Entender la vida
La vida entera ¿no es acaso un milagro?
Es rica. Si tú observas atentamente un prado, te das cuenta de que cada planta es de un verde diferente, cada mariquita es distinta de otra. Muchos conocemos la anécdota de ese hombre que fotografió los copos de nieve y descubrió que cada uno era diferente: miles de millones de copos, cada cual con su forma. Es decir, todo es variedad, diferencia. Pero, al mismo tiempo, todo está comunicado, estamos unidos por secretos hilos. La vida es una creación milagrosa. Toda la realidad es una pura unión de hilos mentales, emocionales…
Hay que andar de puntillas, ligeramente, sobre el mundo sin padecer la realidad…
Los pasos son importantes. Todo el ser se refleja en la planta de los pies, adonde llegan todas tus terminaciones. Los pasos nos definen. Los seres amados, los perros y los gatos, por ejemplo, conocen nuestros pasos. Pero hay gente que vive muy encerrada en su mente y se despreocupa de sus pasos, como si la tierra fuera realmente sucia y pudiera mancharle los pies.
Cuando me fui de Chile yo tenía 23 años, a mi vuelta tenía 63. Las calles estaban llenas de recuerdos, de emotividad; allí estaba toda mi adolescencia, llena de poesía. Andaba sobre las aceras acariciándolas con las suelas de los zapatos. Los actos hacia los otros deben ser tan delicados como los pasos que damos en un terreno que es parte nuestra.
¿Qué significa «no padecer» la realidad?
La persona que no controla su territorio no controla su existencia. Si uno no es consciente se deja llevar, no sólo exteriormente sino también con los pensamientos que le asaltan. Es muy vulnerable a deseos y sentimientos. Por ejemplo, vives tranquilo con tu mujer y, ¡catástrofe!, de repente pierdes el control porque te has enamorado de otra. No hay que sufrir la realidad, hay que navegar sobre ella, superar vientos y tempestades. En medio de los golpes del mar y los signos, hay que avanzar tranquilamente y mirar hacia el puerto a donde vas.
En Nueva York, cuando estaba montando mi película La montaña sagrada, tuve problemas de todo tipo y empapaba con mi sudor seis o siete camisetas cada noche. Fui a ver a un sabio chino que me habían recomendado. Era poeta, gran maestro de tai-chi y médico. Nada más verme, me dijo: «¿Cuál es su finalidad en la vida?». Yo me quedé traspuesto, sin respuesta. Él prosiguió: «Si usted no me cuenta cuál es su finalidad en la vida, yo no le puedo curar». Entonces entendí que si un barco atraviesa la vida sin finalidad no llega a ningún puerto. Lo que permite que la vida no nos devore es tener una finalidad. Cuanto más alta sea, más lejos nos llevará.
Como místico no tengo más que una finalidad: conocer a Dios. No el Dios del que se habla por todas partes, sino de esa cosa increíble que mueve el universo. Más allá todavía: disolverme tranquilamente en él. Esa es mi finalidad y, para ello, no hace falta ser un gurú, ni un iluminado ni otro monigote por el estilo.
¿Debemos actuar en la vida como en un gran sueño?
Como en un sueño lúcido, no como en una pesadilla. Y cuanto más lúcido es un sueño menos sueño es. Pasar el río es pasar la vida. Plena felicidad a pesar del pleno sufrimiento. A mí las guerras no me gustan. He pasado por muchas: empecé con la mundial… No soy de los que creen que el ser humano deba angustiarse.
Pero el hecho es que vivimos llenos de angustia…
Recuerda que María y Zacarías ven un ángel y que, por dos veces, el ángel les dice que no teman. Estaba escribiendo Los Evangelios para sanar y me vino esta escena a la cabeza. Yo creo que el ángel les quita el miedo. El primer paso para entrar en la conciencia divina y cósmica es perder el miedo. ¿Por qué? Porque la esencia de los animales es tener miedo, y ello nos limita. Nuestro cuerpo tiene miedo a ser comido. Esto es lo primero y más básico. Películas como Alien o Tiburón se dirigen a ese fondo primitivo: ser devorado o no tener que comer.
El miedo, por otra parte, es útil. Si los niños no aprendieran que no tienen que quemarse, morirían todos. El miedo preserva la vida, sin él no vivimos, pero en cambio el pánico es otra cosa. La angustia es el miedo a lo desconocido. Cuando no sabes de qué tienes miedo, entonces se produce angustia. Lo esencial no es tanto librarse del miedo como no dejarse dominar por el pánico.
Dice que el amor crece en la medida en que la crítica decrece. ¿Cómo debemos actuar frente a los defectos de los demás?
El enemigo del amor es la crítica al otro. Si alguien te critica es porque no te ama. Hay que aceptar al otro tal como es. Ahora bien, criticar es una cosa y el juicio objetivo es otra. Enjuiciar es malo, pero saber qué le sucede a los demás es bueno. Hay que decir al otro: «Yo no te critico porque te quiero, pero veo tus límites y me gustaría hacerte consciente de ellos para que tú hagas lo que quieras». Eso no es crítica.
Suele decir que «Lo que das te lo das, lo que no das te lo quitas»…
Y eso quiere decir que lo que haces al mundo te lo haces a ti mismo, y lo que no le das al mundo te lo quitas. Si yo guardo el conocimiento, me lo quito. Yo tuve un maestro, un alquimista, que tenía 110 años y se ahorcó con un alambre en su cuarto. Tenía un conocimiento enciclopédico y monumental pero lo daba en pequeñas frases… ¿Para qué le sirvió acumular tanto conocimiento? ¡Se suicidó!
El conocimiento se recibe y se da. Cuando das el conocimiento te enriqueces. Si no das amor te lo estás quitando a ti mismo. Si yo comienzo a ayudar a la gente, si empiezo a sanar a la gente, me empiezo a curar, ¿comprendes? Para ser terapeuta hay que estar enfermo. Lo primero que hay que hacer para curarse uno mismo es curar a la gente. El mundo eres tú y soy yo. El mundo no es nuestro, es lo que somos. Yo no quiero andar con los pies sucios. ¿Por qué tengo que andar por terrenos contaminados o entre árboles que se están muriendo? Esto que padecemos nos lo estamos haciendo a nosotros mismos: si envenenamos la atmósfera atacamos nuestros pulmones. Si ingiero tóxicos como nicotina o alcohol estoy contaminando mi sangre, pero como la sangre es de todos —mi sangre no es mía— estoy envenenando a la humanidad.
Tengo otra frase más: «No quiero nada para mí que no sea para los otros».
Ha escrito que para transformarse hay que dar y no pedir, que es muy distinto.
Para transformarse hay que dar, pero para transformarse también hay que aprender. Uno se cierra y no admite el amor del otro, el cariño ni la ayuda del otro. El verdadero salto es aprender a recibir, que es tan difícil como aprender a dar. Y también hay que aprender a pedir lo que uno necesita: justicia es darse a sí mismo lo que uno merece. Por eso en los evangelios se dice: «Llamad y se os abrirá». Si yo pido una larga vida es porque tengo derecho a pedirla. Si yo pido que se utilice otra energía diferente a la del petróleo es porque tengo derecho a pedirlo, como que se limpien los ríos o que cesen las guerras o que las fortunas no se acumulen en unos países mientras otros pasan miserias. Tengo derecho a pedir que circulen las fortunas por todo el planeta. Tenemos que aprender a pedir lo que es justo, y a no pedir lo que no es necesario pedir.
¿Y la gente que no pide…?
Un santo que no pide nada es un santo que vive encerrado en sí mismo y que deja pasar el mundo… Es una decisión individual, pero es necesario tener a quién transmitir tus conocimientos. Hace un momento te mencioné a mi maestro alquimista, que poseía una sabiduría increíble y que me revelaba los secretos con cuentagotas. Había sido prestidigitador, un hombre famoso… Había puesto todo su dinero en el banco y, por un error económico de la inflación, lo perdió y no sabía de qué vivir. Y, entonces, se colgó de un alambre. Se ahorcó por no haber compartido con los demás. Yo tuve una crisis profunda cuando lo supe y me interrogué por el final de aquel hombre. Aprendí algo: la sabiduría que no das, la pierdes. A la muerte de ese hombre, con la reacción que me produjo, comencé con mi Cabaret Místico, lugar donde podía enseñar a los demás todo lo que yo aprendía a lo largo de la semana. A veces me robaban ideas, pero eso no importa. Hay gente que dice que hizo cosas que yo inventé. Me da igual.
Una vez, este mismo maestro centenario y con cuerpo de adolescente, me contó que había estudiado artes marciales. «Yo también», le contesté. Estábamos en Notre Dame, y me dijo: «Atácame». Yo me puse en posición de combate y él movió su mano izquierda de una forma tan increíblemente bella que mientras la miraba fascinado me dio una gran bofetada: «La belleza es el arma más peligrosa», me advirtió. Yo tardé mucho tiempo en comprenderlo. Utilizó una práctica secreta china que consiste en dibujar con la mano una culebra que distrae al enemigo. Y así es la belleza. El arma más terrible.
El arma más poderosa del ser humano es la imaginación. ¿De dónde viene la imaginación?
La imaginación es un juego de construcción que tenemos. Por diversos caminos vamos adquiriendo materiales: palabras, emociones, deseos, necesidades, sensaciones, percepciones. Todos estos materiales los organizamos con nuestra conciencia racional, de la manera en que hemos aprendido. Aunque seamos primitivos en el proceso de identidad y en conocer nuestras propias posibilidades, los organizamos. En el cerebro, todas estas piezas se acumulan y se pueden mezclar y ordenar con formas diferentes, como en el juguete Lego. En este proceso no contamos solamente con lo que nos viene dado de fuera, adquirido, sino con lo que se encuentra, misteriosamente, en nuestro cerebro; lo que llamamos inconsciente. La imaginación es crear con estos materiales. Cuando lees, estás imaginando mucho más de lo que estás leyendo. La imaginación es un lenguaje más rico que el limitado lenguaje oral… La imaginación supera los límites racionales. Existe una imaginación visual, táctil, olfativa, bucal, auditiva, emocional, sexual o intelectual. Una imaginación emocional que desarrolla tus sentimientos hasta lo sublime o el crimen. Una imaginación sexual, como la del marqués de Sade; una imaginación material, como la que tenía Marx, que veía el mundo a través de la economía. Yo, a la imaginación, la llamo creatividad. La base de la vida. Si padecemos es por falta de imaginación, por falta de creatividad.
Después de todo, ¿tenemos algo que perdonar a la vida?
(Sonriendo). Tu pregunta es simpática, porque hace de la vida un objeto y de ti un sujeto que está fuera de ella y que, además, la juzga. ¡Nosotros no somos monigotes fuera de la vida! Para perdonar a la vida tendríamos primero que perdonarnos a nosotros mismos. Y nosotros tendríamos que ser culpables de algo y no lo somos. No hay culpa. Ni siquiera existe un criminal que sea culpable él solo: todo crimen individual es producto de la familia, la sociedad y la historia.
Yo hablaba en términos de resentimiento hacia la vida.
Hay que perder los resentimientos: es el gran trabajo de resolver la rabia y los rencores. Estamos llenos de rencores y frustraciones por amor no obtenido. La enfermedad es falta de amor.
¿Y contra la falta de amor?
La creatividad.
¿Podemos aprender a ser creativos?
Por supuesto, inmediatamente te daré un curso.