Capítulo 6
Después de que Kirrily le explicara todos los acontecimientos de los últimos meses, el enfado de Ryan cobró tal intensidad que si no hubiera sido por la presencia de los dos policías, habría sido capaz de estrangular a la joven.
Kirrily había sido víctima de anónimos, amenazas, un intento de atentado… ¡Y no se lo había contado! ¡Ni siquiera había tenido el sentido común de marcharse de Melbourne! Pero lo más increíble de todo era la indiferencia con la que relataba todo lo sucedido. ¿En qué habría estado pensando? Evidentemente, en nada. Si la estupidez tuviera alguna recompensa en la otra vida, estaba convencido de que Dios iba a preparar toda una recepción para cuando llegara Kirrily Cosgrove.
Había pasado ya una hora desde entonces, y todavía no había sido capaz de dominar su furia: y, en ausencia de la policía, necesitaba hasta la última gota de su capacidad de autocontrol para dominarse. La necesidad de agarrarla por los hombros y sacudirla hasta que admitiera su estupidez era sobrecogedora. ¡Había corrido un serio peligro y no había hecho absolutamente nada para evitarlo!
En cualquier caso, aquél no era el mejor momento para recriminaciones; eran lo último que Kirrily necesitaba. Desde que la policía se había marchado, la joven había adoptado una pose de aparente normalidad que la asemejaba más a un robot que a la mujer llena de energía y vitalidad que normalmente era.
Ryan nunca la había visto tan frágil, y ésa era la razón por la que estaba decidido a morderse la lengua… Aunque quizá fuera mejor que la provocara para ayudarla a liberar lo que estaba sintiendo. Sí, se dijo Ryan, quizá fuera ésa la mejor forma de actuar.
Estaba comportándose como un auténtico idiota. Lo que le pasaba en realidad era que no tenía ni idea de cómo conducir la situación, y que sólo había sentido algo parecido el día que Steve había muerto.
El corazón pareció detenérsele al recordar cuántas posibilidades había tenido Kirrily de morir en aquel fuego.
—Voy a irme a Melbourne en el primer avión en el que haya una plaza libre.
—¿Qué? —preguntó Ryan, lanzándose prácticamente del fregadero a la mesa de la cocina. Pero la joven no hizo ningún gesto que indicara siquiera que era consciente de su presencia, y mucho menos de su enfado. Ryan se desplazó hasta ponerse directamente frente a ella, pero la joven continuaba con la mirada fija en la taza de café, que llevaba agarrando cerca de cuarenta minutos y que todavía no se había llevado a la boca. Ryan agarró una silla, le dio la vuelta y se sentó a horcajadas sobre ella.
—Kirrily, mírame —la urgió con delicadeza. Al advertir que la joven ni siquiera parecía reconocerlo, apretó los dientes—. Cariño, has recibido una fuerte impresión, todavía no eres capaz de pensar con claridad. No hay ninguna razón por la que tengas que ir a Melbourne…
—Sí la hay —alzó la cabeza y se quedó mirándolo fijamente—. Tengo un millón de cosas que hacer. Para empezar, creo que debería hablar con el seguro, y además…
La suavidad de su voz, la carencia de emociones que en ella se reflejaba aumentó los temores de Ryan. De una mujer como Kirrily habría esperado que reaccionara clamando venganza, enfureciéndose, y no aceptando todo lo ocurrido con aquella docilidad.
—Sí, eso será lo primero que haré —continuó con calma—, llamaré a la compañía de seguros. Pero no, no puedo llamar hoy, es domingo. Esperaré… esperaré hasta mañana. Supongo que debería llamar también a Carole… Hace más de una semana que no hablo con ella. Es posible que tenga algún trabajo para mí… Quizá quiera que lea algún guión o…
Se interrumpió cuando Ryan le quitó la taza de las manos.
—Escúchame. ¿Por qué no vas a acostarte un rato? Descansa y…
—No tengo tiempo para descansar, Ryan —apartó la mano como si el contacto con la de Ryan la abrasara y lo miró a los ojos—. Por si no te has enterado todavía, un lunático me ha destrozado la casa y tengo que volver a Melbourne.
—¿Por qué? —le preguntó Ryan con una paciencia que estaba lejos de sentir.
—Porque yo… yo… —tartamudeó, como si no estuviera segura de sí misma, arrastró la silla para levantarse y continuó—, necesito ver la extensión de los daños, tengo que hablar con la policía, ver si Cathy y Paul están bien…
—¡Kirrily!
Al darse cuenta de que había elevado la voz. Ryan se interrumpió y tomó aire.
—La policía ya te ha dicho que la casa está completamente quemada. Cathy y Paul no estaban allí, así que están perfectamente. Mira, puedes hablar con la policía, con el departamento de incendios y con quien te dé la gana, llamando desde aquí, no tienes necesidad de…
—¡Puedo hacer y voy a hacer lo que quiera, Ryan! ¡Nadie tiene derecho a controlarme! ¡Ni tú ni nadie! Así que deja de jugar al hermano mayor y de darme órdenes.
—¡Yo no estoy jugando a nada! Sólo estoy intentando protegerte.
—Pues no lo hagas —le gritó—. ¡No necesito tu maldita protección!
Al ver los ojos de Kirrily llenos de lágrimas, a Ryan se le encogió el corazón. —Tranquilízate, cariño… No pasa nada, ven aquí.
—¡Déjame en paz! —retrocedió hasta la puerta con el brazo estirado, para impedir que Ryan se acercara—. Ya me has oído, Ryan, déjame.
—Kirrily, por favor, yo sólo quiero ayudarte.
—Estupendo. Entonces llama al aeropuerto y consígueme un billete. Yo voy a hacer las maletas.
Giró sobre sus talones y salió corriendo. Segundos después, la oyó cerrar bruscamente la puerta de su habitación.
Mientras observaba los restos de la casa, Kirrily se sentía como si estuviera en medio de una especie de pesadilla o representando un papel en algún drama de televisión. Agarrándose a la verja de hierro forjado de la entrada, miraba fijamente los escombros, intentando aceptar lo que aquellos restos significaban.
El estómago le daba vueltas y no podía hacer nada para contener las nauseas. Bailaban ante sus ojos todo tipo de imágenes, se recordaba a sí misma regando los arbustos y soñando con las flores que tendrían en primavera, imaginándose sentada en el porche, estudiando un guión y disfrutando de su aroma…
La futilidad de aquellos pensamientos le produjo otro ataque de nauseas. Aunque el fuego no había tocado las plantas, ya no había ningún porche en el que sentarse.
—Vámonos, cariño…
Kirrily se apartó bruscamente de Ryan, alejándose de la mano que éste había apoyado en su hombro; aquel tipo de delicadezas no tenían cabida en ese lugar. Se sacó un paquete de pañuelos desechables del bolsillo, sacó uno y se cubrió con él la boca.
¿Por qué su vida tenía que ser más difícil que la de los demás? ¿Por qué tenía que sucederse una complicación tras otra? Ryan siempre decía que cuando era adolescente, parecía ir buscando los problemas. Irónicamente, desde que había crecido, parecía que eran los problemas los que la seguían a ella.
Se descubrió a sí misma intentando contener un ataque de risa histérica al pensar en la exactitud de aquel pensamiento. Ryan Talbot, que por aquel entonces personificaba uno de sus problemas más acuciantes, se había empeñado en seguirla hasta Sidney.
Oh, pensó, con un deseo enfermizo de estallar en carcajadas, si su vida continuaba siendo tan imprevisible, terminaría vendiéndole a Dean Koontz los derechos para escribir un guión sobre ella.
Empujó la puerta de entrada y después de atravesar el jardín se acercó a la puerta principal.
—No, Kirrily, no entres. Este lugar podría derrumbarse en cuestión de segundos.
Sin prestar atención ni a sus palabras ni al letrero de advertencia que habían puesto los agentes del departamento de incendios, continuó caminando. Nadie tenía derecho a decirle lo que podía hacer en su propia casa. ¡Nadie! Ella era una adulta. Una mujer independiente que había demostrado ser capaz de mantenerse sola; había sido capaz de sobrevivir a cientos de kilómetros de sus padres y de todo lo que la había rodeado durante la infancia. Había sido capaz de vivir por sí misma, en su propia casa.
—Cariño, déjalo, no puedes avanzar más.
Aquella vez el tono fue mucho más autoritario, incitando involuntariamente a Kirrily a reaccionar.
—¡Claro que puedo! —gritó—. ¡Puedo hacerlo perfectamente, Ryan Talbot! Maldita sea, suéltame y déjame en paz.
Ryan fue suficientemente rápido para empujarla justo en el momento en el que un tablón empezó a derrumbarse. Kirrily se volvió asustada y se estrechó contra él.
—Tranquilízate cariño, todo va a salir bien.
Pero Kirrily le dijo con muy pocas palabras lo que pensaba de sus recomendaciones. —No, Ryan. Nada va a salir bien —estalló—. La vida es una porquería, una auténtica peste, una…
—Sí, cariño, lo sé, lo sé…
—Crees que lo sabes todo, ¿verdad Ryan Talbot? —chilló, mientras se retorcía para que la soltara—. ¡Pues no tienes ni idea!
Ryan no sólo podía sentir su enfado, sino que podía verlo en el brillo intenso de sus ojos verdes y se negaba a soltarla. Rezaba para que la furia diera rápidamente lugar a las lágrimas contra las que Kirrily llevaba luchando todo el día; sabía que necesitaba el desahogo del llanto.
—Vámonos, Kirrily. Tienes que salir de…
—¡Maldita sea, no me digas lo que tengo que hacer! —se atragantó con sus propias palabras y tuvo que luchar para contener un sollozo. Cuando empezó a golpearle a Ryan el pecho, éste no intentó en ningún momento detenerla.
—¡Eh! ¿Quieren que continúe esperándolos? El taxímetro sigue corriendo.
Ryan volvió la mirada hacia el taxista que los había llevado desde el aeropuerto. La verdad era que no le parecía lo más conveniente arrastrar a Kirrily hasta el vestíbulo del hotel; posiblemente al día siguiente aparecería en los titulares de todos los periódicos, pero por otra parte, empezaba a oscurecer y cada vez hacía más frío.
—¡Espere un momento! —le gritó al taxista, y estrechó a Kirrily contra él. Aunque seguía resistiéndose, por lo menos sus acusaciones ya no iban dirigidas hacia él, sino hacia el tipo que le había quemado la casa.
—¡Canalla, asesino! ¿Cómo te has atrevido a hacerle esto a mi casa? No es justo, no es justo —sollozó, mientras le golpeaba a Ryan los hombros—. Yo quería esta casa, era mi independencia, lo era todo. La compré yo sola… sin consultar a nadie. Ni a mi madre… ni a mi padre… no necesité el consejo de nadie, ni el tuyo siquiera.
Continuaba golpeándolo, pero sus puñetazos eran cada vez más débiles y aumentaba la intensidad de su llanto.
—Yo adoraba esta casa, Ryan, de verdad.
—Chsss, cariño —ronroneó él—, ya lo sé.
Al final. Kirrily se rindió a las lágrimas. Y Ryan, que había resistido sus puñetazos sin sentir el menor dolor, absorbía los tristes estremecimientos de Kirrily con una angustia que le estaba destrozando las entrañas.
La intensidad de lo que estaba sintiendo, lo sorprendió. Jamás había experimentando un dolor como aquél. Ryan sabía hasta qué punto podía llegar la compasión por alguien, pero aquello era diferente, jamás había sentido algo así.
Era como si estuviera sufriendo con Kirrily, como si su dolor también lo alcanzara a él. Un dolor superior a cualquier otro de los que había conocido, mayor incluso que el que había sentido el día que había muerto en sus brazos su mejor amigo.