Capítulo 3

Para Kirrily, los primeros días de cualquier nuevo proyecto en el que se involucraba siempre pasaban muy rápidamente. Le resultaba emocionante trabajar con gente nueva y el desafío de emprender una nueva tarea le parecía intelectualmente estimulante. Sin embargo, los primeros días que trabajó para Ryan, pasaron demasiado rápido. Era como si las ocho horas diarias de trabajo hubieran encogido y el jueves a las cinco se vio obligada a reconocer que llevaba un considerable retraso en su trabajo. Y estaba segura de que cuando Ryan lo averiguara no iba a ser especialmente amable con ella.

—Oh, no —gimió, al ver la montaña de papeles que tenía en el escritorio. No se atrevía a pensar siquiera cuánto podría llegar a crecer aquella pila durante el resto del mes. Casi podía oír ya las críticas de Ryan a su ineptitud.

Desgraciadamente, también podía oír el sonido de la cerradura de la puerta de entrada, lo que quería decir que de un minuto a otro, el que se había convertido en su jefe entraría en su despacho y le diría que ya era hora de dejar de trabajar. Aunque, por supuesto, él no practicaba lo que predicaba.

Teniendo en cuenta las horas que dedicaba a su trabajo, iba a convertirse en un millonario antes de que acabara el año. ¿Pero a quién pretendía engañar?, se preguntó la joven. Si había trabajado a ese mismo ritmo durante los últimos cinco años, debía de ser ya multimillonario. No le extrañaba que sus propios padres se maravillaran de los dividendos que recibían. Cuando Kirrily se levantaba por las mañanas, se encontraba con que Ryan ya se había ido y, durante el tiempo que Kirrily llevaba allí, no había llegado a casa ningún día antes de las once de la noche.

Después del comentario que había hecho sobre los preservativos, Kirrily pensaba que pasaba las noches con alguna mujer, hasta que su curiosidad la había llevado a descubrir el paquete que ella le había enviado en uno de los cajones del armario del baño. Pero entonces, sólo había dos posibles explicaciones para sus continuas ausencias: o bien era adicto al trabajo, o estaba evitándola.

Tampoco esperaba que se dedicara a entretenerla, pero, después de haber vivido en Melbourne con dos amigas, estaba acostumbrada a tener a alguien en casa con quien compartir las noticias y acontecimientos del día. Pasar cuatro veladas con la única compañía de un gato mimado no era lo que ella entendía como pasar un buen rato.

—¡Kirrily!

AI oír la voz de Ryan, Kirrily guardó casi todas las facturas que tenía encima de la mesa en un cajón, que cerró casi en el momento en el que Ryan se estaba acercando a su despacho.

—Tiempo de marcharse. Kirrily. Ya son las cinco.

Kirrily alzó la mirada, deseando que en ella no se reflejara el sentimiento de culpabilidad que la inundaba y fingió una sonrisa:

—¿Ya? ¡Vaya! Todavía tengo que terminar de revisar unas facturas —le dijo, señalando la media docena de papeles que había dejado encima de la mesa—. Lo siento. Parece que se me ha pasado el día…

—No me extraña, estabas ensimismada recordando viejos tiempos con Trevor Nichols —le espetó Ryan con evidente desaprobación.

—Mira, voy a terminar esto en un momento. Estoy segura de que terminaré a tiempo.

—¿De verdad? —la miró con escepticismo—. ¿Para qué ha venido?

—¿Quién? —preguntó Kirrily extrañada.

—Nichols.

—Oh. Quería saber lo que debía.

—¿Y cuánto era?

—Mmm, menos de doscientos dólares. Puedo darte más detalles si quieres.

—No los necesito. ¿Y ha pagado?

—No, pero va a venir mañana —Ryan no parecía en absoluto complacido—. Si quieres puedo dejar indicado en su ficha que no vuelva a suministrársele nada si no paga.

—No te molestes, no tengo la más mínima duda de que volverá mañana —dirigió una mirada cargada de intenciones a la minifalda de Kirrily.

La joven giró rápidamente su silla de manera que la mesa ocultara sus piernas.

—Bueno, voy a continuar con estas facturas —susurró, maldiciéndose a sí misma por la fragilidad de su voz—. Como ya te he dicho, no me va a llevar mucho tiempo.

Ryan le tocó la mano entonces de forma tan inesperada que por un momento Kirrily pensó que acababa de ser víctima de una descarga eléctrica; su corazón dejó de funcionar por unos instantes. Alzó la mirada y se encontró con un par de ojos de un azul increíble y entonces su corazón volvió a latir, pero a un ritmo desenfrenado.

Pero aquel latir no tenía nada que ver con su sentimiento de culpabilidad por el trabajo acumulado, y sí mucho con el hecho de que Ryan era suficientemente atractivo como para revivir cualquier corazón. Le habría encantado pensar que no parecía tan nerviosa como realmente estaba, pero el sentido común apagaba todas sus esperanzas.

—Déjalo —le dijo Ryan con voz grave—, no merece la pena que salgas más tarde por culpa de unas cuantas facturas.

Pero Kirrily, que sabía que cincuenta facturas a duras penas serían consideradas por su jefe como «unas cuantas», lo maldijo en silencio.

—No es ninguna molestia, no tengo ningún plan para esta noche.

—¡Olvídalo! —exclamó Ryan bruscamente, y se frotó el cuello—. No voy a dejarte aquí sola.

—¿Sola? ¿Es que tú no piensas quedarte a trabajar hasta tarde?

—Sí, pero antes voy a salir a cenar algo. Después volveré.

—Oh —Kirrily sonrió—. Entonces iré a cenar contigo y después…

—¡No! —repuso Ryan con expresión de absoluto terror—. He quedado con un constructor y un fontanero para hablar de un asunto de negocios. Lo último que necesito es que los distraigas.

—Caramba, Ryan, si tanto te preocupa que interrumpa uno de tus discursos de venta, siempre puedo sentarme en otra mesa.

—Ni lo sueñes. Si entro contigo en esa cafetería, estoy seguro de que vas a tener que oír cosas mucho más fuertes que un discurso sobre ventas.

—¿Y qué se supone que significa eso?

Ryan sacudió la cabeza.

—Nada. Ahora toma —le pasó su bolso y su chaqueta—. Sé una buena chica, y vete a casa, ¿de acuerdo?

—¡Estupendo! Me iré a casa —a pesar de que su tono condescendiente la había enfadado lo suficiente como para largarse en ese mismo instante con uno de sus ataques de furia, no quería arriesgarse a que Ryan buscara alguna factura que pudiera necesitar y encontrara en el cajón todo el trabajo acumulado—. Supongo que no te importará que antes apague el ordenador.

—Haz lo que tengas que hacer —se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta—. ¡Pero date prisa! Estoy citado dentro de diez minutos.

Estupendo, y su ejecución quedaría pendiente hasta el día siguiente, pensó Kirrily con tristeza. Así no podría terminar los asuntos pendientes en su vida.

—Ah, por cierto —al oír la voz de Ryan en el momento en el que estaba a punto de abrir el cajón, se quedó completamente helada—, hazme el favor de darle de comer a ese maldito gato antes de irte a la cama. Si no tiene suficiente comida en el plato, se convierte en un ser terrible. Ayer me atacó en cuanto entré en casa.

Lamentándose porque Major no era un Dobermann asesino. Kirrily asintió.

—Claro —farfulló—, dar de comer al gato es lo más interesante que tengo que hacer en toda la noche.

—Cerradura estúpida —gruñó Kirrily mientras intentaba meter la llave en la cerradura por segunda vez en medio de una absoluta oscuridad.

El resto de las noches, la casa estaba tan iluminada como si Ryan tuviera acciones en la compañía eléctrica: pero aquella noche estaba tan oscura como Londres durante un bombardeo aéreo. Debían de ser entre las tres y las cuatro de la madrugada, y tendría suerte si conseguía estar en la cama antes de que amaneciera. Si hubiera aceptado la oferta de Jodie y se hubiera quedado a dormir en su casa, en ese momento no estaría peleándose con aquella maldita puerta. Estaba tan cansada que lo único que le apetecía era meterse en la cama y dormir por lo menos doce horas seguidas, pero ni siquiera el saber que le faltaban sólo unas horas para presentarse en la oficina había sido suficiente para hacerla arrepentirse de su decisión de no pasar otra velada más sola en casa.

Por fin consiguió meter la llave en la cerradura y se despidió con la mano del taxista que solícitamente se había ofrecido a esperar hasta asegurarse de que no había ningún ladrón esperándola en casa. Unos meses atrás, le habría parecido ridícula aquella posibilidad, pero las cosas habían cambiado. Se estremeció y sacudió violentamente la cabeza, intentando apartar aquella idea de su mente.

Atenta a la costumbre de Major de escapar en cuanto se le presentaba una oportunidad, abrió la puerta justo lo suficiente para deslizarse al interior de la casa y la cerró un segundo antes de que el gato alcanzara sus piernas.

—Lo siento, Major, he vuelto a ganar.

El gato, con un envidiable sentido de la deportividad, se restregó contra sus piernas a modo de bienvenida. Kirrily se inclinó para acariciarlo y levantarlo en brazos pero, de pronto, se quedó paralizada por el terror.

—¿Dónde demonios has estado?

Estaba tan aterrorizada que ni siquiera se tranquilizó al reconocer la voz de Ryan. Aunque su cerebro le decía que estaba a salvo, su cuerpo todavía no lo había asimilado.

«Es Ryan», le repetía su cerebro, «es Ryan el que te ha agarrado, y Ryan no va a hacerte nada».

—¡Contéstame! ¿Tienes idea de la hora que es?

Pero no importaba que Ryan estuviera enfadado. Kirrily se sabía a salvo; por muy furioso que estuviera. Ryan no iba a hacerle ningún daño.

Las luces se encendieron y Kirrily se apoyó contra la pared, agradeciendo el poder contar con otro soporte que el de sus temblorosas piernas.

—Dios mío. Estás tan borracha que ni siquiera puedes tenerte en pie.

Kirrily sabía que debería enfadarse, pero el alivio y el cansancio monopolizaban sus sentimientos, dejando muy poco espacio para la indignación. No iba a ocurrirle nada y al tener plena conciencia de ello, asomó a sus labios una sonrisa.

—¡Esto no tiene ninguna gracia, Kirrily!

—No estoy borracha. Ryan, sólo ligeramente achispada, un poco cansada y bastante impresionada, pero, definitivamente, no estoy borracha.

—Estupendo. En ese caso, será mejor que abras los ojos y me expliques dónde has estado toda la noche y por qué no me has dicho que pensabas salir.

En ese momento. Kirrily descubrió que incluso en medio de una fuerte impresión como aquélla, podía tener un genio incontrolable. Abrió los ojos, ¡y lo vio todo rojo!

—Perdóname —le dijo entre dientes—, pero no eres mi padre. Y tampoco tengo por qué darte cuenta de a dónde voy —se negaba a dejarse intimidar por su mirada—. Es cierto que estoy trabajando para ti. Ryan Talbot, pero a partir de las cinco de la tarde, lo que yo haga es asunto mío y de nadie más.

—¡No seas ridícula! Mientras estés bajo mi techo, también será asunto mío. ¿Tienes idea de cómo me he quedado cuando he venido a casa y he visto que no estabas?

—Ni la mitad de impresionado que yo al entrar y encontrarme con un ladrón.

—Yo no soy ningún ladrón.

—¡Me has dado el susto de mi vida! —exclamó y extendió la mano—. ¿Por qué te crees si no que estoy temblando así?

Al ver su mano temblorosa y las lágrimas que empañaban sus ojos. Ryan deseó cortarse el cuello.

Kirrily no estaba enfadada, advirtió, estaba directamente al borde de la histeria. Consolarla se convirtió en algo prioritario y, casi automáticamente, la estrechó contra él. Esperaba que se resistiera, pero la joven se dejó caer contra él y lo rodeó con los brazos.

A Kirrily no le gustaba que la mimaran. Ryan lo sabía desde hacía años, pero entonces ¿qué diablos le ocurría aquella noche? Comprendiendo que estaba demasiado destrozada para preguntárselo, se limitó a intentar tranquilizarla. —Lo siento, cariño —susurró—, no pretendía asustarte —hablaba suavemente mientras le acariciaba la cabeza, con el mismo gesto repetitivo y delicado con el que tranquilizaba a Jayne desde hacía años—. Lo que ha pasado es que estaba esperándote, y al oír la puerta he ido directamente hacia allí, no se me ha ocurrido encender la luz. Lo siento, Kirrily, tranquilízate.

No supo cuánto tiempo estuvo con ella en sus brazos; le parecieron sólo unos minutos, pero en algún momento debió dejarse arrastrar por el sueño, porque de pronto, abrió los ojos y descubrió a Kirrily dormida, iluminada por la débil luz del amanecer. Ryan enderezó el brazo que había apoyado contra la pared para sostenerse y se irguió intentando no despertar a Kirrily, que descansaba apoyada contra su pecho.

La serenidad que se reflejaba en su rostro era tan distinta de la energía que emanaba de ella durante el día que no pudo evitar acariciarla. Lentamente, deslizó la mano por su mejilla… Eran lo más suave que había acariciado en su vida.

Cuando la joven volvió la cabeza, buscando inconscientemente el contacto de su mano, Ryan maldijo en silencio su propia falta de moralidad, preguntándose cómo era posible que la ternura pudiera transformarse tan rápidamente en deseo. Si hubiera sentido lo mismo hacia otra mujer, nada le habría impedido levantarla en brazos y llevarla a su cama. Pero aquélla era Kirrily, así que, armándose de una nobleza y una resolución que posiblemente le valdrían la santidad, la llevó a su habitación decidido a ignorar las imágenes que incendiaban su mente.

Kirrily apartó las sábanas a la mañana siguiente y miró el reloj digital que tenía en la mesilla de noche. A pesar de la luz que inundaba la habitación, el despertador indicaba que eran las seis de la mañana. Pero su reloj de pulsera confirmó sus peores temores: ¡eran cerca de las once!

Se desprendió rápidamente de las ropas que llevaba el día anterior e intentó recordar exactamente lo que había hecho después de aquel estúpido conato de histeria. No recordaba haber desconectado el despertador, pero era evidente que lo había hecho.

—¡Genial! —musitó, mientras se ponía la bata y se ataba el cinturón con tanta fuerza que estuvo a punto de seccionarse la cintura. Como si Ryan no tuviera ya suficientes motivos para enfadarse por culpa de su trabajo.

Durante una décima de segundo, se debatió entre la necesidad de ducharse o tomarse una taza de café, y al final decidió bajar a la cocina y ducharse mientras se hacía el café para ganar tiempo.

—Vaya, ¿cómo he podido ser tan estúpida? —gruñó al entrar.

—Estoy empezando a pensar que es algo genético.

—¡Ryan!

En cuanto puso un pie en la cocina, se quedó clavada donde estaba.

—¿Qué, qué estás haciendo aquí?

Ryan movió la taza que tenía en la mano.

—Tomarme un café, ¿quieres uno?

Kirrily no estaba segura de si su primera reacción al verlo había sido de horror, pero lo que sí sabía era que su actitud calmada le generaba una confusión total. Tenía que ser viernes, no era posible que hubiera estado veinticuatro horas durmiendo. No, por supuesto que no. Pero entonces, ¿por qué no estaba Ryan en la oficina? ¿Y por qué no le estaba pidiendo una explicación por su tardanza? Caramba, quizá fuera sábado, realmente.

Ryan observaba los sentimientos que cruzaban el rostro de Kirrily preguntándose cómo se las arreglaría para tener aquella expresión de infantil perplejidad y parecer tan sexy al mismo tiempo. —Hoy es viernes, ¿verdad?

—Sí, durante todo el día —sonrió al ver su expresión y le tendió la mano con la taza de café—. Ya que estás levantada, ¿te importa servirme otro?

—¿Qué?

—Lo siento, ¿podrías servirme otra taza de café, por favor? —Kirrily pestañeó y sacudió la cabeza como si no entendiera lo que le estaba diciendo—. De acuerdo, será más rápido que vaya yo —empezó a levantarse.

—De acuerdo, Ryan, tú ganas —repuso ella.

Ryan se volvió y la vio apoyada contra la nevera con los brazos cruzados.

—¿Qué es lo que gano?

—Si no son las seis de la mañana y tampoco es sábado, ¿cómo es que me estás pidiendo un café y no explicaciones por no haber ido al trabajo?

—Porque sé la razón por la que no has ido a trabajar. ¿Quieres que te sirva yo a ti un café?

—Lo que quiero es que me expliques es por qué no me estás dando una azotaina y diciéndome lo irresponsable que soy.

—¿Por qué?

—Por haberme quedado dormida.

—Te has quedado dormida porque yo desconecté tu despertador, no puedo culparte por ello.

Kirrily cruzó la habitación como un relámpago e, ignorando la taza que Ryan tenía en la mano, lo sacudió por los hombros.

—Eh, cuidado con el café.

—¡Olvídate del café y mírame!

Ryan se olvidó del café. Y no le suponía ningún sufrimiento mirar aquel par de ojazos verdes rodeados de espesas pestañas, a pesar de la furia que los iluminaba. De hecho, el efecto era sorprendentemente atractivo.

—¿Por qué, por el amor de Dios?

—Porque estabas agotada y necesitabas dormir.

—Maldito seas, Ryan. No soy una niña, puedo decidir por mí misma si necesito dormir o no. ¡No necesito tu ayuda! He sobrevivido mucho tiempo durmiendo sólo tres horas al día.

Tenía el rostro sonrojado de enfado y frustración, pero Ryan ya se esperaba aquella reacción. Kirrily estaba tan orgullosa de ser independiente que jamás pedía ayuda a nadie: era consciente de cuánto la había molestado con su actitud, pero no le importaba. Había intervenido porque el comportamiento de Kirrily lo demandaba, le gustara a ella o no.

—No era tu cansancio el que me preocupaba —le dijo, sosteniéndole la mirada—, sino el estado emocional en el que te encontrabas cuando viniste a casa. Y quiero saber por qué estabas tan mal.

—¿Por qué? ¿Por qué? —repitió Kirrily de una manera que le hizo sospechar a Ryan que estaba buscando alguna explicación que pudiera parecer razonable sin acercarse ni remotamente a la verdad—. Te voy a decir por qué. ¡Porque me agarraste en la oscuridad y me diste un susto de muerte!

—Eso no me basta. Tu reacción no fue en absoluto normal: estuviste a punto de perder el control completamente. Estoy seguro de que anoche te ocurrió algo especial, y no te molestes en negarlo.

Kirrily lo miró como si fuera eso exactamente lo que pensaba hacer y soltó un suspiro de resignación.

—De acuerdo, si eso te hace feliz, te contaré lo que hice anoche, paso a paso. ¿Satisfecho?

—Lo sabré cuando te haya oído.

—Estaba sola, así que llamé a cierta gente para salir a cenar y a tomar unas copas. Hay ciertas personas —señaló—, a las que no les da vergüenza salir a cenar conmigo.

—¿Qué personas?

Kirrily elevó los ojos al cielo.

—Algunas amigas mías. Megan Tang, Crissie Webber y Jodie Peters. Después de cenar, nos fuimos a casa de Jodie, tomamos unas copas, bromeamos, recordamos viejos tiempos. Y tengo que reconocer —se detuvo como si estuviera a punto de hacer una importante confesión—, que tienes toda la razón. Fue una experiencia realmente traumática. Creo que jamás podré superarla. Mira Ryan, ya sé cómo funciona tu mente superprotectora, pero te aseguro que el único hombre del que fui víctima ayer por la noche, fuiste tú.

—Sabes perfectamente que jamás te haría ningún daño…

—Claro que lo sé. El problema es que te preocupas demasiado por mí.

—Dime algo que no sepa, Kirrily.

—De acuerdo —contestó, buscando una respuesta adecuada. Era preferible continuar aquella discusión que pararse a pensar en lo cerca que estaban el uno del otro—. Ya no soy la ingenua adolescente de dieciséis años a la que sacaste del coche de Rick Nichols hace algunos años.

—Me alegro de oírlo. Aunque a juzgar por tus últimos novios, el gusto que tienes para los hombres todavía deja mucho que desear.

—Quizá, pero se trata de que me gusten a mí, no a ti. Así que deja de tratarme como si fuera una descerebrada incapaz de cuidar de sí misma y dispuesta a arrojarse a los brazos del primer hombre que se lo proponga.

—¿Qué te hace pensar que es así como te veo? —le preguntó Ryan.

—Las situaciones que hemos vivido en el pasado. Si hubieras continuado controlando mi vida, Ryan, habría terminado en un convento.

Ryan soltó una carcajada.

—No te creo capaz de llevar un hábito. Y además, no eres católica.

—Sinceramente, Ryan, mantener una conversación seria contigo es imposible. Estás decidido a seguir tratándome como si fuera una niña, ¿verdad?

—No te trato como a una niña, Kirrily.

—¿No?

—No.

—Entonces quizá no te importe decirme por qué esperaste levantado hasta que llegué a casa.

—Porque, maldita sea, como te dije anoche, estaba preocupado por ti. Era muy tarde, y te habías ido sin dejar una nota.

—¿Y cómo te enteraste de que no estaba en casa? El coche estaba en el garaje.

—Miré en tu habitación.

—¿Que miraste en mi habitación?

—Subo todas las noches para…

—¿Para qué? —lo interrumpió—. ¿Para arroparme? ¿Para comprobar si me he lavado los dientes y he rezado mis oraciones? ¿Para asegurarte de que no hay ningún hombre en mi habitación? Ryan, tengo ya veinticuatro años. Aunque esté viviendo en tu casa, creo que tengo derecho a cierta intimidad.

—¿Ya has terminado?

—Ni mucho menos.

—Pues lo siento, porque tengo unas cuantas cosas que decirte.

—Pero yo no quiero oírlas.

Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta, pero Ryan la agarró del brazo y le hizo volverse.

Kirrily se decía que el enfado era el único motivo por el que la sangre parecía correrle por las venas a la velocidad de la luz e intentó aferrarse a aquel pensamiento mientras Ryan la obligaba a alzar la barbilla. Sólo separaban sus rostros unos centímetros.

—La única razón por la que me asomo a tu habitación todas las noches es para desearte buenas noches.

Ryan maldijo en silencio la furia de Kirrily, la joven respiraba tan violentamente que al hacerlo dejaba parte de sus senos al descubierto.

—Así que puedes estar tranquila —continuó diciendo secamente—. Sé que tienes edad suficiente para taparte tú misma y decidir si quieres rezar o no. También tengo la certeza de que tus maravillosos dientes están al cuidado de uno de los mejores dentistas de Melbourne, y te aseguro de que no tengo ningún interés en invadir tu preciosa intimidad.

—¿Puedes dejarlo por escrito?

Ryan continuó hablando como si Kirrily no hubiera dicho nada.

—Sin embargo, pienso mantener ciertas reglas en esta casa.

—Más reglas —dijo la joven con fastidio—. ¿Y se puede saber cuáles son?

—No traerás ningún hombre a esta casa, ¿lo entiendes?

—Cumpliré la norma mientras esté viviendo aquí —replicó ella—, a no ser que tengas alguna normativa distinta para el dueño de la casa que todavía no haya oído.

—¿Qué tontería estás diciendo?

—Ryan, estaba bromeando…

—¿Bromeando, Kirrily? —le molestaba que pudiera ser tan ingenua, que tocara esos temas con tanta indiferencia. ¿Pensaba acaso que él era de piedra? ¡Diablos! El corazón le latía a una velocidad incontrolable, y estaba haciendo esfuerzos sobrehumanos para controlar las imágenes que aquella contestación había evocado. ¡Le entraban ganas de estrangularla! Peor aún, lo que quería era acercarla todavía más él, deslizar la mano tras su cabeza y llevar hasta él aquella deliciosa boca.

«Hazlo, hazlo», le urgía su libido. Sólo una vez, sólo saborearía sus labios una vez.

—¿Bromeando? —repitió, con la esperanza de mantener la boca ocupada—. ¿Te parece divertido ofrecerte con esa indiferencia? ¿Qué ocurriría si alguien decidiera aceptar la oferta? Debería darte unos buenos azotes en el trasero.

—Déjalo —repuso, empezando a volverse—. Ese tipo de juegos son demasiado perversos incluso para mí. Y entonces Ryan lo hizo. Diciéndose a sí mismo que iba a darle una lección que no olvidaría durante el resto de su vida, la besó en los labios. Desgraciadamente para él, descubrió que Kirrily era la alumna ideal, dispuesta a cooperar, rápida en aprender y muy, muy sensible…