Capítulo 1

Atravesaron el aparcamiento de coches con Karessa hablando sin parar, como si le resultara imperativo poner a Brett al tanto de todo lo que le había ocurrido desde su última visita seis meses atrás, allá por navidades. Cuando tomó la decisión de regresar, entre otras muchas preocupaciones, había temido que la relajada relación que antaño había compartido con su sobrina quedara afectada por los inevitables trastornos de la adolescencia. Fue un verdadero alivio descubrir que no había sido así, que Karessa todavía podía ser tan abierta y espontánea con él como antes.

Desde el mismo día en que nació, privada de la presencia de un padre o de un abuelo, Brett se había prestado a representar en su vida ese rol masculino. Aunque no había descartado del todo tener hijos, en la práctica había renunciado a ello dada su inveterada costumbre de enamorarse de mujeres completamente desinteresadas por la maternidad. En cuanto a Karessa, su animada charla acerca de los numerosos chicos que conocía lo había convencido de que su «pequeña» sobrina estaba creciendo muy rápidamente.

A diferencia de su madre que, como él, era rubia y de ojos verdes, su sobrina había heredado el cabello rojizo y los ojos color miel de su difunto abuelo. Como todos los McAlpine iba a ser muy alta… quizá más que su madre. Con su uno setenta y dos de estatura, Meaghan sólo era diez centímetros más baja que él, pero su hija ya la había alcanzado.

—¿Sabes lo mejor de todo, Brett? ¡Meggsie dijo que podía trabajar en la agencia durante las próximas vacaciones escolares!

—¿Vas a prepararla para modelo? —le preguntó Brett a su hermana, frunciendo el ceño.

—No, en absoluto —su respuesta fue acompañada de una mirada decidida a Karessa—. Precisamente espero quitarle de la cabeza esa estupidez. Así que puedes respaldarme en ello cuando quieras, hermanito.

Brett se echó a reír ante aquella desesperada súplica.

—¿Creéis que al menos podréis concederme algunos días de descanso antes de esperar que me comporte como Salomón en el juicio?

—Tómate el tiempo que quieras —repuso Karesssa, sonriendo—. En todo caso, y a pesar de lo que digas, no me vas a hacer cambiar de idea.

—Vaya… no hay necesidad de hacerte una prueba de ADN para demostrar que eres la hija de Meaghan.

Justo en aquel momento las dos mujeres se detuvieron al lado de un flamante deportivo rojo, último modelo. Sólo había una cosa que Brett no había echado de menos durante su ausencia: ¡la terrorífica forma de conducir de su hermana!

—Por supuesto, Karessa… —comentó mirando el abollón que ostentaba uno de los guardabarros—… siempre es posible esperar que hayas heredado mis habilidades para conducir… y no las de tu madre.

—Lo sé —repuso solemnemente su sobrina—. Esa es mi plegaria de todas las noches.

—¡Oh, callaos los dos! —La protesta de Meaghan quedó suavizada por una sonrisa—. No fue culpa mía. Yo estaba saliendo del aparcamiento cuando un jovenzuelo idiota me embistió por la derecha.

—Veinti muchos años, y un cuerpo como para morirse. Un tío bueno de verdad —comentó Karessa por encima del hombro mientras se sentaba atrás.

—¡Un estúpido sin remedio! —insistió su madre.

—Meaghan, si estabas saliendo del aparcamiento, entonces tú tuviste la culpa del accidente —comentó Brett con tono suave, preguntándose por las posibilidades que tendría de convencer a su hermana de que le permitiera conducir—. ¿Quieres abrir el maletero? Así podré meter mi equipaje.

—¿Y cómo podía yo tener la culpa cuando no me denunció?

—¿Le ofreciste conseguirle un par de modelos para que se entretuviera con ellas? —se burló Brett.

—Él no quiso llamar a la policía —Karessa asomó su rostro sonriente por la ventanilla.

—¡Porque sabía que era él el único culpable! —Replicó Meaghan—. Además, conducía un todoterreno que no sufrió daño alguno, así que mamá y Joanna le dieron todos los datos de la compañía de seguros.

—¿Joanna? —inquirió Brett, cerrando el maletero.

—Joanna Ford. Trabaja para la agencia.

«Lo cual explica algunas cosas», reflexionó Brett, imaginándose fácilmente una escena en la que su hermana negara con vehemencia toda responsabilidad, mientras una de las modelos de la agencia contoneaba las caderas delante de él… aquel pobre tipo no debía de haber tenido ni una sola posibilidad… pero la intención de su hermana de sentarse al volante lo distrajo inmediatamente de aquellos pensamientos.

—Si quieres conduzco yo…

—Te has pasado los últimos cuatro años en un país donde conducen al revés, justo por el sentido contrario… ¿Por qué diablos habría de dejarte conducir?

—¿Por evitar un accidente?

—Oh, muy gracioso. Para tu información, éste ha sido solamente mi segundo choque en más de un año. Y ni siquiera fue culpa mía —sacudió la cabeza mientras se sentaba al volante—. Y pensar que he estado esperando ansiosa tu vuelta, a pesar de que sabía que me ibas a estar mirando continuamente por encima del hombro…

Brett tomó asiento a su lado mientras su hermana encendía el motor.

—Yo no voy a mirarte por encima del hombro, Meaghan.

—Oh, claro, eso es lo que dices ahora… pero te conozco bien, Brett McAlpine. La única razón por la que te has mostrado como un discreto socio en la agencia durante estos cuatro últimos años… es porque te encontrabas en otro continente. Una vez que vuelvas a la agencia, no vas a ser capaz de contenerte.

—No voy a regresar a la agencia.

—¿Qué? —Meaghan se volvió para mirarla, dando al mismo tiempo un volantazo.

—¡Cuidado! —gritó su hermano.

Su hermana, como era típico en ella, permaneció imperturbable mientras se saltaba una señal.

—¿Qué has querido decir con eso de que no vas a volver a la oficina? Posees la mitad del negocio.

—Bueno, para empezar, tú no me necesitas —Brett se dijo que eso era verdad. Tal vez su hermana fuera un desastre conduciendo, pero había demostrado tener buena cabeza para los negocios—. Durante el tiempo que he estado fuera, te las has arreglado maravillosamente bien.

—Ay, yo estaba deseando trabajar contigo, Brett —se quejó Karessa, asomando la cabeza entre los dos asientos delanteros—. Pensaba que me dejarías ser tu ayudante o algo así… si no vas a quedarte en la agencia, probablemente me toque ayudar a Meggsie en alguna de sus aburridas tareas.

—No tendrás tiempo para aburrirte —replicó Meaghan, mirándola por el espejo retrovisor—. Vas a estar demasiado ocupada sacándole punta a mis lápices —en ese momento miró a Brett—. Ahora, ¿te importaría decirme qué significa todo esto? Cuando me dijiste que volvías a casa para quedarte, yo supuse que llevaríamos juntos el negocio. Ése era el plan cuando te marchaste.

Desde el punto de vista de Brett, había sido más bien una excusa antes que un plan. Cuando cinco años atrás contribuyó con un cincuenta por ciento del capital de la agencia de modelos, lo hizo únicamente porque conocía las ganas que tenía Meaghan de comprar el negocio y sus limitadas posibilidades económicas. Si simplemente le hubiera prestado el dinero, su hermana, la persona más orgullosa que había en la tierra, se habría negado en redondo a aceptarlo; por eso había utilizado el argumento de que estaba buscando algo a lo que pudiera dedicarse cuando se aburriese con su trabajo de productor televisivo. Ya en aquel entonces no tenía deseo alguno de dirigir una agencia de modelos, y ahora menos que nunca. Lo último que necesitaba era tratar diariamente con un montón de clones de Toni, que no tendrían el menor escrúpulo en seducir al jefe si pensaban que así podrían medrar en su trabajo…

—Ya, bueno, he cambiado de idea. He recibido algunas prometedoras ofertas de las cadenas de aquí, y estoy dándole vueltas a otro proyecto. A propósito, ¿mamá te ha dado alguna indicación de cuándo va a volver?

—Ya la conoces —Meaghan sacudió la cabeza—. Pero dijo que sabiendo que tú estabas aquí para echar un ojo al negocio, se sentiría menos presionada para volver —sonrió—. Afortunadamente, parece que al fin va a entregarle el testigo a alguien…

Aquel comentario confirmaba las sospechas de Brett: la única razón por la que su casi jubilada madre le había pedido que le echara un vistazo al negocio, mientras ella se encontraba al otro lado del océano, era porque aún no había renunciado a la idea de tener a uno de sus hijos al frente de su empresa de diseño de interiores. La ambición de Kathleen McAlpine había sido fundar un «verdadero» negocio familiar que pudiera legar a sus hijos y nietos a su debido tiempo. Sin embargo, si bien sus dos hijos habían heredado la tenacidad de su madre, ciertamente habían carecido de su misma pasión por fundar una especie de dinastía en cuestión de diseño de interiores.

Meaghan había empezado por seguir los pasos de su padre en diseño de modas, antes de trabajar de modelo durante un tiempo y, últimamente, de fundar la agencia a partes iguales con su hermano: Brett, mientras tanto, se había graduado en Artes y Comunicaciones y, posteriormente, había tenido la buena fortuna de conseguir un empleo como investigador en un programa de actualidad. A partir de ese momento, gradualmente había terminado por convertirse en director de producción. Su cambio de temática, desde los programas de actualidad hasta los shows televisivos, había sido más por azar que intencionado, pero aquello le permitió ejercitar sus talentos para la comunicación a la vez que su creatividad.

No sabía muy bien durante cuánto tiempo más podría seguir interesándole la producción televisiva, pero sí estaba seguro de que, cuando estuviera dispuesto a cambiar de trabajo, no se dedicaría al diseño de interiores. Y eso simplemente porque no encontraba nada desafiante ni atractivo en aquel campo. Por otro lado, últimamente había tomado la decisión de abrir una cadena de tiendas de mobiliario de lujo, como una provechosa forma de inversión de capital. Eso quizá podría atenuar la decepción de su madre cuando le dijera de una vez por todas que no estaba interesado en…

Karessa y él juraron al unísono cuando Meaghan frenó de golpe… en apariencia indiferente al hecho de que estuvieron a punto de empotrarse en el coche que tenían delante.

—A propósito, Brett —dijo con toda tranquilidad—, vas a necesitar un coche. Tengo un amigo que tiene un concesionario de BMW. Puede dejarte uno a un buen precio. Teniendo en cuenta el número de coches que Meaghan había destrozado durante los últimos diecisiete años, debía de conocer a un montón de vendedores.

—Gracias, pero no tengo prisa por conseguir uno. Usaré el de mamá hasta que decida lo que…

—No, no puedes.

—Déjame adivinar —gruñó—. Has estado usándolo tú mientras ella ha estado fuera y, como resultado de ello, lo has jubilado.

—Para tu información, listillo, se encuentra en el garaje ¡en perfectas condiciones! Lo que pasa es que una vez que Joanna se saque la licencia, lo necesitará para ir al trabajo.

—¿Quién? —parpadeo, asombrado.

—Joanna Ford, la…

—Ah, ya, la que te ayudó en la escena de tu último accidente. ¿Cómo es que está conduciendo el coche de mamá?

—Porque no tiene otro y mamá le dio permiso para hacerlo. ¿Cómo si no iba a poder llegar al trabajo todos los días?

—Bueno, la última vez que estuve aquí había unas cosas que se llamaban autobuses.

—¡Vamos, Brett! —Exclamó Karessa—. Ya sabes lo lejos que está la casa de la abuela de la parada de autobús más próxima.

—¿Cómo? —Se irguió en su asiento—. ¿Esa Joanna está viviendo en casa de mamá?

—Sí; lleva ya dos meses —le informó Meaghan.

«¡Estupendo!», exclamó Brett para sus adentros. Allí estaba él, imaginándose a sí mismo disfrutando de la más absoluta soledad, sólo para descubrir que su madre ausente había metido a una modelo en su casa. ¡Una maldita modelo!

—¿Te importaría decirme por qué mamá se ha visto en la necesidad de convertir su casa en una pensión?

—¡No seas ridículo, Brett! Joanna no está pagando por vivir allí. Fue mamá quien se lo pidió, diciéndole que necesitaba a alguien que le cuidara la casa durante su ausencia. Por supuesto, en aquel entonces nadie sabía que tú, de repente, decidirías volver y necesitarías algún lugar donde quedarte.

—Vaya, me parece que la cálida bienvenida se ha enfriado un poco. Hace unos minutos dijiste que estabas deseando que volviera a casa.

—Y lo estaba… lo estoy. Lo que pasa es que sería mejor para todos que tuvieras una casa propia donde quedarte…

—Bueno, me encantaría complaceros —declaró Brett con tono seco—. El problema es que no puedo decirles a Glen y a Tracy que se marchen de mi casa… cuando ella está a punto de dar a luz a su cuarto hijo en tres años…

Cuando Brett decidió cruzar el océano le había parecido una buena idea alquilar su casa a su primo recién casado, durante los dos años que en un principio había pensado estar fuera. Luego, cuando se engañó a sí mismo creyendo que su relación con Toni podría tener algún futuro, tuvo que extender el contrato de arrendamiento por otros tres años más. Desde entonces su primo y su esposa se habían reproducido a una velocidad realmente asombrosa.

Al parecer, ahora tendría que compartir la casa de su madre con otra persona hasta que pudiera hacer otros planes. Maravilloso.

—¿Exactamente cuánto tiempo va a quedarse esa Joanna en casa de mamá?

—Tanto como quiera —respondió su hermana, fulminándolo con la mirada.

—Te gustará, seguro —intervino Karessa—. ¿No es verdad, mamá?

—Solamente espero que no le guste demasiado —había un inequívoco tono de advertencia en su voz, pero antes de que Brett pudiera contestarle que no tenía intención alguna de enredarse con mujeres en un futuro inmediato, su hermana añadió—: Hablo en serio, Brett. Esa chica ha pasado por una época muy mala. Al principio de entrar en la agencia tenía la autoestima por los suelos. Ya se ha recuperado bastante, pero todavía sigue emocionalmente muy débil. Así que si se te ocurre montarle algún número de seducción, te despedazaré con mis propias manos.

—Créeme Meaghan, esa chica está a salvo de mis inescrupulosas garras —repuso Brett—. Lo último que necesito después de Toni es enredarme con otra modelo.

—Ella no es una modelo. Es demasiado baja. Pero se parece tan poco a esa bruja de Toni como cualquier otro ser humano con corazón.

Irritado por aquella contrariedad para sus planes, Brett gruñó entre dientes mientras se preguntaba cuánto tiempo tardaría en alquilar una casa decente. Sin embargo, su hermana y su sobrina continuaban hablando maravillas sobre Joanna…

—Es una chica de provincias que entró en la agencia para matricularse en uno de nuestros cursos, cuando yo estaba buscando una sustituía para nuestra recepcionista… —estaba diciendo Meaghan—. No tenía empleo, estaba a punto de quedarse sin dinero y se alojaba en una habitación del centro de Sydney…

—Oh, claro, evidentemente es de sentido común gastarse el dinero, dadas las circunstancias, en un carísimo curso de modelos…

—¡Pues resulta, señor Sabelotodo, que en el caso concreto de Joanna era la cosa más práctica que podía hacer! Es una chica inteligente, ambiciosa, pero carece absolutamente de cualquier tipo de sofisticación. Al parecer sus padres la tuvieron ya entrados en la cuarentena, y por lo que he podido saber… eran más Amish que los propios Amish.

—¡Es asombroso! —Exclamó su sobrina—. ¿Puedes creer que ni siquiera había visto un aparato de discos compactos hasta que aprendió a manejar uno en la agencia? Se sentía tan avergonzada… y a mí me daba tanta pena…

—Cuando murieron sus padres, su hermana mayor se desentendió de ella metiéndola en un internado durante un año —continuó Meaghan—. Posteriormente, no tuvo más opción que volver y ayudar a su hermana a llevar el negocio de la familia que heredaron cuando ella se graduó. Al parecer había pasado de una generación a otra por lo menos desde principios de siglo.

—Me cuesta creer que la heredera de un negocio familiar bien establecido pudiera ser tan ingenua, o encontrarse en semejante situación de abandono como las dos parecéis creer… —repuso Brett frunciendo el ceño.

—¡Estúpido! ¿Para qué tienes el cerebro? Estamos hablando de una tienda de comestibles, y no de una empresa multinacional, por el amor de Dios. Además, ella no podía tocar la herencia hasta que cumpliera los veintiún años. La hermana mayor debe de ser como el personaje de la bruja malvada de los cuentos… bueno, para terminar con esta triste historia, cuando la pobre Joanna creyó haber encontrado la verdadera felicidad… ¡descubrió que el miserable del que se había enamorado estaba casado!

Eso, pensó Brett, explicaba con precisión por qué la chica había sido acogida con tanto cariño por su hermana y su madre. Cuando solamente contaba diecinueve años Meaghan había quedado embarazada de Karessa, y ante semejante perspectiva, su novio decidió abandonarla. Decir que aquello la dejó devastada sería quedarse corto…

—¡Brett! ¿Me estás escuchando?

—¿Eh?

—Te estaba diciendo… que quiero que me des tu palabra de que no le pondrás la mano encima a Joanna.

—Claro. ¿Quieres que te firme un documento, o te basta con que te lo jure con la mano derecha sobre la Biblia?

La carcajada que soltó Karessa desde el asiento trasero no pareció suscitar efecto alguno sobre el tono serio de su madre.

—Mira, todo lo que te estoy diciendo es que esa chica no es para ti. Conozco tu afición a los amoríos breves, Brett, y a pesar de todo por lo que ha pasado Joanna, probablemente aún sea lo suficientemente ingenua como para enamorarse de ti.

—Me gustaría señalar que por muy mujeriego que me consideres —replicó Brett, que también estaba empezando a enfurecerse—, hasta hace un par de semanas yo mantenía una relación monógama que ha durado tres años. E incluso en mis más decadentes períodos de mí desenfrenada vida… ¡jamás he encontrado nada ni siquiera remotamente atractivo en las huérfanas provincianas víctimas de desengaños amorosos! Y además —añadió, haciéndose oír por encima de la risa histérica de su sobrina— ocurre que tengo tanto interés en enredarme con otra mujer como en que me castren ahora mismo. Así que tu preciosa recepcionista nada tiene que temer de mí. ¿Satisfecha?

Manteniendo una serena sonrisa, su hermana retiró peligrosamente una mano del volante para darle una palmadita en el hombro.

—Gracias, querido. Sabía que podía contar contigo.

 

¡Joanna Ford tenía los ojos más azules que había visto en su vida! Ese fue el primer pensamiento de Brett cuando su sobrina los presentó en el vestíbulo de la casa de su madre. El segundo fue que con su uno sesenta y tantos de estatura era demasiado baja para ser modelo, pero por otro lado no tenía nada que ver con la imagen de chica provinciana que había concebido… ¡tenía un físico realmente fantástico!

Destacaban sus preciosos ojos almendrados unas largas y espesas pestañas, tan oscuras como la sedosa melena que le caía sobre los hombros. Tenía un cutis tan blanco como el alabastro, y llevaba los labios pintados de un tono rojo Burdeos; inexplicablemente, aquel efectivo uso de los cosméticos parecía incapaz de atenuar la esencial, casi mágica expresión de inocencia de su rostro.

Un suéter negro resaltaba la forma de sus senos, altos y firmes, y su cintura extraordinariamente fina. La falda, del mismo color, era poco más larga que ancho era el cinturón que la adornaba, pero la mirada de Brett se vio rápidamente atraída por sus espectaculares piernas enfundadas en unas medias oscuras. Un efecto que ganaba en intensidad erótica con el añadido de sus botas negras, altas hasta la rodilla… no pudo evitar pensar que, si aquel atuendo era el típico de la Australia rural en aquellos días, tendría que considerar con seriedad iniciarse en las materias agrícolas; pero fue la mirada de advertencia que le lanzó Meaghan lo que lo disuadió de hacer un comentario semejante.

—Hola, Joanna, me alegro de conocerte. Meaghan y Karessa me han hablado mucho de ti.

—¡Oh! Bueno, yo… Er, esto… yo también me alegro de conocerlo, señor McAlpine —balbuceó, ruborizándose intensamente cuando Karessa estalló en carcajadas.

—¡Señor McAlpine! —exclamó la jovencita—. ¡Oh, Dios mío, por la manera en que has pronunciado su nombre, lo has hecho parecer tan viejo como mamá!

—Eso es porque lo es —intervino Meaghan con tono recriminador—. Y, jovencita, una persona con treinta y cuatro años no es vieja.

Brett podría haber añadido que si él era tan viejo, ¿a qué se debía entonces que sus hormonas se estuvieran comportando como si tuviesen veinte años menos? Pero parecía más correcto facilitarle las cosas a Joanna, dada su turbación.

—Meaghan es una mentirosa incorregible —pronunció, haciéndole un guiño—. De hecho soy cuatro minutos más joven que ella, así que Karessa tiene razón… puedes prescindir de formalidades y llamarme Brett.

—Yo… espero que mi estancia aquí no te suponga ninguna molestia. Si es así, me trasladaré ahora mismo y…

—Joanna, tú no vas a molestar a nadie —intervino Meaghan—. ¿Verdad, Brett? —le preguntó a su hermano, arqueando una ceja.

—En absoluto. Esta casa es suficientemente grande para los dos.

Si ya le había tomado por sorpresa el contraste entre sus angélicos rasgos y su imponente físico, aquello no fue nada comparado con el impacto que le produjo su súbita risa Sus maravillosos labios se abrieron para revelar unos dientes blancos perfectos, y Brett se quedó sin aliento.

—Gracias —repuso Joanna—. Intentaré no causarte muchas molestias —a continuación se dirigió hacia Meaghan—. Meggsie, si quieres que cancelemos nuestra clase de conducir para que pases más tiempo con tu hermano, lo comprenderé. Tenéis que poneros al día de muchas cosas.

—¡No seas tonta! Tenemos mucho tiempo por delante. Pero ven conmigo a la cocina; me gustaría tomar una taza de café antes de irnos… —ya se dirigía a la cocina cuando le dijo a su hermano por encima del hombro—: Te ayudaría a meter el equipaje en casa, Brett, pero soy demasiado vieja. Mi queridísima hija Karessa se sentirá encantada de ayudar a su igualmente decrépito tío.

Aunque Meaghan lanzó a su hija una sonrisa burlona, Brett reconoció con ironía que aquel comentario había estado dirigido más bien a resaltar la diferencia de edad entre Joanna y él mismo.

—Vamos —Karessa le tomó de un brazo—. Metamos eso en casa antes de que las dos se zampen el pastel que mamá ha comprado.

—Una estratagema muy hábil, corazón, pero puedo leer tu pensamiento como en un libro —sonriendo, Brett sacó un pequeño paquete de un bolsillo de la chaqueta y se lo entregó. No pudo evitar tambalearse cuando la chica se lanzó a sus brazos besándolo en las mejillas.

Aquel cariñoso entusiasmo era el que siempre le demostraba a su tío por los regalos que le hacía a la vuelta de sus largos viajes. Desde que era una niña, aquello no había cambiado.

—¡Oh, Brett, me encanta! ¡Es preciosa! —se puso la preciosa pulsera de plata en su muñeca izquierda, admirando el efecto.

En el momento en que vio brillar las piedras engarzadas en plata, Brett descubrió el nombre que mejor le cuadraba al color azul de los ojos de Joanna: turquesa. Los enormes y preciosos ojos de Joanna tenían el color de la turquesa más pura.

—¡Muchísimas gracias! —Karessa rebosaba gratitud por todos sus poros—. ¡Gracias, gracias, gracias!

—De nada —rió Brett—. ¡De nada, de nada, de nada!

—Oh, Brett, voy ahora mismo a enseñárselo a mamá y a Joanna. En seguida vuelvo para ayudarte con el equipaje, ¿vale?

—No te molestes; puedo arreglármelas solo. Er, a propósito, Karessa… ¿realmente Meaghan está impartiendo clases de conducir?

—Sí. Es terrible, ¿verdad?

—Desde luego —murmuró Brett, aunque la idea de poner en peligro a una belleza como la de Joanna Ford le pareciera mucho peor que terrible: horrorosa.

 

Brett dedicó la mayor parte de aquellos tres días a acostumbrarse al nuevo horario, y durante ese tiempo vio a Joanna muy pocas veces.

Una vez tropezó con ella en el vestíbulo, cuando salía de su dormitorio de camino hacia el salón; Joanna iba corriendo en el momento en que chocó contra él. Automáticamente, Brett le puso las manos sobre los hombros para sujetarla, y durante unos instantes, ella simplemente se lo quedó mirando con una extraña fijeza, medio aturdida. Nuevamente quedó deleitado con su exquisita belleza, pero en las profundidades de aquellos ojos color azul turquesa creyó ver un océano de incertidumbres. Casi de inmediato la joven se apartó musitando una disculpa, explicándole que tenía que tomar un autobús para ir a la agencia de North Sydney.

—Hey, si te esperas a que me ponga una camisa te acercaré hasta la parada.

—No, Er… gracias —negó apresurada—. Estoy bien. Te… tengo mucha prisa… adiós.

Había desaparecido por la puerta principal y la había cerrado dejando a su paso la estela de su perfume. Le había encantado aquel perfume… sin embargo, en la segunda ocasión en que se encontró con ella, Brett había estado demasiado alejado para poder olerlo.

Estaba saliendo de casa cuando vio a Joanna subir a un deportivo. Después de haber pasado toda la tarde en el despacho de su madre revisando varias ofertas de empleo, Brett no la había oído llegar del trabajo y había supuesto que, al ser viernes por la noche, llegaría tarde a casa. Habitualmente, la gente que vivía en las afueras de Sydney no se molestaba en regresar a casa para cambiarse antes de salir. Se había imaginado que el hombre que conducía seria simplemente un amigo, porque de haberse tratado de un novio… ¡al menos habría tenido la galantería de bajarse del coche para abrirle la puerta! Además, Joanna llevaba unos vaqueros ajustados y una cazadora tipo bomber, un atuendo muy poco adecuado para una romántica cena en un restaurante.

La tercera ocasión en que se cruzaron sus pasos tuvo lugar unas cinco horas después, justamente hacía diez minutos, Brett había salido para revisar la causa de que la luz del sensor de seguridad del vestíbulo principal se hubiera encendido de manera intermitente. Había esperado encontrarse con el perro suelto de un vecino, pero en vez de eso descubrió a Joanna encogida bajo la lluvia, en el jardín delantero, vomitando sobre la azalea de su madre.

Estaba empapada, llorosa, angustiada, y Brett no pudo hacer gran cosa aparte de ofrecerle consuelo físico rodeándole los hombros con un brazo, y consuelo emocional susurrándole que viviría y que todo iba a salir bien. Lo cual era mucho más de lo que le dijo a Meaghan la primera vez que la vio en un estado parecido… o lo que a él mismo le dijo el viejo señor Parsons, su vecino, cuando lo sorprendió en la misma postura en que Joanna estaba en ese momento, hacía por lo menos veinte años…

Estaba convencido de que, con el paso de los años, aquella planta había recibido más fertilizante natural que cualquiera de las otras del jardín de la familia McAlpine.

No sabía qué tipo de sucesos podían haber conducido a Joanna a un estado semejante; no había señal alguna de su acompañante del deportivo, y ella no parecía murmurar más que incoherencias.

—Yo… no estoy… borracha —insistía mientras él la llevaba hasta la casa.

—Bien, bien, princesa. Supongo que has debido de sufrir una reacción alérgica a ese Jack Daniel que llevas como perfume.

—¿Jack? —lo miró frunciendo el ceño.

—Algo que no estabas preparada para consumir, eso seguro.

Su cuerpo apenas pesaba, y por un instante Brett pensó en llevarla al cuarto de baño para meterla vestida bajo la ducha, pero la chica se arrebujaba contra él de una manera tan confiada… en vez de eso, con ella en brazos se detuvo ante la puerta del dormitorio e intentó abrirla; el pomo no se movió, lo que indicaba que estaba cerrada con llave.

—Diablos —suspiró. Su aroma, su largo cabello negro, su rostro lloroso le despertaban una especie de instinto protector que sólo Karessa le había suscitado antes. Si pudiera llevarla a su propio dormitorio y convencerla de que se desnudara para ducharse, estaría todo arreglado y él podría irse a dormir—. Joanna… Joanna, voy a bajarte…

—No —se acurrucó aun más contra él—. Dormir… estoy dormida.

—No, no estás dormida, cariño —repuso Brett, reprimiendo la risa—. Estás como una cuba.

—Oh… tú eres bueno… —musitó.

Sacudiendo la cabeza con gesto resignado, Brett la apretó contra sí con su brazo derecho, que recibió todo su peso, con la intención de liberar la otra mano y poder agarrar el pomo de la puerta. Afortunadamente la larga familiaridad con el intrincado mecanismo de cierre trabajaba en su favor.

Cuando consiguió abrir la puerta, la empujo con el pie y encendió la luz con el codo. Inmediatamente Joanna emitió un grito y enterró el rostro en su pecho.

—Lo siento, pero si ahora te resientes con esta luz, lo de despertarte mañana con el sol va a ser horrible —permaneció de pie por un momento buscando con la mirada algún lugar donde sentarla. Dado que la mecedora estaba repleta de animales de peluche, la cama era el único sitio libre.

Acercándose a la cama, intento poner a Joanna de pie con la intención de retirar la colcha. Pero antes de que pudiera conseguirlo, la joven emitió un murmullo de deleite y se tumbó con tanta precipitación que a punto estuvo de arrastrar a Brett con ella.

—Vamos, Joanna —la sacudió de un hombro—. Tienes la ropa empapada. No puedes dormirte así.

—Sí… dormir. Quiero… dormir.

—Ya, claro. Pero antes tienes que quitarte esa ropa.

La chica intentó apartarlo cuando Brett se esforzó por sentarla en la cama.

—Dormir… —volvió a musitar, y rodó al otro lado abrazándose a la almohada.

—Maldita sea —murmuró. Intentar convencerla de que hiciera lo que pretendía era algo completamente inútil. Lo cual sólo le dejaba dos opciones: o le permitía dormir con la ropa empapada o… la desnudaba él mismo. Si Meaghan no hubiera salido aquel fin de semana, Brett habría podido llamarla muy gustoso a la una de la madrugada para preguntarle si su orden de que se mantuviera alejado de Joanna incluía el riesgo de exponerla a una pulmonía…

Mirando aquel cuerpo inerte tumbado en la cama, se resignó al hecho de que no podía dejarla tal como estaba, aunque los pasos que tendría que dar no iban a ser fáciles…

Toni siempre había dicho que la prueba de que un par de vaqueros le quedaran bien ajustados era que tuviera que tumbarse en una cama para quitárselos. Al parecer Joanna era una seguidora de aquella misma filosofía. Secos, Brett ya habría tenido suficientes dificultades para quitárselos; mojados, aquello iba a ser una pesadilla. Aunque la ejecución de aquella particular tarea iba a resultarle muchísimo más fácil para sus nervios que despojarla del body que llevaba debajo, porque estaba más que empapado y podía ver perfectamente que no llevaba sostén.

—Diablos.

Se pasó una mano por el cabello con gesto frustrado.

—¡Joanna! ¡Vamos, despierta!

Cero respuestas. Volvió a sacudirla de los hombros, en esa ocasión con mayor fuerza.

—¡Venga! ¡Despiértate!

La futilidad de aquellos esfuerzos resultaba evidente. Resignado, Brett empezó a desabrocharle las botas que llevaba. Si a la mañana siguiente Joanna se moría de vergüenza al adivinar quién la había desnudado y acostado… bueno, maldita sea, sólo ella tendría la culpa, ¡sobre todo por haberse colocado en semejante situación!