45

A la mañana siguiente, toda la casa estaba atareada con los preparativos para el viaje de Adair. Se había pasado la mañana reuniendo la ropa que iba a llevarse, y después había ordenado a los sirvientes que hicieran el equipaje y lo cargaran en el coche alquilado. Jonathan se había encerrado en su habitación, y se suponía que también estaba haciendo el equipaje para el viaje, pero yo sentía que no estaba convencido de ir y que se avecinaba una pelea.

Me escondí en la despensa con el almirez de la cocinera y molí metódicamente el fósforo hasta reducirlo a polvo. Mientras preparaba las cosas que necesitaba, estaba más nerviosa que nunca, segura de que Adair iba a percatarse de mis emociones y estaría prevenido. La verdad era que no sabía hasta dónde alcanzaban sus poderes, si es que se les podía llamar poderes. Pero había llegado hasta allí y no tenía más remedio que jugarme la vida y la de Jonathan yendo hasta el final.

Para entonces, la casa estaba en silencio y tal vez fuera mi imaginación, pero me parecía que el ambiente estaba cargado de tensas emociones no expresadas: abandono, resentimiento, ira enconada contra Adair por lo que le había hecho a Uzra e incertidumbre por lo que nos esperaba a todos nosotros. Llevando una bandeja con el licor adulterado, pasé ante las puertas cerradas de los dormitorios hasta llegar a los aposentos de Adair, que en aquel momento estaban en silencio desde que los sirvientes se habían llevado los baúles. Llamé una vez y, sin esperar respuesta, empujé la puerta y entré.

Adair estaba sentado en un sillón que había arrimado al fuego, lo cual era insólito, porque normalmente se reclinaba en un montón de cojines. Es posible que se hubiera sentado de manera más formal porque ya estaba vestido para el viaje; es decir, como un perfecto caballero de la época, y no descamisado como era su costumbre. Estaba tieso en su sillón, con pantalones y botas, un chaleco y camisa de cuello alto, ceñida al cuello con una corbata de seda. La levita estaba colgada del respaldo de otro sillón. El traje era de lana gris oscura, con muy pocos bordados y ribetes, mucho más discreto que su vestimenta habitual. No llevaba peluca, pero se había peinado hacia atrás el pelo y se lo había recogido con pulcritud. Tenía una expresión de tristeza, como si se viera obligado a salir de viaje bajo presión y no por voluntad propia. Levantó la mano, y fue entonces cuando vi el narguile a su lado y noté que la habitación olía a dulce humo de opio de la variedad más potente. Aspiraba de la boquilla con las mejillas hundidas y los ojos entrecerrados.

Dejé la bandeja en una mesa cerca de la puerta y me agaché en el suelo junto a él, enredando suavemente mis dedos en los rizos sueltos de su frente, apartándolos.

—Pensé que podríamos pasar un momento juntos antes de que te fueras. He traído algo para beber.

Adair abrió los ojos, despacio.

—Me alegra que estés aquí. Quería explicarte algo sobre este viaje. Debes de estar preguntándote por qué me voy con Jonathan y no contigo... —Dominé el impulso de decirle que ya lo sabía, y esperé a que continuara—. Sé que no puedes soportar estar separada de Jonathan, pero solo lo tendré apartado de ti unos cuantos días —dijo en tono de burla—. Jonathan volverá, pero yo seguiré el viaje. Puede que esté ausente algún tiempo. Necesito estar una temporada solo. Esta necesidad me asalta de vez en cuando... estar a solas con mis pensamientos y mis recuerdos.

—¿Cómo puedes dejarme así? ¿No me echarás de menos? —pregunté, procurando parecer coqueta.

El asintió.

—Sí, te echaré de menos, pero no se puede evitar. Y por eso viene Jonathan conmigo, así poder explicarle unas cuantas cosas. Él dirigirá la casa mientras yo no esté. Me ha contado que estaba al frente del negocio de su familia y procuraba que las deudas de sus vecinos no arruinaran al pueblo. Llevar las cuentas de una sola casa debería ser fácil para él. He hecho que transfieran todo el dinero a su nombre. Tendrá toda la autoridad; a ti y a los otros no os quedará más remedio que seguir sus órdenes.

Casi sonaba plausible, y durante un fugaz segundo me pregunté si habría juzgado mal la situación. Pero conocía a Adair demasiado bien para creer que las cosas eran tan simples como él las hacía parecer.

—Te traeré una copa —dije, poniéndome en pie.

Había elegido un brandy fuerte, lo bastante para enmascarar el sabor del fósforo. Abajo, en la despensa, había vertido con cuidado el polvo en la botella con un embudo de papel, añadido casi todo un frasco de láudano, puesto el corcho y agitado suavemente el líquido. El polvo había soltado unas cuantas chispas blancas en el aire mientras yo lo manejaba, y recé por que los residuos no fueran visibles en el fondo de la copa de Adair.

Cuando le serví la pócima a Adair, me fijé en unas cuantas cosas colocadas sobre la cómoda, era de suponer que para el viaje. Había un rollo de papel sujeto con una cinta, papel antiguo y áspero, y yo estaba segura de que había salido de la colección con tapas de madera de la habitación oculta. A su lado había una caja de rapé y un frasquito, similar a un pomo de perfume, que contenía aproximadamente una onza de un líquido pardo y espeso.

—Toma.

Le pasé una copa llena a Adair y me serví otra para mí, aunque no tenía intención de bebérmela toda. Solo un sorbo para convencerle de que no había nada anormal. Él parecía muy embriagado por el opio, pero yo sabía que el opio solo no tenía potencia suficiente para hacerle dormir.

Volví a ocupar mi sitio junto a sus pies y miré hacia arriba con lo que esperaba que él tomara por adoración y preocupación.

—Has estado muy alterado estos días. Es por el problema con Uzra. No lo niegues. Es normal que estés dolido por lo que ocurrió, la habías tenido contigo desde hace cientos de años. Tenía que importarte algo.

Él suspiró y dejó que yo le ayudara a alcanzar la boquilla. Sí, estaba ansioso de distracción. Parecía enfermo, lento de movimientos e hinchado. Puede que estuviera sufriendo por haber matado a la odalisca; puede que le asustara dejar aquel cuerpo para ocupar el siguiente. Al fin y al cabo había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo había hecho. Puede que el tránsito fuera doloroso. Puede que tuviera miedo de las consecuencias de otra mala acción, añadida a la larga lista de pecados que ya había cometido, de que se le pedirían cuentas algún día.

Después de un par de bocanadas, me miró con los ojos entrecerrados.

—¿Tienes miedo de mí?

—¿Porque mataste a Uzra? Tendrías tus razones. No soy quién para discutirlas. Así son las cosas aquí. Tú eres el amo.

Cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en el alto respaldo del sillón.

—Siempre has sido la más razonable, Lanore. Con los otros es imposible vivir. Me acusan con la mirada. Son fríos, se esconden de mí. Debería matarlos y empezar de nuevo.

Por el tono de su voz supe que no se trataba de una amenaza vacía. En otro tiempo había hecho lo mismo con otro grupo de secuaces. Los había aniquilado en un arrebato de furia. Para tener una vida que supuestamente duraría una eternidad, nuestra existencia era precaria.

Procuré no temblar mientras seguía acariciándole la frente.

—¿Qué había hecho Uzra para merecer su castigo? ¿Quieres contármelo?

Adair me apartó la mano y volvió a aspirar de la boquilla. Yo cogí la botella y le serví otra copa. Le dejé que me acariciara torpemente la cara con sus manos asesinas y seguí sosegando su conciencia con insinceras declaraciones de que estaba en su derecho al matar a la odalisca.

En cierto momento, él retiró mi mano de su sien y empezó a acariciarme la muñeca, siguiendo las venas.

—¿Te gustaría ocupar el puesto de Uzra? —preguntó con cierta ansiedad.

La idea me sobresaltó, pero procuré que él no lo notara.

—¿Yo? No te merezco. No soy tan bella como Uzra. Nunca podría darte lo que ella te daba.

—Puedes darme algo que ella no me daba. Nunca me lo dio, nunca. Me despreció todos los días que estuvimos juntos. En ti siento... Hemos pasado momentos felices juntos, ¿verdad? Casi diría que ha habido momentos en los que me amabas. —Acercó la boca a mi muñeca, su fuego a mi pulso—. Yo haría que te resultara más fácil amarme, si tú quisieras. Serías solo mía. No te compartiría con nadie. ¿Qué me dices?

Siguió acariciándome la muñeca mientras yo intentaba pensar una respuesta que no sonara a falsa. Al final, él respondió por mí:

—Es Jonathan, ¿verdad? Puedo sentirlo en tu corazón. Quieres estar disponible para Jonathan, por si él te quisiera. Yo te quiero y tú quieres a Jonathan. Bueno... todavía puede que exista una manera de que esto funcione, Lanore. Quizá haya un modo de que los dos consigamos lo que queremos.

Parecía una confesión de todo lo que yo sospechaba, y la sola idea me heló la sangre.

La gran habilidad de Adair para elegir almas enfermas iba a ser su perdición. Ya ves, me había elegido bien. Me había escogido entre la multitud, sabiendo que yo era la clase de persona que, sin vacilar, sería capaz de servirle una copa tras otra de veneno a un hombre que acababa de declararme su amor. ¿Quién sabe? Es posible que si solo se hubiera tratado de mí, si solo hubiera estado en juego mi futuro, hubiera decidido otra cosa. Pero Adair había incluido a Jonathan en su plan. A lo mejor Adair pensaba que yo sería feliz, que era lo bastante superficial para amarle y quedarme con él, con tal de poder admirar el bello cuerpo vacío de Jonathan. Pero tras el familiar rostro de mi amado estaría la personalidad asesina de Adair, que resonaría en cada palabra suya, y al pensar en ello, ¿qué otra cosa podía hacer yo?

Dejó caer mi brazo, dejó que el narguile se le escurriera de la mano. Adair iba parándose como un juguete al que se le ha terminado la cuerda. Yo no podía esperar más. Para llevar a cabo lo que estaba dispuesta a hacerle, tenía que saber. Debía estar absolutamente segura. Me pegué a Adair para preguntar:

—Tú eres el físico, ¿no? El hombre del que me hablaste.

Pareció necesitar un momento para encontrarles sentido a mis palabras, pero no reaccionó irritado, en absoluto. Por el contrario, una lenta sonrisa se extendió en sus labios.

—Qué lista, Lanore mía. Siempre has sido la más lista, lo vi desde el primer momento. Eras la única que sabía si yo mentía... Encontraste el elixir. Encontraste también el sello... Oh, sí, yo lo sabía. Olí tu rastro en el terciopelo. En todo el tiempo que he vivido, tú eres la primera que ha resuelto mi enigma, que has interpretado correctamente las pistas. Me has descubierto... como yo sabía que harías.

Apenas estaba lúcido y no parecía darse cuenta de que yo me encontraba allí. Me incliné sobre él, le agarré por la solapas de su chaleco y tuve que zarandearle para llamar su atención.

—Adair, dime... ¿Qué te propones hacer con Jonathan? Vas a tomar posesión de su cuerpo, ¿verdad? Lo mismo que hiciste con tu chico campesino, con el muchacho que fue tu sirviente, y ahora te vas a apoderar de Jonathan. ¿Es ese tu plan?

Sus ojos se abrieron de golpe, y aquella mirada escalofriante suya se posó sobre mí y casi me hizo perder la calma.

—Si eso fuera posible... Si ocurriera una cosa semejante... tú me odiarías, Lanore, ¿verdad que sí? Y sin embargo, yo no sería diferente del hombre que has conocido, por el que has sentido afecto. Tú me has amado, Lanore, lo he sentido.

—Eso es verdad —le dije para que se confiara.

—Todavía me tendrías a mí, y además tendrías a Jonathan. Pero sin sus indecisiones. Sin su desinterés por tus sentimientos, sin el daño, el egoísmo y el remordimiento. Yo te querría, Lanore, y tú estarías segura de mis sentimientos. Eso es algo que no puedes tener con Jonathan. Es algo que nunca conseguirás de él.

Sus palabras me hicieron estremecer porque sabía que eran verdad. Resultó incluso que sus palabras fueron proféticas; fue como una maldición que me echó Adair, condenándome a la infelicidad para siempre.

—Ya sé que no. Y sin embargo... —murmuré. Todavía le acariciaba la cara, intentando determinar hasta qué punto estaba despierto. Parecía imposible que un cuerpo pudiera ingerir tanto veneno y seguir consciente—. Y sin embargo, elijo a Jonathan —dije por fin.

Al oír aquellas palabras, los ojos vidriosos de Adair se iluminaron con una ligerísima chispa de reconocimiento en sus profundidades, reconocimiento de lo que yo había dicho. Reconocimiento de que algo terrible le estaba ocurriendo, de que era incapaz de moverse. Su cuerpo se estaba apagando, a pesar de que él oponía resistencia, forcejeando en su silla como una víctima de un ataque de apoplejía, espástico y trémulo, empezando a echar espuma por las comisuras de la boca en filamentos burbujeantes. Me puse en pie de un salto y me eché hacia atrás, esquivando sus manos que hendían el aire en mi busca... y que fallaron, después quedaron inmóviles y por fin cayeron flácidas. Su cuerpo se paralizó de pronto, inmóvil como la muerte y gris como el agua turbia, y se desplomó del sillón al suelo.

Había llegado el momento del paso final. Todo estaba preparado de antemano, pero aquella parte no la podía hacer sola. Necesitaba a Jonathan. Salí a toda prisa de la habitación y corrí por el pasillo hasta el cuarto de mi amado, irrumpiendo en él sin llamar. Jonathan andaba de un lado para otro de la habitación, pero parecía preparado para salir, con la capa sobre el brazo y el sombrero en la mano.

—Jonathan —jadeé; cerré la puerta y le corté el paso.

—¿Dónde has estado? —preguntó, con un deje de irritación en la voz—. Te he estado buscando sin éxito. He esperado, por si venías a verme, hasta que ya no he podido soportarlo más. Voy a decirle que no tengo intención de acompañarlo. Que voy a romper con él y pienso marcharme.

—Espera. Te necesito, Jonathan. Necesito que me ayudes. —A pesar de su irritación, Jonathan notó que yo estaba alterada y dejó sus cosas para escucharme.

Le conté toda la historia, sabiendo que pensaría de mí que estaba loca porque no había tenido tiempo de idear una manera de contársela sin parecer delirante. Y estaba encogida por dentro, porque ahora él iba a verme como era: capaz de astucias malignas, capaz de condenar a alguien a terribles sufrimientos... La misma chica que había empujado a Sophia a suicidarse, cruel e inflexible como el acero, incluso después de todo lo que había sufrido. Sin duda, Jonathan me repudiaría. Seguro que me dejaría, que lo perdería para siempre.

Cuando le hube contado toda la historia, cómo Adair tenía planeado extinguir su alma y usurpar su cuerpo, contuve la respiración, esperando que Jonathan me echara o me golpeara, que me llamara loca. Esperaba el ondear de la capa y el portazo. Pero no fue así.

Me cogió la mano y sentí una conexión entre nosotros que hacía mucho que no sentía.

—Me has salvado, Lanny. Otra vez... —dijo con la voz rota.

Al ver a Adair en el suelo, rígido como un muerto, Jonathan reculó un instante. Pero después me ayudó a atar a Adair lo mejor que pudimos: ligamos las manos del monstruo por detrás de la espalda, le sujetamos los tobillos y lo amordazamos con una tela suave. Cuando Jonathan iba a unir los nudos de las muñecas de Adair con los de los pies, curvando a nuestro prisionero hacia atrás en una postura de absoluta vulnerabilidad, me acordé del inhumano arnés. La sensación de indefensión me asaltó de nuevo; no podía hacerle lo mismo a Adair, a pesar de cómo me había torturado. Quién sabía cuánto tiempo se quedaría atado antes de que lo encontraran y liberaran. Era un castigo demasiado cruel, incluso para él.

Después, envolvimos a Adair en su manta favorita, la de piel de marta; su único consuelo. Salí primero para que Jonathan, si se topaba con alguien, pudiera decir que el bulto que llevaba en los brazos era yo. Y quedamos en encontrarnos en el sótano para poder culminar mi plan.

Corrí por delante, bajando al sótano por la escalera del servicio. Mientras esperaba al pie de esta, descansando apoyada en la rígida frialdad de la pared de piedra, me preocupé por Jonathan. Había dejado que corriera todo el riesgo al sacar a Adair de la habitación. Aunque todos los otros se habían retirado a sus aposentos, todavía trastornados por la muerte de Uzra y la confusión por la partida de Adair, no era nada seguro que Adair no se cruzara con alguno de ellos. También podía verlo algún sirviente, y una sola mirada de sospecha podía desbaratar nuestro plan. Esperé inquieta hasta que Jonathan apareció con la flácida figura en brazos.

—¿Te ha visto alguien? —pregunté, y él negó con la cabeza.

Le conduje a través del intrincado laberinto hasta el nivel más bajo del sótano, la especie de cueva donde se guardaba el vino. Aquella bodega era muy parecida a las mazmorras de un castillo, aislada del resto de las estancias del sótano, tapizada con gruesas capas de tierra y piedra para mantener el vino a temperatura constante. Encontré un nicho en el fondo mismo, una pequeña celda sin ventanas horadada en los sólidos cimientos de piedra de la mansión. Parecía una ampliación a medio terminar de la bodega del vino, con ladrillos y maderos tirados por el suelo. Los ladrillos y las piedras entregados el día anterior estaban apilados en el suelo, junto con un cubo de argamasa tapado con una tela mojada, que ya estaba casi seca. Jonathan miró todo aquello y después a mí, adivinando al instante el propósito de los materiales, y luego dejó caer el cuerpo de Adair en el frío y húmedo suelo de tierra. Sin decir palabra, se quitó la levita y se arremangó.

Le hice compañía a Jonathan mientras él cerraba la pequeña abertura que servía de entrada a la celda. Primero, ladrillo; después, hilada tras hilada de piedras para que la abertura desapareciera en la sólida pared. Jonathan realizaba su tarea en silencio, colocando las piedras en su sitio con golpes del mango de la paleta, recordando el trabajo que había hecho de niño, mientras yo vigilaba la oscura figura de Adair, que era un simple bulto oscuro en el suelo de la celda.

Al llegar la hora en que Adair tenía previsto partir, subí con sigilo y despedí al carruaje, diciéndole al cochero que los viajeros habían cambiado de parecer, pero que querían que el equipaje se llevara a sus alojamientos como estaba planeado. Después le dije como de pasada a Edgar que el señor había salido de viaje un poco antes de lo previsto para evitar alborotos, pues deseaba marcharse discretamente. Las habitaciones vacías de Adair y de Jonathan parecían confirmar mis palabras, y Edgar se limitó a encogerse de hombros y a volver a sus tareas; supuse que les contaría lo mismo a los otros si le preguntaban.

Jonathan seguía trabajando, deteniéndose cada vez que percibíamos algún movimiento cerca. En general, aquel profundo subterráneo estaba en completo silencio, y oíamos poca agitación procedente de las plantas ocupadas, aunque cómo podíamos oír, con los almacenes situados entre la planta baja y la bodega del vino. Aun así, estaba nerviosa, segura de que los otros irían a buscarme. Quería terminar con aquel horrible acto. «El hombre que está en la celda es un monstruo», me decía una y otra vez para aliviar mi creciente sentimiento de culpa. No era el hombre que yo había conocido.

—Date prisa, por favor —murmuré desde la vieja cuba en la que estaba.

—Se hace lo que se puede, Lanny —dijo Jonathan por encima del hombro, sin reducir su ritmo—. Tus venenos...

—¡Míos, no! ¡Por lo menos, no solo míos! —grité, y bajé de un salto de la cuba.

—El veneno dejará de hacer efecto tarde o temprano. Los nudos pueden aflojarse y la mordaza soltarse, pero esta pared no debe fallar. Tiene que ser tan fuerte como podamos hacerla.

—Muy bien.

Andaba de un lado para otro mientras me retorcía las manos. Sabía que la pócima no podía matar a Adair, aunque hubiera sido veneno, pero tenía la esperanza de que lo dejara dormido para siempre o hubiera causado algún daño a su cerebro, de modo que nunca fuera consciente de lo que le había ocurrido. Porque no era un ser mágico, ni un demonio ni un ángel. No podía conseguir que los nudos se deshicieran solos ni traspasar las paredes como un fantasma, como tampoco podía hacerlo yo. Lo cual significaba que con el tiempo se despertaría en la oscuridad y no podría quitarse la mordaza de la boca, ni gritar pidiendo auxilio... y quién sabía cuánto tiempo se quedaría allí, enterrado vivo.

Esperé un momento a nuestro lado de la pared de piedra, para ver si sentía la familiar vibración de la presencia de Adair, pero no la sentí. Se había esfumado. Puede que solo hubiera desaparecido porque Adair estaba profundamente narcotizado. Era posible que la volviera a sentir cuando él recobrara el conocimiento. Y qué tortura sería sentir su agonía viva en mí, día tras día, y no poder hacer nada al respecto... No sabría decirte cuántas noches he pensado en lo que le hice a Adair, y ha habido ocasiones en las que estuve tentada de deshacer lo que le había hecho, si hubiera podido. Pero en aquellos momentos no podía permitirme pensar en ello. Era demasiado tarde para sentir piedad y remordimiento.

Jonathan se escabulló aquella noche mientras los demás estaban fuera en una de sus juergas habituales. Recibí un anticipo de las discusiones que iba a tener con Jonathan cuando, después de salir a la calle, se volvió hacia mí y me dijo:

—Ahora podemos volver a Saint Andrew, ¿no?

—Saint Andrew es el último sitio al que podemos ir, porque allí precisamente es donde nos descubrirían primero. Nunca nos haremos viejos, nunca enfermaremos. Toda esa gente con la que quieres volver acabaría mirándote con horror. Llegarían a tenerte miedo. ¿Es eso lo que quieres? ¿Cómo nos explicaríamos? No podemos, y el reverendo Gilbert seguro que nos haría juzgar por brujería.

Se le nubló la expresión al escuchar esto, pero no dijo nada.

—Tenemos que desaparecer. Debemos ir a donde nadie nos conozca... y estar preparados para marcharnos en cualquier momento. Has de confiar en mí, Jonathan. Tienes que apoyarte en mí. Ahora solo nos tenemos el uno al otro.

Él no discutió; me besó en la mejilla y se dirigió a la posada donde pensábamos encontrarnos al día siguiente.

Por la mañana, les dije a los otros que me iba a marchar para reunirme con Adair y con Jonathan en Filadelfia. Cuando Tilde arqueó una ceja sospechando algo, utilicé con ella las palabras de Adair, diciéndole que él no podía soportar sus miradas acusadoras por lo que le había hecho a Uzra, y que si ellos no eran capaces de perdonarle, yo sí lo había hecho. Después fui a ver a Pinnerly para pedirle la lista de cuentas abiertas a nombre de Jonathan. Aunque el abogado se resistió a entregarme documentos privados de Adair, una sesión de no más de diez minutos sobre mis rodillas en el cuarto de atrás fue suficiente para que cambiara de parecer, y ¿qué eran diez minutos más de prostitución a cambio de un futuro económico seguro? Estaba convencida de que Jonathan me perdonaría y, de todas maneras, nunca se iba a enterar.

Los otros no me dijeron a la cara lo que pensaban, pero se mostraban escépticos y recelosos, y se reunían en los rincones y en descansillos a oscuras para murmurar entre ellos. Aun así, al final se marcharon a sus habitaciones o a ocuparse de otros asuntos, dejándome vía libre para introducirme en el despacho. Jonathan y yo necesitábamos dinero para huir, al menos hasta que tuviéramos acceso a los fondos que el propio Adair había preparado... para su propio futuro, claro.

Me llevé una sorpresa al ver a Alejandro sentado y abatido tras la mesa, con la cabeza entre las manos. No obstante, me miró con indiferencia mientras yo sacaba dinero de la caja de Adair y me lo guardaba en un bolso. Era natural que le llevara más fondos a Adair para gastar durante su viaje. Pero Alejandro torció la cabeza con curiosidad al verme descolgar de la pared el retrato de Jonathan. Era el único objeto que yo no era capaz de dejar allí. Quité el respaldo del marco y, poniendo un papel de seda encima del dibujo y una gamuza debajo, lo enrollé cuanto pude y lo sujeté con una cinta de seda roja.

—¿Para qué te llevas el dibujo?

—Voy a ver a un pintor en Filadelfia. Adair quiere presentárselo a Jonathan; quiere que haga un cuadro a partir de este, aunque él no pose...

—Nunca ha hecho algo así —dijo Alejandro, y dejó de insistir con la desesperación de quien acepta lo inevitable—. Es muy... inesperado. Es muy raro. No sé qué hacer a partir de ahora.

—Todo tiene un final —dije, y salí del despacho.

Esperé en el carruaje mientras los sirvientes bajaban mis baúles y los sujetaban en la parte de atrás. Después, el coche se puso en marcha con una sacudida y me sumergí en el tráfico de Boston, confundiéndome entre la multitud.