Capítulo 7

—¿Te importa decirme qué diablos estás haciendo? Joanna dio un respingo al oír el sonido de su voz, y luego miró el caos que la rodeaba.

—¿Me creerías si te dijera que estaba cocinando? —inquirió, sonriendo tímida.

Pero a Brett aquello no le hacía ninguna gracia. Y menos aún porque Joanna llevaba el diminuto camisón de la noche anterior. La ironía de aquella situación no podía ser más cruel, ni tampoco más frustrante.

—Un amigo mío va a dar… una fiesta esta noche —le explicó; el leve temblor de su voz le indicaba que no era indiferente del todo a su evidente mal humor—. Le prometí que le llevaría un pastel y quise prepararlo antes de salir para el trabajo.

—Bueno, ¿pero no podías haberlo hecho en silencio? —Tronó Brett—. O, mejor aún, teniendo en cuenta el lío que has montado, ¿no te parece que lo mejor habría sido que compraras el pastel de camino a casa? Y diablos, ¡por tu manera de vestir nadie diría que es con tu talento culinario con lo que piensas impresionar a los hombres! —pero se arrepintió de su tono y de su desafortunado comentario incluso antes de ver la expresión sorprendida y dolida de Joanna. No habría podido sentirse peor si la hubiera abofeteado—. ¡Jo, lo siento! —Se apresuró a decir—. Te juro que no era mi intención decirte eso.

La joven se sentó sobre sus talones dispuesta a empezar a recoger aquel caos, y se recogió un mechón de cabello enharinado detrás de la oreja.

—No hay necesidad de disculparse —pronunció con forzada dignidad—. Mi propia hermana me decía cosas peores.

Brett cayó de rodillas frente a ella y le tomó las manos entre las suyas.

—Jo, por favor, no quería decir eso.

Sus ojos color azul turquesa estaban inundados de lágrimas.

—Tal vez no tenías intención de decirlo, Brett. Pero sí que lo has pensado, y por algo se te pasó por la cabeza.

Brett no dudaba de que hubiera leído eso en alguna revista, pero ¿por qué tenía que ser tan condenadamente tranquila y racional? ¿Por qué no se ponía a rabiar, y le estrellaba la cacerola más cercana en la cabeza? Dios sabía que se merecía eso y mucho más.

—Jo, escúchame un momento…

—No tengo tiempo. Necesito limpiar todo esto antes de irme a trabajar. Siento haberte despertado… —se apartó de él—. Vuelve a la cama y déjame…

—No voy a ninguna parte hasta que arreglemos esto.

—Yo lo ensucie, y yo voy a limpiarlo.

—¡No me refería a esta maldita cocina, y lo sabes perfectamente!

Le puso una mano sobre un muslo sólo para impedir que se levantara, pero se arrepintió al ver su gesto de dolor. La noche anterior, cuando le había dado el masaje en los hombros, había tenido que obligarse a ignorar sus gemidos de placer conforme empezaba a relajarse. Había sido su resistencia a la tentación de hacerla gemir de verdad… lo que lo había mantenido despierto durante la mayor parte de la noche. Y cuando al fin había logrado dormir, la había poseído en sueños. Ahora, recién despierto, se las había arreglado para insultarla simplemente por desahogar su frustración.

Pasándose una mano por el pelo, intentó encontrar las palabras adecuadas para reparar su estupidez, pero no se ocurrió nada. Finalmente decidió contarle la verdad, o al menos intentar hacerlo sin darle la impresión de que un maníaco sexual que se había obsesionado rápidamente con ella. «¡Oh, Dios, qué patéticamente acertada es esa descripción!».

—Por favor, Jo, escúchame… sabes que jamás te haría daño deliberadamente.

—No, no lo sé —mantenía la cabeza baja, mirándose las manos—. En realidad eres un desconocido para mí. Y me equivoqué al pensar que mi hermana jamás me haría daño de manera deliberada.

—Me dijiste que confiabas en mí —repuso Brett—. ¿Cómo puedes confiar en mí si piensas que podría hacerte daño?

—E… eso es distinto. Además, yo no me refería a que quisieras hacerme daño físico…

Brett quería decirle eso, que jamás le haría daño físicamente, lo cual no le impedía desear acercarse a su cuerpo de una manera harto diferente. Estaba profundamente arrepentido, y sintió una punzada de dolor en el pecho al pensar que, si no arreglaba la situación en aquel momento, Joanna podría optar por abandonar aquella casa.

—Jo, ¿quieres escucharme un momento? ¿Por favor? —Brett no obtuvo respuesta alguna, pero interpretó su inmovilidad como una buena señal—. El asunto es que… últimamente estoy muy confundido. Por razones personales y profesionales —se dijo que era la verdad; algo ambigua, pero la verdad—. En realidad, la persona con la que estoy furiosa esta mañana soy yo mismo. Todo esto… —señaló el desastre de la cocina—…y tú… bueno, desgraciadamente, me has dado un pretexto para desahogarme.

—Eso no explica tu sarcástico comentario acerca de mi manera de vestir —le dijo, levantando la cabeza para mirarlo a los ojos—. Puedo comprender que estés furioso porque te despierten al amanecer y te encuentres con este caos, pero lo que me dijiste era algo demasiado personal.

Brett se dijo que no podía negarlo. Ni tampoco decirle que era ella la fuente de sus problemas, que se complicaban con sus fantasías sexuales.

—De acuerdo, admito que hice un comentario que probablemente, tenga que ver de manera subconsciente con tu manera de vestir, pero no quería decir lo que tú estás pensando… no estaba implicando que fueras una mujer… superficial. Y eso es mi problema, no el tuyo —advirtió que lo miraba con expresión escéptica—. El caso es, Jo, que eres una mujer increíblemente hermosa, pero en mi opinión tiendes a exagerar un poco las cosas en lo que se refiere a tu manera de vestir. No se trata de que vistas mal —se apresuró a añadir—. Tienes un buen gusto por la moda y la calidad de la ropa que eliges. Y también sabes combinar…

—Venga —Joanna sonrió levemente, casi a su pesar—, dime de una vez qué es lo que no te gusta. Y quiero la verdad —añadió desafiante.

—De acuerdo —asintió Brett—. Bueno, para empezar, la verdad es que estarías radiante con cualquier cosa que te…

—¿Pero?

—Pero… al optar exclusivamente por esa ropa negra tan… atrevida, creo que realmente no te haces ningún favor. Claro, la gente te mira, pero en realidad no te ve; la ropa es lo primero y lo último que recuerdan de ti. Ahora eso es lo que los diseñadores quieren de las modelos de pasarela, pero papá siempre me decía que le causaba un goce mucho mayor ver a una mujer llevando una de sus creaciones, que una de sus creaciones llevando a la mujer… solamente te estoy sugiriendo que varíes un poco tu vestuario, lo suficiente como para que la gente pueda decir «Joanna está fabulosa», antes que «el conjunto que lleva Joanna es fabuloso».

La joven lo miraba con tanta intensidad, que Brett no estaba seguro de si estaba reflexionando sobre lo que le había dicho, o si no había asimilado en absoluto el significado de sus palabras.

—Hablando claro, no creo que necesites esforzarte mucho por parecer atractiva. Con tu rostro y tu figura no importa lo que lleves.

—Claro que me importa.

—Bueno, sí, comprendo que…

—No, no lo comprendes, Brett —repuso suavemente—. No lo comprendes en absoluto —suspiró—. He pasado toda mi infancia llevando una ropa que los padres de mis compañeras jamás habrían soñado con poner a sus hijos. Oh, no es que fuera una ropa vieja —le explicó—. Pero era triste, fea, anticuada.

—¿La ropa de moda era otro «pecado» según tu familia?

—Sí. Esa fue una de las razones por las que disfruté tanto de mi estancia en el internado. Los uniformes eran obligatorios, y por primera vez en mi vida no me sentía diferente de las otras niñas de mi edad. Ni siquiera tenía unos vaqueros hasta que Andrew me compró el primer par. En aquel entonces, eran el regalo más fabuloso que podían hacerme. Y a pesar del daño que me hizo, a pesar de sus humillaciones, probablemente siempre le estaré agradecida por ello. Mi hermana Faith me decía que era una mujerzuela, que era vana, superficial, pero… —suspiró, dolida.

—Cariño… —emocionado, Brett le acarició tiernamente una mejilla—. Los más sinceros y genuinos principios de una persona son los que elige y crea esa misma persona, y no aquellos que los otros te obligan a compartir. Tú no eres nada de lo que te decía tu hermana.

—Gracias —respondió, mordiéndose el labio y retrocediendo ante su contacto.

—No quiero tu gratitud, Jo. Preferiría que me juraras que me perdonas mi comportamiento de esta mañana.

—Lo siento —sonrió—, pero me educaron para no jurar ni blasfemar. Puede que haya rechazado la mayor parte de los principios de mi familia, pero ése no. Sin embargo, si estás verdaderamente arrepentido y buscas penitencia, siempre podrías prepararme una taza de té mientras me dedico a limpiar esto —se burló, levantándose.

 

Cinco horas después Brett entraba en el aparcamiento subterráneo de la agencia, para mantener una reunión más con Meaghan y con un montón de de abogados acerca del plan de comprar la empresa de Londres. Pero no era eso lo que mantenía ocupados sus pensamientos.

Estaba convencido de que la escena que había tenido lugar aquella mañana en la cocina era un paso positivo en la relación que sostenía con Joanna. No estaba seguro de por qué tenía esa impresión, pero sospechaba que se debía a que habían dejado de tratarse de manera superficial, haciendo a un lado las formalidades que habían mantenido durante las tres semanas transcurridas desde que volvió a casa…

Se quedó asombrado. ¡Tenía la sensación de que habían transcurrido no tres semanas, sino tres siglos! Lo que demostraba que sus intentos por fingir que no se sentía atraído por Joanna no solamente eran deshonestos, sino además completamente estresantes. Y con treinta y cuatro años debería intentar eliminar el estrés de su vida, y no cultivarlo de esa forma.

¿Qué le quedaba entonces?, se preguntó mientras activaba la alarma del coche y se dirigía hacia los ascensores. Bueno, para empezar, ¡decirle a su maternal y paranoica hermana que todas las apuestas ya estaban hechas! Claro, Jo era joven, pero había rebasado en seis años la edad penal y había tenido un amante. Además, a pesar de que podía ser una novicia del mundo actual en muchos aspectos, tenía una fortaleza y una madurez emocional insólitas para su edad.

Recordaba incidentes de su triste infancia sin enfurecerse ni mostrar resentimiento alguno hacia sus padres, aunque en opinión de Brett esa reacción habría estado completamente justificada. Se daba cuenta de que jamás le había oído decir una palabra ofensiva contra nadie, diablos, ¡si todavía le estaba agradecida al canalla de su antiguo novio por haberle regalado un par de vaqueros!

Subió al ascensor y pulsó el botón del piso. Seguramente Joanna carecería de las habilidades sociales de la mayoría de sus contemporáneas, pero también de su consabido cinismo. Era inteligente, sincera y ambiciosa. Su sentido del humor era delicioso y poseía una insaciable curiosidad. En resumidas cuentas, Brett se daba cuenta de que Joanna Ford lo fascinaba, y que no conseguiría más que confundirse aun más si se empeñaba en pretender lo contrario. ¡Ya era hora de que entrara en el juego y se decidiera a ponérselo un poquito difícil al tal Steve Cooper!

Todavía estaba rumiando aquellos pensamientos, satisfecho de sí mismo, cuando se abrieron las puertas del ascensor y se encontró cara a cara con su hermana.

—¿Por qué estás sonriendo como un idiota?

—Porque me estoy comportando como tal.

—Gracias por haberte adelantado —sonrió Meaghan—. No me habría gustado herir tus sentimientos señalándotelo —lo besó en las mejillas—. Y tampoco me gustará estropear tu buen humor cutiéndote esto… pero has llegado demasiado temprano. La reunión está programada para dentro de una hora.

—No hay problema. He venido para invitar a Jo a comer.

—¿Ah, sí? Pues en ese caso me temo que sí que tienes un problema.

—Meaghan… —Brett se esforzó por no levantar la voz—…mira, eres mi hermana y te quiero muchísimo, pero no voy a inmolarme por tus nobles causas, por muy bienintencionados que sean tus motivos.

—De acuerdo —concedió Meaghan, encogiéndose de hombros—. Pero aun así no vas a poder comer con Joanna… porque ya se ha ido.

—¡Se ha ido! ¿A dónde? ¿Cuándo ha salido?

—Brett… tal vez esto te sorprenda, pero estoy demasiado ocupada como para seguir aquí hablando contigo mientras mi gente trabaja sin parar. Dado que le pedí que se marchara a las doce y media, supongo que se habrá ido a esa hora…

Brett miró su reloj y maldijo en silencio. Joanna se le había adelantado sólo por trece minutos.

—¡Te veré más tarde, Meaghan! Si no llego a tiempo para la reunión… ¡hazla sin mí!

—¡Brett! —Le gritó mientras él ya corría por el pasillo—. Será mejor que asistas a la reunión… ¡Te necesitaré!

—¡Tonterías! En caso de que aún no lo hayas notado, llevas administrando sola este negocio durante cuatro años. No me necesitas para nada —le aseguró Brett, sabiendo que su presencia en las reuniones anteriores había sido superflua. Después de levantar el pulgar derecho para darle confianza, se dirigió a toda prisa al vestíbulo.

A punto estuvo de chocar contra dos modelos antes de detenerse bruscamente, resbalando sobre el suelo encerado, delante del mostrador de recepción. El impacto de sus manos sobre la mesa, actuando a manera de freno, llamó de inmediato la atención de las dos mujeres que se hallaban sentadas al otro lado.

—¡Brett! —exclamó una asombrada Jo—. ¿Ocurre algo malo?

—No una vez que ya te he encontrado —sonrió—. He venido para invitarte a comer en un restaurante chino.

—¡Qué suerte! —susurró la otra chica, sonriendo tristemente a Brett.

—Oh… bueno, gracias —pronunció Joanna, ruborizada—. Eres muy amable, Brett. Pero quería aprovecharme de mi horario flexible para tomarme la tarde libre. Pensaba comer simplemente una hamburguesa y dedicarme a hacer compras.

—Muy bien, yo soy muy fácil de contentar. Me parece un ese plan. ¿Ya estás lista para salir?

—Er, bueno… —parpadeó asombrada—…sí, pero… ¿Tú tenías programada una reunión?

—Ya no.

—¿Qué es lo que vamos a comprar después de comer? —le preguntó Brett cinco minutos después mientras se dirigían a una hamburguesería.

—Bueno, antes quiero pasar por el banco y recoger mi tarjeta de crédito —sonrió Joanna—. Me llamaron esta mañana para decirme que habían aprobado mi solicitud.

—Ah… y debes de estar tan deseosa de estrenarla, que te vas a pasar la tarde comprando cosas que, probablemente, no necesites de verdad…

—No, voy a comprarme cosas que necesito, pero que no sabía que necesitaba hasta que tú me lo dijiste —rió Joanna—. Ropa, Brett. Ropa sencilla y discreta…

 

En parte por la culpa que sentía de ser indirectamente responsable de que Joanna pudiera arruinarse comprándose nueva ropa, pero principalmente porque deseaba impresionarla, Brett insistió en que conocía el lugar ideal para hacer sus compras.

Mientras conducía hacia el barrio de Balmain, Brett podía sentir la intensa mirada de Joanna quemándolo como si fuera puro fuego. No, probablemente era su propio deseo lo que lo consumía, reflexionó poco después cuando su concentración estaba tan baja que a punto estuvo de equivocarse de calle. De pronto, frenó bruscamente para no atropellar a dos imprudentes peatones, supervivientes de la era del grunge, que o estaban ciegos o eran potenciales suicidas. Suspirando de alivio, se volvió hacia Joanna.

—Perdona por el frenazo.

La joven dio un respingo, como si no esperara verlo sentado al volante.

—¿Por qué?

—No importa —repuso Brett, divertido por su distracción—. Estabas calculando mentalmente cuánto te vas a gastar, ¿no? —recorrió lentamente la calle buscando un lugar donde aparcar—. ¡Bingo!

—No, no estaba haciendo eso, Bueno, en cierta forma sí —se corrigió—. Me estaba preguntando si dolerá mucho hacerse los agujeros de las orejas.

—¿Por qué? ¿Estás pensando en hacértelos?

—Oh, ya he decidido que definitivamente voy a hacer eso hoy. Pero todavía dudo si hacerme uno en el ombligo… Brett se había quedado tan sorprendido que, mientras aparcaba, chocó violentamente contra el coche de atrás. De inmediato, se volvió hacia Joanna, que parecía estar muy pálida.

—Joanna… ¿te encuentras bien? La joven asintió.

—¿Seguro?

—Sí, sí, estoy bien. ¿Y tú?

—No importa —la tomó delicadamente de la barbilla—. ¿Cómo está tu cuello?

—¡Brett! —Se apartó con rapidez—. Mi cuello está perfectamente. No ha sido nada, apenas has tocado al coche de atrás.

Brett sabía que estaba en lo cierto, pero eso no consiguió aplacar su irritación, ¿Por qué Joanna reaccionaba tan negativamente cuando la tocaba? ¿Cómo podía estar tan deseosa de que le frotara la espalda con aceite, desnudándose delante de él de cintura para arriba, cuando cada vez que la tocaba se ponía tan tensa como si fuera la peste bubónica en persona?

Suspirando, salió del coche y se acercó para examinar resignadamente la parte de atrás. Al contrario que Meaghan, durante diecisiete años no había tenido ni un solo choque. Ahora, en un recorrido de menos de cuatrocientos metros, había estado a punto de atropellar a dos peatones y había estropeado el coche de su madre. Aunque aparentemente no podía culpar a nadie más que a sí mismo, era Joanna quien había constituido el factor determinante de ambos incidentes.

—Oh, no parece muy serio —comentó aliviada Jo mientras se reunía con él.

—Dudo que la factura del chapista confirme ese comentario —musitó Brett.

Físicamente el coche de su madre había llevado la peor parte, pero la «víctima», un lujoso deportivo negro, tendía un gran golpe. Brett se agachó para examinarlo y leyó la pretenciosa matrícula: Cario 7.

—¡Brett!

Se irguió rápidamente al oír la asustada voz de Joanna e inmediatamente descubrió el motivo. Un italiano muy grande, y muy furioso, se dirigía hacia él gesticulando con los brazos y gritando:

—¡Mamma mia! ¡No me lo puedo creer!

Antes de que Brett pudiera hacer o decir algo, se vio agarrado por aquel tipo.

 

Desde que era una niña, Meaghan había bautizado a Cario Biordi con el sobrenombre de «el oso italiano» a causa de sus fortísimos abrazos y de su enorme tamaño. Nada parecía haber cambiado, y Brett se vio sometido, como antaño, a una cariñosa sesión de abrazos y besos interrumpidos por exclamaciones como:

—¡Ah, mi pequeño Brett! ¡Cuánto, cuánto tiempo ha pasado!

Mientras el viejo amigo de su padre le daba a Brett palmadas en la espalda con tremendo entusiasmo, Joanna permanecía en un segundo plano, bastante asombrada. Había esperado que el propietario del coche se le acercara furioso, y no con tanta alegría… Brett le hizo un guiño por encima del hombro de Cario.

—No te preocupes. Ya nos conocemos de antes.

Cuando Cario lo soltó por fin, retrocedió para mirarlo de la cabeza a los pies.

—¡Nadie dudaría que eres el hijo de Mac! —exclamó con tono aprobador.

—Mi madre se alegraría de escuchar ese comentario.

—Está en Europa, ¿no? —Rió Cario—. ¿Se encuentra bien de salud?

—Sí; luchando por mantener la línea. Todavía está intentando endilgarnos su negocio a Meaghan y a mí, por supuesto. Con un poco de suerte, dentro de poco empezará a dirigir sus esfuerzos hacia Karessa.

—¡Ah, la bambina! Debe de estar muy grande, ¿verdad?

—Sí. Ya ha cumplido catorce años.

—¡Mamma mia! Los años pasan tan rápido… ¡Demasiado rápido! —Tras permanecer pensativo durante un momento, añadió—: Entonces dime, Brett, ¿cómo es que después de cuatro años has venido para estropearme mi magnífico coche, eh?

—Ya —Brett sonrió, tímido—, bueno, lo lamento de verdad, Cario. Me distraje por un segundo y… bueno, creo que el daño es lo suficientemente serio como para que la compañía de seguros quiera un informe policial. Voy a llamar…

—¡Bah! ¡Olvídate de la policía! ¡Ya arreglaremos ese asunto más tarde! Vamos dentro…

—Bueno, Cario, la verdad es que hemos venido a comprar… te he traído una potencial nueva cliente. Te presento a Joanna Ford; Joanna, Cario Biordi… un extraordinario diseñador de moda y el mejor amigo que tuvo mi padre.

 

Pasaron cerca de tres horas con Cario, y Brett disfrutó enormemente. Una vez que Joanna cesó de insistir en que no se permitiría más que comprar ropa ya confeccionada, cedió a las demandas del italiano de que le hablara acerca de sus gustos en el vestir, y en poco tiempo los dos se sumergieron en una interesante conversación. Desde que su padre murió, Brett no había visto a nadie hacer un boceto de una creación tan sofisticada a partir de tan simples descripciones; evidentemente, Cario tenía muy claro el modelo que más favorecería a Joanna, y le prometió que empezaría el diseño de inmediato.

El siguiente paso que Jo quería dar los llevó a una joyería, para perforarse los lóbulos de las orejas y comprarse unos pendientes. Afortunadamente, un gran letrero indicaba que en aquella tienda no perforaban otras partes de la anatomía.

Finalmente, fueron a una antigua pastelería, donde Joanna compró unos dulces de chocolate para llevar a la fiesta de aquella noche. Para Brett aquello fue una señal de que las horas que había pasado disfrutando de su risa y de su conversación estaban tocando a su fin, y durante la mayor parte del trayecto de regreso permaneció hosco e irritable.

Para cuando llegaron a casa, Brett ya había decidido que quedarse sentado mientras ella se preparaba para acudir a una cita con otro hombre era algo demasiado masoquista para soportarlo, así que optó por salir a hacer surf. Pero la naturaleza no se mostró muy benévola con él y volvió a casa menos de una hora después, cuando ya se había levantado un viento vespertino más descorazonador que desafiante.

Se disponía a ir al cuarto de lavado para quitarse el traje de neopreno cuando unos murmullos procedentes de la cocina lo hicieron detenerse en seco. Jo estaba sentada ante la mesa, rebuscando en un kit de primeros auxilios.

—Joanna.

La joven se volvió, y al ver su rostro lloroso, a Brett se le aceleró el corazón.

—Cariño, ¿qué ha pasado? ¿Te has hecho daño? —le preguntó, inclinándose sobre ella—. ¿Quieres que llame a un médico?

—No necesito un médico —respondió disgustada—. No estoy herida; sólo me siento inútil —se retiró el cabello de la oreja y ladeó la cabeza para que pudiera verla.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó Brett, mirando sorprendido su lóbulo inflamado.

—Me quité el pendiente…

—¿Por qué diablos has hecho eso?

—Porque… —contestó irritada—. Quería llevar los aretes gitanos que me compraste.

—Jo, la joyera te dijo que no debías quitarte los pendientes de taladro al menos en un mes.

—No, no dijo eso. Dijo que tenía que llevar los pendientes continuamente durante un mes. No especificó que tuvieran que ser éstos —dejó sobre la mesa el pendiente y empezó a leer las instrucciones de un tubo de pomada antiséptica—. Tal vez esto pueda ayudarme —añadió, pero Brett no dijo nada más.

Ahora que sabía que ella no estaba en peligro de desangrarse hasta morir ni nada parecido, a Brett le resultó imposible ignorar el hecho de que acababa de ducharse y aún no se había vestido. Tenía la bata abierta, de manera que quedaban visibles su camiseta blanca y la ropa interior del mismo color que llevaba debajo.

En aquel momento estaba tan caliente que llegó a temer que el neopreno se le fundiera con la piel.

—Ojala me hubiera hecho un piercing en el ombligo.

Aquellas palabras pronunciadas con un gruñido hicieron que Brett bajara la mirada hasta su vientre, desnudo entre la parte baja de su camiseta corta y el elástico de su ropa interior.

—Creo… —se interrumpió para aclararse la garganta—. Creo que las posibilidades de que se produzca una infección en el ombligo pueden ser mayores que en la oreja.

—¿A quién le importa eso? ¡Al menos así podría ver por dónde tengo que introducir el aro!

Su tono irritado lo sorprendió, antes de que su asombro diera paso a la diversión.

—¡A1 fin! —Exclamó con exagerado alivio—. Ésta es la evidencia de que no eres el paradigma de paciencia y reasignación que aparentas.

—Oh, estas cosas me disgustan, pero intento que no me saquen de quicio.

—Te disgustan, pero… ¿nunca te hacen montar en cólera, rabiar y todo eso?

—En realidad no… —respondió Joanna con tono pensativo—. Siempre he encontrado más fácil y sencillo atacar al culpable… tú, en este caso, dado que me has comprado los pendientes… ¡Ay!

Se quejó de broma, riendo entre dientes, mientras Brett la agarraba suavemente de las muñecas levantándola de la silla.

—¿Alguien te ha dicho alguna vez… que eres una chica demasiado lista?

Riendo, Joanna sacudió la cabeza e intentó liberarse. Sin que pudiera evitarlo, Brett le apretó las manos deslizando al mismo tiempo los pulgares por la parte interior de sus muñecas. La juguetona expresión de diversión que había visto en su rostro se vio sustituida por otra más seria, más intensa…

Luego, demasiado hipnotizado por sus ojos para desviar la mirada, descubrió asombrado que su color turquesa evolucionaba a un tono más oscuro, como ahumado. La transformación era fascinante. No, ella era la fascinante.

—¿Sabes de qué color son ahora tus ojos? —considerando que era una pregunta ridícula, le pareció que tardaba siglos en contestar.

—Son… azules.

—Azules turquesa —aunque involuntariamente había incrementado la presión de su mano derecha, como si quisiera con ello llamar su atención, se inquietó al ver que no respondía mientras continuaba mirándolo a los ojos—. Pero en este momento se han oscurecido, como si se hubieran… ahumado —terminó débilmente, intentando asimilar cómo era que ya no la sujetaba de las manos y por qué Jo estaba atravesando la cocina para abrir el frigorífico. No daba mucho crédito a la alocada esperanza de que guardara allí su reserva de preservativos…

—Ahumado, ¿eh? Interesante.

Contrariamente a lo que decía, no parecía interesada lo más mínimo, pensó Brett.

—He leído que es bastante común que los ojos de la gente cambien de color. Al parecer…

Brett cerró los oídos a tan triviales explicaciones. Los únicos ojos de los que quería hablar eran los suyos… y también del efecto que ejercían sobre él. ¿Cómo podía Joanna no haber sentido la suave, sensual energía que habían proyectado sus ojos hacía apenas unos momentos? Al mirarla, por un instante Brett habría jurado que compartía sus mismos pensamientos, sus mismos deseos y sus mismas necesidades.

No sabía durante cuánto tiempo Joanna había estado hablando sin que él la escuchara… pero indudablemente escogió el peor momento para volver a la realidad.

—Bueno, será mejor que me dé prisa y termine de vestirme. Steve va a venir dentro de poco y…

Se las arregló para dominarse y no estallar en improperios contra el tal Steve. Con los puños apretados, se obligó a mirar por la ventana y concentrar la mirada en el punto más alejado de la playa, donde las olas chocaban contra las rocas. Una, dos, tres veces…

 

Joanna volvió de la fiesta a las tres menos diecinueve minutos de la madrugada del sábado. Brett lo supo a ciencia cierta porque durante la última hora había permanecido tumbado despierto en la cama, mirando el reloj y pensando solamente en ella.

A las tres menos cuarto oyó abrirse y cerrarse la puerta de su dormitorio.

Luego, el único sonido que escuchó fue el tictac del reloj.

A las siete y diez de la mañana oyó que se abría la puerta de su habitación, y luego, varios segundos después, la del cuarto de baño.

Desesperado, Brett saltó de la cama y… a las siete y dieciséis minutos llamaba urgentemente a la puerta trasera de la casa de su amigo. Hasta que finalmente le abrió Jason.

No sabía a dónde podría haber ido si Jason no hubiera estado presente, pero le había resultado imposible seguir en la misma casa con Jo. Revisó el nivel del agua en la cafetera, la puso al fuego y abrió el armario de la cocina.

—¿Quieres tú una taza, Jason?

—No. Oye, ¿quieres decirme de una vez dónde está el fuego? Después de todo, ¿por qué otra razón podías haberme despertado un sábado a estas horas? Indiferente, además, a que quizá yo pudiera estar con alguien en…

—Diablos, chico. Lo siento. No pensaba… deberías haberme dicho algo. Me voy ahora mismo —Brett ya se dirigía hacia la puerta, pero su amigo se lo impidió.

—Siéntate, Brett. Yo me encargaré del café. Aunque no estoy seguro de que te vaya a sentar muy bien… si un perro tuviera el mismo aspecto que tú, lo sacrificaría en un acto de humanidad.

—Gracias, compañero. No te preocupes, que no voy a ponerme a ladrar —de repente se quedó paralizado y miró en dirección a los dormitorios—. Er… ¿Qué pasa con…?

—Sólo era una mera hipótesis basada en ciertas esperanzas —repuso su amigo—. Vamos, siéntate.

Minutos después Brett se encontraba ante una humeante cafetera y un plato de panecillos de canela. No sentía el menor apetito, y miró con el ceño fruncido al hombre que estaba sentado frente a él.

—Esto… ¿dije algo acerca de que quería panecillos?

—No —Jason negó con la cabeza—. Lo único que has dicho desde que te sentaste ha sido: «voy a tener que matarla».

—La culpa es de mi hermana —musitó Brett—. Ella es la fuente de todos mis problemas.

—¿Entonces es Meaghan la única a la que quieres matar?

—A ella también —levantó su taza, pero luego la dejó caer de golpe sobre la mesa. Demasiado nervioso para permanecer sentado, se acercó al fregadero—. ¡Maldita sea, Jason, esta situación está acabando conmigo! Me dije a mí mismo que no estaba interesado… o al menos, que no quería estarlo. Seguro que no tenía ninguna necesidad de complicarme otra vez la vida con ninguna mujer. ¿Y qué sucede? —Inquirió mientras seguía paseando por la cocina—. ¡Plaf! ¡Me tropiezo con una bruja morena con la cara de un ángel y un cuerpo espectacular! Nada de lo cual se supone que tiene que afectarme, por supuesto —añadió con tono sarcástico, volviéndose hacia Jason—. Porque no solamente acaba de salir del instituto, siso que además es una chica tan ingenua y confiada como un gatito y… ¡todavía está afectada por la manipulación de la que fue objeto por un canalla en busca de una relación extramatrimonial! Así que, a riesgo de sufrir un sofocón hormonal, yo me comporto como un caballero modélico. Soy muy cuidadoso para evitar cualquier insinuación sexual, intento hasta que sudo sangre no mirarla mientras pasea por la casa medio desnuda, y cuando ya no puedo más me zambullo en el mar helado o…

—O vienes aquí a una hora intempestiva, preparas café y luego dejas que se te enfríe para que yo tenga que prepararte otro…

—Estás exagerando; no hago esto todos los días.

—No, claro. Durante las últimas semanas, te has pasado más tiempo en mi casa que en todos los años de colegio. ¡Y por el amor de Dios, deja de moverte! —exclamó Jason mientras se servía más café.

Con gesto derrotado, Brett se dejó caer en la silla más cercana.

—Jason… te lo juro, Joanna me está volviendo loco.

—¿Por qué? ¿Es que ella no está interesada en ti?

Brett soltó una carcajada irónica, sarcástica.

—¡Si todo fuera tan sencillo! Si ella dejara de mandarme tantos mensajes contradictorios, podría superarlo. No soy un masoquista. Pero es como si me estuviera probando desde que me dijo que confiaba en mí… —sacudió la cabeza—. Que una mujer así te diga que confía en ti…

—¿Cuáles son esos actos por los que te pone a prueba?

—¡Simplemente el hecho de estar cerca de mí… respirando, sonriendo, caminando! —respondió con tono seco—. Oh, ya sabes… es más la manera en que hace todo eso. Si fuera algunos años mayor, y no tan condenadamente inocente, no dudaría ni por un momento que está interesada en mí… —se interrumpió, intentando elegir las palabras con cuidado—. En algunas ocasiones la he sorprendido mirándome furtivamente, pero en el momento en que la miro yo, se ruboriza intensamente como si se sintiera culpable…

—Pues claro, porque la has descubierto haciéndolo y se siente avergonzada.

—No, es más que eso, Jason. Ella reacciona como si… no sé… como si de repente se hubiera dado cuenta de que está sintiendo deseo por el diablo en persona. Pero luego —continuó— vuelve a comportarse de la misma manera despreocupada, al menos conmigo. En público puede ruborizarse como un neón si un tipo le pregunta si quiere sal con las patatas fritas, pero con el pobre Brett se siente tan cómoda que no le importa pasearse desnuda por toda la casa estando yo presente. O incluso llamar a la puerta de mi habitación por la noche, vestida únicamente con una toalla de mano, para pedirme cosas tan descabelladas como una maquinilla de afeitar para depilarse las piernas.

Brett continuó relatándole los incidentes del vestido del masaje a Jason quien, por supuesto, encontraba aquel asunto absolutamente divertido.

—¡Me está volviendo loco, Jason! La escena del masaje… ¿no es la técnica de seducción más vieja del mundo?

—Creo que sí. Es la fase preliminar.

—¡Exactamente! Excepto que Jo se comporta como si supiera que yo no voy a hacer movimiento alguno en ese sentido. Allí se queda ella, dejándose tocar y murmurando de placer como un satisfecho gatito, ¡y esperando que yo me comporte como un maldito eunuco! Sé que es ingenua y… ¿se puede saber qué es lo que te hace tanta gracia?

—Esto… dime, Brett —le dijo, conteniendo su diversión—. ¿Cómo reaccionó ella cuando intentaste acercarte más de lo normal?

—Ya te lo dije; estuve a punto de morir en el intento de mantener las manos alejadas de ella. Lo más cerca que estuve de fracasar fue ayer. A punto estuve de besarla… y, maldita sea, Jason, ¡sé que ella quería que lo hiciera! —Recordando aquel instante, se pasó una mano con gesto nervioso por el pelo—. Lo sentí. No podría haberme detenido ni aunque lo hubiera deseado —admitió—. Pero de repente salió disparada, como si yo fuera una especie de plaga, y empezó a parlotear como un locutor de documental. Y te lo juro, amigo, ella…

Se interrumpió cuando Jason volvió a estallar en carcajadas.

—¡Oh, Dios mío…! —Exclamaba, llorando de risa—. ¡Esto es increíble!

—Me alegro de que mi lamentable situación actual te provoque tanta diversión… ¡amigo mío!

—Lo… lo siento —al fin pudo articular Jason, enjugándose las lágrimas—. Pero he sumado dos más dos y creo que ya se en que consiste tu problema.

—Bueno, las matemáticas nunca se me han dado demasiado bien —repuso Brett, irritado—, ¿Por qué no me das tú la respuesta, Einstein?

Jason esbozó una sonrisa tan amplia como la bahía de Sydney.

—Joanna cree que eres gay.