9

Un ruido me despertó a la mañana siguiente: un disparo de mosquete, con bala y pólvora. Que se disparara un mosquete a aquella hora significaba problemas: un incendio en casa de un vecino, un asalto, un terrible accidente. Aquel tiro procedía de la dirección de la granja de los Jacobs; lo supe en el momento de oírlo.

Me eché la manta sobre la cabeza, fingiendo que dormía, escuchando los murmullos que venían de la cama de mis padres en la planta baja. Oí que mi padre se levantaba, se vestía y salía por la puerta. Después se levantó mi madre, echándose una colcha sobre los hombros e iniciando las tareas que realizaba cada mañana: encender el fuego y poner una olla de agua a hervir. Yo me di la vuelta para incorporarme, sin ganas de poner los pies en el frío suelo de tablones y empezar lo que se anunciaba como un día extraño y desdichado.

Mi padre volvió a entrar, con una expresión sombría.

—Vístete, Nevin. Tienes que venir conmigo —le dijo al bulto que refunfuñaba en la cama de la planta baja.

—¿Tengo que ir? —oí que preguntaba mi hermano con voz soñolienta—. Hay que dar de comer al ganado.

—¡Yo voy contigo, padre! —grité desde el desván mientras me vestía a toda prisa. El corazón ya me latía con tal fuerza que iba a resultarme imposible quedarme en casa y esperar noticias de lo que había ocurrido. Tenía que ir con mi padre en respuesta a la señal de alarma.

Había caído nieve por la noche, la primera de la temporada, y procuré despejarme la mente mientras caminaba detrás de mi padre, concentrándome solo en pisar las huellas que él dejaba en la nieve reciente. Mi aliento flotaba en el aire cortante y me goteaba la nariz.

En una depresión delante de nosotros se alzaba la granja de los Jacobs, un cuadrado pardo en la amplia extensión de nieve blanca. Había empezado a congregarse gente, pequeñas y lejanas siluetas oscuras sobre la nieve, y estaban acudiendo más a la granja desde todas las direcciones, a pie y a caballo; pisar de nuevo aquel lugar hizo que volviera a acelerárseme el corazón.

—¿Vamos a casa de los Jacobs? —pregunté a la espalda de mi padre.

—Sí, Lanore. —Fue una respuesta seca, aunque no huraña, con su habitual economía de palabras.

Yo apenas podía contener mi ansiedad.

—¿Qué crees que ha pasado?

—Supongo que pronto lo averiguaremos —dijo él pacientemente.

Había un representante de cada familia del pueblo —excepto de los Saint Andrew, pero ellos vivían en el extremo más alejado del pueblo y era difícil que hubieran oído el disparo—, todos con capas de ropa mal combinadas: batas de casa, faldones de camisón asomando bajo una levita, y con el pelo sin peinar. Seguí a mi padre a través de la desordenada multitud hasta que tuvimos que abrirnos paso a codazos para llegar a la puerta delantera, donde Jeremiah estaba arrodillado en la nieve pisoteada y llena de barro. Era evidente que se había metido en sus pantalones a toda prisa; los cordones de sus botas estaban sin atar y una colcha le cubría los hombros. Su antiguo trabuco, el fusil que había dado la alarma, estaba apoyado en el entablado de la fachada. Tenía la cara grande y fea distorsionada por la angustia, los ojos rojos y los labios agrietados y sangrantes. Por lo general era un hombre tan poco expresivo que aquella imagen resultaba estremecedora.

El reverendo Gilbert se abrió camino a empujones y después se agachó para poder hablar en voz baja al oído de Jeremiah.

—¿Qué ocurre, Jeremiah? ¿Por qué has hecho sonar la alarma?

—No está, reverendo...

—¿Quién no está?

—Sophia, reverendo. Se ha ido.

El tono apagado de su voz provocó una oleada de murmullos en la multitud; todos le susurraban algo a la persona que estaba a su lado, excepto mi padre y yo.

—¿Que se ha ido? —Gilbert puso las manos en las mejillas de Jeremiah, acunando su rostro—. ¿Cómo que se ha ido?

—Se ha ido, o alguien se la ha llevado. Cuando me desperté, no estaba en casa. Ni en el corral, ni en el establo. Falta su capa, pero sus cosas aún están aquí.

Enterarme de que Sophia —tal vez por rabia, tal vez porque sentía que no tenía nada que perder— no le había revelado mi visita a Jeremiah alivió una opresión que sentía en el pecho y de la que no había sido consciente hasta entonces. En aquel momento, que Dios me perdone, lo que más me preocupaba no era que una mujer vagara desconsolada por el gran bosque, sino mi participación en su desgracia.

Gilbert meneó su cabeza blanca.

—Jeremiah, seguro que solo ha salido un rato, tal vez a dar un paseo. Volverá a casa pronto y sentirá haber preocupado a su marido. —Pero mientras decía aquello, todos sabíamos que se equivocaba. Nadie salía a pasear por gusto con un tiempo tan frío, a primera hora de la mañana.

—Cálmate, Jeremiah. Te vamos a llevar adentro para que entres en calor, antes de que se te congelen los huesos. Quédate aquí con la señora Gilbert y la señorita Hibbins, ellas cuidarán de ti mientras los demás buscamos a Sophia. ¿Verdad, vecinos?

Gilbert dijo esto con falso entusiasmo, mientras ayudaba al hombretón a ponerse en pie y se volvía hacia nosotros. Las especulaciones se transmitieron en forma de miradas de reojo entre marido y mujer, entre vecino y vecino — ¿de modo que la recién casada había abandonado a su marido?—, pero nadie tuvo valor para hacer otra cosa más que aceptar la sugerencia del pastor. Las dos mujeres acompañaron a Jeremiah, confuso y tambaleante, al interior de su casa, y el resto de nosotros nos dividimos en grupos. Buscamos una hilera de pisadas en la nieve que se alejara de la casa, con la esperanza de que el rastro de Sophia no hubiera sido borrado por los que habíamos acudido al disparo de Jeremiah.

Mi padre encontró un conjunto de pequeñas pisadas que podrían ser de Sophia, y los dos empezamos a seguir sus pasos. Con mis ojos fijos en la nieve, mi mente trató de anticiparse a los hechos, preguntándose qué habría hecho salir a Sophia de su casa. Puede que Sophia hubiera reflexionado sobre mis palabras toda la noche y se hubiera despertado con la decisión tomada de pedirle cuentas a Jonathan. ¿Cómo no iba a tener algo que ver nuestra conversación con su desaparición? El corazón me latía desbocado mientras seguíamos las pisadas que yo temía que condujeran a la casa de los Saint Andrew, hasta que la nieve desapareció en la profundidad del bosque, y con ella el rastro de Sophia.

A partir de entonces mi padre y yo dejamos de seguir un sendero visible. El suelo del bosque era una mareante mezcla de terreno pelado y duro y clapas dispersas de nieve y de hojas muertas. Yo no tenía ni idea de si mi padre estaba viendo señales reveladoras del paso de Sophia —ramas partidas, hojas aplastadas— o si seguía adelante por puro sentido del deber. Íbamos andando paralelos al río, con el sonido del Allagash a mi izquierda. Por lo general, el sonido del agua corriendo sobre la roca me resultaba reconfortante, pero aquel día no fue así.

Sophia debía de tener una razón muy poderosa para aventurarse sola en el bosque. Únicamente los vecinos más audaces iban solos al bosque, porque era fácil perderse en su uniformidad. Hectárea tras hectárea, el bosque se desplegaba en un sinnúmero de abedules, abetos y pinos, además de la regularidad de las rocas que se abrían camino a través del suelo del bosque, todas cubiertas de caprichosos musgos o jaspeadas de líquenes.

Tal vez debería haberle dicho antes algo a mi padre, para que supiera que su sacrificio de buen vecino era innecesario y que lo más probable era que Sophia hubiera ido a ver a un hombre, un hombre con el que no debía seguir relacionándose. Que podía estar a salvo y caliente en una habitación con aquel hombre mientras nosotros luchábamos contra el frío y la humedad. Me imaginé a Sophia apresurándose por el sendero, escabullándose de su infeliz hogar para ir con Jonathan, su amante. Jonathan, compasivo y desconcertado, que sin duda la acogería. Se me retorció el estómago al pensar en ella metida en la cama de Jonathan, al pensar en que ella había ganado y yo había perdido... y Jonathan ahora era suyo.

Al cabo de un rato nos dirigimos al río y caminamos un trecho siguiendo la orilla. En cierto momento, mi padre se detuvo y abrió un agujero en una capa fina de hielo para meter la mano y beber. Entre sorbo y sorbo me miraba, no sin curiosidad.

—No sé cuánto tiempo más tendremos que buscar. Ya puedes irte a casa, Lanore. Este no es sitio para una joven. Debes de estar helada.

Negué con la cabeza.

—No, no, padre. Me gustaría seguir un poco más.

Me sería imposible esperar noticias en casa. Me volvería loca o sin el menor pudor correría a casa de Jonathan y me enfrentaría a Sophia. Podía verla, ufana, triunfante. En aquel momento, no creo que hubiera odiado a nadie tanto como la odiaba a ella.

Fue mi padre quien la vio primero. Había estado escudriñando a su alrededor, mientras yo lo único que podía hacer era mantener los ojos fijos en el irregular terreno que tenía bajo los pies. Encontró el cadáver congelado atrapado en un remolino formado por un árbol caído, casi oculto en una maraña de cañas y lianas silvestres. Flotaba boca abajo, enredada en un grupo de espadañas, con el delicado cuerpo estirado y los pliegues de la falda y el largo cabello moviéndose en la superficie del agua. Su capa estaba en la orilla, cuidadosamente doblada.

—No mires, niña —dijo mi padre, intentando darme la vuelta por los hombros. Yo no podía apartar la mirada de ella.

Mi padre dio voces de llamada mientras yo solo era capaz de mirar aturdida el cadáver. Otros buscadores llegaron corriendo a través del bosque, siguiendo las voces de mi padre. Dos de los hombres se metieron en el agua helada para arrancar su cuerpo de la maraña de hierbas congeladas y el fino manto de hielo que había empezado a cubrirla. Extendimos su capa en el suelo y tendimos su cuerpo en ella, con la empapada tela pegándose a sus piernas y su torso. Tenía toda la piel azulada y sus ojos, gracias a Dios, estaban cerrados.

Los hombres la envolvieron en su capa y se turnaron para agarrar los bordes, utilizándola como camilla para llevar el cadáver de Sophia a su casa, mientras yo caminaba detrás de ellos. Me castañeteaban los dientes y mi padre se acercó a frotarme los brazos en un intento de hacerme entrar en calor, pero no sirvió de nada porque yo temblaba y tiritaba de miedo, no de frío. Me apreté los brazos contra el pecho, temiendo vomitar delante de mi padre. Mi presencia sofocó la discusión entre los hombres, que se abstuvieron de especular acerca de la razón por la que Sophia se hubiera suicidado. Pero en general se pusieron de acuerdo en que no había que decirle al pastor Gilbert lo de la capa colocada deliberadamente en la orilla. Él no debía saber que Sophia se había quitado la vida.

Cuando mi padre y yo llegamos a casa, corrí derecha a la lumbre y me mantuve tan cerca que el fuego me lastimó la cara, pero ni aquel calor consiguió que dejara de temblar. «No te pongas tan cerca», me reprendió mi madre mientras me ayudaba a quitarme la capa, temiendo sin duda que cayera una pavesa sobre la capa. Yo me habría alegrado. Merecía arder como una bruja por lo que había hecho.

Pocas horas después, mi madre se acercó a mí, cuadró los hombros y dijo:

—Voy a ir a casa de los Gilbert para ayudar... con los preparativos para Sophia. Creo que deberías venir conmigo. Ya es hora de que empieces a ocupar tu puesto entre las mujeres de este pueblo y aprendas a cumplir con algunas de las tareas que se esperan de ti.

Para entonces, yo me había puesto una gruesa bata, seguía acurrucada junto al fuego y me había bebido una jarra de sidra caliente con ron. El alcohol había ayudado a tranquilizarme, a aplacar el impulso de ponerme a gritar y confesar, pero sabía que me vendría abajo si tenía que enfrentarme al cadáver de Sophia, incluso en presencia de las otras mujeres del pueblo.

Me alcé del suelo apoyándome en un codo.

—No puedo. No me siento bien. Todavía tengo frío...

Mi madre me tocó con el dorso de los dedos, primero la frente y después el cuello.

—Yo más bien diría que estás ardiendo de fiebre. —Me miró con recelo, como si dudara, y después se incorporó del suelo—. Está bien, por esta vez y teniendo en cuenta por lo que has pasado antes... —Dejó la frase sin terminar y me miró desde lo alto una vez más, de una manera que no supe descifrar bien, y salió por la puerta.

Más adelante me contó lo que había pasado en casa del pastor, cómo las mujeres prepararon el cuerpo de Sophia para el entierro. Primero, la pusieron junto al fuego para descongelarla, después le limpiaron la boca y la nariz de lodo, y le peinaron cuidadosamente el cabello. Mi madre describió lo blanca que se le había puesto la piel por el tiempo pasado en el río, y dijo que estaba llena de finos arañazos rojos, de cuando la corriente arrastró el cadáver por las rocas sumergidas. Le pusieron su mejor vestido, de un amarillo tan claro que casi parecía marfil, adornado con bordados hechos por ella misma, y lo ajustaron a su delgado cuerpo con frunces y alfileres. No se hizo ninguna mención del cuerpo de Sophia, de alguna anormalidad, ningún comentario sobre el menor abultamiento en el abdomen de la difunta. Si alguien se fijó en algo, debió de atribuirlo al hinchamiento producido por el agua que la pobre chica había ingerido al ahogarse. Y después se colocó una mortaja de lino en un sencillo ataúd de tablas de madera. Un par de hombres que habían esperado hasta que las mujeres terminaran su trabajo cargaron el ataúd en un carro y lo escoltaron hasta la casa de Jeremiah, donde se quedaría hasta el momento del entierro.

Mientras mi madre describía tranquilamente el estado del cuerpo de Sophia, yo sentía como si me estuvieran clavando clavos para exhortarme a confesar mi maldad. Pero no perdí la cabeza, aunque poco faltó, y lloré mientras mi madre hablaba, tapándome los ojos con una mano. Ella me acarició la espalda como si yo fuera otra vez una niña.

—¿Qué te pasa, Lanore, querida? ¿Por qué estás tan alterada por Sophia? Ha sido algo terrible y era nuestra vecina, sí, pero no creo que la conocieras muy bien.

Me envió al desván con un odre de piel de cabra lleno de agua caliente y fue a reprender a mi padre por haberme llevado con él al bosque. Me tumbé con la piel de cabra apretada contra el vientre, aunque no me alivió nada. Me quedé despierta, escuchando todos los sonidos de la noche —el viento, las ramas de los árboles, las brasas mortecinas— que susurraban el nombre de Sophia.

Como había ocurrido con su boda, el entierro de Sophia Jacobs fue un acontecimiento miserable, al que asistieron su madre y algunas de sus hermanas, su marido y poca gente más. Era un día frío y nublado, y la nieve prometía bajar del cielo como había hecho todos los días desde el suicidio de Sophia.

Jonathan y yo estábamos mirando desde lo alto de una colina que dominaba el cementerio. Vimos a los dolientes agrupados en torno a la oscura y vacía sepultura. Se las habían arreglado de algún modo para cavar una fosa aunque la tierra estaba empezando a congelarse, y no pude evitar preguntarme si habría sido su padre, Tobey, el que la había cavado. Los dolientes, manchitas negras sobre un campo blanco allá en la distancia, se balanceaban adelante y atrás sin parar mientras Gilbert pronunciaba unas palabras sobre la difunta. Yo tenía el rostro tenso, hinchado de llorar durante días, pero en aquel momento, en presencia de Jonathan, no brotaron lágrimas. Parecía algo irreal estar espiando el entierro de Sophia, yo, que debería estar allí abajo de rodillas, pidiéndole perdón a Jeremiah, pues yo era la responsable de la muerte de su esposa, tanto como si la hubiera empujado yo misma al río.

A mi lado, Jonathan guardaba silencio. Por fin empezó a caer la nieve, como si se liberara una tensión contenida durante mucho tiempo, copos minúsculos que se mecían en el aire frío antes de caer en la lana oscura del abrigo de Jonathan y en su pelo, negro y lustroso como el ala de un cuervo.

—No puedo creer que haya muerto —dijo por vigésima vez en aquella mañana—. No puedo creer que se quitara la vida.

No supe qué decir. Cualquier cosa que hubiera dicho habría resultado vana, manida y completamente falsa.

—Es culpa mía —dijo con voz ronca, y se llevó una mano a la cara.

—No debes culparte por esto —me apresuré a confortarle con las mismas palabras que me había dicho a mí misma una y otra vez durante los últimos días, mientras ocultaba mi culpa febril en la cama—. Sabes que su vida fue miserable, desde que era niña. ¿Quién sabe qué tristes pensamientos llevaba dentro, y desde hacía cuánto tiempo? Al final, cedió a ellos. No es culpa tuya.

Jonathan dio dos pasos adelante, como si deseara estar abajo, en el cementerio.

—No puedo creer que pensara en hacerse daño a sí misma, Lanny. Había sido feliz... conmigo. Me parece inconcebible que la Sophia que yo conocía estuviera luchando con el deseo de matarse.

—Nunca se sabe. A lo mejor tuvo una pelea con Jeremiah... puede que después de la última vez que la viste.

Él cerró los ojos con fuerza.

—Si algo la atormentaba, era mi reacción cuando me dijo lo del niño. No cabe duda. Por eso me echo la culpa, Lanny, por la manera insensata en que reaccioné a la noticia. Tú dijiste... —De pronto, Jonathan levantó la cabeza, mirando en mi dirección—. Dijiste que a lo mejor se te ocurría una manera de disuadirla de tener el niño. Espero, Lanny, que no le fueras a Sophia con un plan semejante...

Me eché atrás, sobresaltada. En aquellos últimos días había pensado en contárselo todo, mientras luchaba con un sentimiento de culpabilidad tan ponzoñosa como una enfermedad. Tenía que contárselo a alguien —no era la clase de secreto que uno pudiera guardarse sin hacer un daño irreparable al alma— y si había alguien capaz de comprenderlo, ese era Jonathan. Al fin y al cabo, lo había hecho por él. Él había acudido a mí en busca de ayuda y yo hice lo que era preciso. Necesitaba que me absolvieran de lo que había hecho; él me debía aquella absolución, ¿no?

Pero cuando me escrutó con aquellos ojos oscuros y tercos, me di cuenta de que no podía contárselo. Y menos en aquel momento, cuando era tan vulnerable a causa del dolor y quizá se dejara llevar por la emoción. No lo entendería.

—¿Qué? No, no se me ocurrió ningún plan. Y además, ¿por qué iba yo a hablar con Sophia por mi cuenta? —mentí. No había tenido intención de mentirle a Jonathan, pero él me había sorprendido, su conjetura había sido como una flecha disparada con insospechada precisión. Ya se lo contaría algún día, decidí.

Jonathan le dio vueltas a su sombrero de tres picos.

—¿Tú crees... que debería contarle la verdad a Jeremiah?

Me lancé hacia él y lo sacudí por los hombros.

—Eso sería terrible, para ti y también para la pobre Sophia. ¿De qué va a servir contárselo a Jeremiah ahora, excepto para apaciguar tu conciencia? Lo único que conseguirías sería destruir la imagen que Jeremiah tiene de ella. Déjale que encierre a Sophia pensando que fue una buena esposa y que le fue fiel.

Él miró cómo mis manitas lo agarraban de los hombros —era raro que nos tocáramos el uno al otro desde que ya no éramos niños— y después me miró a los ojos con tanta pena que no pude contenerme. Me derrumbé contra su pecho y tiré de él hacia mí, pensando solo que él necesitaba consuelo en aquel momento, un cuerpo de mujer en sus brazos, aunque no fuera Sophia. No mentiré diciendo que no me resultó consolador sentir su cuerpo fuerte y cálido contra el mío, aunque yo no tenía derecho al consuelo. Casi lloré de felicidad al entrar en contacto con él. Apretando su cuerpo contra el mío, podía imaginar que me había perdonado mi terrible pecado contra Sophia... aunque, por supuesto, él no sabía nada.

Mantuve la mejilla contra su pecho, escuchando el latido de su corazón bajo las capas de lana y lino y aspirando su olor. No quería soltar a Jonathan, pero sentí que él me estaba mirando desde arriba, así que yo también levanté la mirada hacia él, preparada para que me hablara otra vez de su amor a Sophia. Y si lo hacía, si decía su nombre, decidí, le contaría lo que había hecho. Pero no lo hizo. En cambio, su boca se mantuvo sobre la mía un instante antes de que me besara.

El momento que yo tanto había esperado se esfumó como un borroso recuerdo. Nos deslizamos hacia la protección del bosque, a unos pasos de distancia. Recuerdo el maravilloso calor de su boca en la mía, su apremio y su intensidad. Recuerdo sus manos desatando la cinta que cerraba mi blusa sobre mis pechos. Me apretó la espalda contra un árbol y me mordió en el cuello mientras forcejeaba con el cierre de sus pantalones. Me levanté la falda para que él pudiera agarrarme, con las manos en mis caderas. Lamento no haber visto ni un atisbo de su virilidad a causa de toda la ropa que había entre nosotros, capas y capas, faldas y enaguas. Pero de pronto le sentí en mí, algo grande, firme y caliente empujando dentro de mí, y él embistiéndome, aplastándome contra la corteza del árbol. Y al final, su gemido en mi oído me provocó un escalofrío, porque significaba que había encontrado placer conmigo, y yo nunca había sido tan feliz y temía no volver a serlo jamás.

Cabalgamos juntos en su caballo a través del bosque, yo agarrada con fuerza a su cintura, como habíamos hecho de niños. Tomamos los caminos menos transitados para que no nos vieran juntos sin compañía. No nos dijimos ni una palabra y yo mantuve mi acalorado rostro enterrado en su abrigo, intentando todavía asimilar lo que habíamos hecho. Sabía de muchas otras chicas del pueblo que se habían entregado a un hombre antes de casarse —siendo Jonathan el afortunado en muchos casos— y las había mirado con desprecio. Ahora yo era una de ellas. Una parte de mí sentía que me había deshonrado. Pero otra parte de mí creía que no tenía otra opción; puede que fuera mi única oportunidad para conquistar el corazón de Jonathan y demostrar que estábamos hechos el uno para el otro. No podía dejarla pasar.

Me deslicé del lomo de su caballo y, tras un apretón de manos, hice a pie la corta distancia hasta la cabaña de mi familia. Pero mientras andaba, empezaron a surgirme dudas acerca de lo que había significado para él nuestro encuentro. Él fornicaba con muchachas sin pensar en las repercusiones. ¿Por qué me imaginaba que esa vez se atendría a las consecuencias? ¿Y qué pasaba con sus sentimientos hacia Sophia... o ya puestos, con mi obligación para con la mujer a la que yo había empujado a quitarse la vida? Era como si yo la hubiera asesinado, y ahí estaba poco después, fornicando con su amante. No podía existir un alma más malvada.

Necesité unos minutos, antes de seguir hacia mi casa, para recobrar la calma aspirando con fuerza el aire frío. No podía desmoronarme delante de mi familia. No tenía a nadie con quien hablar del asunto. Debería guardar aquel secreto oculto en mi interior hasta que estuviera lo bastante tranquila para pensar en ello racionalmente. Me vacié de todo: de la culpa, la vergüenza y el odio a mí misma. Y sin embargo, al mismo tiempo estaba llena de... temblorosa excitación porque, aunque no me lo merecía, había conseguido lo que quería. Solté el aire, me sacudí la nieve recién caída de la parte delantera de mi capa, enderecé los hombros y recorrí penosamente el resto del camino hasta la casa familiar.