Capítulo 5

Trevor Nichols podría haber sido el hombre más divertido y encantador con el que Kirrily había salido en su vida, pero estaba tan ensimismada en sus propios pensamientos que le habría dado igual que hubiera sido un patán detestable.

«Lo que quiero decir es que está enamorado de ti».

Durante toda la velada, aquellas palabras habían estado repitiéndose en su mente, no había dejado de oírlas antes de dormir y había continuado escuchándolas durante el sueño. Y no porque les concediera ningún crédito, sino porque la obligaban a analizar, por primera vez en su vida, sus propios sentimientos hacia Ryan. Pero el problema era que cuanto más intentaba analizarlos, más confundida y preocupada se sentía. ¿Sería posible que estuviera enamorada de Ryan?

¡No! Ni podía ni quería estarlo.

Ryan Talbot era un hombre más mandón y sobreprotector y era imposible que ella se hubiera enamorado de una persona así. Era cierto que lo quería, pero de la misma forma que quería a Jayne y a Bob y Palm Talbot, como si formaran parte de su familia. Y, aunque era cierto que le había gustado durante años, en eso no se diferenciaba del resto de sus amigas. Ryan era un hombre guapísimo, tenía un cuerpo impresionante y una sonrisa capaz de derretir a cualquiera. ¿Qué adolescente no se hubiera fijado en él?

Hasta ahí todo estaba claro. ¿Pero cómo podía explicar el hecho de que, teniendo ella ya veinticuatro años, a Ryan le bastara mirarla para que se sonrojara? ¿Y por qué se le había desbocado de aquella forma el corazón cuando la había besado?

Las hormonas, se dijo. Aquél era un caso de pura lujuria. El hecho de que hubiera crecido no quería decir que hubiera dejado de ser sensible al atractivo de Ryan. Y si se sentía más sensible a aquella atracción que a los dieciséis años era porque tenía una edad en la que había adquirido más importancia su propia sexualidad.

Pero ella trabajaba en un mundo en el que los hombres atractivos eran tan frecuentes como el hielo en el Polo Norte y entonces, ¿por qué no reaccionaba de la misma forma ante ellos?

La respuesta era evidente: con Ryan estaba unida a un nivel emocional. La diferencia entre lo que sentía por él y lo que sentía por otros hombres era la misma que había entre la tristeza producida por la muerte de un conocido y la desesperación que causaba la muerte de algún pariente. Al comprender de pronto que algún día podría perder a Ryan se incorporó en la cama con el corazón latiéndole violentamente.

Kirrily tenía sólo nueve años cuando había muerto su hermano. Durante mucho tiempo, se había quedado atrapada en una sensación de pérdida, impotencia y confusión. En muchas ocasiones a lo largo de su adolescencia, se quedaba despierta en la cama, imaginándose que perdía sus padres en las mismas circunstancias en las que había perdido a su hermano.

Se decía entonces, que después de la muerte de Steven y de aquella especie de entrenamientos para el dolor, cuando tuviera que enfrentarse de nuevo a la muerte de algún ser querido, ya estaría preparada para el dolor. Así que se dedicaba a imaginarse su vida sin sus padres, sin sus abuelos, sin Jayne, incluso sin Russia, el perro de la familia… Pero nunca, nunca, había intentado visualizar lo que sería su vida sin Ryan. Hasta ese momento.

—No —susurró en medio de la noche—. No puedo imaginarme lo que sería estar sin él —pero la verdad era que se lo imaginaba perfectamente. Sería como si su corazón estuviera atravesado por un puñal.

El sonido de un patinador se introdujo en los pensamientos de Ryan; instintivamente, se desvió y dejó que el patinador lo adelantara. Al verlo, se preguntó si sería un auténtico fanático del patinaje para el que quedarse en la cama un sábado por la mañana era un crimen o si aquel tipo, al igual que él, había decidido ignorar el frío y la lluvia con la esperanza de que la fatiga física pudiera ayudarlo a alcanzar aquello que no le había sido dado durante la noche… el descanso del sueño.

Incluso después de oír llegar a Kirrily a las doce menos cuarto, una hora bastante decente, había sido incapaz de dormirse. Y tenía que admitir que el motivo tenía muy poco que ver con sus preocupaciones fraternales por Kirrily. ¡Era la libido la que no le había dejado dormir! Enfadado consigo mismo, aceleró su carrera, preguntándose al mismo tiempo cuántos kilómetros tendría que correr antes de caer rendido.

Pero la culpa era únicamente suya, por supuesto; no debería haberla besado. Sí, aquel podía ser calificado como el error más grande en la historia de los hombres, después quizá del fiasco de la manzana en el paraíso. Pero él comprendía perfectamente la tentación a la que había sido sometido el pobre Adán.

Ryan soltó un juramento y aceleró el ritmo de su carrera. Nunca, ninguna mujer le había afectado jamás como lo hacía Kirrily.

Pero no era sólo la fuerza de aquella atracción física la que lo molestaba; era el modo en el que había desequilibrado sus sentimientos, como si todo lo que sentía o experimentaba estuviera ligado a ella de alguna manera. Sí, siempre se había preocupado por Kirrily y había estado especialmente unido a ella, pero de pronto era como si la dimensión de aquel lazo que los unía hubiera aumentado.

Ryan deseaba que Kirrily volviera a tener quince años otra vez, aquello lo ayudaría a controlarse. Pero sabía que era una idiotez. Por mucho que lo deseara, nada iba alterar el hecho de que Kirrily se había convertido en una mujer bellísima que estaba sumiéndole en un desastre emocional. Cuanto más la miraba, más difícil le resultaba recordarse que aquélla era la misma niña que iba siempre detrás de Steve, de Jayne y de él amenazando con acusarlos a sus padres si no la llevaban con ellos.

A pesar de la persistente lluvia. Ryan continuó castigándose físicamente durante otros noventa minutos, urgido por la frustración y la cobarde esperanza de que cuando por fin volviera a casa, Kirrily hubiera salido. Estaba convencido de que la única manera de evitar otra escena embarazosa era procurar estar el menor tiempo posible con ella.

Al final, completamente empapado por la lluvia y el sudor, se dirigió hacia su calle, agradeciendo que sólo faltara un día para que el trabajo y los colegas lo ayudaran a distraer sus hormonas sin necesidad de tener que correr hasta poner su corazón al borde del colapso.

Al ver un coche de policía aparcado a unos cien metros, soltó un gemido. Era evidente que el hijo de la señora Dunford volvía a tener problemas. Había pasado un mes desde el día que su vecina le había pedido que hablara con su hijo, un muchachito de catorce años, con la esperanza de que hiciera más caso a un hombre del que le hacía a ella. Después de cuatro semanas sin ningún tipo de problema. Ryan había empezado a pensar que Sean había comprendido lo que le había dicho sobre la necesidad de emplear su talento artístico en algo más productivo que pintar murales en las paredes de la junta municipal. Maldiciendo la estupidez de los adolescentes, corrió hacia la casa de su vecina y llamó a la puerta trasera.

—Señora Dunford, soy Ryan.

Casi inmediatamente le abrió la puerta una mujer de mediana edad y pelo canoso.

—¿Qué ha hecho esta vez? —le preguntó Ryan.

Por la mirada de su vecina, comprendió que no sabía nada de lo ocurrido y deseó dar un buen tirón de orejas a su hijo por causar tantos disgustos a aquella buena señora.

—¿Cree que puede servir de ayuda que hable yo con la policía, señora Dunford?

—Ryan, la policía no ha venido a mi casa, está en la tuya.

—¿En mi casa?

—Sí. Han…

Pero antes de que terminara la frase, Ryan estaba ya en su propio jardín. Rodeó la piscina a toda velocidad, se dirigió hacia el patio y entró por la puerta trasera.

—¡Kirrily! ¿Dónde estás?

Kirrily ni siquiera tuvo tiempo de contestar antes de que Ryan irrumpiera en la sala y clavara los ojos en los dos policías que allí estaban. La joven sabía exactamente lo que Ryan estaba pensando y sintiendo; ella había sentido lo mismo cuando había abierto la puerta y había visto los uniformes.

—Están bien Ryan —le explicó rápidamente—. No les ha pasado nada.

Ryan pareció tardar algunos segundos en registrar el significado de sus palabras.

—Gracias a Dios —musitó entonces, apoyándose con un suspiro contra el marco de la puerta.

Eran las mismas palabras que había pronunciado Kirrily al comprender que el miedo de que le hubiera ocurrido algo a su familia era infundado.

Aunque a Ryan se le desaceleró ligeramente el pulso, la palidez de Kirrily y la presencia de dos policías en la casa era suficiente para inquietar a cualquiera. —Y bien —empezó a preguntar mientras se adentraba en la habitación—. ¿Alguien puede decirme lo que ha pasado?

—Señor, soy el sargento Stuart —se presentó el más alto de los policías—. Y éste es el agente Ellard.

—Ryan Talbot —le estrechó la mano—. ¿Y qué es lo que ha pasado, sargento?

—La policía de Victoria nos ha pedido que nos pusiéramos en contacto con la señorita Cosgrove.

—¿Y para qué?

—Señor…

—Ha habido un incendio —lo interrumpió Kirrily—. Mi casa… se ha quemado…

Ryan soltó un juramento. Aunque jamás había estado en aquella casa, sabía lo mucho que significaba para Kirrily, lo orgullosa que estaba de ella.

—Diablos, cariño. Lo siento —hizo una mueca burlona al comprender lo poco adecuadas que eran sus palabras y dio un paso hacia la joven con intención de abrazarla, pero ella lo evitó.

—¿Cómo es posible que alguien haya querido incendiar mi casa? —preguntó Kirrily con la mirada perdida—. ¿Cómo puede haber alguien capaz de hacer una cosa así? ¿Por que a mí? ¿Qué he podido hacer yo para merecer tanto odio?

El miedo y el terror que se reflejaban en su rostro se clavaron en el corazón de Ryan. Se acercó hasta ella, la rodeó con sus brazos y la estrechó contra él.

—Cariño —le dijo, haciéndola levantar la barbilla para mirarla a los ojos—, escúchame. Un incendio no tiene por qué ser provocado. No tiene por qué estar relacionado con algo que hayas hecho o dejado de hacer. Esas cosas pasan. Es posible que haya habido un cortocircuito, o algo parecido —se interrumpió al advertir que el sargento estaba sacudiendo la cabeza; un escalofrío le recorrió la espalda al ver su expresión y abrazó a Kirrily con más fuerza.

—No ha sido un cortocircuito, señor Talbot. Como ya le he dicho a la señorita Cosgrove, todo indica que el incendio ha sido provocado.

—Provocado… ¿Pero por quién? —quiso saber Ryan.

—Probablemente por la misma persona que lleva meses hostigando a la señorita Cosgrove.

—¿Qué?