Capítulo 6
Cuatro de hora antes de la hora a la que había quedado citado con su primo Glen, Brett se abrió paso entre la abigarrada multitud que llenaba el bar y pidió una cerveza. En verano, el aire acondicionado de aquel pub de playa era un preciado refugio del calor para los surfistas; en invierno era igualmente popular como lugar idóneo para ver el fútbol o las carreras de caballos en la enorme pantalla de televisión. La sugerencia de su primo de que se vieran allí y pasaran un rato entretenido antes de que Brett se reuniera con su familia para cenar, le había parecido muy acertada. Después de haber pasado cuatro horas hablando con toda clase de agentes inmobiliarios. Brett estaba deseoso de relajarse, y el informal ambiente del pub era lo que más le convenía en aquel momento…
O al menos eso pensaba hasta que se dio la vuelta y se encontró con la deslumbrante sonrisa de un ángel de melena oscura.
—Hola —le saludó—. ¿Qué estás haciendo tú aquí?
Precisamente Brett se había estado preguntando continuamente dónde se había metido Joanna durante todo aquel día. Su cambio de ropa indicaba que, finalmente, debía de haber pasado por casa en algún momento… a la vez que refrescaba la acuciante curiosidad de Brett acerca de dónde había estado y cómo se las había ingeniado para quitarse el vestido de los catorce botones. Un pensamiento que inmediatamente lo hizo ignorar su pregunta y mirar a su alrededor en busca de aquel tipo llamado Cooper…
—Brett…
—Estoy citado con alguien.
El ridículo alivio que sintió al no ver a aquel hombre por ninguna parte le facilitó contestar a su pregunta… en vez de formularle otra bien diferente: ¿qué había pasado entre Cooper y ella durante la noche anterior, en la casa de su abuela?
Cuando la asombrada expresión de Joanna le hizo darse cuenta de que llevaba varios segundos sonriendo como un idiota, absorto en sus pensamientos, le dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:
—Se supone que había quedado con mi primo, pero he llegado antes de tiempo.
Joanna asintió, y le pidió al camarero con una deslumbrante sonrisa que le sirviera un refresco.
—En ese caso… si tienes unos minutos, me gustaría que me ayudaras en algo.
Brett se preguntó si habría utilizado aquel mismo tono tentador para convencer a Cooper de que la ayudara a desabrocharle los catorce botones de su vestido. ¡Ya, como si cualquier tipo con sangre en las venas necesitara que lo convencieran para hacer una tarea semejante!
—¿De qué se trata? —inquirió con un tono más cortante de lo que hubiera deseado, pagándole la bebida antes de que ella pudiera sacar las monedas del bolsillo de sus ajustadísimos vaqueros.
—Gracias.
—Aún no he dicho que vaya a ayudarte.
—Me refería a la bebida —sonrió Joanna.
Encogiéndose de hombros, la guió hacia una pequeña y alta mesa con dos banquetas desocupadas.
—¿Te parece bien aquí?
—Sí, tendremos una buena vista de la televisión.
De lo único de lo que Brett quería una buena vista era de ella. Cuanto más cerca, mejor; y durante el mayor tiempo posible. Y, aunque tenía muchas ganas de ver a Glen, empezó a desear fervientemente que su primo sufriera un pinchazo en el camino para así poder pasar más tiempo en compañía de Jo.
—Se está bien aquí —comentó ella—. Er… ¿vienes a menudo?
—Ésa es una frase muy típica —Brett arqueó una ceja—. Parece la versión femenina de: «¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?». Algo que, como habrás observado, yo me he abstenido de preguntarte.
—Lo estaba diciendo en serio —repuso Joanna, levantando los ojos al cielo—. Además —añadió con coquetería—, mi manera de entrarte ha sido decirte hola y pedirte un favor; no puede haberme salido demasiado mal porque ya me has invitado a una bebida.
—Entonces supongo que ya estamos en la fase dos…
—Sí, supongo que sí.
—¿Qué es lo que quieres pedirme, Jo?
Un rubor de timidez tiñó sus mejillas, pero en sus exóticos ojos brillaba una extraña excitación.
—Esto probablemente te sorprenda —empezó a decir—. Y resulta totalmente inhabitual en mí pensar siquiera que… pero sé lo que estoy haciendo. Quiero decir, hacerlo una vez no significa que no vaya a ser capaz de controlar mis impulsos en el futuro…
Brett sintió que sus esperanzas, para no hablar de otras partes de su anatomía, empezaban a henchirse poco a poco, pero apenas podía culparse por ello.
—Quiero… —susurró la joven y luego se interrumpió, desviando la mirada.
—¿Quieres qué? —inquirió Brett con un nudo de expectación en la garganta. Su voz era vacilante, temblorosa, y se hallaba desgarrado entre contemplar la batalla entre la incertidumbre y la decisión que se estaba librando en su rostro, y el subir y bajar de sus senos mientras suspiraba profundamente.
—Yo… quiero que apuestes a un caballo por mí. Quiero probar a jugar.
Brett creyó morirse de decepción. No fue así. Sin embargo, tuvo la sensación de estar haciendo el ridículo como nunca antes lo había hecho en toda su vida. Temeroso de traicionarse si intentaba verbalizar sus sentimientos, bebió un buen trago de cerveza.
—El problema es que no sé cómo hacerlo. ¿Te importaría enseñarme?
Brett bebió otro largo trago.
—El caballo por el quiero jugar se llama Deseo y Risa.
Brett apuró su vaso. Y apenas pudo dominar el impulso de romperlo con los dientes y tragarse los pedazos. Ella quería apostar a un caballo. ¡Un caballo que se llamaba Deseo y Risa, además! No sabía si reír o llorar. ¿Dónde diablos se habría metido Glen?
—Ya tengo un boleto para jugar —Joanna se aupó sobre la banqueta para extraerlo del bolsillo trasero de sus vaqueros—. Pero no sabía cómo rellenarlo. Hasta que te vi, estaba dispuesta a pedirle al camarero que me ayudara a hacerlo.
Brett tomó el boleto y lo miró.
—¿Quieres hacer un dúo?
—¿Qué es un dúo?
—Es cuando apuestas por los dos caballos que terminarán primero la carrera.
—Pero yo no quiero apostar a dos caballos. A mí solamente me gusta Deseo y Risa.
Brett apretó los dientes, reflexionando sobre la ironía de aquellas palabras.
—Entonces necesitas un billete distinto.
—De acuerdo. Voy a por…
—Quédate quieta —la agarró de un brazo—. Yo iré —«y así me pediré otra copa», añadió para sí, mirando desesperadamente hacia la entrada en busca de su primo. Fantástico. ¡Precisamente en aquella ocasión tenía que romper su inveterado hábito de la puntualidad!—. ¿Cuánto quieres apostar? ¿Quieres apostar a tres vías o sólo a ganar?
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Joanna.
—A tres vías —le explicó Brett con forzada paciencia— quiere decir que también ganarás dinero si el caballo termina segundo o tercero.
—¡Oh, entonces a tres vías! —exclamó—. Definitivamente. Puede que haya algún caballo más rápido en la carrera.
Brett rió secamente y señaló uno de los pequeños monitores que colgaban sobre la barra.
—Dada que tu elección está en un treinta y tres contra uno, yo diría que esa posibilidad es muy probable. No soy un gran jugador, pero sé que en una carrera de siete caballos las apuestas de ese tipo no son una buena señal. ¿Seguro que no quieres apostar a otro caballo?
Joanna negó enfáticamente con la cabeza, y a continuación extrajo con esfuerzo una moneda de dos dólares del bolsillo de sus vaqueros. La idea de verla repetir aquellos seductores movimientos le impulsó a Brett a pedirle que incrementara el monto de aquella mínima puesta, pero se abstuvo de hacerlo por el bien de su presión sanguínea. Así que simplemente tomó la moneda y se dirigió hacia la sección de la barra donde estaba instalado el ordenador de las apuestas.
—¡Oh, gracias al cielo! —Exclamó Joanna cuando finalmente Brett regresó a la mesa—. Me estaba preguntando dónde te habías metido. La carrera está a punto de empezar.
—Lo siento. Pedí otra cerveza y luego decidí revisar las otras barras en caso de que mi primo me estuviera esperando en alguna de ellas. No tiene por costumbre llegar tarde a…
—¡Hey! Este boleto es por cuatro dólares, no por dos…
—La mitad es mía —se encogió de hombros—. Si ganas, no me gustaría quedarme fuera.
—Pero Brett, ¿y si perdemos? No quiero ser la responsable de que pierdas tu dinero…
—Jo… son sólo dos dólares. Créeme, puedo permitírmelo.
—Aun así, yo…
Sus palabras fueron interrumpidas por la crónica del locutor, y concentró la mirada en la gran pantalla de televisión. La carrera cubría una distancia de mil quinientos metros, pero Brett no veía el hipódromo por ninguna parte; estaba demasiado concentrado en la expresión de placer y expectación del rostro de Joanna.
Jo se deslizó hasta el mismo borde de la banqueta, susurrando: «vamos, Deseo y Risa…» Luego se fue levantando poco a poco, con los puños cerrados, mordiéndose el labio inferior… observar cómo su interés evolucionaba desde la simple excitación hasta un punto en el que literalmente saltaba gritando el nombre de su caballo, significó para Brett una experiencia tan novedosa como inquietante. Le hacía preguntarse cuántos esfuerzos había tenido que hacer para apagar aquel instintivo entusiasmo por las pequeñas cosas de la vida, en aras de los rígidos principios de su vida familiar. Y también le hacía sospechar lo ardorosa y apasionada amante que podría ser…
Para cuando los caballos estaban a punto de llegar a la meta, Jo estaba exclamando a voz en grito:
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos, Deseo, Vamos!
Y para cuando el animal se las arregló para llegar en tercer lugar, Joanna gritaba de alegría como si fuera la poseedora del caballo que justamente acababa de ganar la copa de Melbourne.
—¡Hemos ganado, hemos ganado! —chillaba. Riendo como una loca, se lanzó a los brazos de Brett y le dio un beso en la mejilla. Aquella acción lo dejó tan anonadado que Joanna escapó a su contacto antes de que él pudiera mover un solo músculo—. ¡Oh, Brett, hemos ganado! —añadió, indiferente a las miradas divertidas que suscitaba a su alrededor—. ¡Hemos ganado!
—Er… bueno, Jo —comentó Brett riendo entre dientes—, la verdad es que sólo hemos llegado los terceros.
—¡Es igual! ¡Oh, espera a que se lo diga a Steve! ¡Él me dijo que estaba tirando el dinero!
Aquellas palabras le helaron a Brett la sangre en las venas.
—¿Steve está aquí?
—Mmmm. Está en la otra barra jugando una partida de billar. Demasiado aburrido para mí. Así que…
—¡Brett! Amigo, lamento tanto haberme retrasado… yo…
—Al contrario, Glen —musitó Brett—. Has llegado a la hora justa; en el momento justo, diría yo. Déjame presentarte a Joanna… —esperó a que los dos terminaran de saludarse y añadió—: Bueno, te dejo para que recojas las ganancias, Jo. Y si quieres hacer más apuestas, vas a tener que decirle a tu pareja que te ayude. Glen y yo tenemos que irnos.
—¿Tan pronto? —Protestó Glen—. Si ni siquiera me he tomado una cerveza…
—Ya, bueno, compraremos unas latas de camino a tu casa. Hasta la vista, Jo.
—Er… vale. Adiós. Y… gracias. Te veré en casa, entonces. Me alegro de haberte conocido, Glen —tenía la expresión de alguien que acabara de llegar tarde a una película empezada, como si no pudiera comprender lo que estaba sucediendo pero se negara al mismo tiempo a admitirlo.
Glen, en cambio, no se mostraba tan reticente.
—¿Qué diablos está pasando? —Le preguntó a su primo cuando lo seguía a marchas forzadas hacia el aparcamiento—. Creía que el plan era tomarnos unas cuantas cervezas antes de ir a mi casa.
—Lo habríamos hecho, si tú no hubieras escogido este día para llegar tarde por primera vez en toda tu vida. Tal y como me siento ahora, si nos quedamos más tiempo aquí, es probable que haga el idiota rompiendo un taco de billar en la cabeza de cierto individuo…
—¡Ya, claro! —Rió Glen—. ¡Serías la última persona del mundo que se vería mezclada en una pelea de pub!
_—Yo pensaba que tú eras la última persona del mundo en llegar tarde a una cita, y ya ves lo que ha pasado —musitó Brett.
—Lo siento, amigo. No tengo yo la culpa de que se me haya pinchado una rueda…
Transcurrieron dos semanas antes de que Brett descubriera quién y qué era Steve Cooper, y además por pura casualidad, dado que se había prometido no preguntárselo a Joanna. De hecho, después del fin de semana de la fiesta benéfica y del encuentro en el pub, se las había arreglado para distanciarse de ella todo lo posible, aunque sus esfuerzos no habían tenido tanto mérito, pues Joanna había pasado fuera de casa prácticamente todas las noches y los fines de semana enteros. En todo caso, Brett ya se había concentrado absolutamente en su trabajo.
Después de reunirse con cinco cadenas de televisión, había reducido a dos las candidatas a una futura asociación. Se encontraba en una posición muy cómoda, mientras las empresas competían entre sí ofreciéndole impresionantes salarios para asegurarse sus servicios. También había comenzado negociaciones con los propietarios de tres empresas de muebles, jugando con la posibilidad de comprarles el negocio y ampliarlo a una escala nacional.
Respecto a su vida personal… bueno, ¡si algo le había enseñado su experiencia conviviendo con Jo era que tenía que terminar cuanto antes con aquella situación! Incluso el limitadísimo contacto que estaba teniendo con ella le resultaba demasiado estresante. Si Joanna continuaba irrumpiendo en el salón vestida con su vaporosa bata de seda, tumbándose en el sofá para secarse las uñas o para hojear revistas mientras él intentaba en vano ver los informativos de la televisión… bueno, aquello terminaría por tornarse insoportable. Y si él iba a pasar más tiempo escondiéndose en casa de Jason. ¡Su amigo de toda la vida empezaría a exigirle el pago de la mitad del alquiler!
Así que su primer impulso cuando la oyó entrar en casa, a una hora tardía de la noche del jueves, fue saludarla lacónicamente y encerrarse en su dormitorio, antes de que tuviera la oportunidad de relatarle lo que había hecho durante el día. Antes de que su voz ronca y su maravillosa sonrisa lo hicieran desear haber estado con ella para ser testigo del placer que, diariamente, obtenía de cosas que para la mayoría de la gente eran pura rutina.
La noche anterior se había alegrado muchísimo de que Steve la hubiera llevado a un parque de atracciones. Entre risas, había reconocido haberse sentido tan aterrorizada durante los primeros quince segundos de la montaña rusa que había temido ponerse enferma, pero luego había abierto los ojos y…
—…me sentía tan cerca de las estrellas que llegué a pensar que podría extender una mano y atrapar una del cielo.
Ninguna de las mujeres que Brett había conocido habría admitido tales sentimientos aun cuando los hubiera experimentado, pero Jo compartía su alegría como si no pudiera comprender que el resto del mundo no sintiera lo mismo. Aunque había descubierto que su encantadora naturaleza tenía un matiz perverso. Su descripción del algodón de azúcar había sido tan escandalosamente sensual, que a punto había estado Brett de suicidarse por no haber sido el inductor de aquel descubrimiento.
—Hola —lo saludó deteniéndose en la puerta del salón, cargada con grandes bolsas de ropa y cajas de zapatos.
—Ya veo que la sesión de compras se ha prolongado hasta tarde —le comentó Brett intentando adoptar un tono de naturalidad.
—A pesar mío —gimió Joanna. Con gesto cansado, dejó las bolsas en el sofá más cercano y se sentó—. Meaghan no habría aceptado un no por respuesta. Está tan excitada con la perspectiva de viajar a Londres para revisar la agencia, que creo que piensa que todo el mundo está del mismo humor que ella. Hemos recorrido prácticamente todas las boutiques de la ciudad —añadió con un brillo de humor en la mirada—, y sólo hemos abandonado la tarea porque ya estaban cerrando. Me duele todo el cuerpo.
—Bah, esto no es nada para Meaghan —se burló Brett—. En sus sesiones de maratón, también llega a explorar las tiendas de las afueras. Debes de estar en baja forma.
—No empieces… —lo miró frunciendo el ceño—. Ya he tenido que oír eso mismo de Steve. Créeme, sus métodos de adelgazamiento difieren de los míos.
—¿A qué te refieres? —exigió Brett, víctima de un ataque de celos.
—A las sesiones de ejercicios que me impone, claro está.
—¿Sesiones de ejercicios?
—Es entrenador de aeróbic. Me ha estado ayudando a prepararme y a mantenerme en forma.
Brett lanzó una larga y lenta mirada de apreciación a la mujer que tenía delante de él, al otro lado de la mesa.
—Jo, si crees que hay algún defecto en tu figura, o en tu forma física, es que estás tan loca como ese Cooper. Necesitas un entrenador de aeróbic tanto como el desierto del Sahara necesita más arena.
Joanna se ruborizó, agradeciéndole en silencio ese comentario.
—Creo que Steve me ofreció usar su gimnasio porque se compadecía de mí en la escuela.
—¿Fuiste a la escuela con ese tipo?
—No, él era uno de los profesores de gimnasia cuando estaba en el internado —le explicó Joanna—. El deporte era obligatorio para las alumnas internas, pero como mis padres me habían prohibido practicarlo en todas las escuelas anteriores, yo era un caso sin esperanza. De hecho, ni siquiera sabía nadar —admitió, tímida—. En cualquier caso, cuando Steve me descubrió, se ofreció voluntario a darme clases privadas de gimnasia y a llevarme dos veces al día a la piscina del centro. Luego cuando pude nadar cien metros sin pararme, me llevó a la playa para que pudiera ganar en resistencia —esbozó una sonrisa radiante—. Jamás había visto antes una playa.
—Un buen tipo —musitó Brett, odiándolo para sus adentros.
—Muy bueno —asintió Joanna, inclinándose para recoger las bolsas con las compras—. Y me alegro de que haya encontrado otro trabajo; ¡todas las chicas pensábamos que era demasiado bueno para ser profesor!
«¡Y demasiado atractivo!», añadió Brett para sí, preguntándose qué clase de idiota podría haberlo contratado para trabajar en una escuela privada de niñas.
—Si no has cenado, queda algo de comida en el frigorífico —le comentó Brett cuando ella salía de la habitación.
Joanna se detuvo y repuso por encima del hombro, tambaleándose ligeramente:
—Gracias, pero por mucho que me gusten las exóticas comidas que preparas, creo que antes necesito relajarme con un buen baño.
Durante los siguientes cuarenta minutos Brett permaneció delante del televisor diciéndose que necesitaba ponerse al día de los últimos descubrimientos científicos en el tratamiento de las garrapatas en el ganado… ya que eso era más fácil que admitir que estaba esperando que Joanna cenara, para así poder verla una vez más antes de acostarse. «¡Oh, Dios!», pensó mientras alzaba la mirada al techo. ¡Nunca antes había sentido nada parecido por ninguna mujer!
—Oh, vaya, aún estás levantado…
Brett sintió que el corazón le daba un salto en el pecho al oír su voz. Era suave, ligera y sensual… al igual que el camisón amarillo que llevaba. Además de tremendamente corto.
—Eso que llevas es muy bonito… —era un comentario estúpido, pero le permitió justificar la insistencia con que la miraba.
—Lo compré en un momento de debilidad cuando me disponía a ingresar mi salario en el banco —le explicó Joanna mientras se sentaba en el brazo de un sillón—. Realmente no lo necesitaba, y además era carísimo —le confesó—. Pero también demasiado bonito como para que pudiera reprimirme —suspiró—. Creo que necesito dejar de borrar deliberadamente de mi memoria los sermones que mi padre me lanzaba sobre los males de ceder a la tentación, porque podría verme en problemas si al final veo aprobada mi solicitud para una tarjeta de crédito.
¡Brett pensó que la tentación y él eran ya viejos amigos! Si no salía rápidamente de aquella habitación, iba a olvidarse de que Joanna era una joven ingenua de la que ya se había aprovechado un canalla y que, tal y como le había señalado Meaghan, seguía siendo muy vulnerable.
—Bien. Me voy a la cama…
—No, espera. Toma —le puso en la mano una botella metálica.
Presumiblemente Joanna habría entrado con aquella botella en la habitación, pero a Brett le había pasado desapercibida, dado que sus manos no habían constituido el punto focal de sus miradas.
—¿Aceite para masajes?
—Steve siempre dice que es lo mejor para los músculos doloridos. El equipo de natación de la escuela lo utilizaba continuamente.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué piensas que yo lo necesito?
—¡No es para ti, tonto! —replicó riendo—. Es para mí. Quiero que me lo eches en la espalda. Yo…
Brett se había quedado catatónico.
—¿Quieres que te dé una masaje con esto en la espalda?
—Sí, desesperadamente —suspiró Joanna—. Ante ayer empecé a hacer algunos ejercicios con pesas; y ahora me siento tensa, dolorida. Ya sabes cómo es eso.
«¡Claro que lo sé!», exclamó Brett para sí.
—Al día siguiente no notas nada, pero al otro… _gimiendo, se sentó en el sofá y empezó a flexionar los hombros.
—Esto… ¿no crees que sería mejor que tomaras una ducha caliente o…?
—No, ya lo he probado —lo miró con expresión suplicante—. ¿Querrás hacerlo, Brett? He telefoneado a Steve y me ha dicho que un buen masaje con esto me ayudaría mucho.
«¡Apostaría a que se ha ofrecido voluntario!», pensó Brett.
—Por favor… —le rogó—. Sólo uno, aunque sea rapidito.
La tentación se enroscaba en el interior de Brett como una culebra, ¿Qué pecado podía haber cometido en el pasado para merecer una tortura semejante?
—No te lo pediría si no me doliera tanto…
—¡Vale, de acuerdo, de acuerdo! Lo haré —«que Dios me ayude», añadió para sí—. Túmbate.
—¡Oh, gracias! —Su expresión se transfiguró de placer—. ¿Dónde quieres hacerlo? ¿En mi cama?
—¡No!
Su sorprendida reacción ante aquella brusca negativa no hizo nada para mejorar su humor.
—Er… bueno, entonces… ¿dónde quieres que me tumbe?
«¡Debajo de mí!», le gritaba a Brett una voz interior.
—¡En el suelo! —exclamó—. ¡Sobre esa alfombra de ahí! Date prisa y ponte cómoda. Vuelvo dentro de un minuto.
Irrumpió en el comedor contiguo, agarró la primera botella que vio en el armario de las bebidas y bebió tres buenos tragos. Con los ojos llorosos, leyó la etiqueta: vodka ruso. Si eso no lo ayudaba a superar aquella prueba… ¡nada podría hacerlo!
Había esperado que su piel fuera suave, pero la textura de la que tenía bajo los dedos le recordaba a la crema batida. Un pensamiento ridículamente caprichoso, pero que le suscitaba tremendas imágenes eróticas que le hacían arder por dentro… y ella también estaba caliente. Podía sentir el calor que despedía su piel…
Gimiendo suavemente, Joanna se volvió hacia él. Oh, claro que ella estaba caliente… resultaba obvio en la mirada de sus ojos, en su respiración acelerada, en la forma en que sus endurecidos pezones presionaban contra la fina tela de su camisón. La tentación que representaban era demasiado para que pudieran resistirla sus labios; inclinando la cabeza, lamió uno por encima del tejido. El gemido que emitió Joanna lo hizo sonreír; desde luego que estaba caliente. Caliente para él y preparada para el amor.
Desesperada, Joanna intentó acercarlo hacia sí para saborear sus labios, pero Brett se apartó con suavidad. Ansiaba poseerla más de lo que había ansiado poseer nunca a ninguna mujer, pero quería hacerlo a su manera. Se recordó que ella ya había torturado su libido.
Retrocediendo, empezó a desabrocharse lentamente la camisa. Cuando ella extendió las manos para ayudarlo, Brett se apartó aun más.
—No, no, nena —susurró—. Quiero que veas lo que estás consiguiendo —no le preocupó que sus palabras sonaran egoístas; le encantaba la forma en que lo devoraba con los ojos.
Joanna era la única mujer que había conseguido excitarlo tanto con sólo mirarlo. Y lo peor de todo era que, al parecer, no era consciente de ello. Pero Brett quería que lo supiera; quería que supiera que podía encenderlo con una sola lenta, perezosa mirada de aquellos ojos suyos.
Se despojó de la camisa y le tomó una mano. Sentía su mano frágil y pequeña dentro de la suya, y aunque le temblaba, cerró los dedos en torno a su erección con una confianza que a él mismo lo sorprendió. Pero aquello no fue nada comparado con las sensaciones que le asaltaron a continuación, cuando Joanna bajó la cabeza para lamerle suavemente el pecho. Y cuando su lánguida lengua se abría paso hacia su ombligo, hacia su vientre, las piernas empezaron a flaquearle tanto que tuvo que enterrar firmemente los dedos en su sedosa melena oscura.
Joanna le quitó el cinturón y los pantalones con una habilidad que no dejó de sorprenderlo. Sujetándola de las muñecas antes de que pudiera acariciar su sexo, se despojó de la ropa interior y la lanzó a un lado.
Sin dejar de mirarla a los ojos, la hizo retroceder los tres pasos que la separaban de la pared, arrinconándola. El aroma de su perfume se enroscaba a su alrededor como si fuera humo. Un crudo, violento deseo dilataba sus pupilas. Sus senos se delineaban tras el camisón de seda, que aún hurtaba su cuerpo a sus miradas. Brett extendió una mano y sintió su piel ardiente a través de la tela. Su calor…
Cuando se estrechó contra él, el gemido de excitación que atravesó la oscuridad podría haber pertenecido a cualquiera de los dos mientras sus bocas se fundían. Joanna clavó los dedos y las uñas en su trasero con una impaciencia que le indicaba, que le suplicaba que la tomara. Pero Brett se sobrepuso a la tentación, sabiendo que encontraría aun más placer en proporcionárselo a ella.
Así que se dedicó a tranquilizarla con pequeños besos, susurrándole tiernas palabras, acariciándole con infinita ternura los brazos, los hombros, el cuello. Luego, cuando Joanna se fue calmando, lentamente empezó a excitarla de nuevo.
La delicada ropa interior que llevaba era un tormento para sus ojos y una erótica distracción para sus dedos, pero era la cálida y delicada piel que se escondía debajo lo que acabó por enloquecerlo de pasión, Nada lo había preparado para la abrumadora oleada de deseo que invadió su cuerpo, cuando su mano no encontró barrera alguna en su camino hasta el centro de su feminidad. Su ardiente, húmedo y… tan dispuesto centro de su feminidad.
Intentó decirse que fuera más despacio, pero Joanna volvía a suplicarle, y no necesitó que le hiciese una segunda invitación.
Nunca había experimentado tanto gozo al contemplarla inclinando la cabeza hacia atrás, gimiendo su nombre mientras le clavaba las uñas en los hombros. Nunca su propio control se había visto tan desafiado, hasta el punto de que temía no poder durar lo suficiente para proporcionarle un completo placer…
De pronto, resonó en su cerebro un estruendo metálico, atravesado por un grito de Joanna…
Brett se despertó con un sobresalto e instintivamente extendió una mano buscando a Joanna… sin encontrarla. La cama estaba fría.
Su cerebro trastornado por el deseo tardó menos de un segundo en darse cuenta de que estaba solo en medio de aquel revoltijo de sábanas. Y que su torturada mente había sido víctima de un sueño. ¡De un tipo especial que hacía mucho tiempo que no tenía!
Saltó de la cama, disgustado consigo mismo, pero más furioso aún con la bruja de melena oscura que había invadido cada minuto de las horas que pasaba despierto… ¡y que ahora tenía la audacia de abusar de sus horas de sueño!
Musitando entre dientes, se puso un albornoz y salió al pasillo con la intención de tomar una ducha. Pero la luz que vio en la cocina alteró sus planes y se dirigió en aquella dirección… y la escena con que se encontró fue tan asombrosa como aclaratoria.
La presencia de varias ollas y sus tapas tiradas por el suelo de baldosa explicaban el estruendo metálico que había despertado. Eso no explicaba, sin embargo que estaba haciendo Joanna… ¡cubierta de harina de la cabeza a los pies!