15
Varios días después, el carguero llegó al puerto de Boston. Atracamos por la tarde, pero yo esperé hasta el atardecer para salir sigilosamente a la cubierta del barco. Todo estaba en silencio ya; los otros pasajeros habían desembarcado en cuanto el buque quedó sujeto en su amarradero, y al parecer ya habían bajado a tierra la mayor parte del cargamento. Los miembros de la tripulación, al menos aquellos cuyas caras recordaba, no estaban a la vista; probablemente habrían ido a disfrutar de los placeres de estar en tierra, visitando alguna de las tabernas que había frente al muelle. A juzgar por el número de establecimientos de aquella clase que había en la calle, las tabernas formaban parte integrante del negocio naviero, y eran más importantes que la madera o la lona de las velas.
Habíamos llegado a puerto mucho antes de lo previsto gracias a los vientos favorables, pero era solo cuestión de tiempo que el convento recibiera un aviso y enviara a alguien a recogerme. A decir verdad, el capitán me había mirado con curiosidad una o dos veces cuando yo me quedé bajo cubierta, preguntándose por qué no había desembarcado ya, y hasta se ofreció a buscarme un transporte que me llevara a mi destino si no conocía bien el camino.
Yo no quería ir al convento. Me había formado la idea de que sería algo intermedio entre una casa de trabajo para pobres y una prisión. Iba a ser mi castigo, un lugar diseñado para «corregirme» por todos los medios posibles, para curarme por estar enamorada de Jonathan. Me quitarían a mi hijo, mi última y única conexión con mi amado. ¿Cómo podía permitir tal cosa? Era la cobardía lo que me impedía huir del barco inmediatamente: la cobardía y la indecisión.
Pero por otra parte, me aterraba tener que arreglármelas sola. Las dificultades con las que me había encontrado en Camden serían cien veces peores en Boston, que parecía una ciudad enorme y rebosante de vida. ¿Cómo iba a abrirme camino? ¿A quién podía pedir ayuda, y más en mi situación? Sentía de pronto que no era sino una campesina ignorante de los territorios salvajes, completamente fuera de su lugar.
Al final, lo que me decidió a marcharme fue pensar en perder a mi hijo. Prefería dormir en una callejuela inmunda y ganarme el sustento fregando suelos a dejar que alguien me arrebatara a mi niño. En un estado de absoluto frenesí, me lancé a las calles de Boston, con solo mi pequeña bolsa de mano, abandonando el baúl en la oficina del capitán del puerto. Esperaba poder recuperarlo cuando hubiera encontrado un lugar donde vivir. Es decir, si el convento no lo confiscaba en mi nombre cuando descubrieran que yo había desaparecido.
Aunque esperé hasta el anochecer para escabullirme del barco, me sorprendió y asustó la febril actividad que seguía habiendo. La gente salía en grupos de las tabernas a las calles, llenaba las aceras, circulaba en ruidosos carruajes. Por las concurridas calles rodaban carros cargados de barriles y cajas tan grandes como ataúdes. Me metí por una y después por otra, sorteando a otros peatones, esquivando carros, incapaz de asimilar el trazado de las calles de una manera que tuviera sentido, sin saber, después de quince minutos de haber estado andando, dónde quedaba el puerto. Empecé a pensar que Boston era un lugar sombrío y cruel: cientos de personas se habían cruzado conmigo aquella noche, pero ni una se fijó en mi expresión aterrada, en la mirada perdida de mis ojos, en cómo vagaba sin rumbo. Nadie me preguntó si necesitaba ayuda.
El crepúsculo dio paso a la oscuridad. Se encendieron las farolas de las calles. El tráfico empezó a reducirse y la gente se apresuraba a volver a sus casas para pasar la noche, mientras los tenderos bajaban persianas y cerraban puertas. Volví a sentir la opresión del pánico en el pecho. ¿Dónde iba a dormir aquella noche? ¿Y la noche siguiente, y la siguiente, puestos a ello? No, me dije; no debía pensar con mucha anticipación, o caería en la desesperación. Ya tenía bastante con preocuparme por pasar aquella primera noche. Necesitaba un buen plan, o empezaría a desear haberme entregado al convento.
La solución era una posada o una pensión. La más barata posible, pensé, notando el tacto de las pocas monedas que me quedaban. El barrio en el que me había metido parecía residencial, y me esforcé por recordar dónde había visto por última vez un establecimiento público. ¿Había sido cerca de los muelles? Puede que sí, pero no me decidí a volver sobre mis pasos, pensando que aquello confirmaría que no sabía lo que estaba haciendo y que me había colocado en la peor situación posible. Ni siquiera estaba segura de la dirección por la que había llegado. Psicológicamente, era mejor seguir avanzando por territorio nuevo.
Estaba tan agotada que me detuve en medio de la calle para decidir cuál sería mi siguiente paso, sin prestar atención al tráfico, que en una parte más bulliciosa de la ciudad me habría atropellado. Estaba tan preocupada que tardé un minuto en darme cuenta de que junto a mí se había detenido un carruaje y que me estaban llamando.
—¡Señorita! ¡Hola, señorita! —llamó una voz desde dentro del coche.
El coche ere muy bonito y muchísimo más elegante que cualquiera de los toscos carros de campo que yo había visto. La madera oscura relucía de tan lustrada, y todos sus apliques eran sumamente delicados y bien construidos. Lo tiraba un par de grandes caballos bayos, tan emperifollados como caballos de circo, pero aparejados con arneses negros, como los de un coche fúnebre.
—Oiga, ¿no habla inglés?
Un hombre apareció en la ventanilla del coche, un hombre que llevaba un sombrero de tres picos extraordinariamente vistoso, rematado con plumas moradas. Tenía la tez pálida y el pelo rubio, y un rostro alargado y aristocrático, pero una mueca despectiva y torcida en la boca lo afeaba, como si estuviera eternamente disgustado. Lo miré, sorprendida de que un desconocido tan elegante se estuviera dirigiendo a mí.
—Deja que lo intente yo —dijo una mujer en el interior del coche.
El hombre del sombrero se retiró de la ventanilla y la mujer ocupó su lugar. Si el hombre era pálido, ella lo era todavía más, con la piel del color de la nieve. Llevaba un vestido muy oscuro de tafetán marrón muaré, que tal vez era lo que le daba a su piel aquella apariencia como si no tuviera sangre. Era atractiva pero daba un poco de miedo, con los dientes puntiagudos ocultos tras unos labios estirados en una sonrisa tensa y falsa. Los ojos eran de un azul tan claro que parecían lavanda. Y lo que pude ver de su pelo —también ella llevaba un sombrero ornamentado, plantado en lo alto de su cabeza en un ángulo atrevido— era del color de los ranúnculos, pero muy peinado y pegado al cráneo.
—No tengas miedo —dijo antes de que yo me diera cuenta de que lo tenía, un poquito.
Me eché atrás mientras ella abría la puerta del carruaje y descendía a la calle, crujiendo al moverse, debido a la rigidez de la tela y a su voluminosa falda. Su vestido era la ropa más elegante que yo había visto nunca, adornado con volantes y lazos en miniatura y muy ajustado a su delgada cintura de avispa. Llevaba guantes negros y extendió una mano hacia mí despacio, como si temiera asustar a un perro tímido. Al hombre del sombrero se le unió un segundo que ocupó el puesto de la mujer en la ventanilla del coche.
—¿Estás bien? Mis amigos y yo no hemos podido evitar fijarnos al pasar en que parecías perdida. —Su sonrisa era un poco más cálida.
—Yo... Bueno... es que... —musité, avergonzada de que alguien me hubiera descubierto, pero ansiando al mismo tiempo un poco de ayuda y de bondad humana.
—¿Acabas de llegar a Boston? —preguntó el segundo hombre del coche desde su posición elevada. Parecía infinitamente más agradable que el primero, con el rostro moreno y ojos exquisitamente amables, y una delicadeza que inspiraba confianza.
Asentí.
—¿Y tienes dónde alojarte? Perdona que haga suposiciones, pero pareces desvalida. ¿No tienes casa, ni amigos? —La mujer me acarició el brazo.
—Gracias por su interés. Tal vez puedan indicarme en qué dirección está la posada más próxima —empecé, cambiando de mano mi pesada bolsa.
Para entonces, el hombre alto y arrogante se había apeado también del carruaje y me arrebató la bolsa.
—Haremos algo mejor que eso. Te daremos alojamiento, lista noche.
La mujer me cogió del brazo y me guió hacia el coche.
—Vamos a una fiesta. Te gustan las fiestas, ¿verdad?
—Yo... no sé —balbuceé, con los sentidos alerta en señal de alarma. ¿Cómo podían tres personas acomodadas salir de la nada para rescatarme? Parecía natural (prudente, incluso) sentir desconfianza.
—No digas tonterías. ¿Cómo no vas a saber si te gusta ir a fiestas? A todo el mundo le gustan las fiestas. Habrá comida y bebida en abundancia, y diversión. Y al final, habrá una cama caliente para ti. —El hombre altivo subió mi bolsa al coche—. Además, ¿tienes una oferta mejor? ¿Prefieres dormir en la calle? No lo creo.
Tenía razón y, dejando aparte la intuición, no me quedaba más remedio que aceptar. Incluso me convencí de que aquel encuentro casual era cuestión de buena suerte. Habían respondido a mis necesidades, al menos por el momento. Vestían ropas caras y estaba claro que eran gente rica; era difícil que pensaran robarme. Tampoco parecían asesinos. Por qué estaban tan deseosos de llevar a una desconocida a una fiesta era, sin embargo, un completo misterio, pero parecía una locura poner en entredicho mi buena suerte hasta ese extremo.
Rodamos en tenso silencio durante unos minutos. Yo iba sentada entre la mujer y el jovial hombre moreno, y procuraba no darme por enterada de que el hombre rubio me taladraba con sus ojos. Cuando ya no pude contener más mi curiosidad, pregunté:
—Disculpen, pero ¿por qué, exactamente, desean que yo asista a esa fiesta? ¿No se molestará el anfitrión al recibir a un invitado inesperado?
La mujer y el hombre altivo dieron un soplido como si yo hubiera dicho una tontería.
—Ah, no te preocupes por eso. El anfitrión es amigo nuestro, y nos consta que le gusta recibir a jóvenes atractivas —dijo el hombre rubio con otro bufido.
La mujer le golpeó el dorso de la mano con su abanico.
—No hagas caso a estos dos —dijo el hombre moreno—. Se están divirtiendo a tu costa. Te doy mi palabra de que serás completamente bienvenida. Como has dicho, necesitas un sitio para pasar la noche y, sospecho, que también para dejar a un lado tus problemas durante unas horas. Y puede que encuentres algo más que necesitas —dijo, y tenía unos modales tan delicados que me dejé convencer.
Había muchas cosas que necesitaba, pero por encima de todo quería confiar en él. Confiar en que él sabía lo que más me convenía cuando yo misma no tenía ni idea.
Traqueteamos por una calle tras otra en el coche oscuro. Yo no dejaba de mirar por la ventanilla, procurando aprenderme la ruta como un niño en un cuento de hadas que necesitara recordar el camino de vuelta a casa. Era una pérdida de tiempo; no tenía ninguna esperanza de poder rehacer el trayecto, en el estado en que me encontraba. Por fin, el carruaje se detuvo delante de una mansión de ladrillo y piedra, iluminada para una fiesta, tan suntuosa que me quedé sin aliento. Pero al parecer, la fiesta aún no había empezado; no se veía ninguna actividad, ni hombres y mujeres en traje de noche, ni otros carruajes deteniéndose en la acera.
Unos lacayos abrieron las puertas de la mansión y la mujer encabezó la marcha como si fuera la dueña de la casa, quitándose los guantes dedo a dedo.
—¿Dónde está? —le preguntó bruscamente a un mayordomo con librea.
El hombre volvió un instante los ojos hacia el cielo.
—Arriba, señora.
Mientras subíamos la escalera, me iba sintiendo cada vez más cohibida. Allí estaba yo, con un humilde vestido de confección casera. Olía a barco y salitre, y llevaba el pelo enredado y salpicado de agua salada. Me miré los pies y vi mis sencillos y rústicos zapatos manchados de barro de la calle, arqueados en las punteras debido al uso.
Le toqué el brazo a la mujer.
—No debería estar aquí. No estoy en condiciones para un acto elegante. Ni siquiera voy vestida para trabajar en la cocina de una casa tan lujosa. Voy a tener que irme...
—Te quedarás hasta que te demos permiso para marcharte. —Se volvió y me clavó las uñas en el antebrazo, arrancándome un gemido de dolor—. Ahora deja de hacer el tonto y ven con nosotros. Te garantizo que te lo vas a pasar bien esta noche. —Su tono me decía que mi disfrute era lo último que tenía en la mente.
Los cuatro pasamos por una serie de puertas hasta una alcoba, una habitación enorme, tan grande como toda la casa de mi familia en Saint Andrew. La mujer nos condujo directamente al vestidor, donde había un hombre de pie, de espaldas a nosotros. No cabía duda de que era el dueño de la casa, y a su lado había un sirviente. El señor vestía pantalones de terciopelo azul brillante y medias de seda blanca, y calzaba zapatos de fantasía. Llevaba una camisa con bordes de encaje y un chaleco a juego con los pantalones. No se había puesto su levita, de modo que tuve una clara visión de su auténtica figura sin que hubiera trucos de sastre que la embellecieran. No era tan alto y atlético como Jonathan —mi ideal de belleza masculina—, pero no obstante poseía un físico atractivo. Desde unas caderas estrechas se alzaban una espalda y unos hombros anchos. Debía de ser tremendamente fuerte, a juzgar por aquellos hombros, como algunos de los leñadores de Saint Andrew, anchos y poderosos. Y entonces se volvió y yo intenté que no se notara mi sorpresa.
Era mucho más joven de lo que yo había esperado, calculé que tendría veintitantos años, solo unos pocos más que yo. Y era atractivo de una manera curiosa, vagamente salvaje. Tenía un cutis aceitunado, que yo nunca había visto en nuestra aldea de escoceses y escandinavos. Su bigote y su barba oscuros cubrían a penas una mandíbula cuadrada, como si no llevaran mucho tiempo creciendo. Pero su rasgo más extraño eran sus ojos, de color verde oliva con manchas grises y doradas. Eran bellos como dos joyas, y sin embargo tenía una mirada de lobo, hipnotizante.
—Te hemos traído otra atracción para tu fiesta —anunció la mujer.
La mirada apreciativa del hombre fue tan descarada como si me hubiera examinado con las manos; después de aquella mirada, sentí que ya no tenía secretos para él. Se me secó la garganta y me flaquearon las rodillas.
—Éste es nuestro anfitrión. —La voz de la mujer flotó sobre mi hombro—. Inclínate, tonta. Estás en presencia de un aristócrata. Éste es el conde Cel Rau.
—Me llamo Adair. —Extendió una mano hacia mí, como para impedir que me inclinara—. Estamos en América, Tilde. Tengo entendido que los americanos no tienen nobles en su país, y por eso no se inclinan ante nadie. No debemos esperar que nos hagan reverencias.
—¿Acaba de llegar a América? —De algún modo encontré valor para hablarle.
—Hace un par de semanas. —Dejó caer mi mano y se volvió hacia su sirviente.
—De Hungría —añadió el hombre bajo y moreno—. ¿Sabes dónde está eso?
La cabeza me daba vueltas.
—No, me temo que no.
A mi espalda sonaron risas contenidas.
—Eso no tiene importancia —les espetó Adair, el señor de la casa, a sus adeptos—. No podemos esperar que la gente conozca nuestra patria. Está más lejos que las millas de mar y tierra que hemos dejado atrás. Vista desde aquí, es otro mundo. Por eso he venido aquí: porque es otro mundo. —Hizo un gesto hacia mí—. Tú, ¿tienes nombre?
—Lanore.
—¿Eres de aquí?
—¿De Boston? No, he llegado hoy. Mi familia... —Traté de obviar el nudo que se me había formado en la garganta—. Ellos viven en el territorio de Maine, al norte. ¿Ha oído hablar de él?
—No —respondió él.
—Pues estamos a la par. —No sé de dónde saqué el descaro para bromear con él.
—Puede que lo estemos. —Dejó que el sirviente le ajustara la corbata, mirándome con curiosidad antes de dirigirse al trío—. No os quedéis aquí —dijo—. Preparadla para la fiesta.
Me condujeron a otra habitación, llena de baúles apilados sobre más baúles. Echaron atrás las tapas, rebuscando hasta encontrar ropa de mi medida, un bonito vestido de algodón rojo y un par de zapatos de raso. El conjunto no combinaba bien, pero las ropas eran más delicadas que todo lo que yo me había puesto en mi vida. Se le había ordenado a una sirvienta que preparara un baño rápido, y a mí se me dijo que me limpiara a conciencia, pero deprisa. «Esto lo quemaremos», dijo el hombre rubio, señalando con la cabeza mis ropas de confección casera, ahora tiradas en el suelo. Antes de dejarme para que me bañara, la intimidante mujer rubia me puso en la mano una copa llena de vino tinto agitándose dentro.
—Bebe —dijo—. Tienes que estar sedienta.
La vacié de dos tragos.
Supe que el vino contenía alguna droga en cuanto salí del cuarto de baño. Los suelos y las paredes parecían moverse y necesité todo mi poder de concentración para recorrer el pasillo. Para entonces habían empezado a llegar los invitados, casi todos hombres bien vestidos y con pelucas, con máscaras que les ocultaban el rostro. El trío había desaparecido y me había quedado sola. Aturdida, deambulé de una habitación a otra, intentando enterarme de lo que pasaba, de la ruidosa bacanal que se desarrollaba a mi alrededor. Recuerdo haber visto partidas de cartas en un salón enorme, mesas a las que se sentaban cuatro o cinco hombres, entre gruñidos de hilaridad y rabia cuando las monedas pasaban de un lado a otro de la mesa. Seguí vagando, entrando y saliendo de una habitación a otra. Cuando me tambaleaba por un pasillo, un desconocido intentó cogerme la mano, pero yo me solté y huí corriendo lo más rápido que pude, dada mi desorientación. Había hombres y mujeres jóvenes, perplejos y sin máscaras, todos muy atractivos, conducidos en todas direcciones por los asistentes a la fiesta.
Empecé a tener alucinaciones. Estaba convencida de que estaba soñando, y en sueños me metí en un laberinto. No podía hacerme entender; solo conseguía farfullar y, de todas maneras, nadie parecía interesado en escucharme. Por lo visto, no había manera de salir de aquella fiesta infernal, era imposible llegar a la relativa seguridad de la calle. En aquel momento, sentí que una mano me cogía del codo y me desmayé.
Cuando desperté, estaba tumbada de espaldas en una cama, casi sofocada por el hombre que tenía encima. Su rostro estaba demasiado cerca del mío, su aliento caliente me quemaba en la cara. Me estremecí bajo su peso y el insistente golpeteo de su cuerpo contra el mío, y me oí gemir y llorar de dolor, pero aquel dolor me parecía ajeno, mitigado por la droga. Sabía en mi fuero interno que lo reviviría todo más adelante. Intenté gritar para pedir ayuda y una mano sudorosa me tapó la boca, introduciendo unos dedos salados entre mis labios.
—Calla, muñeca —gruñó el hombre que tenía encima, con los ojos semicerrados.
Por encima de sus hombros, vi que nos estaban observando. Hombres enmascarados sentados en sillas arrimadas a los pies de la cama, con copas en las manos, riendo y animando al hombre. Sentado en medio del grupo, con una pierna cruzada sobre la otra, estaba el anfitrión. El conde. Adair.
Desperté sobresaltada. Estaba en una cama grande en una habitación oscura y silenciosa. El leve esfuerzo que necesité para despertarme me causó lacerantes punzadas de dolor por todo el cuerpo. Me sentía como si me hubieran vuelto del revés, descoyuntada, en carne viva y rígida, entumecida de la cintura para abajo. Tenía el estómago revuelto, un mar de bilis. Mi cara estaba hinchada, la boca también, los labios secos y agrietados. Sabía lo que me había ocurrido la noche anterior, mi dolor era toda la evidencia que precisaba. Lo que necesitaba en ese momento era sobrevivir a aquello.
Entonces lo vi, tumbado en la cama junto a mí. Adair. Su rostro dormido era casi beatífico. Por lo que pude ver, estaba desnudo aunque cubierto por las sábanas de la cintura a los pies. Tenía la espalda vuelta hacia mí, surcada por viejas cicatrices que evocaban un castigo brutal en algún tiempo pasado.
Me incliné sobre el borde de la cama y, agarrada al colchón, vomité en el suelo.
Mis arcadas despertaron al anfitrión. También él gimió polla resaca, o eso supuse yo, y se llevó una mano a la sien. Sus ojos verdes y dorados parpadeaban de incertidumbre.
—Dios mío, todavía estás aquí —me dijo.
Me lancé sobre él, furiosa, con un puño en alto para golpearlo, pero él me apartó a un lado con un lánguido pero poderoso brazo.
—No hagas tonterías —me advirtió— o te parto en dos como una vara.
Pensé en los otros hombres y mujeres jóvenes que había visto por la noche.
—¿Dónde están los otros? —pregunté.
—Habrán cobrado y se habrán ido, supongo —murmuró Adair, pasándose una mano por el pelo revuelto. Arrugó la nariz al oler mi vómito reciente—. Trae a alguien que limpie eso —dijo, bajándose de la cama.
—No soy su criada. Y no soy una... —Busqué una palabra que no sabía si existía.
—¿No eres una puta? —Apartó de un tirón una manta de la cama y se envolvió el cuerpo con ella—. Pues tampoco eras virgen.
—Eso no quiere decir que desee que me droguen y que me viole un grupo de hombres.
Adair no dijo nada. Se sujetó la manta a las caderas, se dirigió a la puerta y llamó a gritos a una sirvienta. Después se volvió para darme la cara.
—¿Así que piensas que me he portado mal contigo? ¿Y qué vas a hacer? Puedes contarle tu historia al agente de policía, y él te encerrará por prostituta. Así que te sugiero que cobres tu paga y le saques una comida a la cocinera antes de irte. —Entonces ladeó la cabeza y me miró por segunda vez—. Tú eres la que Tilde encontró en la calle, la que no tenía adónde ir. Bueno... que no se diga que no soy generoso. Puedes quedarte unos días con nosotros. Descansa y planea tu futuro, si quieres.
—¿Y tendré que ganarme la comida igual que anoche? —pregunté con acritud.
—¿Tienes la osadía de hablarme así? Estás sola en el mundo, nadie sabe que te encuentras aquí. Podría devorarte como si fueras un conejito, un conejito estofado. ¿No te da ningún miedo eso? —Me dirigió una sonrisa burlona, pero con un brillo de aprobación—. Ya veremos qué se me ocurre.
Se dejó caer en un sofá, envolviéndose en la manta. Para ser un aristócrata, tenía modales de rufián.
Traté de ponerme en pie y buscar mi ropa, pero la cabeza me daba vueltas. Volví a caer en la cama, justo cuando entraba una sirvienta con bayetas y un cubo. Sin prestarme ninguna atención, se puso de rodillas para ocuparse de mi vomitona. Fue entonces cuando sentí una punzada intensa en el vientre, una sensación definida perdida entre un océano de dolor. Estaba cubierta de pies a cabeza por arañazos, verdugones y magulladuras. Sin duda, el dolor que sentía dentro tenía el mismo origen que el dolor que sentía en mi cuerpo: me lo había infligido una bestia.
Intenté huir de la mansión, aunque tuviera que arrastrarme a cuatro patas. Pero no llegué más allá de los pies de la cama; me desplomé de golpe, exhausta.
Pasarían meses antes de que saliera de aquella casa.