21
Por la mañana, Marguerite encontró a Adair en un estado lamentable. Su cuerpo se había preparado para la muerte durante la noche: los intestinos evacuaron, la sangre empapó toda su ropa mientras se secaba, y se pegó al suelo tan tenazmente que el ama de llaves tuvo que aplicar trapos mojados en agua caliente para desprender al muchacho.
Yació inconsciente en su jergón de paja durante varios días, y cuando despertó comprobó que estaba cubierto de grandes moratones violáceos con bordes difuminados amarillos y verdosos. Tenía la piel caliente y muy sensible al tacto. Pero Marguerite se las había arreglado para limpiar toda huella exterior de sangre y lo había vestido con una muda y una camisa de dormir nueva.
Adair entraba y salía de la consciencia, y los pensamientos incoherentes le rondaban por la cabeza. En el peor de sus momentos de semiconsciencia imaginó que alguien le estaba tocando, que unos dedos se deslizaban por su rostro y sus labios. En otra ocasión, creyó sentir que le ponían boca abajo y le arremangaban la ropa. Esto último se podía explicar si Marguerite había tenido la bondad de limpiarle, ya que él era incapaz de moverse con suficiente coordinación para utilizar el orinal. Indefenso, sin poder moverse ni resistirse, no podía hacer más que tolerar aquellos abusos, sufridos o imaginados.
El olfato fue el primer sentido que recuperó, y Adair reconoció apenas los olores en el aire por el sabor en la lengua, el fuerte regusto a hierro de la sangre y la untuosidad del sebo de vaca. Cuando se abrieron sus ojos —tardó un poco en enfocar la visión y asegurarse de que no había perdido la vista—, su entorno volvió a hacerse real, y la sensación de dolor regresó. Le dolían los costados, tenía el vientre revuelto y cada respiración le laceraba el pecho. Con el dolor recuperó la voz. Echó mano a la manta e intentó incorporarse, aunque sin éxito.
Marguerite corrió a su lado y le tocó la frente; después le flexionó los pies y las manos, buscando señales de dolor que indicaran huesos rotos, para ver si podía moverse solo o si había perdido la movilidad de algún miembro. Al fin y al cabo, ¿de qué sirve un trabajador que no puede utilizar los brazos o las piernas?
Le llevó un caldo y después dejó de prestar atención a Adair durante el resto de la tarde, mientras se dedicaba a sus tareas. Adair no tuvo más alternativa que mirar al techo y calcular el tiempo transcurrido a medida que un retazo de luz iba bajando por la pared, contando las horas que faltaban para el anochecer, cuando se despertaría el anciano. Pasó aquellas horas con temerosa anticipación: mejor habría sido morir aquella noche, decidió Adair, que despertar atrapado en un cuerpo destrozado. Se preguntó cuánto tardaría en recuperarse. ¿Se recuperaría de tantas fracturas? ¿Soldarían bien todos sus huesos? ¿Quedaría cojo o jorobado? Por lo menos su cara parecía libre de cicatrices o marcas que lo desfiguraran. El viejo no le había pegado en la cabeza; si le hubiera golpeado con el atizador, le habría abierto el cráneo.
Cuando el retazo de luz desapareció, señalando el final de la claridad diurna, Adair supo que se le había agotado el tiempo. Decidió fingir que estaba dormido. También Marguerite sentía que se acercaba un enfrentamiento y procuró prepararse a toda prisa para acostarse cuando el anciano llegaba subiendo la escalera, pero el físico la interrumpió, cogiéndola del brazo y señalando hacia la cama de Adair. Ella había visto al muchacho cerrar los ojos y adoptar una postura laxa, así que se limitó a negar con la cabeza y se retiró a su cama, echándose una manta sobre los hombros.
El anciano se acercó al jergón de Adair, y se agachó. Adair intentó mantener uniforme la respiración y controlar su temblor, esperando a ver qué hacía el anciano. No tuvo que aguardar mucho: la fría y huesuda mano del viejo tocó la mejilla del joven, después su nuez, y a continuación bajó por su pecho, pero muy brevemente, antes de posarse en su liso abdomen. Apenas tocó las zonas magulladas, y sin embargo al muchacho le costó no retorcerse de dolor.
La mano no se detuvo, sino que continuó deslizándose hacia abajo: primero al vientre y después más abajo aún, y el sobresalto casi hizo que Adair gritara. Se las arregló como pudo para seguir tumbado sin inmutarse mientras los dedos del anciano encontraban lo que estaban buscando, acariciaban el laxo miembro, masajeándolo. Pero antes de que la virilidad de Adair pudiera responder, los dedos se retiraron, y el anciano dio media vuelta y, sin mirar atrás, salió de la torre y se adentró en la noche.
Adair estaba tan aterrado que saltó del jergón a pesar de su estado. Solo pensaba en huir, pero no podía: tenía escaso control de los brazos, y las piernas no le respondían en absoluto. El anciano era considerablemente más fuerte de lo que parecía; aun con buena salud, Adair estaría indefenso contra él, y más en el estado en que se hallaba. No podía ni siquiera arrastrarse por la habitación en busca de un arma para defenderse. Con amarga desesperación, se dio cuenta de que, de momento, no podía hacer nada por sí mismo. Solo soportar lo que el físico quisiera hacerle.
Pasaba los días pensando en el trabajo que había realizado para el anciano, los elixires y ungüentos que había preparado, preguntándose si allí habría algo que pudiera utilizar para defenderse. Aquellos pensamientos eran inútiles, aunque servían para reforzar su recuerdo de los ingredientes que formaban parte de los poderosos compuestos —y sus proporciones, olores y texturas—; pero seguía ignorando su utilidad, la de todos excepto la del que confería invisibilidad.
Se las arregló para continuar fingiendo durante dos días más, hasta que el físico se dio cuenta de que Adair había recuperado la consciencia. Puso a prueba sus miembros y articulaciones, igual que lo había hecho Marguerite, y preparó un elixir que hizo tragar al joven. Fue el elixir el que delató a Adair, porque la pócima quemaba y picaba, haciendo que su cuerpo se convulsionara.
—Espero que hayas aprendido la lección para que al menos salga algo bueno de tu traición —gruñó el viejo mientras renqueaba alrededor del escritorio—. Y esa lección es que jamás podrás escapar de mí. Te encontraré, vayas a donde vayas. No existe un lugar lo bastante lejano, ni un escondite lo bastante secreto para escapar de mí. La próxima vez que intentes privarme del servicio por el que he pagado, o robes alguna de mis cosas, este pequeño episodio te parecerá el más leve de los castigos. Si tan solo intuyo que me eres desleal, te encadenaré a los muros de esta torre y jamás volverás a ver la luz del día, ¿entiendes? —El anciano no se inmutó ni lo más mínimo por la mirada de odio que Adair le dirigió.
A las pocas semanas, Adair fue capaz de levantarse de la cama y cojear por la habitación con la ayuda de un bastón. Como los costados le hacían aullar de dolor cada vez que levantaba los brazos, todavía no le era de ninguna utilidad a Marguerite, pero ya podía volver a ayudar al físico por las noches. Sin embargo, toda conversación entre ellos había cesado: el anciano mascullaba sus órdenes y Adair se escabullía de su vista en cuanto las había cumplido.
Después de un par de meses, con dosis regulares del ardiente elixir, Adair se había recuperado lo suficiente para ser capaz de acarrear agua y cortar leña. Podía correr, aunque no mucha distancia, y estaba seguro de que conseguiría montar a caballo si surgía la oportunidad. A veces, cuando recogía hierbas en el bosque y vagabundeaba hasta el borde de la colina, miraba el ancho valle verde y pensaba en intentar escapar de nuevo. Deseaba con todas sus fuerzas quedar libre del anciano, y sin embargo... Un escalofrío recorría su cuerpo al pensar en el castigo y, con ideas casi suicidas, regresaba a la torrecilla.
—Mañana irás a la aldea a buscar a una jovencita. Tiene que ser virgen. No debes pedir información a nadie, ni llamar la atención en modo alguno. Solo localiza a esa chica, vuelve y dime dónde vive.
El pánico le atenazó la garganta.
—¿Cómo voy a saber si una chica está intacta? ¿Tengo que examinar...?
—Evidentemente, tienes que encontrar una que sea muy joven. Lo de examinar, déjamelo a mí —dijo el anciano en tono siniestro.
No dio ninguna explicación, y para entonces Adair no las necesitaba. Sabía que cualquier orden del físico era sin duda una petición diabólica, y él no estaba en situación de negarse. Por lo general, consideraba las visitas a la aldea como raros regalos, que le permitían participar del conocido bullicio de la vida familiar, aunque no fuera su propia familia, pero aquella visita en concreto no presagiaba nada bueno. Una vez en la aldea, Adair deambuló cerca de las casas lo más discretamente que pudo para espiar a los aldeanos, pero la aldea era pequeña y él no era desconocido. En cuanto se acercaba a un grupo de niños que jugaban o se ocupaban de alguna tarea, sus padres se los llevaban o amenazaban a Adair con miradas hostiles.
Temiendo la reacción del físico a sus noticias, tomó un camino que no conocía para volver a la torre, con la esperanza de que le trajera suerte. El camino llevaba a un claro donde, para su sorpresa, había varias carretas, carretas no muy diferentes de aquella en la que había vivido su familia. Una tribu de romaníes había llegado a la aldea, y el corazón de Adair se hinchó de esperanza, pensando que tal vez su familia había ido a rescatarlo. Pero al buscar entre los trabajadores nómadas, no tardó en darse cuenta de que no reconocía a un solo miembro de aquel grupo. Había, no obstante, niños de todas las edades, niños con mofletes colorados y niñas de caras dulces. Y como él era de su misma raza, podía moverse libremente entre ellos, aunque era un desconocido para ellos.
¿Podía hacer algo tan diabólico?, se preguntó con el corazón acelerado mientras echaba un vistazo, mirando rostro tras rostro. Estaba a punto de huir, dominado por el odio a sí mismo — ¿cómo podía él elegir quién iba a ser entregada a aquel monstruo?—, cuando se topó de pronto con una niña, una criatura que le recordaba muchísimo a su querida Katarina cuando se habían conocido. La misma piel blanca y suave, los mismos ojos oscuros y penetrantes, la misma sonrisa simpática. Era como si el destino hubiera tomado la decisión por él. El instinto de conservación triunfó.
El físico quedó encantado con la noticia y le ordenó que fuera al campamento gitano aquella noche, cuando todos durmieran, y le llevara la niña.
—Se lo merecen, ¿no crees? —dijo entre risitas, pensando que tal vez con aquello Adair se sentiría mejor a pesar de lo que iba a hacer—. Tu pueblo te rechazó, te entregó sin pensárselo dos veces. Ahora tienes tu oportunidad de vengarte.
En lugar de persuadir a Adair de que estaba en su derecho de raptar a la niña, aquello le hizo rebelarse.
—¿Para qué queréis a esa niña? ¿Qué le vais a hacer?
—A ti no te toca pensar, solo obedecer —gruñó el anciano—. Ahora que justo empiezas a curarte... sería una pena tener que romperte otra vez los huesos, ¿no?
Adair pensó en rogarle a Dios que interviniera, pero en aquel momento las oraciones eran inútiles. Tenía toda clase de motivos para creer que él y la niña estaban condenados, y nada los salvaría, a ninguno de los dos. Así que aquella noche, ya tarde, volvió al campamento. Fue de carreta en carreta, mirando por las ventanas o por encima de las puertas holandesas abiertas hasta que encontró a la niña, que dormía acurrucada como un gatito en una manta. Conteniendo la respiración, empujó la puerta y se apoderó de la niña; casi deseaba que gritara y alertara a sus padres, aunque eso significara que lo atraparan. Pero la niña siguió dormida en sus brazos como si estuviera hechizada.
Adair no oyó nada a sus espaldas al huir: ni pisadas, ni ruidos reveladores de cualquier clase procedentes de la carreta de los padres, ni gritos para alertar del intruso al campamento. La niña empezó a despertarse y a moverse, y Adair no sabía qué hacer, excepto apretarla más contra su corazón, que palpitaba desbocado, con la esperanza de que aquello la tranquilizara. Por mucho que deseara tener valor para desobedecer las inquietantes órdenes del anciano, Adair corrió a través del bosque, llorando durante todo el camino.
Sin embargo, al acercarse a la torre, de pronto recobró el valor. Simplemente, no podía cumplir las órdenes del físico por muy importante que ello fuera para su propia seguridad. Sus pies se detuvieron por iniciativa propia, y a los pocos pasos había dado media vuelta. Para cuando llegó al borde del claro, la niña estaba despierta, aunque confiada y callada. La puso en pie y se arrodilló ante ella.
—Vuelve con tus padres. Diles que tienen que marcharse inmediatamente de esta aldea. Aquí hay mucha maldad, y habrá una tragedia si no hacen caso de esta advertencia —le dijo a la niña.
La pequeña extendió una mano hacia la cara de Adair y le tocó las lágrimas.
—¿Quién les digo que les envía este mensaje?
—Mi nombre no importa —dijo Adair. Sabía que aunque los gitanos supieran su nombre y fueran a por él, con la intención de darle un escarmiento por haberse introducido en su campamento y raptado a una niña, no importaría. Para entonces estaría muerto.
Adair se quedó arrodillado en la hierba viendo cómo la niña corría hacia las carretas. Deseó poder correr también, ir a toda velocidad hacia el bosque que se abría ante él y seguir corriendo, pero sabía que no serviría de nada. Mejor sería que regresara a la torre y aceptara su castigo.
Cuando Adair empujó la puerta de la torre, el anciano estaba sentado ante su escritorio. La ligera ansiedad de la cara del físico se transformó rápidamente en la familiar expresión de desprecio y desagrado al ver que Adair llegaba solo.
El físico se levantó y de pronto pareció muy alto, como un árbol gigantesco.
—Veo que me has fallado. No puedo decir que me sorprenda.
—Puedo ser vuestro esclavo, pero no podéis convertirme en un asesino. ¡No lo haré!
—Todavía estás débil, mortalmente débil. Acobardado. Necesito que estés más fuerte. Si pensara que eres incapaz de esto, te mataría esta noche. Pero todavía no estoy convencido... Así que no te mataré esta noche, solo te castigaré.
El físico golpeó a su sirviente con tanta fuerza que este cayó al suelo y perdió el conocimiento. Cuando Adair volvió en sí, se dio cuenta de que el anciano le había levantado la cabeza y estaba empujando un vaso contra la boca de Adair.
—Bebe esto.
—¿Qué es? ¿Veneno? ¿Así es como me vais a matar?
—He dicho que no te mataría esta noche. Eso no significa que no tenga otros planes. Bebe esto —dijo, con los ojos brillando implacables mientras Adair miraba el contenido del vaso—. Bebe esto y no sentirás dolor.
En aquel momento, Adair habría agradecido el veneno, así que tragó lo que el físico le metía en la boca. Una extraña sensación se apoderó rápidamente de Adair, no muy diferente del embotamiento provocado por los elixires curativos del anciano. Empezó con un hormigueo que iba creciendo en sus miembros, y se apoderó de él con rapidez. Incapaz de controlar sus músculos, Adair cayó flácido, con los párpados caídos a su pesar, respirando con dificultad. Cuando el hormigueo llegó a la base del cráneo, un zumbido entumecedor anunció que iba a ocurrir algo sobrenatural.
El anciano estaba de pie delante de su sirviente, observándolo de una manera fría e inquietante. Adair sintió que lo levantaban y transportaban, le pareció que caía con cada paso. Bajaron por la escalera, hasta el sótano donde nunca había estado, la habitación del anciano, y aquella certeza exacerbó su pánico. El sótano estaba húmedo y mal ventilado, era una verdadera mazmorra, y sucio. Había sabandijas que se arrastraban afanosamente en los rincones. El viejo dejó caer al muchacho sobre una cama, un viejo y pestilente colchón de plumas enmohecido. Adair quería huir arrastrándose, pero estaba atrapado en un cuerpo que no le respondía.
Sin inmutarse, el anciano se subió a la cama y empezó a desnudar a su cautivo, sacándole la túnica por encima de la cabeza, aflojando el ceñidor de su cintura.
—Esta noche has cruzado el último umbral que te quedaba. A partir de esta noche, no habrá nada que no pueda obligarte a hacer. Y te digo que también te entregarás a mí, sin absurdas ilusiones.
Le bajó los pantalones y echó mano a la prenda que cubría su entrepierna. Una vez más, Adair cerró los ojos mientras el físico buscaba con los dedos, hurgando entre el vello púbico. Adair se esforzó en no excitarse cuando el anciano manipulaba su pene. Después de lo que le pareció mucho tiempo, el anciano soltó su juguete, pero dejó que sus manos recorrieran el rostro de Adair. Sus dedos apretaron los pómulos de Adair y después la zona bajo los ojos. El joven luchó lo mejor que pudo en su estado narcotizado contra aquel horrible abuso.
—Ahora, chico tonto, te ahogaré si no me obedeces. Tienes que respirar, ¿no?
Cerró una mano sobre la nariz de Adair, cortando el paso del aire. Adair aguantó todo lo que fue capaz, preguntándose, en su estado de desorientación, si moriría o se desmayaría primero... Pero al final el reflejo se impuso y jadeó en busca de aire. En cuanto tuvo los labios abiertos, el viejo penetró en la laxa boca de su cautivo. Por fortuna, la droga nubló los sentidos de Adair, amortiguando el horror y la humillación, y lo último que recordaba era al anciano diciendo que estaba enterado de sus escarceos con Marguerite y que se iban a acabar. No permitiría que Adair gastara su energía y desperdiciara su semilla en otra persona.