El acto psicomágico

¿En el contexto mágico que rodea a una bruja como Pachita, la fe juega un papel esencial?

Bueno, en vez de hablar de «fe» utilicemos la palabra «obediencia». Quiero decir sencillamente que, aunque no se crea en el poder de la bruja, es conveniente permanecer imparcial y darle todas las posibilidades de actuar. Dicho de otra manera, tengas o no tengas fe, debes ser lo bastante honesto como para seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas. Si acudes a un médico y al salir de su consulta no te molestas en comprar ni tomar los medicamentos que te ha recetado, ¿cómo podrás pronunciarte después sobre la eficacia de su tratamiento? Si Pachita recomienda un acto, la persona cree en él y lo cumple sin tratar de comprender. Obedece, eso es todo, por misteriosa que pueda ser la práctica recomendada. Como ya hemos indicado, todo esto forma parte de una cultura radicalmente distinta de la nuestra. El director de una importante revista mensual parisiense, afectado por un cáncer, me preguntó en aquellos años si podía presentarle a Pachita. Lo llevé a su casa, ella lo operó y le dijo: «Estás curado, pero cuidado: no se lo digas a nadie hasta que hayan transcurrido seis meses». Él no obedeció. Apenas regresó a Francia, se hizo examinar por una serie de médicos, con la esperanza de que le confirmaran el veredicto de la bruja. Estos le dijeron que no estaba curado, y murió tres meses después. Por el contrario, un amigo francés, secretario de prensa de una gran compañía cinematográfica, que había tenido varios infartos, a instancias mías fue a ver a Pachita para que le «cambiara el corazón». Terminada la operación, la bruja le pidió que esperara tres meses, y él así lo hizo. Al cabo de ese período, se sometió a varios exámenes, y el electrocardiograma reveló una gran mejoría. Han transcurrido años y él sigue vivo… También podría citarte el caso de la asistente del cineasta François Reichenbach. A consecuencia de un accidente de tráfico, parecía condenada a la parálisis. Pachita la operó y volvió a andar. Hace un tiempo vino a verme para darme las gracias por haberle presentado a la bruja. Aproveché la ocasión para pedirle que testificara en una conferencia que yo daría en la Sorbona ante un auditorio de unas quinientas personas. Permíteme que te lea parte de su testimonio, tal como fue grabado y transcrito:

—(Jodorowsky:) Así pues, voy a interrogarte. ¿Cómo te llamas?

—Claudie.

—¿De qué director francés eras asistente?

—Era asistente de Reichenbach.

—¿Tuviste un accidente?

—Sí, en Belice. Tenía la columna vertebral hecha migas, nervios seccionados en la espalda y nueve vértebras rotas. Estuve tres meses en coma. Cuando recobré el conocimiento, me dijeron que estaba paralítica y que no podría volver a andar. Entonces me llamó Reichenbach y me dijo: «Estoy con Alejandro Jodorowsky, te lo paso». Para mí, en aquel entonces, Jodorowsky era una persona que había hecho una película completamente delirante. Me pregunta: «¿Qué te pasa?», y yo le contesto: «Estoy paralítica». «No es grave», me dice entonces. «Tienes que ir a México a ver a la bruja Pachita». Fui a operarme, a pesar de que no creía. No creía en su cuchillo, ni creía en nada. Me hizo un daño de mil demonios. Aquello dolía mucho. Me abrió desde la nuca hasta el cóccix. Yo le había dado cien francos de la época para que comprara vértebras.

—(Alguien del público:) ¿Cómo?

—(Jodorowsky:) Sí, deben saber que Pachita compraba vértebras en el hospital o en el depósito de cadáveres, no sé muy bien… A veces, aparecía con un corazón en un frasco…

—¡Sí, así fue! Pero he de decirles algo: yo estaba segura de que un día me levantaría y volvería a andar. No creía en Pachita y me parecía que Alejandro estaba loco, pero estaba segura de que volvería a andar, y lo conseguí a través de ella. Pero ante todo creía en mí misma.

—¡Cuenta tu operación!

—Bien, con el cuchillo me abrió de arriba abajo la columna vertebral. Lo sentí perfectamente. Después, sentí como si golpeara con un martillo. Luego, me dio la vuelta… Ah, no, antes me puso alcohol de noventa grados. Había un olor inmundo a sangre caliente. El alcohol me escocía de un modo horrible. ¡La mordí! ¡Sí, la mordí! Me pasó por delante un brazo y, desde luego, no desperdicié la ocasión. En aquel momento estaba a punto de desmayarme. En realidad, no era tanto por el dolor como por el olor a sangre, no lo soportaba. Me puso boca arriba. Yo me dije: «Pero ¿qué hace?», y dejé de verle las manos. Ya no había manos. Estaban dentro de mi vientre, y yo no sentía nada.

—Esto es lo que vio…

—Eso es lo que vi.

—¡Eso es! A veces, amigos, esto es como la transferencia. No sé si han visto ustedes una emisión sobre aikido[2]: llega el maestro y, con el ki, parece invencible. No lo es porque ante una persona que no sea discípulo suyo no puede hacer nada. Es necesario que haya una transferencia. Es decir, que transferimos a ciertos arquetipos fuerzas que llevamos dentro y, en virtud de esta transferencia, hacemos de esa persona un maestro, un gurú, alguien que posee una fuerza inmensa. Alguien invencible. Ello se debe a nuestra transferencia. Es completamente útil y necesario, pero se trata de una transferencia. Con Pachita lo curioso era que todo el que iba a verla hacía esa transferencia.

Interesante… Claudie no creía, pero se sometió plenamente, a diferencia del director de la revista, que hizo lo que se le antojó.

Sí. Para que la práctica funcionara, ante todo había que prestarse al juego sin tratar de comprender. No obstante, por lo que a mí respecta, me esforcé en descubrir algunos de los mecanismos que actuaban en el proceso de curación, a fin de poder reutilizarlos después. Recuerdo, por ejemplo, a un amigo que se sentía muy débil. Pachita le dijo que no tomara más vitaminas. Le ordenó que entrara en una carnicería, robara un trozo de carne y se lo comiera.

Debía proceder a este ritual una vez a la semana. Por supuesto, el hombre recuperó toda su energía y, a mi modo de ver, por una razón muy simple: cometer un robo semanal era para aquel pobre hombre tímido un acto de una audacia inaudita. Tenía que movilizar todas sus energías. Entonces descubrió que era más fuerte y decidido de lo que creía y, desde el momento en que tuvo otra percepción de sí mismo, su vida cambió. Al menos, así es como yo me lo explico.

Entre captar algunos de los sutiles mecanismos psicológicos presentes en la brujería practicada por Pachita y recomendar actos uno mismo, media una gran distancia. ¿Cómo salvó usted esa distancia? ¿Cómo pasó de una reflexión sobre el acto mágico a la práctica de la psicomagia?

Como sabes, he estudiado a fondo el tarot y gozo de cierta reputación como tarotista. Pero yo soy autor de historietas para cómic y director de teatro y de cine, por lo que nunca he tratado de ganarme la vida con las cartas. Sin embargo, en un momento determinado, quise profundizar en mi estudio del tarot. Para ello tenía que comunicarme con los demás, practicar la lectura de las cartas. Me fui entonces a una librería de la rué des Lombards que se llama Arcane 22 y que está especializada en tarot. Como los dueños me respetaban, les propuse que me acondicionaran un cuartito en la trastienda, comprometiéndome, a cambio, a recibir a dos personas al día durante seis meses, para echarles las cartas de forma profesional. Los dueños de la librería pusieron un cartelito y empezaron a llegar consultantes. No voy a extenderme aquí sobre mi concepto del tarot. Sólo diré que yo no leo el futuro, sino que me conformo con el presente y centro la lectura en el conocimiento de uno mismo, partiendo del principio de que es inútil conocer el futuro cuando se ignora quién es uno aquí y ahora. En suma, aquellas sesiones suscitaron en mí ciertas reflexiones. Cuanto más avanzaba, constataba con más fuerza que todos los problemas desembocaban en el árbol genealógico.

¿Qué quiere decir con eso?

Acceder a las dificultades de una persona es acceder a su familia, penetrar en la atmósfera psicológica de su medio familiar. Todos estamos marcados, por no decir contaminados, por el universo psicomental de los nuestros. Así, muchas personas asumen una personalidad que no es la suya, sino que proviene de uno o de varios miembros de su entorno afectivo. Nacer en una familia es, por decirlo así, estar poseído.

Esta posesión suele ser transmitida de generación en generación: el embrujado se convierte en embrujador, proyectando sobre sus hijos lo que fue proyectado sobre él… a no ser que una toma de conciencia logre romper el círculo vicioso. Al cabo de una consulta de dos horas, muchos exclamaban: «¡No había descubierto tantas cosas ni en dos años de psicoanálisis!». Esto me dejaba muy satisfecho y convencido de que bastaba con ser consciente de una situación problemática para resolverla. Sin embargo, no era verdad. Para superar una dificultad no basta con identificarla claramente. Una toma de conciencia que no es seguida de un acto resulta completamente estéril. Poco a poco, fui dándome cuenta de eso y llegué a la conclusión de que tenía que aconsejar a la gente. Pero me resistía a hacerlo. ¿Con qué derecho podía entrometerme en la vida de los demás, ejercer una influencia en su comportamiento? ¡Yo no quería convertirme a mi vez en embrujador! Era una posición difícil, ya que las personas que venían a consultarme no pedían otra cosa: habría tenido que convertirme en padre, madre, hijo, marido, esposa… Pero no estaba dispuesto a convertirme en director espiritual de nadie, a inmiscuirme en la existencia de los demás. Entonces se me ocurrió una idea: para que las tomas de conciencia fueran eficaces, yo debía hacer actuar al otro, inducirle a cometer un acto muy preciso, sin por ello asumir la tutela ni el papel de guía respecto a la totalidad de la vida de esa persona. Así nació el acto psicomágico, en el que se conjugan todas las influencias asimiladas en el transcurso de los años y de las que hemos hablado en nuestras charlas.

¿Cómo procedía usted?

Ante todo, estudiaba a la persona, exigía que me lo contara absolutamente todo. En lugar de tratar de adivinar por el tarot lo que pudiera ocultarme, simplemente la sometía a un interrogatorio. Preguntaba a mi consultante por su nacimiento, sus padres, sus abuelos, sus hermanos, su vida sexual, su relación con el dinero, su vida sentimental, su vida intelectual, su salud…

En suma, una verdadera confesión.

¡Absolutamente! Y pronto fui depositario de unos secretos terribles: robos, violaciones, incestos… Un hombre me confesó que, siendo niño, al finalizar el año escolar, esperó encima de un muro a un profesor al que detestaba para arrojarle una gran piedra sobre la cabeza. Quizá el profesor se murió, pero el chico no se quedó allí para comprobarlo… Un día recibí a un padre de familia belga, y enseguida noté que era homosexual. «Sí», me confiesa, «y tengo relaciones sexuales con diez personas al día en las saunas, cada vez que vengo a París. ¿Sabe cuál es mi problema? Que me gustaría hacerlo con catorce, como mi amigo…». Empezaron a salir los trapos sucios. Recibía las confidencias más oscuras y extravagantes. El incesto estaba a la orden del día: una mujer me confesó que el padre de su hija no era otro que su propio padre; un chico seducido por su madre me contó todos los detalles… Sadomasoquismo, fijaciones homosexuales, obsesión por el placer solitario… ¡Por allí aparecía de todo! La gente se desahogaba porque sentía confianza y me juzgaba capaz de proponerles una terapia adaptada a su herencia social y cultural.

¿Por qué era importante para usted que fuera tan detallada la confesión?

Porque, antes de emprender cualquier cosa, es imprescindible conocer el terreno. Aprendí ese principio de Miyamoto Musashi, el autor del Libro de los cinco anillos. Antes del combate, dice, hay que ir al terreno muy temprano y adquirir de él un perfecto conocimiento. También hay médicos que aplican este método. La familiarización con el terreno psicoafectivo de la persona me parecía un requisito previo para la recomendación de cualquier acto psicomágico.

¿Y qué función cumple el tarot en todo esto? Si una persona se confiesa, ya no es necesario adivinar nada.

Las personas suelen hacer sólo medias confesiones. Se guardan lo mejor para después, por decirlo así… El tarot me ayudaba a sacar a la luz secretos inconfesables en un primer momento. De ese modo, disponiendo de todos los elementos, estabas en condiciones de proponer un acto a la vez irracional y racional: irracional en apariencia, pero racional en la medida en que la persona sabía por qué tenía que realizarlo. Por otra parte, todo acto psicomágico tiene efectos perversos, es decir, incontrolados, que constituyen precisamente su riqueza.

Explíquelo, por favor.

Daré un ejemplo: un día recibí la visita de una señora suiza cuyo padre había muerto en Perú cuando ella tenía 8 años. Su madre hizo desaparecer todo rastro de aquel hombre, quemando cartas y fotos, por lo que mi consultante seguía siendo, en el plano emocional, una niña de 8 años. Con más de cuarenta de vida, hablaba como una niña y tenía graves problemas. Le prescribí un acto: debía ir a Perú, a los sitios en que había vivido su padre, y traerse algo, un recuerdo, una prueba palpable de su existencia. Cuando regresara a Europa, debía colocar el o los recuerdos en su habitación, encender una vela y después ir a la casa de su madre y darle una bofetada. Es preciso decir que su madre la maltrataba e insultaba. Como puedes ver, el cumplimiento de este acto exigía un compromiso. La mujer se fue a Perú, encontró la pensión en que había vivido su padre y, por una de esas sincronías que emanan de lo que yo llamo «danza de la realidad», encontró cartas y fotos. El padre las había entregado a la dueña de la pensión, confiando en que un día su hija iría a buscarlas. Varios decenios después, mi paciente encontró unos recuerdos en virtud de los cuales su progenitor, por así decirlo resucitaba. Al leer aquellas cartas y contemplar aquellas fotografías, la mujer dejó de ver en su padre una especie de fantasma y sintió por fin que había sido un ser de carne y hueso. Cuando regresó a su casa, puso las cartas y las fotos en su habitación, encendió una vela y se fue a ver a su madre, con intención de darle una buena bofetada. Madre e hija tenían una relación muy difícil. Pero mi paciente se llevó una sorpresa al comprobar que su madre —a la que había anunciado su visita— estaba esperándola y, por una vez, le había preparado una comida. Asombrada al verla tan amable, se sintió muy turbada por tener que abofetearla, ya que por una vez su madre no le daba motivo para hacerlo. Pero el acto psicomágico constituye un contrato ineludible que ella sabía que debía respetar. Durante el postre, mi paciente abofeteó a su madre por sorpresa y sin razón aparente, temiendo una reacción violenta de la madre, a quien siempre había temido. En cambio, esta se limitó a preguntarle: «¿Por qué lo has hecho?». Ante tanta ecuanimidad, la hija por fin encontró palabras para expresar todas las quejas que tenía de ella. Y esta fue la sorprendente respuesta de su madre: «Me has dado una bofetada… ¡Pues deberías haberme dado otra más!». Por fin, entre las dos mujeres nació la amistad.

Parece casi un milagro…

Podría darte pruebas de la veracidad de esta historia. La he contado para que se vea que el acto sigue su propia lógica. No se puede prever cómo va a desarrollarse ni cuáles serán sus efectos. Pero si está prescrito sobre la base de un buen conocimiento del terreno, sus efectos, cualesquiera que sean, no pueden ser sino positivos.

Así que pasó de leer el tarot a prescribir actos psicomágicos…

Enseguida tuve que hacer frente a una fuerte demanda: estaban mis consultantes del tarot, los que habían seguido mis cursos de masaje, los que asistían a mis conferencias semanales en el Cabaret Místico… Una multitud. Eso me impulsó a adoptar tres fórmulas de trabajo: una individual, otra en grupos de treinta a cuarenta, y otra en el marco del Cabaret, donde somos unas cuatrocientas o quinientas personas. De todos modos, el procedimiento esencial no varía: alguien me expone una dificultad y yo le recomiendo un acto. Ahora bien, la mayoría de los actos han sido prescritos en el curso de conversaciones privadas.

Al recomendar un acto establece un contrato con la persona…

Sí, y este acuerdo mutuo tiene mucha importancia. En primer lugar, la persona se compromete a realizar el acto tal y como yo se lo prescribo, sin cambiar nada en absoluto. Siempre en esa línea, y para evitar deformaciones debidas a fallos de la memoria, la persona debe tomar nota inmediatamente del acto y del procedimiento a seguir. Una vez realizado el acto, debe enviarme una carta en la que, en primer lugar, transcribe las instrucciones recibidas de mí; en segundo lugar, me cuenta con todo detalle la forma en que las ha ejecutado y las circunstancias e incidentes ocurridos durante el proceso; y en tercer lugar, describe los resultados obtenidos. El envío de esta carta constituye mis únicos honorarios por la prescripción del acto.

¿Eso significa que no percibe dinero en calidad de psicomago?

Siempre he querido dispensar los actos gratuitamente por lo menos desde el punto de vista estrictamente financiero, ya que la escritura y el envío de la carta son también una forma de retribución. Al realizar el esfuerzo de escribirme extensamente, la persona paga un precio, que yo percibo.

¿Cómo reaccionan sus consultantes a estas particulares exigencias?

Hay tantas reacciones como consultantes, desde luego, pero es posible distinguir ciertos tipos de actitud. Hay personas que tardan un año en enviarme la carta; otras discuten, no quieren hacer exactamente lo que les digo y regatean…, encuentran toda clase de excusas para no seguir las instrucciones al pie de la letra. Ahora bien, cuando se cambia algo, por mínimo que sea, ya no se respetan las condiciones indispensables para el logro del acto, y los efectos pueden ser incluso negativos. Hay que decir que hablar de forma tan directa al inconsciente supone ejercer en él una presión: uno trata de hacerle obedecer. Ahora bien, sólo tenemos los problemas que queremos tener. Estamos amarrados a nuestras dificultades. No tiene nada de asombroso, pues, que algunos traten de tergiversar y sabotear el acto: en realidad, no quieren curarse. Salir de nuestras dificultades implica modificar en profundidad nuestra relación con nosotros mismos y con todo nuestro pasado. En estas condiciones, ¿quién está realmente dispuesto a cambiar? La gente quiere dejar de sufrir, pero no está dispuesta a pagar el precio, o sea a cambiar, a no seguir definiéndose en función de sus preciados sufrimientos. En mi calidad de consejero, cuanto menos acepto el regateo más beneficio obtienen los demás. A ellos corresponde aceptar o rechazar mis condiciones.

Que el sí sea sí, que el no sea no…

¡Exactamente!

Es sabido que el psicoterapeuta se autoriza a sí mismo a tomar pacientes. ¿Qué sucede con el psicomago? ¿Cómo puede autorizarse a sí mismo a prescribir actos que atañen directamente al inconsciente?

Daré una respuesta irracional: en el momento en que prescribo el acto, si no dudo, soy justo.

Sin duda usted actúa con justicia, pero ¿cómo puede estar seguro de ello? Al fin y al cabo, es mucho lo que está en juego…

A ese respecto sólo cabe una pregunta: ¿quién prescribe el acto? He trabajado tanto para dejar de identificarme con mi yo que, cuando dispenso un consejo psicomágico, no soy yo el que habla sino mi inconsciente.

¡Todo el mundo es así! Unos y otros reaccionan como títeres, movidos por impulsos inconscientes…

Cierto, pero el hombre que es movido por sus automatismos nunca deja de identificarse consigo mismo. Yo no pretendo haber alcanzado la sabiduría, porque no estoy «desidentificado» las veinticuatro horas del día; pero cuando prescribo un acto, cuando desempeño mi papel de psicomago y me encuentro en trance o en autohipnosis, o como quieras llamarlo, el que habla no es mi pequeño yo. Siento que lo que hay que decir brota de las profundidades. Considero que he trabajado en mí mismo lo suficiente como para ser capaz de conseguir esta puntual disociación de mí mismo. Por supuesto, nos movemos en un medio sutil y subjetivo que no tiene relación con el razonamiento sino con la fe. Un santo sabe que hace el bien; en lo más profundo de sí, se sabe sincero y animado de una fuerza positiva, aunque algunos lo critiquen y vean en él a un ser con malos instintos. Cada vez que doy un consejo psicomágico, estoy convencido de que se trata de la respuesta apropiada para el problema de esa persona. Es sólo en una segunda fase cuando ya se lo expongo y explico de manera racional. El consejo brota sin mediación de mi inconsciente, en conexión directa con el inconsciente de aquel o aquella que me consulta.

Esta aptitud para hablar desde la profundidad no ha sido dada a todo el mundo.

¡En mi caso, es fruto del trabajo de toda una vida! He pasado buena parte de mi existencia meditando y estudiando las enseñanzas tradicionales para encontrar en mí, poco a poco, un espacio impersonal. No hablemos de santidad, sino más bien de impersonalidad, de un estado situado más allá o más acá del pequeño yo. Por lo tanto, el acto no lo prescribe Alejandro sino la no persona que hay en mí. Entonces me siento animado de un sentimiento totalmente positivo y desinteresado: en mi calidad de «psicomago», no busco sino hacer el bien. No pido dinero a mis pacientes, sino esfuerzo. Su voluntad de cambiar constituye mi retribución, y por ello la psicomagia no se ha convertido en un negocio. Créeme: es tan fuerte la demanda que me habría sido muy fácil vivir holgadamente con mis consultas. La gente prefiere pagar, sacar el monedero, antes que dar un poco de sí misma. Pero yo puedo mantener a mi familia con el cine y las historietas de cómic, y prefiero que por mis servicios de psicomago no se me retribuya en francos ni en dólares, sino de otro modo.

¿No es gratificante esta actividad? Por lo menos, hace que se sienta reconocido.

¡No utilizo la psicomagia para obtener reconocimiento!

Entonces, ¿por qué ha querido que se publique un libro consagrado a esta disciplina?

Mi motivación es muy diferente: aunque escriba novelas y guiones de películas e historietas, no me parece que deba redactar yo mismo un tratado de psicomagia; por otra parte, sería una lástima que esta particular disciplina desapareciera después de mi muerte, que no quedara huella. Además, me parece que ha llegado el momento de fijar las cosas por escrito y difundir esta actividad. Son cada vez más las personas que hablan de Pachita, que escriben, con más o menos talento y sensibilidad, libros y artículos relacionados con lo que fue mi inspiración, esas energías con las que me encontré en contacto directo. Y he sentido la necesidad de puntualizar, de explicar cómo llegué a la psicomagia pasando por el acto poético, el acto teatral, el acto onírico y el acto mágico —en primer lugar, para dar testimonio de cierto enfoque de la realidad del que se deriva la práctica psicomágica y, en segundo lugar, para proporcionar a las personas interesadas unas coordenadas, un texto que les sirva de referencia—. Al concebir este libro contigo no me mueve sino un espíritu de servicio.

En suma, la psicomagia es un ejercicio puramente espiritual…

Así es. Me concentro en la acción, en el mero hecho de dar, de aliviar el dolor prescribiendo un acto, no me preocupo de lo que pueda conseguir a título personal. Por esta razón, la psicomagia no podría limitarse a parámetros médicos o paramédicos. Reposa sobre todo en el desprendimiento del que la practica.

¿Le será posible mantener siempre ese desprendimiento? Son muchos los terapeutas que caen en la trampa: cuando ya logran vivir de su consultorio, la necesidad material los induce a tomar más y más pacientes, sin mostrar siempre prueba de discernimiento…

Aunque la demanda me impulsara a hacer de la psicomagia una práctica profesional, nunca me encontraría en una situación de dependencia económica de ella, por la simple razón de que las historietas y el cine me permiten vivir bien. ¡Además, no tengo la menor intención de abandonar la creación artística! Desde el punto de vista material, el desprendimiento consiste en ejercer sabiendo que uno puede dejarlo en cualquier momento sin por ello encontrarse sin recursos.

¿Podría precisar qué entiende por «desprendimiento», no sólo desde el punto de vista material, sino en la práctica de la psicomagia en sí?

Para estar en condiciones de ayudar a una persona, no hay que esperar nada de ella y se tiene que entrar en todos los aspectos de su intimidad sin sentirse uno involucrado ni desestabilizado. Un ejemplo: una participante en uno de mis cursos de masaje no soportaba que nadie le tocara el pecho. En cuanto un hombre, incluso aunque ella deseara mantener relaciones sexuales con él, hacía ademán de rozarle los senos, se ponía a gritar. Esta situación la hacía sufrir mucho, y ella ansiaba librarse de su pánico irracional. Le propuse que se descubriera el pecho, y así lo hizo, mostrando unos hermosos senos que no tenían nada de monstruoso o insólito. Luego le pregunté si confiaba en mí y me respondió que sí. Entonces le dije: «Me gustaría tocarte de un modo particular que en nada se parece ni a las caricias de un hombre deseoso de gozar de tu cuerpo ni al tacto de un médico que te examinara fríamente. Me gustaría tocarte con mi espíritu. ¿Crees que podría tocarte, establecer contigo un contacto íntimo que no tenga nada de sexual?». Me respondió que «quizá» y entonces puse mis manos a tres metros de sus senos y le dije suavemente: «Mira mis manos. Voy a acercarme lentamente, milímetro a milímetro. En cuanto te sientas agredida o incómoda, di que me detenga y dejaré de avanzar».

Acerqué mis manos con mucha lentitud. Cuando estaba a diez centímetros de sus senos me pidió que me detuviera. Obedecí y, al cabo de un largo rato, pasé muy cerca de la zona dolorosa, despacio, muy despacio, y volví a acercarme muy atento a su reacción. Ella, tranquilizada por la ternura de la atención que le dedicaba, percibiendo que actuaba con toda delicadeza, no emitió la menor protesta. Por fin, mis manos se posaron en sus senos, sin que ella sintiera dolor alguno, lo que le produjo un vivo asombro. Esta anécdota es un ejemplo de ese distanciamiento que, a mi modo de ver, es indispensable para quien desee realmente ayudar a los demás. Pude tocar, palpar los senos de aquella mujer situándome fuera de mi yo sexual, sin pensar ni un momento en obtener placer. En realidad, la toqué con el espíritu. En aquel momento yo no era un hombre, sino una entidad. Hay que ser capaz de tocar el cuerpo del otro, de entrar en contacto con su espíritu, sin que esta proximidad despierte en nosotros problemas aún no resueltos. He citado el caso de esta mujer hermosa, pero tal vez debería precisar que he tocado a toda clase de gente, viejos, jóvenes, guapos, feos, a veces deformes o enfermos… Lo importante es situarse en un estado interior que excluya toda tentación de aprovecharse del otro, de abusar del poder que uno tiene sobre él… Porque, a fin de cuentas, se trate de tarot, de masajes o de psicomagia nada adquiere sentido sino por una fuerza única: la energía desinteresada que a veces impulsa a un ser humano a acudir en ayuda de otro ser humano. Se trata de una energía pura, simple y sutil. Desde el momento en que interfiere la voluntad personal, el deseo o los temores, la relación de ayuda pierde su justificación y se convierte en una mascarada. No digo que en mí no puedan surgir estas manifestaciones del ego cuando actúo, pero las reconozco inmediatamente por lo que son y las dejo pasar, como se deja pasar a los sentimientos en la meditación zen, se desvanecen al instante y en nada influyen en mi relación con la persona que me ha dado la oportunidad de ayudarla. Soy consciente de la necesidad de una purificación interior, de esas abluciones rituales preconizadas por muchas tradiciones y que no sólo atañen al aseo corporal sino, ante todo, a la limpieza del corazón y del espíritu. Pero, por otra parte, ¿de qué me sirve romperme la cabeza preguntándome si estaré ya lo bastante purificado, lo bastante transparente? Recuerdo una historia zen acerca de esto: durante un paseo por un paisaje nevado un discípulo dice «Maestro, los tejados están blancos, ¿cuándo dejarán de estarlo?». El maestro tarda en contestar. Se concentra en su hara y al fin le dice con voz grave: «¡Cuándo los tejados están blancos, están blancos. Cuando no están blancos, no están blancos!». ¡Es genial! Lo importante es aceptarse uno mismo. Si mi condición actual me produce malestar, es señal de que la rechazo. Entonces, más o menos conscientemente, trato de ser distinto del que soy; en definitiva, no soy yo. Si por el contrario acepto plenamente mi estado de este momento, estoy en paz. No me lamento por creer que debería ser más santo, más bello, más puro de lo que soy aquí y ahora. Cuando soy blanco, soy blanco; cuando soy oscuro, soy oscuro, y punto. Ello no impide que trabaje en mí, que trate de ser un instrumento mejor; esta aceptación de uno mismo no limita las aspiraciones sino que las sustenta. Porque sólo se puede avanzar a partir de lo que se es realmente.

Lo que dice nos conduce a contemplar posibles riesgos de tergiversación; si he entendido bien, sólo puede dispensar consejos psicomágicos una persona que haya trabajado mucho sobre si misma. Incluso diría que este tratamiento es, esencialmente, de usted y que por ser fruto de su trayectoria particular, difícilmente podría ser aplicado por otros, aunque sí que podría servirles de inspiración; de hecho usted tiene seguidores que pretenden emularlo. Sus veladas del Cabaret Místico atraen a toda clase de personas, algunas de las cuales, creyéndose mucho más preparadas de lo que están, utilizan sus palabras y sus enseñanzas por su cuenta…

Desgraciadamente, es verdad. Sólo citaré un caso: después de haberme oído hablar de psicomagia, cierto individuo se sintió autorizado para ponerse a practicarla inmediatamente. Organizó un cursillo y, con gran aplomo, prescribió a todas las mujeres asistentes el mismo acto: ¡cada una debía comprar unas tijeras grandes y enviarlas como regalo a su madre! ¡Catastrófico! Tiene que haber tantos consejos como personas, además los actos no se pueden prescribir «al por mayor». El supermercado psicomágico es una aberración. Cada acto se prescribe «a medida», después de una atenta escucha y, como he explicado, de un contacto espontáneo con el propio inconsciente, lo cual sólo es posible merced a una disociación del yo, que a su vez es fruto de un largo trabajo espiritual. Prescribir el mismo acto a todo un grupo, sin escuchar a la persona y sin un amor verdadero, me parece pernicioso. Imagina la reacción de las madres al recibir unas tijeras por correo… El efecto tuvo que ser negativo a la fuerza. Yo prescribo un acto aparentemente agresivo sólo cuando tengo la certeza de que las consecuencias serán positivas. Siempre se trata de actos esencialmente creativos. Por el contrario, este hombre ejerció una influencia destructiva.

El mismo individuo pidió a sus víctimas que se identificaran con una muñeca, que vertieran en ella todos sus dolores, toda su carga negativa y la depositaran en la casa de él, en un saco. Después vino a verme una mujer muy angustiada, presa de una psicosis, convencida de que ahora aquel hombre detentaba un poder sobre ella… Además, ni siquiera podía devolverle la muñeca para tranquilizarla porque, una vez que se marcharon sus consultantes, lo tiró todo a la basura. En resumen, se trataba de un comerciante que se dedicó a ganar dinero explotando mi trabajo y la credulidad de un grupo de mujeres. Se ha de denunciar públicamente a aquellos que se sirvan mal de mi nombre para practicar con otros la psicomagia.

Esto es un gran escollo. Pero ¿cómo evitar esa clase de adulteraciones?

La solución consiste en formar a unas cuantas personas en las que yo tenga verdadera confianza y a las que conozca desde hace tiempo, como ya hago en mis cursos de masaje, tarot o psicogenealogía, a los que suelen acudir psicólogos y psicoanalistas. Pero formar psicomagos es más delicado. Para ejercer esta disciplina es preciso haber realizado un profundo trabajo espiritual, haberse desprendido de las pasiones o, por lo menos, no ser ya presa de ellas… Vuelvo a insistir en que esto es el trabajo de toda una vida.