24

Cuando despertó, Adair vio que todavía estaba en la cama del físico, y que el anciano estaba tumbado a su lado, sumido en un sueño semejante a la muerte. Era como si todo hubiera cambiado mientras él dormía, pero no podía decir cómo exactamente. Algunas transformaciones eran evidentes: la visión, por ejemplo. Podía ver en la oscuridad. Vio ratas royendo en los rincones de la habitación, trepando unas sobre otras mientras corrían a lo largo de la pared. Podía oír cada sonido como si estuviera junto a la fuente de origen, cada ruido separado y distinto. Pero lo más dominante era el olfato: los olores llamaban su atención, y sobre todo algo dulce y suculento, con un toque de cobre, que flotaba en el aire. No pudo identificarlo, por mucho que le molestara.

A los pocos minutos, el físico se removió y se despertó de golpe. Se percató del estupor de Adair y se echó a reír.

—Eso es parte del regalo, ya ves. Es maravilloso, ¿a que sí? Tienes los sentidos de un animal.

—¿Qué es ese olor? Lo huelo por todas partes. —Adair se miró las manos y miró la ropa de cama.

—Es sangre. Las ratas están llenas de ella, y se encuentran por todas partes. Marguerite, que duerme arriba. También puedes oler los minerales en las rocas, en las paredes que te rodean. La tierra dulce, el agua clara. Todo es mejor, más nítido. Es el regalo. Te eleva por encima de los hombres.

Adair se dejó caer de rodillas en el suelo.

—¿Y vos? ¿Sois también como yo? ¿De ahí sacáis vuestros poderes? ¿Lo podéis ver todo?

El anciano sonrió misteriosamente.

—¿Si soy igual que tú? No, Adair, yo no me he sometido a la transformación que tú has experimentado.

—¿Por qué no? ¿No queréis vivir para siempre?

El viejo meneó la cabeza como si le estuviera hablando a un tonto.

—No es tan sencillo como conceder un deseo. Puede que esté más allá de tu comprensión. En cualquier caso, soy un hombre viejo y sufro las indignidades de la edad. No querría vivir toda la eternidad de esta forma.

—Si es así, entonces ¿cómo os proponéis retenerme ahora, anciano? Ahora que me habéis hecho fuerte, no habrá más palizas. Y Dios sabe que no habrá más violaciones. ¿Cómo esperáis retenerme en vuestra compañía?

El anciano echó a andar hacia la escalera, mirando de soslayo por encima del hombro.

—Nada ha cambiado entre nosotros, Adair. ¿Crees que te daría la clase de poder que te haría libre? Sigo siendo el más fuerte. Puedo apagar tu vida como la llama de una vela. Soy el único instrumento de tu destrucción. Recuérdalo. —Y el físico desapareció en la oscuridad.

Adair se quedó de rodillas, temblando, sin saber en aquel momento si creer lo que el viejo le había dicho, si creer en el extraño poder que recorría sus miembros. Miró el punto de su brazo donde había visto trabajar al físico con agujas y tinta, pensando que lo había soñado, pero no, allí había un curioso diseño: dos círculos bailando uno alrededor del otro. El dibujo le resultaba extrañamente familiar, pero no pudo recordar dónde lo había visto.

Tal vez el físico tuviera razón y Adair era demasiado estúpido para entender algo tan complejo. Pero la vida eterna... En aquel momento, eso era lo que menos le interesaba. Le daba igual vivir o morir. Lo único que quería era convencer al monje de llevar a cabo su plan, y no le importaba perder la vida en el empeño.

Adair encontró al monje rezando en la capilla a la luz de las velas. De pie ante la puerta, se preguntó si su condición aparentemente sobrenatural le impediría entrar en un lugar consagrado. Si intentaba cruzar el umbral, ¿sería rechazado por ángeles y se le negaría la entrada? Después de respirar hondo, pasó por el umbral de roble sin problema. Al parecer, Dios no tenía dominio sobre la criatura en que Adair se había convertido.

El monje lo vio y se acercó a toda prisa, lo cogió de un brazo y lo llevó de inmediato a un rincón oscuro.

—No te quedes en las puertas, donde pueden vernos juntos —dijo—. ¿Qué ocurre? Pareces alterado.

—Lo estoy. Me he enterado de algo aún más aterrador que lo que ya te he contado, algo sobre el físico que yo no sabía hasta anoche.

Adair se preguntó si estaría jugando con fuego. Aun así, estaba convencido de que era lo bastante listo para acabar con el físico sin incriminarse.

—¿Peor que ser un adorador de Satanás?

—No es... no es humano. Ahora es una de las criaturas de Satanás. Se me ha revelado en toda su maldad. Tú has sido educado por la Iglesia, sabes de cosas que no son de este mundo... seres malignos azuzados contra los pobres mortales para diversión de Satanás y para nuestro tormento. ¿Qué es lo peor que puedes imaginar, fraile?

Adair vio con alivio que no había escepticismo en el rostro redondo del monje. El clérigo se había puesto pálido y contenía el aliento con miedo, tal vez recordando las terribles historias que había oído a lo largo de los años, las muertes sin explicación, los niños desaparecidos.

—Se ha convertido en un demonio, fraile. No puedes imaginar lo que es tener un mal así cerca de ti, pegado a tu cuello, con el hedor del infierno en su aliento y la fuerza de Lucifer en sus manos.

El monje alzó un dedo pidiendo silencio.

—¡Un demonio! He oído hablar de demonios que se mueven entre los hombres, que adoptan muchas formas. Pero nunca jamás se ha enfrentado alguien a uno y ha vivido para hablar de ello. —Los ojos del monje se abrieron de par en par, destacando en su pálido rostro, y se apartó de Adair—. Y sin embargo, tú estás aquí, vivo. ¿Por qué milagro?

—Dijo que todavía no estaba listo para matarme. Dijo que aún me necesitaba como sirviente, igual que a Marguerite. Me advirtió que no huyera, que habría severos castigos si intentaba escapar, ahora que sé... —Adair no tuvo que fingir que se estremecía.

—¡El diablo!

—Sí. Puede que sea el mismísimo diablo.

—¡Tenemos que sacaros a Marguerite y a ti de esa torre al instante! ¡Vuestras almas están en peligro, por no hablar de vuestras vidas!

—No podemos correr ese riesgo mientras no tengamos un plan. Creo que Marguerite está a salvo. Nunca le he visto levantarle la mano. En cuanto a mí... Hay poco más que pueda hacerme que no me haya hecho ya.

El monje tomó aire.

—Hijo mío, puede quitarte la vida.

—Sería uno más entre muchos.

—¿Arriesgarías tu vida para librar a la aldea de semejante demonio?

Adair enrojeció de odio.

—Lo haría encantado.

Brotaron lágrimas en los ojos del clérigo.

—Muy bien, hijo mío. Entonces, procedamos. Hablaré con los aldeanos... discretamente, te lo aseguro, y veré con quién podemos contar para actuar contra el físico. —Se levantó para acompañar a Adair a la puerta—. Pon atención a este edificio. Cuando estemos listos para actuar, ataré un trapo blanco al poste del farol. Ten paciencia hasta entonces, y sé fuerte.

Transcurrió una semana, y después dos. A veces, Adair se preguntaba si el monje habría perdido el valor y huido de la aldea, demasiado cobarde para enfrentarse al conde. Adair dedicaba todo el tiempo que podía a registrar la torre en busca del sello que había visto colgado del cuello del anciano. Después de la ceremonia parecía que se había desvanecido, pero Adair sabía que el físico no se arriesgaría a guardarlo lejos, donde no pudiera ponerle las manos encima cuando fuera necesario. Por las noches, cuando Marguerite se había acostado y el anciano había salido de la torre en sus excursiones nocturnas, Adair buscaba en todas las cajas, cestos y baúles, pero no encontró el pesado sello de oro con su fino cordón.

Justo cuando empezaba a temer que no podría contener más su impaciencia, llegó la noche en que el trapo blanco ondeó en el poste del farol de la iglesia.

El clérigo estaba en la entrada de la abadía, agarrado a una candelera como si fuera un arma. Había sufrido desde la última vez que Adair lo vio, y ya no era timorato. Sus mejillas, antes abultadas como las de una ardilla, ahora estaban secas. Sus ojos, sinceros y transparentes la primera vez que él y Adair se habían encontrado, estaban nublados y apesadumbrados por el conocimiento que poseía.

—He hablado con los hombres de la aldea y están con nosotros —dijo el clérigo, cogiendo a Adair por el brazo y conduciéndolo a las sombras del vestíbulo, con aire conspirador.

Adair procuró disimular su alegría.

—¿Cuál es tu plan?

—Nos reuniremos mañana a medianoche y atacaremos la torre.

—No, no, a medianoche no —le interrumpió Adair, poniendo una mano en el brazo del clérigo—. Para sorprender al físico, lo mejor es llegar a mediodía. Como cualquier demonio, el físico está activo de noche y duerme de día. Atacando la torre a la luz del día tendréis más posibilidades.

El clérigo asintió, aunque la información pareció preocuparle.

—Sí, ya veo. Pero ¿y la ronda de guardia del conde? ¿No nos arriesgamos a ser descubiertos yendo a la luz del día?

—La ronda nunca se acerca a la torre. A menos que se haga sonar una alarma, no tenéis nada que temer de los guardias del conde.

Aquello no era del todo cierto. Los guardias habían visitado la torre varias veces durante el día, pero solo por una razón: para entregar una muchacha al anciano. Sin embargo, las entregas eran poco frecuentes. Era cierto que el conde no había enviado ninguna muchacha desde hacía tiempo, así que las probabilidades de éxito eran mayores, pero... Adair calculó que seguía siendo poco probable; no valía la pena mencionar ese riesgo, pues el monje podría utilizarlo como excusa para no actuar.

—Sí, sí —asintió el monje, con los ojos vidriosos.

«Se me está escapando», pensó Adair.

—¿Y qué os proponéis hacer con el viejo cuando lo hayáis capturado?

El clérigo pareció afligido.

—No soy quién para determinar cuál debe ser el futuro de ese hombre...

—Sí, padre, es tu deber como representante de Dios. Recuerda lo que dice el Señor sobre las brujas: «No consentirás que vivan». —Mientras hablaba, le apretó el brazo con fuerza, como para infundir coraje en las venas del monje.

Tras un largo momento, el clérigo bajó los ojos.

—La multitud... No te garantizo que pueda controlar la ira de la multitud. Lo cierto es que son muchos los que odian al viejo físico... —dijo con la voz tensa por la resignación, —Es cierto —asintió Adair, siguiéndole la corriente—, No puedes ser responsable de lo que suceda. Es la voluntad de Dios.

Tuvo que contener la risa que amenazaba con estallar. ¡El odiado anciano se llevaría por fin su merecido! Puede que Adair solo no tuviera poder para vencer a un hombre con el diablo de su parte, pero seguro que el físico no sería capaz de defenderse de media aldea.

—Necesitaré otro día para informar a los hombres del cambio de planes, decirles que iremos a la torre a la luz del día —añadió el clérigo.

Adair asintió.

—Pasado mañana, pues, a mediodía. —El clérigo tragó saliva y se santiguó.

Un día. Adair tenía un día para encontrar el sello, o corría el riesgo de que los aldeanos lo encontraran y se lo apropiaran. Volvió a la torre, procurando ahuyentar el pánico. ¿Dónde estaría aquel chisme? Adair había registrado todos los estantes, todos los cajones, buscado en todas las prendas de ropa del físico, incuso había llegado a desdoblar todas las piezas de tela de los baúles para asegurarse de que no estaba escondido entre ellas. El fracaso acentuaba la desesperación de Adair, que vio cómo todos sus planes se venían abajo, uno tras otro. Jamás escaparía del físico, jamás viviría en el lejano castillo, jamás volvería a ver a su familia o a su amada Katarina. Mejor sería estar muerto, pensó. Tan completa era su frustración que le habría pedido al anciano que pusiera fin a su existencia por compasión si su odio al físico no hubiera sido tan intenso.

El anciano estaba en su escritorio cuando Adair regresó de su cita secreta y levantó la mirada cuando su sirviente entró en la habitación.

—Mañana tendré que ir a la aldea, a por avena para los caballos —le dijo Adair al anciano, y una fracción de segundo después germinó en su mente una idea, una posibilidad.

El viejo tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Tu recado tendrá que esperar un día. Voy a hacer una cataplasma que podrás llevarte para cambiársela al intendente por la avena.

—Pido disculpas, pero debido a mi falta de atención, las reservas de grano están agotadas. No se los ha alimentado en varios días, y la hierba es demasiado escasa para satisfacer más tiempo a los caballos. No puede esperar. Con vuestro permiso, compraré solo una pequeña cantidad, la suficiente para que los caballos aguanten esta semana, e iré a ver al intendente la semana que viene cuando hayáis tenido tiempo para hacer la cataplasma.

Adair contuvo el aliento, esperando a ver qué hacía el anciano; porque si se negaba, sería difícil encontrar otra manera, en tan corto espacio de tiempo, de engañarle para que revelara dónde escondía el dinero y los objetos de valor. El viejo meneó la cabeza ante la incompetencia de su sirviente, y después se levantó y bajó por la escalera. Adair no era tan tonto para seguirle, pero escuchó con la atención de un perro de caza, captando cada sonido, cada pista. A pesar del grueso suelo de madera, oyó cómo cavaba, y después el sonido de algo pesado que se movía. El tintineo de monedas, y luego otra vez el sonido de movimiento. Por fin, el anciano volvió a subir los escalones y arrojó sobre la mesa una bolsita de piel de ciervo.

—Suficiente para una semana. Asegúrate de que te hagan un buen precio —gruñó como advertencia.

Cuando el anciano salió de noche poco después, Adair corrió al sótano. El sucio suelo parecía intacto, y solo tras una meticulosa búsqueda Adair encontró el lugar donde había estado trabajando el anciano, junto a la pared, en un punto húmedo y mohoso cubierto de excrementos de rata. Había caído tierra de una de las piedras. Adair se arrodilló y agarró los bordes de esta con las puntas de los dedos, tirando hasta sacarla de la pared. En una pequeña oquedad pudo distinguir un bulto envuelto con arpillera, que sacó y desplegó. Había una abultada bolsa de dinero y, envuelto en un retal de terciopelo, el sello del reino de sus sueños.

Adair lo cogió todo y volvió a colocar la piedra en su sitio. Arrodillado en la tierra, se sentía henchido de éxito, feliz de haber encontrado el sello, feliz de haber logrado una victoria sobre su opresor, después de todas las injusticias que se habían cometido con él.

Adair debería haber matado a su padre en lugar de permitirle que pegara a su madre y a sus hermanos.

Tampoco debería haber permitido que lo vendieran como esclavo.

Debería haber aprovechado todas las oportunidades de escapar y no haber dejado nunca de intentarlo.

Debería matar al malvado conde. Merecía la muerte por ser enemigo del pueblo magiar y un pagano aliado de un emisario de Satanás.

Debería ayudar a Marguerite a escapar, llevarla con una familia bondadosa o a un convento, encontrar a alguien que cuidara de ella.

Tal como Adair veía la situación, aquello no era robar. El físico le debía a Adair su reino. Y el físico se lo daría a Adair, o moriría.

El día señalado, Adair observó el sol en lo alto tan atenta y codiciosamente como un halcón mira a un ratón de campo. El clérigo y su turba llegarían a la torre al cabo de una o dos horas. Para Adair, el dilema era si debía quedarse en el lugar y ser testigo de la destrucción del físico o no estar presente.

Quedarse era demasiado tentador. Observar cómo los aldeanos sacaban a rastras al anciano de su sucia cama a la luz del sol, con el miedo y la sorpresa reflejados en el rostro. Escuchar sus gritos cuando lo derribaran a golpes, lo aporrearan con palos, lo despedazaran con guadañas. Animarlos mientras registraban la torre, saqueaban sus baúles, estrellaban contra el suelo los frascos y tarros de preciosos ingredientes y pisoteaban sus contenidos, y quemaban la siniestra fortaleza hasta los cimientos.

Aunque tenía el sello en su poder, Adair no podía partir a caballo hacia el lejano castillo sin saber con seguridad que el físico no iría tras él. Pero había una buena razón para desaparecer antes de que llegara la muchedumbre: ¿y si de algún modo el viejo escapaba de la muerte? Si a la turba le fallaba el valor, o si el viejo se había conferido también poderes de inmortalidad (era una posibilidad, ya que el físico no había dicho claramente que no lo hubiera hecho), Adair podía verse implicado en el ataque si se quedaba. No habría manera de negárselo después al físico si se descubría su conspiración. Sería mucho más prudente mantener esa última sombra de duda.

Fue a buscar a Marguerite, que estaba lavando zanahorias en un cubo de agua, le quitó las zanahorias de la mano y trató de conducirla hacia la puerta. Ella se resistió, porque era muy cumplidora, pero Adair se impuso y la hizo esperar a su lado mientras ensillaba el viejo caballo de guerra del anciano. Llevaría a Marguerite a un lugar seguro en el pueblo. De este modo, ella no estaría presente durante el alboroto. Sería lo mejor. Él volvería para ver personalmente el resultado.

El sol se estaba poniendo cuando Adair deshizo su camino para volver a la torre. Se tomó su tiempo, dejando que el caballo deambulara con la rienda suelta por caminos poco conocidos a través del bosque. No tenía ganas de encontrarse con la partida de aldeanos que regresaban, ebrios de excitación y sedientos de sangre.

Adair observó una columna de humo negro en el horizonte, pero para cuando llegó cerca de la torre se había reducido a una neblina. Espoleó al caballo a través de la nube de humo de madera hasta que llegó al familiar claro ante la torre de piedra.

La puerta tenía el cerrojo arrancado y el suelo de delante estaba pisoteado. Habían derribado el corral y el segundo caballo había desaparecido. Adair se dejó caer del lomo del viejo corcel y se acercó cautelosamente a la puerta, negra y siniestra como la cuenca vacía de un cráneo.

En el interior, vetas de hollín corrían paredes arriba como si pretendieran escapar trepando. La devastación era como él se la había imaginado: por todas partes encontraba trozos de cristales y de cacharros de barro, calderos, cubos y cazuelas volcados, y el escritorio estaba hecho astillas. Y todas las recetas habían desaparecido, junto con los restos del anciano. A menos que... La sangre se le heló al instante al pensar que tal vez a la turba sí le había fallado el valor. Empezó a buscar entre los restos y los escombros, volcando muebles, mirando entre las ropas tiradas por el suelo y las pocas cosas que quedaban en los baúles saqueados. Pero no encontró nada del anciano, ni siquiera una oreja. Tendría que haber algún resto —un revelador trozo de hueso, un cráneo chamuscado— si los aldeanos habían conseguido llevar a término su propósito de destruirlo.

Entonces se le ocurrieron otras alternativas más inquietantes: tal vez el físico se las hubiera arreglado para escapar al bosque o esconderse en alguna parte de la torre. Al fin y al cabo, si había un pequeño escondrijo detrás de una piedra de la pared, ¿quién podía decir que no hubiera una cámara secreta más grande? O tal vez, y eso era aún más peligroso, se había transportado lejos por medio de un hechizo, o había sido salvado por el mismísimo señor de las Tinieblas, dispuesto a intervenir en favor de un fiel servidor.

El miedo le oprimía la garganta, pero Adair corrió escalera abajo, a la habitación del anciano. La escena del sótano era aún más espantosa que la de arriba. El aire todavía estaba cargado de humo negro —al parecer, el fuego principal se había encendido allí— y la habitación estaba completamente vacía, a excepción de un montón de cenizas humeantes donde habían estado la cama y el colchón del físico.

Pero Adair percibía el olor de la muerte oculto en las profundidades del humo, y se acercó al negro montón de ceniza, se agachó y escarbó entre los restos. Encontró trozos de huesos, astillas y fragmentos redondos, todavía calientes al tacto. Y por fin, la mayor parte del cráneo, con un trozo de carne achicharrada y pelos largos como alambres aún pegados en una zona.

Adair se puso en pie y se limpió el hollín de las manos lo mejor que pudo. Tardó un buen rato en abandonar la torre, mirando por última vez el lugar donde había vivido sus cinco años de sufrimiento. Era una lástima que no se hubieran podido quemar también las paredes de piedra. No se llevó nada más que la ropa que tenía puesta y, por supuesto, el sello y una bolsa de monedas en un bolsillo. Al final, salió por la puerta abierta de par en par, agarró las riendas del caballo de guerra y se dirigió hacia el este, a Rumania.

Adair pudo vivir en la heredad del físico durante muchos años, aunque el feudo no pasó directamente a él como había esperado. Cuando llegó al castillo solo, sin el físico, Adair se presentó al mayordomo, Lactu, y le dijo que el anciano había muerto. La esposa y el hijo habían sido invenciones, explicó Adair, un cuento que proporcionaba al físico una tapadera para la auténtica razón de su soltería: sus peculiares inclinaciones. Al no tener herederos, el físico le había legado el castillo y las tierras a su fiel sirviente y compañero, dijo Adair, y presentó el sello para que Lactu fuera testigo.

El rostro del mayordomo reflejaba sus dudas, y dijo que la reclamación tendría que presentarse ante el rey de Rumanía. No siendo Adair descendiente consanguíneo del físico, el monarca tenía derecho a decidir la asignación del feudo. La decisión del rey tardó años, pero al final no se resolvió a favor de Adair. Se le permitió permanecer en el castillo y ostentar el título familiar, pero el rey se quedó con la propiedad de las tierras.

Llegó un día en el que Adair ya no pudo seguir allí. Lactu y todos los demás habían envejecido y se habían ajado con el tiempo, mientras que Adair seguía igual que el día en que habría regresado al castillo sin el anciano. Así pues, para no despertar sospechas, había llegado el momento de que Adair desapareciera durante algún tiempo y no se dejara ver, tal vez para regresar algunas décadas después pretendiendo ser su propio hijo, con el sello de oro en la mano.

Decidió ir a Hungría, como le dictaba su corazón, para seguir el rastro de su familia. Adair estaba deseando verlos, aunque no a su padre, por supuesto, al que odiaba solo un poco menos que al físico. Para entonces, su madre debía de ser vieja y viviría con el hijo mayor, Petu. Los demás habrían crecido y tendrían hijos propios. Estaba ansioso por verlos y saber qué había sido de ellos.

Tardó dos años en localizar a su familia. Empezó en las tierras donde le habían separado de ellos y reconstruyó laboriosamente su ruta basándose en fragmentos de información de antiguos vecinos y propietarios. Por fin, cuando estaba comenzando el segundo invierno, llegó al lago Balaton y recorrió a caballo la aldea, buscando rostros que se parecieran al suyo.

Estaba junto a unas cabañas a las afueras de la aldea cuando tuvo la extraña sensación de que alguien que él conocía estaba muy cerca. Adair desmontó, se acercó en la oscuridad a las cabañas y miró por la ventana. Pegando un ojo a una ranura en las contraventanas, donde apenas se veía la luz de las velas, vio unas cuantas caras conocidas.

Aunque habían cambiado con el tiempo y estaban más gordos, arrugados y ajados, reconoció aquellas caras. Sus hermanos estaban reunidos en torno al fuego del hogar, bebiendo vino y tocando el violín y la balalaika. Con ellos había mujeres a las que Adair no reconoció, sus esposas, supuso, pero ni rastro de su madre. Por fin, distinguió a Radu, crecido, corpulento, alto... Cómo deseó Adair entrar corriendo en la cabaña, rodear con sus brazos a Radu y dar gracias a Dios por que aún estuviera vivo, por que se hubiera librado de todo el infierno y el tormento por el que Adair había pasado. Entonces se dio cuenta de que Radu parecía mayor que el mismo Adair, de que todos sus hermanos le habían sobrepasado en edad. Y entonces vio que una mujer se acercaba a Radu y sonreía, y Radu le pasaba un brazo por los hombros y la apretaba con fuerza. Era Katarina, ya una mujer hermosa y enamorada de Radu, el hermano que se parecía a Adair. Solo que más viejo.

Allí plantado en la oscuridad y el frío, Adair seguía ardiendo en deseos de ver a su familia, de abrazarlos y hablarles, de hacerles saber que no había perecido a manos del físico... cuando la terrible verdad cayó sobre él con todo su peso. Aquella iba a ser la última vez que los vería. ¿Cómo podía explicarles todo lo que le había ocurrido y lo que aún tenía por delante? Por qué nunca envejecería. Que ya no era mortal como ellos. Que se había convertido en algo que no podía explicar.

Adair fue a la parte delantera de la cabaña, sacó una bolsa de monedas del bolsillo y la dejó en la puerta. Era dinero suficiente para poner fin a su vida errante. Tardarían algún tiempo, pero empezarían a aceptar su buena suerte y agradecer a Dios su generosidad y misericordia. Y para entonces, Adair estaría a varios días de viaje hacia el norte, confundiéndose entre las multitudes de Buda y Szentendre, aprendiendo a adaptarse a su destino.

Al terminar la historia, me había apartado de los brazos de Adair y el narcótico efecto del humo se había disipado. No sabía si sentir reverencia o miedo.

—¿Por qué me has contado esta historia? —pregunté, rehuyendo su contacto.

—Considéralo una moraleja —replicó él, enigmáticamente.