y flexibles característicos de los indígenas de África del Norte. No había la menor duda de que eran ejemplares de primera calidad. En cualquier sitio se podría obtener por ellos un precio muy elevado.
¿De dónde habría sacado McSwade negros como aquéllos?
Maury se dirigió a un rincón del patio, donde un pelotón de negros que habían terminado de comer se hallaba de pie al lado de uno de los barracones, en espera de ser encerrados en él para pasar la noche. En uno de los barracones se perciban risas y canciones en voz alta. Se trataba indudablemente de esclavos más maduros, pero aquellos que llamaron la atención de Maury se mostraban melancólicos y silenciosos. Rápidamente, y uno por uno, examinó los dientes, los músculos, largos y elásticos, y las manos, llenas de arañazos y callos.
-¿Sabes lo que es el algodón? -preguntó a uno de los negros.
-Sí, mi amo.
-¿Qué hacéis con el algodón?
-Primero lo sembramos, mi amo; luego lo recogemos.
-¿Habéis pasado las fiebres?
-No, mi amo.
Dirigió la pregunta con indiferencia, impulsado sólo por la curiosidad médica, tratando de encontrar uno de aquellos hombres que hubiera padecido la terrible enfermedad y que ya estuviera curado. Era raro lo que acontecía con ciertos negros. Los miembros de algunas tribus parecían ser completamente inmunes a la enfermedad, en tanto que otros morían como moscas cuando se contagiaban de la misma. Hombres con un aspecto tan fuerte como aquéllos serían con toda probabilidad inmunes a la enfermedad.
Pensó que, en caso de poder adquirir una veintena de aquellos hombres, podía dar por bien empleado su viaje. Posiblemente Meyer le pediría unos trescientos dólares por cabeza. Empezaría exigiendo un precio más elevado para rebajarlo luego. No le quedaba la menor duda de que, en todo caso, podría sacar el doble de aquel precio vendiéndoselos a Slatter.
A la hora del crepúsculo encerraron a todos los negros dentro de los barracones y atrancaron las puertas de los mismos. Los guardianes encendieron unas fogatas para ahuyentar con el humo los mosquitos que aparecían súbitamente con el crepúsculo. Gomez parecía un capitán de ejército que asistiera al ritual del cambio de guardia a la entrada al recinto. Entregó el manojo de llaves al alemán y se mantuvo de pie, en actitud rígida, hasta que Meyer lo despidió con un ligero movimiento de su mano derecha. Los chiquillos, los ayudantes del campamento y unas cuantas mujeres desaparecieron rápidamente de allí, bajando por una vereda que conducía al cercano pueblo.
McSwuade había hecho aquellá noche ciertas concesiones a los convencionalismos sociales al ponerse una camisa que, además, era limpia. Escuchó durante unos instantes el golpear lejano de las marimbas y, dirigiéndose a Maury, le dijo:
-Tenía en principio la intención de bajar al pueblo y divertirme un poco, pero hace demasiado calor para ello. ¿Cuántos negros desea adquirir, St. John?
-¡Cuánto pide por cabeza?
McSwade se rascó la barbilla y contempló con mirada astuta a Meyer. El alemán gruñó en voz baja:
-Entremos en mi oficina.
Se dirigieron por entre los limoneros a la casa de piedra que servía de residencia al alemán y que había sido construida aprovechando las piedras de un viejo y derrumbado edificio. El despacho del negrero se hallaba en la antigua bodega. Aquel lugar era el sitio donde Meyer solía recibir a sus visitantes y despachar sus negocios, donde almacenaba los pequeños barriles llenos de arroz y de galletas y en cuyos rincones se podían contemplar toda suerte de objetos y utensilio. Una puerta situada a la derecha conducía directamente a la vivienda. Meyer lanzó unos gritos iracundos v una rolliza mujer de color entró precipitadamente con unos candelabros; los dejó encima de una de las mesas, junto a una de las cerradas ventanas, y volvió a desaparecer a toda prisa cerrando la puerta detrás de ella.
Meyer abrió una de as vitrinas adosadas a la pared y colgó el manojo de llaves de un gancho. Después de cerrar de nuevo la vitrina, se sentó frente a su mesa escritorio; de un tarro de porcelana sacó un cigarro puro y lo encendió con la vela del candelabro. Sin que nadie le invitara a ello, McSwade cogió también uno de los cigarros puros y se sentó en la única silla vacía que había en la estancia. Maury permaneció en pie, apoyándose contra un fardo de sacos vacíos.
-En primer lugar -anunció el alemán-, todos los negocios se hacen aquí al contado. No admitimos billetes americanos y tampoco aceptamos letras de cambio. ¿Tiene dinero?
-Siempre llevo conmigo dinero contante y sonante -respondió Maury-. El problema no estriba en el dinero que yo tenga o pueda tener, sino en el precio que se me pida por los negros.
-¿Cuántos quiere?
-Puede que ninguno. Tienen aspecto de estar sano, pero no me atrevería a dejar subir ninguno de ellos a bordo de mi barco hasta haberlos examinado detenidamente a la luz del día.
-¡Bah! Todo son excusas. El precio es quinientos dólares por cabeza.
-Es un precio exagerado.
-¿Quiere acaso que se los regale? gritó Meyer-. ¡O es usted tan ignorante que no conoce el precio actual de los obreros para el campo? ¡Estoy perdiendo miserablemente el tiempo! Si quiere comprar barato, compre mujeres y niños. Tengo suficiente cantidad de éstos. Pero obreros para el campo... ¿Cree acaso que crecen como los nabos? ¡Bah! -lanzó un rugido despreciativo-. Todo el mundo quiere obreros para el campo. Cinco, diez, tal vez incluso dos pelotones. A aquel que esté dispuesto a ahorrarme disgustos, tal vez le rebaje algo el precio. En otro caso, el precio es quinientos por cabeza.
McSwade exhaló una profunda bocanada de humo contra el techo y se reclinó perezosamente contra el respaldo de su silla.
-Que se quede con todo el cargamento -dijo dirigiéndose al alemán-. Trece pelotones, St. John..., cincuenta mil.
-Una oferta muy generosa -observó Maury con expresión mordaz-. Pero tratándose de negros robados, el precio es un poco subido.
-¿Quién se atreve a decir que yo los he robado? -estalló el negrero.
-Yo no digo que usted los haya robado; aunque no importa, creo efectivamente que usted los robó. Esos negros pertenecieron al sindicato y si usted no los ha robado, sino adquirido legalmente, tenga entonces la bondad de enseñarme la factura de compra.
McSwade saltó indignado de su silla, lanzando una maldición, pero el alemán golpeó con fueeza con la palma de su mano sobre el tablero de la mesa y le ordenó que se callara.
-¡Siéntate! ¿A quién le importa cómo los adquiriste? El hecho de que los negros se encuentran ahora en mis dominios y que este americano busca excusas para rebajar el precio. ¡Bah! -se dirigió a Maury con expresión sarcástica en su rostro-. ¿Quién te crees que eres? No creo que tengas dinero, pues en caso contrario no dudarías en par quinientos dólares por cabeza, sabiendo que en Georgia te darán mil ciento por cada uno de ellos.
-Sí así fuera, entonces el propio McSwade se atrevería a realizar la travesía del Golfo. En cuanto a mí, sé que sólo me pagarán a lo sumo ochocientos por cabeza y no estoy dispuesto a correr el riesgo con unos negros que me hayan costado quinientos por cabeza. No encontrará nadie que acepte tal oferta. El precio máximo que pagaría por ellos son trescientos cincuenta por cada uno. Se dirigió a grandes pasos hacia la puerta y la abrió.
-Voy a comer algo; mientras tanto, pueden meditar sobre mi contraoferta -salió al exterior y cerró la puerta de golpe. A través de la oscuridad avanzó lentamente por el camino de limoneros.
-¡Quinientos dólares por cabeza! ¡Cincuenta mil por todo el cargamento ¿Es que me toman por idiota? ¡Y eso por unos negros que habían sido robados ! Tenían la desfachatez de pedirle el doble de lo que habían costado los negros en otras ocasiones. Incluso el precio que él les había ofrecido era exagerado.
Cuando subió a la cubierta de la goleta se sentía poseído de una extraña ira.
Esteban se hallaba sentado en la parte de popa, sobre un montón de trapos, abanicándose con una hoja de palmera para ahuyentar los mosquitos. El chico de Bruin y algunos hombres de la tripulación se encontraban hablando bajo un mosquitero colocado encima de la botavara, jugando perezosamente a los naipes a la luz de una linterna que colgaba del mástil.
-esos sinvergüenzas quieren cobrarme quinientos dólares por cada negro de los robados al Sindicato -le informó a Esteban-. Yo les he hecho una contraoferta de trescientos cincuenta por cabeza.
-Preferiría robarlos antes que pagar tanto dinero por los negros -opinó Esteban. Encendió un cigarrillo y meneo la cabeza-. Disponemos de poco dinero.
-No sé lo que hacer. Tal vez cuando haya comido algo sea capaz de enfocar el asunto desde otro punto de vista.
Maury apartó la red que cubría la escalerilla y descendió a su camarote. Trató de ingerir la cena que Esteban había preparado para él, pero no tena apetito. Resultaba mucho mejor robar los negros que no pagar el precio que exigían por ellos. No podía permitir en modo alguno que aquellas piezas de oro a las que tenía tanto aprecio fueran a pasar a manos de aquellos dos rufianes.
¿Por qué no robarlos? ¿Por qué no dirigirse a los barracones y apoderarse tranquilamente de ellos? ¡Malditos negreros! ¡Qué placer resultaría robarles su preciosa carga bajo sus propias narices Sí, ¿por qué no intentarlo?, se dijo a sí mismo. “No pueden impedirlo! ¡No pueden hacer nada para oponerse! los negros están esperando que me los lleve.”
Aquel pensamiento fue haciéndose cada vez más tenaz. Sus manos se movían nerviosamente y su respirar se hizo afanoso. De repente subió a cubierta y permaneció inmóvil durante largo rato, mirando alrededor. Una gran oscuridad se cernía sobre el lugar y sólo las luciérnagas brillaban como diminutas estrellas por entres los limoneros. La única luz visible era un vago resplandor amarillo que provenía de una de las ventanas de la casa de Meyer. No se veía a nadie por allí. A lo lejos se oía el rumor del viento cerca del cabo y, por el otro lado, la música que provenía de la fiesta que celebraban en el pueblo.
Su corazón latió con fuerza. Casi todo el mundo se había marchado para tomar parte en la fiesta; los hombres de la tripulación dé McSwade y los ayudantes de Meyer, con excepción de la anciana criada y uno o dos viejos criados que vivían al otro lado de los barracones.
No había ningún vigilante por allí. ¿Para qué? Los negros estaban encerrados bajo llave durante toa la noche y éstas colgaban en la vitrina del despacho de Meyer. Lo de encerrar a los negros bajo llave mas bien era debido a la costumbre que a una preocupación para evitar que se fugaran. ¿Adónde podrían dirigirse los negros estando encadenados los unos con los otros? ¿Quién
los alimentaría durante la fuga? Y, en cuanto a la posibilidad de que alguien se apoderase de ellos a la fuerza, nadie lo hubiera creído un hecho factible.
Pero la oportunidad que se le ofrecía a Maury era inmejorable. Se agarró a la borda del barco y escuchó el rumor del viento. Hasta allí llegaba muy débil, pero una vez traspuesto el cabo soplaba con fuerza. Probablemente hasta más allá de la medianoche seguiría soplando en dirección este, a veinte nudos o incluso más. Jamás se podía uno fiar del viento en aquellas latitudes; a veces, a la salida del sol, solía cesar por completo y en ocasiones redoblar su intensidad. En aquel momento no cabía la menor duda de que el viento soplaba en dirección favorable para sus propósitos. Todo parecía serle propicio en aquellos precisos momentos.
Se entretuvo en dilucidar cuidadosamente todos los pasos que le sería preciso dar. Todo se le antojó tan sumamente fácil, tan ridículamente sencillo, que hizo un esfuerzo para calmar su impaciencia y meditar nuevamente sobre todos los detalles, temeroso de que algo le hubiera pasado inadvertido. Pero no, no había descuidado el menor detalle. Si actuaba con rapidez podía considerar ya los negros como de su propiedad. ¿Acaso no teda el mismo derecho que cualquier otro a apoderarse de ellos?
Meses atrás hubiera desechado aquellos pensamientos de su mente, diciéndose que él no era ningún ladrón. Jamás en la vida se había apoderado de algo que no le perteneciese y los negocios a que se había dedicado los había revestido siempre con un manto de respetabilidad y honradez. Era cierto que actuaba contra la Ley, pero era una Ley dictada por unos hombres envidiosos de aquellos que se enriquecían con la trata de negros. ¿Quiénes eran ellos para prohibir la venta de negros a unos plantadores que necesitaban con urgencia mano de obra y que recibían en aquellas tierras un trato mucho mejor que en cualquier otra parte? ¡Que se fueran al diablo aquellos individuos que se metían en asuntos que no les importaban lo más mínimo!
Con frío realismo pasó revista a sus actividades durante aquellos últimos tiempos. Desde luego, había descendido unos grados en su estimación personal, no había que darle vueltas. Pero tanto McSwade como el alemán no hubieran procedido de otro modo si se hubieran encontrado en su lugar. Además, tenía un asunto pendiente con McSwade.
No trató de analizar por qué todo el asunto de Zeda le indujo ya desde un principio a sentir un odio tao profundo contra aquel hombre. Siempre lo había aborrecido. Ahora lo odiaba.
Después de llamar a Esteban bajó de nuevo las escalerillas que conducían a su camarote. En aquellos momentos se sentía muy tranquilo, con la seguridad de enfrentarse con un objetivo que divisaba claramente y como alguien que sabe perfectamente lo que va a hacer.
Expuso detalladamente su plan a Esteban. Cuando terminó de hablar, clavó su mirada en el jorobado, esperando que éste expusiera su punto de vista. Pero Esteban permaneció callado, mirando en otra dirección.
Al observar la actitud de Esteban, Maury se sintió repentinamente irritado.
-¡Vamos! ¡Qué es lo que te sucede? -preguntó impaciente. ¡No tenemos mucho tiempo que perder! Si no estás conforme, dímelo claramente.
Esteban le contempló con mirada reprobatoria.
-Jamás hubiera podido soñar que mis palabras lanzadas al azar surtiesen este efecto -contestó suavemente-. No se lo reprocho ; sencillamente, me sorprende que me proponga una cosa
parecida.
-¿Qué es lo que te sucede? -repitió Maury-. Tenemos tanto derecho sobre los negros como esa maldita pareja.
-Es posible. No es precisamente que se trate de un robo lo que me remuerde mi conciencia. Hay algo en todo éste asunto que me produce malestar. No sé cómo explicarlo. Preferiría ir a cualquier parte antes que apoderarnos de esos negros.
-¡Tonterías! Seré un idiota si dejo escapar una oportunidad como ésta. Dentro de una hora podemos tenerlos a bordo y estar ya camino de regreso -cada vez parecía estar más convencido de su plan y lleno de viva energía. Se acercó a Esteban y lo sacudió fuertemente, como para despertarlo de un sueño-. ¡Piénsalo bien! Obtendremos cien mil dólares por lo menos. Beneficios netos. Dios mío, ¿acaso no te das cuenta de lo que esto significa?
Esteban meneó la cabeza. Se levantó de la silla y sus ojos brillaban extrañamente a la luz de la linterna. Con ambas manos se agarró al canto de la mesa.
-Vamos a ver, repasemos el plan en todos sus detalles, mi capitán. Con todo cuidado.
-En primer lugar, se nos presenta el problema de los hombres de nuestra tripulación. Podemos confiar en ellos. ¿Qué opinión te merece Bat?
-Es un granuja redomado. Para una empresa de esta clase puede sernos de más utilidad que si se tratara de una empresa honrada. Jamás ha dispuesto de mucho dinero. Ofrézcales a todos ellos gratificación y se romperán la cabeza por ayudarle.
-Está bien, dejaremos a cuatro de los muchachos, a Will, Brassy, Samer y Snipe a bordo de la goleta, al mando de Bat. El pequeño Pode irá con nosotros; es listo y rápido. Nosotros subiremos al despacho y tan pronto como divisen nuestra señal descorrerán la cubierta de la parte de popa y dispondrán las linternas. Dos linternas en el agarradero, dos sobre cubierta y dos en el interior. Entonces darán la vuelta al barco y lo acercarán al pie de la escalinata ¿Está claro?
-Sí, mi capitán
-Yo subiré al despacho de Meyer llevándome una de las linternas. Tú y Pode me seguiréis a una distancia de unas cien yardas. Sobre todo, hay que evitar hacer el menor ruido. ¿Recuerdas dónde está situado el despacho del alemán?
Esteban asintió con la cabeza.
-Le diré a Meyer que me deje pasar... En aquel momento tú y Pode penetráis conmigo dentro del cuarto con las pistolas preparadas. Y luego, rápidamente a los barracones. ¿Te acuerdas dónde están?
-Desde luego.
-Las llaves están colgadas en una vitrina que hay en el despacho de Meyer. Yo me haré cargo de ellas, pero te explicaré su uso por si acaso yo no pudiese ir contigo. La llave grande sirve para abrir la puerta que da al recinto y la pequeño para abrir los barracones. Los negros de McSwade están situados en los de la izquierda, al entrar. En cada barracón hay un pelotón completo de diez hombres. Cuando bajéis con los primeros, Bat y uno de los muchachos subirán para hacerse cargo del segundo pelotón. Tenemos que proceder sistemáticamente.
-¿Bajará usted con el primer pelotón al barco?'
-No, yo me mantendré junto a la muralla para vigilar, Tenemos que contar con la posibilidad de que alguien regrese del pueblo y dé la voz de alarma. Pero si procedemos tal como he proyectado, antes de que vuelvan al pueblo en busca de refuerzos podemos habernos ya alejado de aquí.
Esteban tabaleó sobre la mesa.
-¿Y si el alemán y McSwade no están en el despacho?
-No importa, estarán en algún lugar de la casa. En este caso, atravesaré el patio y me dirigiré a la puerta. principal... Luego procederemos como queda indicado.
Esteban tabaleó otra vez.
-No nos quedará más remedio que amordazar a McSwade y al alemán. ¿Hay alguien más en la casa?
-Sólo una vieja sirvienta, pero ésta habrá ido seguramente a la fiesta.
Esteban guardó silencio durante unos instantes. Frunció el ceño y se rascó el mentón.
-Todo parece muy sencillo. No vislumbro ninguna dificultad. Será cuestión de actuar con rapidez, ya que, en caso contrario, nos exponemos a ser cazados con las manos en la masa -se encogió de hombros-. Correremos el riesgo. Ahora, demos las instrucciones pertinentes y vayamos al grano.
Todo le había parecido sumamente sencillo a Maury mientras exponía su plan a Esteban; pero, mientras subía por el camino entre los limoneros, iluminándose con la linterna, empezó a vislumbrar muchas posibles fallas y la duda anidó en su mente. Había sido demasiado optimista. ¿Qué ocurriría si McSwade regresaba a destiempo y se percataba de lo que allí sucedía? Además, era probable que hubiera otras personas en la casa además de la vieja criada.
Detrás de él percibió débilmente los pasos de Esteban y del mulato llamado Pode. Se volvió un momento para mirar hacia atrás, luego aceleró el paso. Sostenía la linterna muy baja para que, en caso de tropezarse con alguien, no se vieran las dos pistolas que llevaba colgadas del cinto.
Cuando se encontraba a medio camino, vio apagarse la luz en el despacho de Meyer y el hecho le llenó de viva intranquilidad. Escuchó atentamente durante unos momentos. Esteban y Pode también debieron de detenerse, pues no percibió ningún movimiento detrás de él.
Súbitamente percibió la ronca voz de McSwade, sin poder localizar de dónde provenía, y a los pocos instantes volvía a abrirse la luz en el despacho del alemán. Se dio cuenta en aquel momento de que la luz había estado encendida durante todo aquel tiempo, pero que las ramas de un árbol la habían ocultado a su vista.
Cruzó rápidamente el patio y llamó con los nudillos a la puerta el despacho.
-Don Guido, ¿está usted ahí?
-¡Ah, es usted! -oyó decir a Meyer-. ¿Viene para cerrar el trato, o para continuar la discusión? El precio continúa siendo quinientos dólares por cabeza.
-He estado meditando sobre el asunto; es posible que lleguemos a un acuerdo.
¿Estaría abierta la puerta? ¿Le rogaría simplemente Meyer que entrase, o tendría que levantarse el alemán para abrirla? No había parado mientes en este detalle, que en aquel momento se revelaba de gran importancia.
Oyó estallar a McSwade en una corta risita, luego el ruido de las patas de la silla de Meyer sobre las losas de piedra. Una llave crujió en la cerradura. La puerta se entreabrió y Meyer asomó la cabeza.
-Y bien, ¿qué clase de acuerdo?
Maury fijó su mirada en el rostro de Meyer durante breves segundos, luego se inclinó como para depositar la linterna en el suelo. Cuando se irguió sostenía una pistola en cada mano. Con la punta del pie acabó de abrir la puerta
-¡Estas son mis condiciones! -gritó-. ¡Arriba las manos! ¡Los dos!