44

Llegué a la mansión y me encontré a todos sus habitantes alborotados. Los sirvientes corrían escalera abajo como el agua que desciende por una ladera, dirigiéndose al sótano, escondiéndose en despensas, huyendo del estruendo que venía de arriba. Se oían puños que golpeaban puertas, el chasquido de cerrojos. Las voces lejanas de Tilde, de Dona y de Alejandro resonaban en el piso de arriba.

—Adair, ¿qué ocurre?

—¡Déjanos entrar!

Corrí escalera arriba y encontré a los tres, apelotonados e impotentes al pie de la escalera del ático, sin atreverse a interrumpir lo que estaba pasando al otro lado de la puerta cerrada. Detrás de esta se oían ruidos terribles: Uzra chillaba, y Adair gritaba a modo de respuesta. Oíamos el sonido sordo de la carne golpeando carne.

—¿Qué pasa? —pregunté a Alejandro tras acercarme a él, mientras lo miraba.

—Adair ha subido a buscar a Uzra, es lo único que sé.

Pensé en la historia de Adair. La cólera del físico cuando le habían robado cosas de su mesa.

—¡Tenemos que subir! ¡Le está haciendo daño! —Agarré el pomo de la puerta, pero se negó a moverse. La había cerrado con llave—. ¡Traed un hacha, un martillo, lo que sea! ¡Tenemos que forzar esta puerta! —grité. Pero ellos se limitaron a mirarme como si hubiera perdido la cabeza—. No sabéis lo que es capaz de...

Entonces, los ruidos cesaron.

Al cabo de unos minutos, giró la llave en la cerradura y salió Adair, blanco como la leche. Llevaba en la mano la daga de hoja curvada de Uzra, y el puño de su camisa estaba manchado de rojo intenso. Dejó caer el puñal al suelo y con un empujón se abrió paso entre nosotros, retirándose a su habitación. Solo entonces fuimos a buscar el cadáver de Uzra.

—Tú has tenido algo que ver con esto, ¿verdad? —me dijo Tilde—. Se te ve la culpa en la cara.

No respondí. Al mirar el cuerpo de Uzra se me revolvió el estómago. La había apuñalado en el pecho y también le había cortado la garganta, y aquello debió de ser lo último que hizo, porque Uzra estaba en el suelo con la cabeza echada hacia atrás, y parte del cabello aún estaba retorcido donde él lo había agarrado. Las palabras «Por mi mano e intención» resonaron en mi cabeza. Las mismas palabras que le habían dado vida eterna se habían pronunciado de nuevo para quitársela. Al pensar en ellas, un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, igual que cuando vi el tatuaje en su brazo, inerte, laxo al costado. A fin de cuentas, que llevara su marca grabada en el cuerpo no significaba nada. Adair podía retractarse de su palabra cuando quisiera.

La riña podía haberse debido a cualquier motivo, y yo nunca lo sabría con seguridad, pero el momento de la agresión hacía improbable que se debiera a otra cosa que no fuera la habitación secreta. De algún modo, Adair debía de haber descubierto que faltaban cosas, y le echó la culpa a Uzra. Y ella, o bien había querido protegerme, o bien —lo más probable— lo había aceptado de buena gana, como su mejor oportunidad de liberación por medio de la muerte.

Yo me había llevado aquellas cosas sabiendo cuál sería el castigo. Solo que no pensé que lo pagaría Uzra. Tampoco había imaginado que él mataría a alguno de nosotros, y menos aún a Uzra. Era mucho más propio de él infligir un brutal castigo físico y mantener a la víctima en sus garras, temblando de terror al pensar cuándo se le ocurriría a Adair volver a hacerlo. Ni en un millón de años yo habría imaginado que pudiera matarla, porque creía que, a su manera, la quería.

Me dejé caer al suelo junto a ella y le cogí la mano, pero ya estaba fría; puede que el alma abandonara el cuerpo con más rapidez en nuestro caso, ansiosa de quedar libre. Lo más terrible era que yo había estado planeando mi fuga, yo con Jonathan, pero ni se me había ocurrido llevar a Uzra con nosotros. Aunque sabía lo desesperada que estaba por huir, no se me había pasado por la cabeza ayudar a aquella pobre chica que había cargado con lo peor de las enfermizas obsesiones de Adair durante muchos años, que había sido tan amable conmigo y que había intentado ayudarme a subsistir en aquella guarida de lobos. Yo lo había aceptado como si tal cosa, y el frío reconocimiento de mi egoísmo hizo que me preguntara si no sería yo, después de todo, un alma gemela de Adair.

Jonathan había oído el alboroto y había subido a donde estábamos nosotros, y al ver el cuerpo de Uzra en el suelo, quiso irrumpir en la habitación de Adair y ajustar cuentas con él. Tuvimos que contenerlo entre Dona y yo.

—¡¿De qué serviría?! —le grité a Jonathan—. Adair y tú podéis golpearos uno a otro de aquí al final de los tiempos, y nunca se resolvería. Por mucho que queráis mataros, ninguno de los dos tiene ese poder.

Cómo deseaba decirle la verdad —que Adair no era el que creíamos que era, que era mucho más poderoso, peligroso y despiadado de lo que nosotros habíamos imaginado—, pero no podía correr aquel riesgo. Tal como estaban las cosas, temía que Adair intuyera mi miedo.

Además, no podía contarle a Jonathan mis verdaderas sospechas. Ahora lo sabía todo. Aquellas miradas tiernas que Adair le dirigía a mi Jonathan, no eran porque Adair pensara llevárselo a la cama. La codicia que sentía por Jonathan era mucho más profunda. Adair quería tocar aquel cuerpo, sobarlo y acariciarlo, conocer todos y cada uno de sus recovecos, no porque quisiera fornicar con Jonathan, sino porque quería adueñarse de él. Poseer aquel cuerpo perfecto y ser conocido por aquella cara perfecta. Estaba preparándose para habitar un cuerpo que fuera verdaderamente irresistible.

Adair nos hizo llegar órdenes: debíamos despejar la chimenea de la cocina y preparar una pira. La cocinera y su ayudante huyeron cuando tomamos posesión de la cocina, y Dona, Alejandro y yo retiramos del enorme hogar todos los utensilios. Fregamos sus ennegrecidas paredes y barrimos las cenizas. Hicimos un soporte con caballetes de madera sobre los que pusimos tablones anchos, y en el espacio entre los caballetes preparamos la pira, con ramas y piñas secas untadas de sebo de vaca para azuzar el fuego, y paja compactada y leña vieja como combustible. Sobre los tablones colocamos el cadáver, envuelto en un sudario de lino blanco.

Acercamos una antorcha a la leña fina, que prendió enseguida. Los troncos tardaron algún tiempo en arder, y se necesitó casi una hora para que se formara una gran hoguera. En la cocina hacía un calor tremendo. Por fin, el cadáver se incendió, la mortaja se consumió rápidamente, el fuego danzaba a través del cuerpo en llamaradas, las telas se retorcían como si fueran piel, cenizas negras atrapadas en el tiro y elevándose por la chimenea. El olor, extraño e instintivamente aterrador, puso nerviosos a todos los habitantes de la casa. Solo Adair podía soportarlo. Estaba repantigado en una butaca colocada ante la chimenea, contemplando cómo el fuego devoraba a Uzra poco a poco: el cabello, la ropa, después la piel del velloso brazo, hasta lacerar la carne. Por fin, la humedad del cuerpo hizo que empezara a chisporrotear como un asado, y el olor a carne quemada invadió la casa.

—Imagina qué peste estará saliendo por la chimenea a la calle. ¿Es que piensa que los vecinos no van a olerlo? —dijo Tilde con amargura y con los ojos arrasados en lágrimas.

Nos apretujamos en la entrada de la cocina, mirando a Adair, pero al final Dona y Tilde se escabulleron a sus habitaciones, murmurando lúgubremente, mientras Alejandro y yo nos quedábamos fuera de la puerta de la cocina, sentados en el suelo, mirando a Adair.

Cuando el cielo del exterior empezó a aclararse, el fuego se había apagado. Para entonces, la casa estaba llena de fino humo gris que flotaba en el aire con el acre aroma de la ceniza de leña. Solo cuando el hogar empezó a enfriarse Adair se levantó de su butaca y, al salir, tocó a Alejandro en el hombro.

—Haz que barran las cenizas y las esparzan en el agua —ordenó con voz cavernosa.

Alejandro insistió en hacerlo él, agachándose en el interior de de la chimenea aún caliente con una escobilla de sauce y un recogedor.

—Cuánta ceniza —murmuró, olvidándose de mi presencia—. Toda esa leña, supongo. Lo de Uzra no puede ser más que un puñado.

En aquel momento, la escobilla tocó algo sólido y Alejandro metió la mano, buscando entre las cenizas. Encontró un objeto chamuscado, un fragmento de hueso.

—¿Debería guardar esto? ¿Para Adair? Puede que algún día se alegre de tenerlo. Con estas cosas se hacen talismanes poderosos —musitó, mientras le daba vueltas como si fuera una rareza. Pero al final lo dejó caer en el cubo—. Creo que no, después de todo.

Después de aquello, Adair se distanció del resto de nosotros. Se quedó en su habitación todo el día y la única visita que quiso recibir fue la del abogado, el señor Pinnerly, quien acudió presuroso al día siguiente con un montón de papeles que se salían de su abarrotada cartera. Se marchó una hora después, con la cara tan roja como si hubiera corrido un par de kilómetros campo a través. Lo intercepté junto a la puerta, expresando preocupación por su rostro acalorado y ofreciéndome a llevarle alguna bebida fresca.

—Es muy amable —dijo. Dio un trago de limonada y se enjugó la frente—. Me temo que no puedo quedarme mucho. Su señor tiene unas expectativas exageradamente altas acerca de lo que un simple abogado puede conseguir. Yo no puedo dominar el tiempo y hacer que baile a mi son —refunfuñó, y después advirtió que los papeles amenazaban con salir volando de su cartera y se dedicó a colocarlos en su sitio.

—¿De verdad? Sí que es exigente, pero me atrevería a decir que usted parece lo bastante inteligente para resolver la tarea que Adair le haya encomendado —dije, adulándole sin el menor tapujo—. Así que dígame qué milagro espera de usted.

—Una serie de transferencias de dinero muy complicadas, en las que intervienen bancos europeos, algunos en ciudades de las que yo nunca había oído hablar —dijo, y después pareció que se lo pensaba mejor antes de admitir que tenía dificultades ante un miembro de la familia de su cliente—. Bah, no es nada, no me haga caso. Es simplemente que estoy cansadísimo, querida. Todo se hará como él desea. No preocupe su linda cabecita con estas cuestiones. —Me palmeó la mano de una manera tan paternalista que me dieron ganas de apartarla de un golpe. Pero así no obtendría lo que quería saber.

—¿Eso es todo? ¿Mover dinero de un sitio a otro? Seguro que un hombre tan inteligente como usted es capaz de hacer esas cosas con un solo dedo. —Subrayé mis palabras con un gesto obsceno hecho con el dedo meñique y una insinuación de la boca, un gesto que les había visto hacer a los chicos que vendían su cuerpo y que enviaba un mensaje inconfundible a la mayoría de los hombres; seguro que así captaría su atención. Y me la dedicó. La discreción pareció que se le escapaba por los oídos, como el serrín de un muñeco roto, y me miró con la boca abierta. Si todavía no había sospechado que aquella era una casa de putas lameculos, en aquel momento lo supo con seguridad.

—Querida, eso que ha hecho...

—¿Qué más le ha pedido Adair? Seguro que nada que le tenga ocupado por la noche. Nada que le impida, digamos, recibir una visita...

—Pedía billetes para la diligencia de mañana a Filadelfia —dijo con prisa—, y yo le he explicado que era totalmente imposible. Así que ahora tengo que alquilarle un coche privado.

—¡Para mañana! —exclamé—. Qué pronto se marcha.

—Y no la lleva con él, querida. No. ¿Ha estado alguna vez en Filadelfia? Es una ciudad extraordinaria, mucho más animada, a su manera, que Boston, y no es la clase de sitio que, por ejemplo, la señora Pinnerly debería visitar. Tal vez yo podría enseñársela.

—¡Espere! ¿Cómo sabe que yo no viajaré con él? ¿Se lo ha dicho?

El abogado me dedicó una sonrisa complacida.

—Eh, no se precipite. No es que se fugue con otra mujer. Va con un hombre, el feliz beneficiario de todas esas malditas transferencias de dinero. Si su señor me consultara a mí, yo le aconsejaría que se limitara a adoptar a ese individuo, porque sería más fácil a largo plazo...

—¿Jonathan? —pregunté. Deseaba zarandear al abogado por los hombros para que dejara de parlotear, para sacarle el nombre de la boca, como si fuera un caracol que se resiste a salir de su caparazón—. Quiero decir Jacob. ¿Jacob Moore?

—Sí, ese es el nombre. ¿Lo conoce? Va a ser un hombre muy rico, se lo puedo asegurar. Si no importa que le diga esto, tal vez debería considerar echarle el ojo a ese señor Moore antes de que se corra la voz... —Con esta suposición de mis intenciones, Pinnerly se había metido en un callejón sin salida y fue divertido ver cómo intentaba salir del paso. Carraspeó—. Eso no quiere decir que yo imagine ni por un segundo que usted... y el beneficiario del conde... Pido disculpas. Creo que me he extralimitado...

Crucé las manos recatadamente.

—Creo que sí.

Me devolvió el vaso y recogió su cartera.

—Por favor, créame cuando le digo que hablaba en broma, señorita. Confío en que no le irá al conde con ninguna mención de...

—¿De su indiscreción? No, señor Pinnerly. Si soy algo, es discreta.

Vaciló.

—¿Y supongo que ese asunto de una visita a medianoche...?

Negué con la cabeza.

—Eso es implanteable.

Me dirigió una mirada angustiada, a mitad de camino entre el arrepentimiento y el deseo, y después salió a toda prisa de la peculiar casa de su cliente más extravagante, feliz (estoy segura) de alejarse de nosotros.

Parecía que se estaban transfiriendo sumas asombrosas de dinero a cuentas abiertas a nombre de Jonathan, y el fatídico viaje a Filadelfia comenzaría al día siguiente. Adair estaba listo para hacer su jugada, y aquello significaba que ya no me quedaba tiempo... y tampoco a Jonathan. Tenía que actuar ya o pasar el resto de la eternidad lamentándome.

Fui a ver a Edgar, el mayordomo jefe, el encargado de supervisar a los demás sirvientes y gestionar los asuntos de la casa. Edgar tenía un carácter receloso y astuto, como todos los que habían encontrado un sitio en aquella casa, desde el señor hasta el último sirviente, lo que quería decir que no se podía confiar en que hiciera su trabajo muy bien, sino solo de un modo aceptable. Es un rasgo terrible en un sirviente si quieres que tu hogar funcione como es debido, pero es la actitud perfecta en una casa donde las normas y los escrúpulos no tienen cabida.

—Edgar —dije, y junté las manos con afectación como una buena señora de la casa—. Hay que hacer unos arreglos en la bodega y a Adair le gustaría que se llevaran a cabo mientras él está fuera. Manda a alguien a buscar al albañil... Y que traigan una carretilla de piedras y otra de ladrillo, y las lleven al sótano esta tarde. Dile que todo debe estar preparado para empezar a trabajar en cuanto el conde se haya marchado de viaje. Le pagaremos el doble si hace lo que se le dice. —Como Edgar me miraba con recelo (la bodega había estado hecha una ruina desde que nosotros habitábamos la mansión. ¿Por qué tanta prisa ahora?), añadí—: Y no hace falta que molestes a Adair con eso ahora; se está preparando para su viaje. Me ha encomendado esta tarea en su ausencia y espero que se lleve a cabo. —Yo podía ser despótica con la servidumbre; Edgar sabía que no debía contrariarme. Dicho aquello, di media vuelta y me alejé caminando lo más airosamente que pude para poner en marcha el siguiente paso de mi plan.