6
Una tarde de verano, cuando yo tenía quince años, todo el pueblo se congregó en el prado de McDougal para oír hablar a un predicador itinerante. Todavía puedo ver a mis vecinos dirigiéndose hacia el campo dorado de hierba alta reluciendo al sol y volutas de polvo levantándose del sinuoso camino. A pie, a caballo y en carro, casi todos los habitantes de Saint Andrew acudieron aquel día al prado de McDougal, aunque os puedo asegurar que no fue por un exceso de devoción. Hasta los predicadores errantes eran una rareza en nuestro rincón de los bosques; aceptábamos cualquier entretenimiento que se nos ofreciera para mitigar el aburrimiento de un largo día de verano en aquel lugar desolado.
Aquel predicador en particular había surgido aparentemente de la nada, y en pocos años se había hecho merecedor de muchos seguidores, además de una reputación de oratoria incendiaria y un lenguaje subversivo. Corría el rumor de que había dividido a los fieles en el pueblo más próximo —Fort Kent, a un día a caballo hacia el norte—, enfrentando a los congregacionistas tradicionales con una nueva hornada de reformistas. También se decía que Maine iba a convertirse en estado, librándose de la tutela de Massachusetts, así que había una especie de movimiento en el aire —religioso y político— que apuntaba a una posible rebelión contra la religión que los colonos habían traído de Massachusetts.
Fue mi madre la que convenció a mi padre de que acudiéramos, aunque ella jamás habría pensado en dejar el catolicismo; solo quería pasar una tarde fuera de la cocina. Extendió una manta en el suelo y esperó a que empezara el sermón. Mi padre se sentó a su lado inclinando la cabeza con aire receloso, echando miradas alrededor para ver quién más estaba allí. Mis hermanas estaban cerca de mi madre, metiéndose recatadamente las faldas bajo las piernas, y Nevin se había alejado en cuanto el carro se detuvo, ansioso por encontrarse con los chicos que vivían en las granjas vecinas a la nuestra.
Yo me quedé de pie, protegiéndome los ojos de la fuerte luz del sol con una mano, observando la multitud. El pueblo entero estaba allí, algunos con mantas como mi madre, algunos con comida dentro de los cestos. Yo estaba buscando a Jonathan, como de costumbre, pero parecía que no se encontraba allí. Su ausencia no me sorprendía: su madre era probablemente la congregacionista más estricta del pueblo, y la familia de Ruth Bennet Saint Andrew no participaría en aquella insensatez reformista.
Pero entonces vislumbré el brillo de un pelaje negro entre los árboles. Sí, era Jonathan bordeando el prado a lomos de su inconfundible caballo. No fui la única que lo vio; un murmullo se extendió visiblemente por algunas partes de la multitud. ¿Cómo sería tener conciencia de que docenas de personas te están mirando arrebatadas, siguiendo con los ojos el contorno de tus largas piernas contra los costados del caballo, de tus fuertes manos sujetando las riendas? Había tanto deseo reprimido ardiendo sin llama aquel día en el pecho de tantas mujeres en aquel prado seco, que me extraña que la hierba no se incendiara.
Cabalgó hacia mí y, soltándose de los estribos, saltó de la silla. Olía a cuero y a tierra cocida por el sol, y yo estaba deseando tocarle hasta las partes más insignificantes, incluso su manga, medio mojada por el sudor.
—¿Qué ocurre? —Jonathan se quitó el sombrero y se pasó aquella manga por la frente.
—¿No lo sabes? Llega al pueblo un predicador que no es de por aquí. ¿No has venido a escucharle?
Jonathan miró por encima de mi cabeza, como si tratara de calcular cuánta gente había acudido.
—No, he estado fuera, supervisando la nueva parcela que vamos a cosechar. El viejo Charles no se fía del nuevo agrimensor. Cree que bebe demasiado. —Miró de soslayo para ver mejor qué chicas lo estaban contemplando—. ¿Está aquí mi familia?
—No, y además no creo que tu madre apruebe que estés aquí. El predicador tiene una reputación malísima. Podrías ir al infierno solo por escucharle.
Jonathan me sonrió.
—¿Por eso has venido tú? ¿Tienes ganas de ir al infierno? Ya sabes que hay caminos que conducen a la perdición mucho más agradables que escuchar a predicadores disidentes.
Había un mensaje en el brillo de sus profundos ojos castaños, pero yo no supe interpretarlo. Antes de que pudiera pedirle que se explicara, él se echó a reír y dijo:
—Parece que está aquí todo el pueblo. Qué pena que no pueda quedarme, pero, como tú dices, pagaría con el infierno si mi madre se enterara.
Puso el pie en el estribo y volvió a subir a la silla, pero después se inclinó sobre mí.
—¿Y tú, qué, Lanny? Nunca te han gustado los sermones. ¿Qué haces aquí? ¿Esperas encontrar a alguien, a algún chico en particular? ¿Acaso te has encaprichado con algún muchacho?
Aquello fue toda una sorpresa: el tono desdeñoso, la mirada penetrante. Nunca había dado la más mínima señal de que le importara saber si yo estaba interesada en otro.
—No —dije, sin aliento, apenas capaz de balbucear una respuesta.
Él agarró las riendas despacio, como sopesándolas igual que sopesaría sus palabras.
—Sé que llegará el día en que te veré con otro chico, ¡mi Lanny con otro chico!, y no me va a gustar. Pero así es la vida.
Antes de que yo pudiera recuperarme de la impresión y decirle que estaba en su mano impedirlo — ¡seguro que ya lo sabía!—, había hecho dar la vuelta al caballo y se había adentrado a medio galope en el bosque, dejándome confusa una vez más con la vista fija en él. Jonathan era un enigma. La mayor parte del tiempo, me trataba como a su mejor amiga, con una actitud platónica hacia mí, pero en ocasiones creía reconocer una invitación en su manera de mirarme, o un destello — ¿me atrevería a esperarlo?— de deseo en su inquietud. Ahora que se había alejado, yo no podía seguir pensando en ello... o me volvería loca.
Me apoyé en un árbol y miré al predicador abrirse camino hasta el centro de un pequeño claro frente a la multitud. Era más joven de lo que yo había esperado —Gilbert era el único predicador que yo había conocido, y había llegado a Saint Andrew ya canoso y malhumorado— y caminaba derecho como una baqueta, como si estuviera seguro de que Dios y la justicia estaban de su parte. Era atractivo de una manera que resulta inesperada e incluso incómoda cuando se ve en un predicador, y las mujeres que estaban sentadas más cerca de él se agitaron como pajaritos cuando les dedicó una amplia e inmaculada sonrisa. Y sin embargo, viendo cómo miraba a la multitud mientras se preparaba para empezar (tan seguro como si fueran ya suyos), experimenté un escalofrío siniestro, como si estuviera a punto de ocurrir algo malo.
Empezó a hablar en voz alta y clara, rememorando sus andanzas por el territorio de Maine y describiendo lo acaecido en ellas. Aquella zona se estaba convirtiendo en una copia de Massachusetts, con sus costumbres elitistas. Un puñado de hombres ricos controlaba el destino de sus vecinos. ¿Y qué había significado aquello para las personas normales? Malos tiempos. A la gente corriente no le salían las cuentas. Hombres honrados, padres y maridos, iban a la cárcel y sus tierras se vendían sin contar con las mujeres y los niños. Me sorprendió ver entre la multitud cabezas que asentían.
Lo que la gente quería —lo que los americanos querían, insistió, esgrimiendo su Biblia en el aire— era libertad. No habíamos luchado contra los británicos solo para tener nuevos amos en lugar del rey. Los terratenientes de Boston y los comerciantes que vendían a los colonos no eran más que ladrones que imponían precios escandalosos de usurero, y la ley era su perrito faldero. Sus ojos resplandecían mientras observaba a la multitud, animado por sus murmullos de asentimiento, y dio unas zancadas en su círculo de hierba pisoteada. Yo no estaba acostumbrada a oír opiniones disidentes en voz alta, en público, y me sentí vagamente alarmada por el éxito del predicador.
De pronto, Nevin apareció a mi lado, escrutando las caras alzadas de nuestros vecinos.
—Míralos, qué pasmados boquiabiertos —dijo en tono de burla. No cabía duda de que había heredado el temperamento crítico de nuestro padre. Cruzó los brazos sobre el pecho y soltó un bufido.
—Parecen bastante interesados en lo que dice —comenté.
—¿Tienes la más remota idea de lo que está diciendo? —Me miró de soslayo—. No lo sabes, ¿a que no? Pues claro que no, no eres más que una tonta. No te enteras de nada.
Fruncí el ceño y me puse las manos en las caderas, pero no respondí porque Nevin tenía razón en un aspecto: yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando aquel hombre. Ignoraba lo que ocurría en el mundo en general.
Nevin señaló a un grupo de hombres que estaban de pie a un lado del abarrotado campo.
—¿Ves a esos hombres? —preguntó, señalando a Tobey Ostergaard a Daniel Daughtery y a Olaf Olmstrom. Eran tres de los hombres más pobres del pueblo, aunque los menos caritativos habrían dicho que también eran de los más holgazanes—. Están hablando de causar problemas —dijo Nevin—. ¿Sabes lo que es un «indio blanco»?
Hasta la chica más tonta del pueblo habría asegurado que conocía la expresión: meses atrás habían llegado noticias de una sublevación en Fairfax, en la que lugareños disfrazados de indios habían atacado a un funcionario municipal que intentaba presentar un auto judicial a un granjero que retrasaba sus pagos.
—Lo mismo va a pasar aquí —dijo Nevin asintiendo—. He oído a Olmstrom, a Daughtery y a otros hablar de ello con nuestro padre. Quejándose de que los Watford cobran demasiado sin tener derecho... —Los detalles estaban fuera de la comprensión de Nevin: nadie les explicaba a los niños las cuentas y deudas de la tienda de provisiones—. Daughtery dice que es una conspiración contra el hombre corriente —recitó Nevin, pero me pareció que no estaba seguro de que Daughtery dijera la verdad.
—¿Y qué? ¿A mí qué me importa si Daughtery no paga su deuda a los Watford? —dije con desdén, fingiendo que no me importaba. Pero por dentro estaba escandalizada al pensar que alguien podía incumplir deliberadamente una obligación, ya que nuestro padre nos había enseñado que ese tipo de conducta era vergonzoso, algo que solo se le ocurriría a una persona sin dignidad.
—Podría ser malo para tu Jonathan —dijo Nevin con mala intención, encantado con la oportunidad de meterse con Jonathan—. No son solo los Watford quienes corren peligro si las cosas se ponen mal. El capitán tiene los títulos de su propiedad. ¿Qué pasaría si se negaran a pagar sus rentas? En Fairfax estuvieron luchando tres días. Me han dicho que desnudaron al guardia y le pegaron con palos, y le hicieron volver a casa a pie, desnudo como cuando nació.
—Si ni siquiera tenemos funcionario municipal en Saint Andrew —dije yo, alarmada por el relato de mi hermano.
—Lo más probable es que el capitán envíe a sus leñadores más corpulentos y fuertes a casa de Daughtery para exigirle que pague.
Había un tinte de reverencia en la voz de Nevin; su respeto por la autoridad y el deseo de ver prevalecer la justicia —rasgos de nuestro padre, sin duda— estaban por encima de su deseo de ver a Jonathan sufrir algún revés.
Daughtery y Olmstrom... el capitán y Jonathan... hasta la estirada señorita Watford y su igualmente arrogante hermano... Me avergonzaba mi ignorancia y sentía a mi pesar un respeto por la capacidad de mi hermano para ver el mundo en toda su complejidad. Me pregunté qué otras cosas pasaban sin que yo me enterara.
—¿Crees que nuestro padre se les unirá? ¿Le detendrán? —susurré, preocupada.
—El capitán no tiene títulos sobre nuestra casa —me informó Nevin, un tanto disgustado porque yo no supiera ya eso—. Padre es el único propietario. Pero yo creo que está de acuerdo con ese tipo. —Señaló con la cabeza al predicador—. Padre vino al territorio, lo mismo que todos los demás, pensando que serían libres, pero no ha resultado así. Algunos lo están pasando mal, mientras los Saint Andrew se hacen ricos. Como te decía... —Dio una patada a la tierra, levantando una nube de polvo seco, y añadió—: Tu chico puede tener problemas.
—No es mi chico —repliqué.
—Pero quieres que sea tu chico —dijo mi hermano en tono de burla—. Aunque solo Dios sabe por qué. Debes de estar un poco tarada, Lanore, para que te guste ese señorito imbécil.
—Le tienes envidia, por eso no te gusta.
—¿Envidia? —farfulló Nevin—. ¿De ese pavo real? —se burló y se alejó, sin querer reconocer que yo tenía razón.
Unos treinta vecinos siguieron al predicador a casa de los Dale, al otro lado de la cuesta, donde iba a seguir hablando para todos los que quisieran escucharle. Tenían una casa de buen tamaño, pero aun así estábamos muy apretados, ansiosos de continuar oyendo a aquel fascinante orador. La señora Dale encendió el fuego en la gran chimenea de la cocina, porque incluso en verano hacía frío por las noches. Fuera, el cielo se había oscurecido, adquiriendo un tono añil con una brillante franja rosa en el horizonte.
Qué enfadado debía de estar Nevin conmigo; les pedí a mis padres que me dejaran ir a escuchar al predicador, lo que significaba que necesitaba un acompañante, así que mi padre, generosamente, le dijo a Nevin que tenía que ir conmigo. Mi hermano resopló y se puso rojo, pero no podía negarle nada a mi padre, así que vino pisando fuerte detrás de mí hasta la casa de los Dale. Pero Nevin, a pesar de su sensibilidad tradicional, tenía también una vena rebelde, y yo estaba segura de que en secreto le alegraba asistir al resto de la reunión.
El predicador estaba de pie junto al fuego de la cocina y nos escrutó a todos, con una sonrisa de loco en la cara. Visto tan de cerca, el predicador parecía mucho menos un hombre de Dios que en el gran prado. Llenaba la estancia con su presencia, hacía que el aire pareciera enrarecido, como en la cima de una montaña. Empezó por darnos las gracias por habernos quedado con él. Porque había reservado el secreto más importante para compartirlo en aquel momento con nosotros, los que habíamos demostrado que estábamos buscando la verdad. Y aquella verdad era que la Iglesia —fuera cual fuese tu fe, que en aquel territorio era principalmente la congregacionista— era el mayor problema de todos, la institución más elitista, y solo servía para reforzar el statu quo. Esta última declaración arrancó una mueca de desprecio y conformidad a Nevin, que se enorgullecía de ir a la misa católica con nuestra madre y no rozarse los domingos con los padres del pueblo y las familias más privilegiadas en la sala de cultos.
Lo que teníamos que hacer era renunciar a los preceptos de la Iglesia —el predicador dijo esto con aquel brillo llameante de nuevo en los ojos, un brillo que parecía menos pacífico visto de cerca— y adoptar otros nuevos, más adecuados a las necesidades del hombre corriente. Y la primera y más importante de aquellas anticuadas convenciones, dijo, era la institución del matrimonio.
En la abarrotada cocina donde se apretaban treinta cuerpos se hizo el silencio más absoluto.
Ante nosotros, el predicador se movía por su pequeño círculo como un lobo. No era al cariño natural entre hombres y mujeres a lo que ponía objeciones, le aseguró el predicador al grupo. No, era a las restricciones legales del matrimonio, al sometimiento, a lo que él se oponía. Iba contra la naturaleza humana, protestó, ganando confianza al ver que nadie había intentado callarle. Estamos hechos para expresar nuestros sentimientos con aquellos con los que tenemos afinidad natural. Como hijos de Dios, deberíamos practicar el «desposorio espiritual», insistió: elegir compañeros con los que sintiéramos un lazo espiritual.
¿Compañeros?, preguntó una joven, alzando la mano. ¿Más de un marido? ¿O de una mujer?
Los ojos del predicador titilaron. Sí, habíamos oído bien: compañeros, porque un hombre debería tener tantas esposas como mujeres por las que se sintiera espiritualmente atraído, lo mismo que una mujer. Él mismo tenía dos esposas, dijo, y había encontrado esposas espirituales en todos los pueblos que había visitado.
Unas risitas furtivas se extendieron por el grupo, y la habitación se cargó de lujuria reprimida.
El predicador metió los pulgares bajo las solapas de su levita. No esperaba que la gente ilustrada de Saint Andrew aceptara el desposorio espiritual de buenas a primeras, solo porque él lo recomendara. No, suponía que tendríamos que pensar en la idea, reflexionar hasta qué punto dejábamos que la ley determinara nuestras vidas. Sabríamos en nuestros corazones si él nos decía la verdad.
Entonces dio una palmada y borró la expresión seria de su cara, y todo su porte cambió cuando sonrió. ¡Ya estaba bien de tanta charla! Habíamos pasado toda la tarde escuchándole y ya era hora de un poco de diversión. «¡Cantemos algunos himnos, himnos animados, y pongámonos en pie y bailemos!» Aquello era un cambio revolucionario respecto a nuestro habitual oficio en la iglesia. ¿Cánticos animados? ¿Bailar? La idea era herética. Tras un momento de vacilación, varias personas se pusieron en pie, comenzaron a dar palmadas y al poco rato habían empezado a cantar una tonada que más parecía una canción de marineros que un himno.
Le di un codazo a mi hermano.
—Llévame a casa, Nevin.
—Ya has oído bastante, ¿no? —dijo, incorporándose con dificultad—. Yo también. Estoy harto de escuchar las tonterías de este hombre. Espera a que les pida una luz a los Dale. Seguro que el camino está oscuro.
Me situé junto a la puerta de forma bien visible, deseando que Nevin se diera prisa. Aun así, los himnos del predicador me atronaban en los oídos. Vi la cara que ponían las mujeres del grupo cuando él les dirigía su poderosa mirada, las sonrisas en sus rostros. Seguramente imaginaban que estaban con él, o tal vez con otro hombre del pueblo con el que sentían un lazo espiritual... y lo único que ansiaban era que aquellos deseos se pudieran llevar a la práctica. El predicador había defendido el concepto más inimaginable, el desenfreno moral... y sin embargo, era un hombre de la Biblia, un predicador. Había hablado en algunas de las iglesias más respetables de la zona costera, a juzgar por las habladurías que habían llegado al pueblo antes que él. Me pregunté si en realidad aquello le daba algún tipo de autoridad.
Me sentía encendida bajo la ropa, de calor y vergüenza, porque, si había de decir la verdad, a mí también me habría gustado tener libertad para compartir mi cariño con cualquier hombre al que deseara. Por supuesto, en aquel momento, el único hombre al que yo deseaba era Jonathan, pero ¿quién podía asegurar que algún día no se cruzaría otro en mi camino? Alguien, tal vez, tan encantador y atractivo como, por ejemplo, aquel predicador. Entendía que las mujeres lo encontraran interesante. Me pregunté a cuántas esposas espirituales habría conocido el predicador itinerante.
Estando en la puerta, perdida en mis pensamientos y viendo a mis vecinos bailar un reel (¿era mi imaginación o se estaban intercambiando miradas de deseo entre hombres y mujeres mientras se cruzaban girando en la improvisada pista de baile?), me di cuenta de la repentina presencia del predicador ante mí. Con sus ojos penetrantes y sus facciones marcadas, resultaba seductor y parecía consciente de su ventaja, y sonreía de tal manera que se le veían los incisivos, afilados y blancos.
—Te agradezco que hayas venido conmigo y con tus vecinos esta tarde —dijo, inclinando la cabeza—. Supongo que eres una buscadora espiritual, que busca más iluminación, señorita...
—McIlvrae —dije yo, retrocediendo medio paso—. Lanore.
—Reverendo Judah van der Meer. —Me cogió la mano y me apretó las puntas de los dedos—. ¿Qué te ha parecido mi sermón, señorita McIlvrae? Espero que no estés demasiado escandalizada... —Sus ojos titilaron de nuevo, como si se estuviera burlando de mí para divertirse—. Lo digo por la franqueza con que expongo mis creencias.
—¿Escandalizada? —Me costó pronunciar la palabra—. ¿Por qué, señor?
—Por la idea del desposorio espiritual. Seguro que una joven como tú puede simpatizar con el principio básico, la idea de ser fiel a nuestras pasiones... porque si no me equivoco, pareces una mujer de grandes e intensas pasiones.
Iba ganando vehemencia mientras hablaba, y sus ojos —y no creo que esto me lo imaginara— recorrían mi cuerpo como si lo estuviera haciendo con las manos.
—Y dime, señorita Lanore, pareces estar en edad de casarte. ¿Ya te ha atado tu familia a la esclavitud del compromiso? Sería una pena que una joven como tú pasara el resto de su vida en un lecho matrimonial con un hombre por el que no siente atracción. Qué lástima no conocer la auténtica pasión... —Sus ojos volvieron a brillar como si estuviera a punto de atacar—. La pasión es un regalo de Dios a sus hijos.
El corazón estaba a punto de estallar en mi pecho, y yo era como un conejo encogido ante la visión del lobo. Pero entonces él se echó a reír, me puso una mano en el brazo —enviando un estremecimiento directamente a mi cabeza— y se acercó más a mí, lo suficiente para que sintiera su aliento en la cara y para que un rizo rebelde me rozara la mejilla.
—Vaya, parece que te vayas a desmayar. Creo que necesitas un poco de aire. ¿Quieres ir afuera conmigo?
Ya me había cogido el brazo y no esperó a que yo respondiera, sino que me arrastró al porche. El aire de la noche era mucho más fresco que la atmósfera de la abarrotada casa, y yo respiré hondo hasta que las ballenas de mi corsé no me dejaron aspirar más.
—¿Mejor? —Cuando yo asentí, él continuó—. Debo decirte, señorita McIlvrae, que me ha alegrado mucho que te unieras a nosotros en este ambiente más íntimo. Tenía la esperanza de que vinieras. Esta tarde en el campo me he fijado en ti y he sabido al instante que tenía que conocerte. He sentido inmediatamente un lazo contigo. ¿Lo has sentido tú también? —Antes de que tuviera ocasión de responder, me cogió la mano—. He pasado la mayor parte de mi vida viajando por el mundo. Tengo sed de conocer gente. De vez en cuando encuentro a alguien extraordinario. Alguien cuya singularidad se puede ver incluso a través de un campo lleno de gente. Alguien como tú.
Tenía los ojos tan brillantes que parecía que tuviera fiebre, la mirada salvaje de alguien que persigue un pensamiento pero es incapaz de centrarse, y yo empecé a asustarme. ¿Por qué me había elegido a mí? Aunque a lo mejor no me había elegido, puede que aquello fuera una tentación a la que sometía a todas las chicas lo bastante impresionables para considerar su oferta de desposorio espiritual. Se apretaba contra mí de una manera demasiado familiar para ser educada, y parecía que disfrutaba con mi angustia.
—¿Extraordinario? Señor, usted no me conoce de nada. —Lo empujé a un lado, pero él siguió tercamente plantado delante de mí—. Yo no tengo nada de extraordinario.
—Ah, claro que sí. Puedo sentirlo. Tú también tienes que sentirlo. Posees una sensibilidad especial, una naturaleza primordial muy notable. Lo veo en tu delicada y encantadora cara. —Su mano se cernía sobre mi mejilla, como si fuera a tocarme, como si no tuviera más remedio que hacerlo—. Estás llena de deseo, Lanore. Eres una criatura sensual. Te mueres por conocer este lazo físico entre hombre y mujer. Es uno de tus pensamientos obsesivos. Tienes hambre de ello. ¿Existe tal vez un hombre concreto...?
Claro que lo había —Jonathan—, pero me pareció que el predicador me estaba sondeando para ver si me gustaba él.
—No es correcto que hablemos de estas cosas, señor. —Me hice a un lado y traté de sortearlo—. Tengo que entrar...
Volvió a ponerme una mano en el brazo.
—No pretendía incomodarte. Te pido perdón. No hablaré más de ello... pero, por favor, concédeme un minuto más. Tengo una pregunta que debo hacerte, Lanore. Cuando he llegado al campo esta tarde y te he visto, estabas hablando con un joven a caballo. Un muchacho excepcionalmente atractivo.
—Jonathan.
—Sí, ese es el nombre que han mencionado, Jonathan. —El predicador se lamió los labios—. Después, tus vecinos me han dicho que ese joven quizá simpatice con mi filosofía. ¿Crees que podrías arreglarme un encuentro con Jonathan?
Sentí una punzada en la nuca.
—¿Para qué quiere conocer a Jonathan?
Profirió una risotada gutural, nerviosa.
—Bueno, como te digo, me han comentado que parece un discípulo natural, el tipo de hombre capaz de apreciar la verdad de lo que digo. Podría abrazar la causa y, tal vez, ser una avanzadilla de mi confesión, aquí en esta tierra salvaje.
Le miré a los ojos y vi por primera vez un aspecto verdaderamente maligno en él, un amor por el caos y la destrucción. Se proponía sembrar también aquella maldad en Jonathan, como había intentado sembrarla en nuestro pueblo. Como había pretendido sembrarla en mí.
—Mis vecinos le estaban tomando el pelo, señor. Usted no conoce a Jonathan como le conozco yo. No creo que tenga mucho interés en lo que usted vaya a decir.
¿Por qué sentía que tenía que proteger a Jonathan de aquel hombre? No lo sé. Había algo ominoso en su interés.
Al predicador no le gustó mi respuesta. Puede que supiera que yo estaba mintiendo, o puede que no le agradara ser contrariado. Me dirigió una larga e intimidante mirada, como si estuviera pensando qué hacer a continuación para conseguir lo que quería, y sentí por primera vez auténtico peligro en su presencia, la sensación de que aquel hombre era capaz de todo. Y justo entonces, Nevin apareció delante de nosotros con una antorcha encendida en la mano, y por una vez me alegré de verle.
—¡Lanore! Te estaba buscando. Ya estoy listo. ¡Vámonos! —bramó.
—Buenas noches —dije y me aparté del predicador, al que esperaba no volver a ver. Su ardiente mirada me escoció en la nuca mientras Nevin y yo nos marchábamos.
—¿Contenta con tu salida? —me gruñó Nevin mientras bajábamos por el camino.
—No ha sido lo que yo esperaba.
—Lo mismo digo. Ese tipo está chiflado, probablemente a causa de la enfermedad que sin duda tiene —dijo Nevin, aludiendo a la sífilis—. Aun así, me han dicho que cuenta con seguidores en Saco. Me pregunto qué está haciendo aquí, tan al norte.
A Nevin no se le ocurrió que podría haber sido expulsado por las autoridades, que podría estar huyendo. Que en su locura podía ser propenso a visiones y ampulosas profecías, a inculcar ideas en las cabezas de las chicas crédulas y amenazar a las que no estaban tan dispuestas a hacer lo que él quería.
Me apreté el chal alrededor de los hombros.
—Te agradecería que no le contaras a nuestro padre lo que ha dicho el predicador.
Nevin soltó una risa siniestra.
—Mejor será que no. Ya me resulta difícil pensar en sus blasfemias, conque no hablemos de repetírselas a él. ¡Múltiples esposas! ¡«Desposorio espiritual»! No sé lo que haría nuestro padre... pegarme a mí con el látigo y encerrarte a ti en el establo hasta que tengas veintiún años, solo por escuchar las palabras de ese pagano. —Iba meneando la cabeza mientras andábamos—. Pero te diré una cosa: las enseñanzas de ese predicador seguro que le parecen adecuadas a tu chico, Jonathan. Ya ha convertido en esposas espirituales a la mitad de las muchachas del pueblo.
—Ya basta de hablar de Jonathan —dije, guardándome para mí sola el extraño interés del predicador por Jonathan; no deseaba confirmar la mala opinión que Nevin tenía de él—. No hablemos más del asunto.
Estuvimos callados durante el resto de la larga caminata a casa. A pesar del fresco aire de la noche, yo aún sentía un estremecimiento por la siniestra mirada del predicador y el atisbo de su verdadera naturaleza. No sabía cómo interpretar su interés por Jonathan, ni lo que había querido decir con «mi sensibilidad especial». ¿Tan obvio era mi anhelo de experimentar lo que ocurría entre un hombre y una mujer? Sin duda ese misterio era lo fundamental de la experiencia humana. ¿Acaso era antinatural, o especialmente malo, que una chica tuviera curiosidad por ello? A buen seguro, mis padres y el pastor Gilbert pensarían que sí.
Recorrí el solitario camino agitada por dentro y excitada por toda aquella charla explícita sobre el deseo. La idea de conocer a Jonathan —de conocer a otros hombres del pueblo como los conocía Magda— me hacía sentir caliente y húmeda por dentro. Aquella noche se había despertado mi verdadera naturaleza, aunque yo era demasiado inexperta para saberlo, demasiado inocente para darme cuenta de que debería estar alarmada por la facilidad con que se podía encender el deseo dentro de mí. Debería haber luchado contra ello con más firmeza, pero es posible que no hubiera servido de nada, ya que nuestra auténtica naturaleza siempre acaba por imponerse.