Breve epistolario psicomágico
Una vez que la persona ha realizado el acto, dice que la única remuneración que le pide es que le envíen una carta relatándole los pasos de la ejecución. Me gustaría que explicara algunos detalles acerca de ese correo psicomágico que se establece.
Exijo la carta, por dos motivos: ya que un acto psicomágico presenta todas las características de un sueño, si no se anota de inmediato se olvida rápidamente. Por otra parte, lo que se recibe debe compartirse. La mejor manera de retribuir a un terapeuta es demostrarle cómo, gracias a su ayuda, uno ha recuperado la salud. Saber dar las gracias es una señal de salud espiritual. Estas cartas son, pues, parte integrante del acto psicomágico. Lo juzgan y lo completan, por decirlo de algún modo.
Esto aumenta mi curiosidad. ¿Podría mostrarme alguna?
Sí, claro. Como no es posible mostrar un acto, nos serviremos de las cartas. Para que se pueda entender bien el proceso, comentaré la primera carta frase por frase. Después, cuando lea otras, dejaré que cada cual adivine las razones que hay detrás de unos actos tan irracionales a primera vista.
¿Empezamos?
No hay que olvidar que en estas cartas no soy yo quien habla sino la persona a quien he prescrito un acto, acto del que él o ella me da cuenta por este medio. Esta es la primera e iré comentándola sobre la marcha[3]:
Soy psicólogo y fui a verle porque no lograba trabajar en mi profesión. No ganaba ni un céntimo. Usted me impuso el siguiente acto de psicomagia: tomar un tiesto en forma de doble cuadrado… [Le dije que tomara un tiesto en forma de cuadrado doble, como el de las cartas del tarot: doble cuadrado mágico, es decir, espíritu y cuerpo. Tenía que trabajar con los dos.]…de un color significativo. [¿Qué color? La persona debía elegir un color que tuviera para ella una fuerza simbólica, a fin de que el objeto le sugiriese algo]. Dividirlo en dos partes y plantar trigo. [Aquí había un juego de palabras: en francés hay un refrán que sugiere la idea de que cuando plantas trigo, te crece trigo en el bolsillo, porque se llama blé, trigo, al dinero]. En uno de los lados, el trigo debía ser plantado en cuatro hileras, dos hileras pares y dos impares. [Para mí, hacer hileras pares e impares simboliza el reconocimiento del hombre y de la mujer que todos llevamos dentro: en todos los ritos de iniciación, los números impares son masculinos y los pares, femeninos. Prestar la misma atención al hombre y a la mujer es reconocer a la pareja que hay dentro de nosotros].
En el otro lado, el trigo sería plantado desordenadamente. [Por lo tanto, hay un lado ordenado que simboliza la necesidad del intelecto de trabajar con método, y otro lado en desorden, que indica la confianza dada al inconsciente. Esta disposición espacial manifiesta que el orden perfecto sólo existe junto al desorden].
El 7 de febrero, al volver a casa después de haber permanecido dos días fuera, me doy cuenta de que el trigo germina. Pero el lado izquierdo de los dos cuadrados está casi yermo, sólo con uno o dos brotes. [Sólo ha crecido el trigo en el lado derecho… ¡Qué misterio! ¿Por qué en el derecho sí y en el izquierdo no? Sabemos que, en nuestra sociedad patriarcal, el lado izquierdo es el femenino: el lado pasivo del cuerpo está simbolizado por la izquierda. En la India, la mano derecha es la mano de Dios y la izquierda, la de la tierra, la que se utiliza para limpiarse el trasero, mientras que con la derecha se come. Y cuando uno escupe, siempre ha de hacerlo hacia la izquierda, nunca hacia la derecha. En este caso, debemos comprender el mensaje que se transmite a la mujer interior: ella niega su feminidad. Y la psicomagia, que opera a través de la sincronía o, si se prefiere, de la poesía, se lo manifiesta a través de estos cuadros de trigo: «Vigila tu feminidad, no descuides tu intuición, ¡atiende a tu mujer interior!». Es como si el trigo le dijera: «No crezco porque tú no amas la tierra. Y no amas la tierra porque no te amas a ti mismo en tu dimensión femenina»]. Me dijo que pusiera arcilla en las zonas estériles y que las regara con agua bendita por la noche… [Para mí, la arcilla es el cuerpo humano. Se dice que Dios hizo a Adán tomando arcilla de los cuatro puntos cardinales, y con esa arcilla procedente de los cuatro puntos de la tierra, hizo un hombre equilibrado. Estos cuatro lados están también en nosotros: si el ser humano no ha establecido un equilibrio entre sus necesidades corporales, sus deseos, sus emociones y su intelecto, no puede sentirse bien. En un ser humano bien desarrollado, estas cuatro energías están en equilibrio. En cuanto al agua bendita, se prescribe a fin de que el cuerpo esté bendito. Es lo primero que debe hacerse para reanudar el contacto con la dimensión femenina en uno mismo: al pedir a esta mujer interior que bendiga su cuerpo, la invito a que lo sacralice, a que deje de despreciarlo, a que vuelva a tomar posesión de él], y que hiciera pequeños corazones de alambre y los pusiera en las cuatro esquinas de la habitación; después me pidió que rezara a mis antepasados femeninos. Compro arcilla verde. La pongo en los lados izquierdos y, por la noche, la riego con agua bendita, que previamente había dejado en mi altar, cerca del Buda. También conseguí alambre para fabricar los corazones. [Le impuse un trabajo, ya que para encontrar trabajo era necesario que aprendiera a trabajar. De ahí esas pequeñas tareas que debía realizar y que le decían: «Aprende a amar el trabajo o no trabajarás jamás»].
El 20 de febrero hago los corazones y los pongo según me ordenó usted. Pongo más arcilla, agua bendita y rezo a las mujeres de mi árbol genealógico para que vengan en mi ayuda. El día 24 sigo poniendo arcilla, agua bendita y rezando. Aparece algún que otro brote, pero no como en el lado derecho. [Aquí él expresa su diferenciación entre izquierdo y derecho. Establece una competencia. Es como si dijera: «Una mujer no es como un hombre. Está disminuida, es inferior». Y cuando observa: «No es como el lado derecho», hay que contestarle: «¡Claro que no, puesto que es el lado izquierdo!»].
Hace un mes que no sucede nada… [En realidad ya ha sucedido todo]. Después de haber puesto arcilla y agua bendita de vez en cuando, vi que había crecido trigo. [Resulta curioso: dice que no pasa nada, pero en cambio ha crecido trigo].
Los lados estériles están menos tupidos que los otros. [Siempre está la comparación… Pero aunque no hubiera crecido más que una sola planta minúscula, en un puñado de tierra robada de un cementerio, en pleno invierno, con unos granos comprados en una tienda de productos dietéticos, habría sido una maravilla. En su habitación crece trigo: ¡qué milagro!].
Tengo dos hileras de seis plantas y dos de cinco. [Eso suma 22… Recordemos que yo le dije que usara un tiesto que fuera un cuadrado doble, a fin de que formara una carta del tarot. Y en este cuadrado en forma de carta de tarot hay 22 plantas, tantas como arcanos mayores. ¡Milagro!].
Encontré trabajo el 2 de marzo y sigo trabajando. Gracias por su ayuda.
Consiguió su objetivo. Me gustaría conocer otra historia.
Esta no voy a comentarla. Su autor, un escritor norteamericano llamado R. M. Koster, atravesaba una etapa de sequía creativa y se encaminaba hacia el alcoholismo. Su esposa conocía mi trabajo e intuyendo que yo podría ayudarle a recuperar su creatividad le indujo a hacer el viaje desde Panamá, donde residían, hasta París, para que yo le impusiera un acto de psicomagia. Debo precisar que este hombre llevaba unos diez años sin escribir un libro. Te leo la carta que me escribió después de liberarse del alcoholismo y empezar a escribir de nuevo, ambas cosas tras haber realizado el acto.
Muy interesante el caso.
Koster escribe con un desenfado que no oculta la dimensión trágica de su vivencia, como veremos ahora.
Situación en marzo de 1987: durante los años setenta escribí tres novelas, las tres muy buenas, estaban ambientadas en un país centroamericano imaginario, metáfora del Panamá. Sin que yo lo sospechara, estas novelas prefiguraban la historia de la República de Panamá, porque, una vez que las hube escrito, Dios decidió plagiarme: lo imaginado se convirtió en realidad. Un artista predice el futuro, porque a diferencia de los demás conoce el presente. Mientras trabajaba en la tercera novela, perdí el valor, angustiado por los militares. Decidí no escribir más sobre aquel país imaginario que se llamaba Tiniebla y, en las últimas páginas, lo destruí con un terremoto. Terminé aquella novela en septiembre de 1978 y no he vuelto a escribir desde entonces, he perdido confianza en mis aptitudes literarias y me he aficionado a la bebida. Cuando nos encontramos usted y yo, le dije: «Sin confianza no se puede trabajar. Escribir una novela es como arrojarse desde lo alto de un edificio. Escribes sin saber adonde irás a parar. Quizá te recojan los bomberos, quizá no. Pero, si buscas ante todo la seguridad, tienes que bajar por la escalera. Ahí estás seguro, pero no escribes una novela. Cuando uno pretende vivir la vida bajando por la escalera, no la vive. Llega un momento en el que hay que lanzarse».
Usted me contestó: «Estás poseído por un viejo yo. Cuando escribías ese libro, quien escribía era otro, los personajes que hablaban también eran otros. Pero esos personajes existen en tu inconsciente, son parte de ti. ¿Y qué has hecho tú? Has roto con ellos, los has asesinado. Por lo tanto, esos seres están enfadados contigo porque no llevaste tu novela a donde debía llegar. En la creatividad, hay que obedecerse. Cuando se crea, hay que entregarse, dejar que la creación crezca como un hongo. Hay que obedecer a lo que crece en nosotros, y tú no lo hiciste, y así cortaste tu creatividad».
Acepté su análisis, porque siempre estuve convencido de que es el libro el que busca al escritor, al igual que es la hembra la que busca al macho y no a la inversa. Me recomendó:
- Quemar mis cuatro proyectos posteriores a la tercera novela, los que no pude terminar. La quema debía realizarse en la habitación en la cual trabajo.
- Utilizar una bebida alcohólica para encender el fuego, con objeto de cortar mi consumo excesivo de alcohol.
- Como la habitación está en el primer piso y, puesto que yo había utilizado la metáfora del escritor que se tira desde lo alto de un edificio, es decir, que se entrega por completo a su libro, me sugirió que, una vez terminado el rito, saliera por la ventana en lugar de bajar por la escalera.
Y precisó otros detalles que aparecerán a medida que describa mi acto. Reuní todo el material necesario y lo metí en un cubo de hierro: los cuatro manuscritos inacabados, un litro de vodka, el cordel verde para atar las hojas, un alfiler para pincharme en el dedo y derramar una gota de sangre sobre cada manuscrito… Le prendí fuego. Inmediatamente, una horrible humareda llenó la habitación. Cogí el cubo, a pesar de que ya estaba caliente, y lo llevé al baño para no tiznar la habitación. Por otra parte, no quería que alguien al ver el humo llamara a los bomberos. Cerré la puerta del baño, puse el cubo en la taza y empecé a toser de asfixia. Salí rápidamente, cerré la puerta y, durante los quince minutos siguientes, volví de vez en cuando para asegurarme de que no se apagaba el fuego. Mientras tanto, empecé a preparar mi salida por la ventana. Al igual que todas las ventanas de este país tropical, esta tiene una persiana de láminas de vidrio y una mosquitera. En primer lugar desatornillé la mosquitera, y después desmonté parte de la persiana para poder pasar, operación delicada que exigió que retirara la pieza metálica que sostiene el vidrio. Una vez quemado el montón de manuscritos y abierta la puerta, me envolvió la humareda. No podía respirar y saqué el cubo por la ventana, puesto que me estaba prohibido utilizar la escalera. Lo dejé en un saliente que hay inmediatamente debajo de la ventana y corrí a cerrar la puerta del baño para evitar que el humo se esparciera por la casa. Por alguna misteriosa razón, encima de la tapa de la taza quedó una hoja. Salí por la ventana, crucé el tejado y bajé al patio. Tiré a la basura lo que quedaba de los manuscritos. Cuando al día siguiente entré en el baño, descubrí que todavía estaba lleno de humo y que las paredes, antes blancas, se habían puesto negras. Cuando levanté el papel que había quedado en la taza, vi que la parte que estaba debajo seguía blanca. Mandé limpiar el baño, pero aún hoy, al cabo de seis meses, persiste el olor a humo y se observa la diferencia entre el rectángulo blanco y el resto, que ahora es gris.
Resultados de la psicomagia:
- Escribí un artículo sobre Panamá que fue publicado por Harpers’ Magazine en su número de junio de 1988.
- Busqué un agente literario. Este agente vendió en setenta mil dólares un proyecto de libro escrito por mí a partir del material proporcionado por G. Sánchez-Borbón, un exiliado.
- Entre enero y abril de 1988, escribí las treinta y cinco mil soberbias palabras de este libro.
Conclusiones: Hasta ahora, ningún libro de ficción ha tocado a mi puerta para pedirme que lo escriba, pero estoy escribiendo con mucho éxito sobre los acontecimientos panameños. Parece que a su magia le tiene sin cuidado el género y sólo se guía por el tema.
Ya ves… Escribí una postal a Koster para felicitarlo, haciéndole observar que no había quemado la hoja que había quedado en la tapa. También le decía que, si quería escribir ficción, podía proponerle otro acto psicomágico. A lo que él me contestó: «Por el momento, no deseo más actos, porque tengo mucho trabajo. Me bullen en la cabeza muchas ideas: cine, etcétera. Uno sabe cuándo está vacío. Ahora estoy lleno. Gracias».
Se tenga o no se tenga fe en la psicomagia, es cierto que usted expone hechos comprobables, lo cual es impresionante. ¿Todos sus consultantes le contestan con cartas tan prolijas como la de esta última persona?
En general, sí. Pero a veces me ocurre que, digamos por deformación profesional, en el curso de una conversación amistosa propongo un acto sin que me lo hayan pedido. En esos casos, prácticamente nunca recibo respuesta, sencillamente porque, en general, el acto no se realiza. La persona no lo ha solicitado, lo escucha con indiferencia, quizá entre divertida y curiosa, pero sin darle importancia.
De nuevo subraya la importancia que tiene la motivación, decisiva en toda terapia. Lo que importa es que la persona realmente desee cambiar…
Por supuesto. Si existe verdadero deseo y también confianza, todo es posible. Voy a leer una carta muy larga que ejemplifica ese principio: un acto de lo más simple puede adquirir una dimensión milagrosa si se realiza con fe:
Me llamo Jacqueline. Ya le conté que mi padre se suicidó cuando yo tenía 12 años tomando cincuenta tabletas de optalidón. También le dije que, con tantos problemas de dinero arrastrados desde hace años, muchas veces he adoptado actitudes suicidas. Me explicó que mi padre se había suicidado de un modo suave (con tabletas) y que yo misma estaba suicidándome poco a poco, que en eso imitaba a mi padre.
También le dije que mi madre había muerto tres semanas después que mi padre (padecía una degeneración cerebral desde hacía años). Yo necesitaba expresar con un acto algo que me asfixiaba desde hacía tiempo. Necesitaba una liberación y creo en los milagros.
Me propuso el siguiente acto: ir a una residencia de ancianos, comprar una docena de hermosas naranjas (grandes), regalárselas a 12 personas y hablar 12 minutos con cada una de ellas. Enseguida, llamarle para contarle lo experimentado. Puesto que mi padre había muerto un sábado, me dijo que realizara el acto en sábado.
Traté de comprender qué me proponía. Pensé que la residencia me situaba en la edad de mi padre (en un principio, no se me ocurrió asociar el acto a mi madre), que las naranjas eran símbolo de fecundidad y que, al ir a ver a personas que tenían aproximadamente la misma edad que mi padre, yo dejaría de rechazarlo. Si en esta ocasión le daba la vida, también yo misma me autorizaría a vivir y dejaría de sentirme impulsada a reproducir su acto. Además, 12 naranjas, 12 personas, eso era para mí un símbolo del arcano del Ahorcado del tarot. Por lo tanto, tenía que ir hasta un extremo de mi árbol, hasta un extremo de mi dolor, para lograr encontrar la alegría; quizá fuera necesario que muriese de una vez para renacer y ocupar mi verdadero lugar. Los días que precedieron al acto no fueron muy agradables; me encontraba mal, tenía palpitaciones y sensación de angustia y ahogo. Busqué una residencia pública, porque pensé que tal vez sus ocupantes fueran personas más necesitadas, peor provistas que los ancianos de una institución privada. Tuve que desplazarme a una población situada a 43 kilómetros de la ciudad donde resido, una población que tiene el mismo nombre que mi marido (!), donde se encuentra la residencia geriátrica comarcal. Por consejo de un amigo, antes llamé por teléfono a la directora y le expliqué que era psicóloga y que estaba haciendo un trabajo que trataba de la soledad de los ancianos, para lo que necesitaba cambiar impresiones con una docena de personas. Nada más llegar, descubrí que aquello era algo para lo que no me había preparado. Todas las personas presentes parecían tener un comportamiento curioso, anormal. La mayoría padecía trastornos mentales. Yo tenía razón en un punto, porque me reencontraba con un elemento de mi pasado que me había hecho sufrir mucho: mi madre también «se había visto trastornada» varios años antes de su muerte, algo que yo me había negado a reconocer siempre. Allí volví a enfrentarme con algo muy doloroso. No había elegido aquel lugar por casualidad. A pesar del dolor, no podía dar media vuelta, tenía que seguir adelante. El dolor me ahogaba, había tanto desvalimiento en aquellas personas… Tenía la impresión de que estaban pidiéndome ayuda. Sentí un gran amor por todos aquellos «viejos». Me resultaba difícil medir el tiempo que pasaba con cada persona. Sé que hay que respetar escrupulosamente hasta el menor detalle de un acto de psicomagia, para no «estropearlo». Usted me había indicado 12 minutos por persona; en mi consultorio paso unas cinco horas con la persona que viene a verme y nunca miro un reloj; allí tenía que concentrarme (lo mismo que un ahorcado), pero era bueno, sin duda, incluso imprescindible para mí. Esto me forzaba a situarme en un presente, a mantenerme vigilante, a darme cuenta de que el amor que uno da es percibido por el otro, que los mensajes transmitidos no tienen por qué ser más largos para ser más intensos.
Había personas sin dientes, por lo cual no podían comer la naranja y no querían aceptarla. Les decía entonces que la regalaran a quien quisieran. A otras no les gustaban las naranjas y también les decía que la regalasen. Esto debió de ocurrir cuatro o cinco veces. Hubo un momento en que sentí mucho miedo porque un hombre que estaba completamente trastornado se negó a tomar la naranja, incluso a regalarla. Como con aquel hombre había discutido, no sabía si podía contarlo como una de las 12 personas (puesto que me sobraba su naranja), lo cual complicaba mucho el acto y temía equivocarme. El hombre me siguió mientras yo hablaba con otras personas y por fin pude convencerle de que se quedara con la naranja. De pronto, el hombre se cayó. Tenía las piernas deformes y para andar se ayudaba con un aparato. Todo el mundo miraba, pero nadie se movía. Como buenamente pude, le ayudé a incorporarse, pero se negaba a quedarse sentado mientras yo iba en busca de una enfermera. Una vez erguido, se empeñaba en avanzar. Había personas que decían que quería ir a su habitación, que estaba en otro pabellón. Seguí sosteniéndolo mientras subía una escalera para ir a donde él quería. Yo me mantenía detrás de él, para que no cayera hacia atrás y se desnucara. Quizá parezca raro, pero yo no temía que su cuerpo me cayera encima y me hiciera rodar por las escaleras. Sentía en torno a nosotros la fuerza de ese amor que nos envuelve a todos. Por fin, el hombre consiguió llegar a donde quería.
Ya era mediodía, la hora del almuerzo, y todavía me quedaba una naranja, es decir, tenía que hablar con otra persona. Otra vez tuve miedo de que mi acto no fuera válido. Debía interrumpirlo durante una hora y luego volver para hablar con la última persona y regalarle la fruta. ¿Y si la interrupción lo echaba todo a perder?
Salí, me encontré con mi marido que me esperaba y hablamos de todo ello. Había dedicado 12 minutos a cada persona y tenía la impresión de haber repartido felicidad, de haber contribuido a aliviar sufrimientos. ¡Pero cuánto me habían dado también a mí aquellas once personas! Quizá parezca curioso, tratándose de personas disminuidas psíquicamente, pero todas me agradecieron que hubiese ido a verlas. Cada vez que decía «adiós» me contestaban con un «gracias». Creo que aunque el intelecto pierda todo o parte de lo que se llama «sentido de la realidad», el corazón percibe igualmente el amor que se le ofrece. Por lo menos, eso sentí en ese lugar.
Al cabo de una hora, volví para ver a la duodécima persona con mi duodécima naranja. Era un hombre al que le habían amputado una pierna y que estaba sentado en una silla de ruedas. Después me marché, sabiendo que aquel acto me había hecho consciente de que hay lugares en el mundo en los que habita un sufrimiento enorme que cada uno de nosotros podría contribuir a aliviar. En aquel asilo me encontré frente a mi padre y mi madre. Al fin y al cabo, mis padres murieron con tres semanas de intervalo cuando yo era todavía una niña y me sentí totalmente abandonada; tras mi visita a la residencia, tenía la impresión de haberles dado vida a los dos. Una vez realizado este acto, le llamé por teléfono a usted, tal como me había pedido, para decirle lo que había sentido. Después de escucharme, me propuso que hiciera lo siguiente: «Ve al sitio donde compraste las naranjas la primera vez, a mediodía —las 12, me puntualizó—, y compra una naranja, la más hermosa». Le pregunté qué día debía hacerlo y usted me dijo que qué día fui a la residencia. Era un sábado. Entonces me ordenó: «Hazlo un sábado. Siéntate a la puerta de una iglesia y cómete la naranja lentamente, durante 12 minutos. Eso es todo».
El sábado, 14 de julio, fui al mercado. La víspera había preguntado si habría venta a pesar de ser festivo. A las 12 en punto, elegí la naranja que me pareció más hermosa y la compré. Monté en mi bicicleta y, acompañada de mi marido, busqué una iglesia a cuya puerta pudiera sentarme. Había una iglesia, llamada Nuestra Señora de la Paz, en la que nunca había estado porque no me atraía su arquitectura moderna. Está en las afueras y yo no tenía más que una preocupación: la de que pudiera estar cerrada con llave, como suelen estar las iglesias cuando no hay oficios. De modo que dejé la bicicleta y, ¡oh, milagro!, al empujar la puerta descubrí que no estaba cerrada. En su interior la iglesia forma un cuarto de círculo, hay muchas vidrieras de colores —modernas, desde luego, pero me sentía a gusto—. Era una iglesia cálida. Me senté a rezar y a dar gracias antes de irme a comer la naranja. Entonces llegó el sacerdote, rezó y se puso a arreglar la iglesia. Yo deseaba que se marchara porque no me atrevía a comerme la naranja en la puerta. Cogí la bicicleta y, junto con mi marido, que me esperaba fuera, nos apartamos un poco. Al salir, había dejado abierta la puerta. Tenía la sensación de que ese acto tenía que hacerse con la puerta abierta; sentía que, si no, me estaría vedado el acceso a la felicidad.
Esperamos un poco y volvimos a la iglesia, donde vimos con alivio que ya no estaba el coche del sacerdote. Pero volví a sentir miedo de que la puerta estuviera cerrada con llave. No sólo no estaba cerrada con llave, sino que seguía abierta de par en par, tal como yo la había dejado. De modo que, con gran alivio y mucha alegría, me senté delante de la puerta abierta. A las 13:12 horas empecé a pelar la naranja. Durante la semana, me decía que 12 minutos era demasiado tiempo para comerse una naranja. Y es que yo no saboreo la comida, sino que la engullo.
A las 13:12 empezaba para mí una hermosa revolución, la forma de terminar con aquella parte de mí misma para ir hacia una transformación total. Empecé degustando la primera cuarta parte. Lo que sentí entonces nunca lo olvidaré. Ahora, mientras escribo estas líneas, experimento la misma emoción. Iba comiendo aquella cuarta parte, despacio, a pequeños bocados.
Estaba conmovida, tenía ganas de llorar, pero de alegría. Esta vez comprendía que hacía un bien y, quizá por primera vez, me autorizaba a vivir. Era la vida lo que estaba saboreando, lo que entraba por mí, se deslizaba dentro de mí. Sentía realmente que antes me había prohibido algo muy importante. La vida, sin duda… Allí comprendí que la puerta de Dios siempre había estado abierta para mí y que era yo quien la había cerrado. Me sentía en plena comunión con Dios. Fue una emoción intensa. Después de degustar la primera cuarta parte, miré el reloj: habían transcurrido cuatro minutos. El tiempo pasaba rápidamente, luego tuve que apurarme un poco. La emoción seguía siendo fuerte. Después de experimentar cierto dolor, seguía comiendo mi naranja con verdadero placer. Creo que hasta entonces no había descubierto el sabor de una naranja. Fue una revelación. En realidad, fue como si comiera por primera vez. Me hubiera gustado que el tiempo pasara más lento, para saborearla aún más. Pero el acto es el acto y, a las 13:24, terminé mi naranja. Entonces volví a entrar en la iglesia y me quedé unos minutos, sin pensar en nada. En mí se había hecho el vacío, pero era un vacío agradable, indispensable, desde luego, para que se asentara una fuerza nueva. Después me fui con mi marido, que me esperaba en un banco, muy cerca, porque necesitaba su compañía aquel día.
Y me doy cuenta de que, al pedirme que le escriba, sigue ayudándome. ¿Cómo lo diría? Cuando me comía la naranja, experimenté una sensación de aceptación de la vida en mí. Quizás correspondía al momento en que fui concebida, porque al escribirle —he redactado la carta varias veces—, he tenido la sensación de parirme a mí misma. Tengo el deseo de sanarme de mi pasado y debo decirle que, por el momento, es mi hija, que tiene 12 años, quien me ayuda a avanzar en esa dirección. Ella es lo que más quiero, y deseo que sea feliz, pero sé que no podrá encontrar la felicidad si no le ofrezco una buena imagen de alguien que desea vivir.
Es una carta conmovedora en muchos sentidos, sobre todo como testimonio de la fe de esa mujer en la psicomagia. El inconveniente que presenta la «dificultad de vivir» es que se trata de un mal muy difuso. Después de la lectura de esta larga misiva, me alegro de que esta persona pudiera sentirse renacer, pero me gustaría que encontrara una carta más breve donde se expusiera la resolución gracias a la psicomagia de una dificultad más concreta, más fácil de precisar.
Leeré la carta de Armelle, hija de una francesa y de un vietnamita. Muy acomplejada entre los franceses, vivía mal su feminidad porque no aceptaba sus rasgos orientales. Su padre, muy marcado por la guerra, rechazaba su país de origen. Aconsejé a esta joven que fuera a ese país en busca de sus raíces. Previamente, en Navidad, tenía que comerse un mango, guardar el hueso y hacerlo germinar en un vaso de agua para después plantarlo en un tiesto treinta y tres días. A continuación, tenía que llevarlo a Vietnam y plantarlo en un jardín de la familia paterna. Lo siguiente es lo que me escribió una vez realizado el acto:
Salí hacia Vietnam el 5 de agosto de 1986. El vuelo fue muy tranquilo, pero apenas empezamos a sobrevolar Vietnam entramos en una zona de turbulencias que sacudía el avión. Entonces me sentí enferma y mientras estábamos sobre Vietnam no hice más que vomitar en el baño. Tenía la sensación de que una parte de mí rechazaba ese país (quizá a causa de la aversión de mi padre hacia su propia raza).
Cuando aterrizamos, me parecía reconocer a mi padre en todos los niños con los que me cruzaba (mi padre salió de Vietnam a los 14 años). Luego, curiosamente, me sentí angustiada de tener la regla, experimentaba la misma sensación que en mis primeras menstruaciones. Creo que entonces restablecí el contacto con mi feminidad. También tuve ocasión de observar la feminidad de las vietnamitas, su naturalidad, su fragilidad, su encanto.
Me sorprendió que no me tomaran por vietnamita, y entonces, por primera vez, advertí con claridad mis raíces francesas.
El 13 de agosto llegué a la ciudad natal de mi padre. Estaba muy emocionada y lloré durante casi toda la noche, sintiendo una inmensa soledad y una fuerte indignación contra mi padre. Al día siguiente fui a ver la casa de mi bisabuela; fue maravilloso, porque hacía años, un 14 de agosto, había muerto mi tatarabuela y ahora toda la familia se había reunido allí para celebrar el culto a los antepasados. Quemamos incienso delante de los altares de todos los antepasados. Sentí una viva emoción ante la tumba de mi bisabuela, a la que por cierto no conocí. Después planté el mango en un jardín, con ayuda de toda la familia.
Fue un momento extraordinario: cavar la tierra amarilla de Vietnam para plantar aquel arbolito que tenía las raíces impregnadas de tierra negra de Francia… El contraste entre las dos tierras era un símbolo maravilloso. Además, qué coincidencia, el jardín estaba lleno de mangos.
Aquel viaje fue muy importante. Me permitió reconocer mi feminidad, analizar y valorar la herencia de esta cultura, descubrir que había fundado mi complejo racial en una quimera. Gracias.
¿Por qué tenía Armelle que comerse el mango en Navidad y luego enterrar el hueso precisamente 33 días después?
Aquella muchacha no sólo tenía un complejo a causa de su doble origen, sino que además se encontraba entre dos religiones. Por lo tanto, yo debía convencer a su inconsciente de que aceptara como un don sus dos culturas, uniéndolas en ella. Cristo nació en Navidad y murió a los 33 años para después resucitar. Y es este ciclo lo que transportó Armelle a Vietnam en forma de planta.
¿Ha tenido ocasión de «curar» otros complejos raciales?
Sí, por supuesto. Un día me visitó un hombre que era hijo de padre africano y madre francesa, y casi inmediatamente después recibí a una mujer que estaba en la misma situación. No se conocían, vinieron a consultarme cada cual por su lado. Ambos sentían una gran amargura a causa de su doble origen. Decidí unirlos en un acto psicomágico que realizarían juntos. Me dije que a través de aquel acto simultáneo, realizado por dos personas de distinto sexo, se encararían el hombre y la mujer interiores, animus y anima. No tenían la piel ni muy clara ni muy oscura. Les pedí que se maquillaran uno de negro y el otro de blanco; que fueran en automóvil al Arco del Triunfo y bajaran a pie por los Campos Elíseos; que regresaran al punto de partida; que volvieran al lugar en el que se habían maquillado e intercambiaran los papeles; que el negro se convirtiera en blanco y viceversa; y que finalmente hicieran el mismo recorrido. Leeré la carta del muchacho, que se llamaba Sylvain:
Sábado por la mañana: ante mis ojos hay dos tubos de maquillaje. Uno tiene la inscripción «carne», el otro, «negro». El cuarto de baño es pequeño y la muchacha que está a mi derecha me incomoda. Le falta energía, flexibilidad, da la impresión de que va a ponerse a llorar. Ha elegido maquillarse primero de mujer blanca. Por lo tanto, yo me maquillo de negro. Tengo retortijones, hasta que me digo: «No pasa nada, esto no es nada. Será divertido». En realidad, de divertido no tiene nada. Me acuerdo de lo que me ha impulsado a aceptar bajar por los Campos Elíseos disfrazado de negro y, después, de blanco. Me acuerdo de quince o veinte años de vida acomplejada por mi sensación de inferioridad racial, mi confusión, mi aversión a mí mismo, mi insatisfacción. Pienso en Laurence gritando de repugnancia en un pasillo del colegio, hará veinte años por lo menos, al saber que yo estaba enamorado de ella. Miro mi imagen en un espejo y me digo, finalmente, que me gusta la idea. El automóvil nos deja en la parte alta de los Campos. Llevo peluca y gorra de rasta. Mi acompañante es blanca y viste de negro. Avanzamos, al comienzo rápidamente, como con ganas de echarnos a correr, pero enseguida aflojamos el paso. Yo llamo la atención. Nadie parece fijarse en la mujer que va a mi lado. Muchos me miran sonriendo y me siento muy pequeño, encogido dentro de mí. Oigo comentar a la gente: «¡Hey, rasta man!». Sonrío. No siento el cuerpo, no siento el suelo que piso. Tengo la impresión de soñar, estoy incómodo. Me dan ganas de arrancarme la peluca y borrar el color de mi piel, de gritar: «¡Este no soy yo!». Entramos en una galería, hay poca luz y me calmo un poco. Cuando salimos, me siento mejor. El resto del recorrido me parece más fácil y compruebo una cosa: cualquiera que sea la imagen que la gente tenga de mí, no es más que una imagen. Nadie puede verme tal como soy si yo no decido mostrarme. E incluso así, ¿quién sería capaz de verme realmente? Llegamos al final de nuestro primer recorrido. Al regresar al coche, pienso nuevamente en esta idea de la imagen y me digo que sería interesante jugar un poco con la mía. Ya estamos otra vez en el cuarto de baño. Me froto la cara y el color negro se va, se escurre por el lavavo. Recuerdo que, durante toda mi infancia, me hubiera gustado ver escurrirse así el color de mi piel.
Ahora me toca hacer de blanco. El maquillaje me parece más difícil. Me cuesta trabajo imitar el aspecto de la piel blanca. Tengo una apariencia vulgar. La imagen que me he dado esta vez es la de una especie de fan de heavy metal con gorra rock. El maquillarme de blanco me hace sentir que cometo un sacrilegio. Es interesante, porque antes no sentí eso. Bajamos otra vez por los Campos, ahora nadie parece fijarse en mí, pero muchos miran a la muchacha que va a mi lado. Es muy negra y viste de blanco. Durante todo el recorrido me pregunto si la gente se sentiría tan incómoda como me siento yo en este momento, si supieran lo que estoy haciendo…
Sin embargo, a fin de cuentas, todo es muy impersonal. Nadie ve nada. La gente es indiferente, cada cual va a lo suyo. Una vuelta por Virgin Megastore y fin del viaje. Me siento muy liviano. Siento unas ganas locas de gastarme un dineral en ropa nueva. Es como si concluyera un sueño.
Muy interesante, pero la carta no menciona los efectos posteriores del acto.
Tanto Sylvain como Nathalie, la muchacha, tuvieron reacciones muy positivas. Algún tiempo después los dos encontraron pareja: Sylvain, una mujer blanca, y Nathalie, un hombre de color. Que yo sepa, las dos parejas funcionan bien.
Hasta aquí ha evocado complejos dolorosos, pero principalmente psicológicos: un hombre incapaz de ganarse la vida, un escritor que no escribe, personas que no se habían reconciliado con su origen racial. ¿Sería efectiva la psicomagia en personas que hubieran sufrido un trauma externo concreto…? Pienso, por ejemplo, en un aborto, una experiencia traumática muy corriente, por desgracia.
Pues leeré una carta relacionada con ese problema. Brigitte se sentía culpable por un aborto que había tenido en ausencia de Michel, su compañero. Estaba deprimida y no se resignaba. La relación de la pareja estaba en crisis, se alejaban cada vez más uno del otro. Le propuse un acto, pensando en que los dos juntos pudieran hacer ese funeral y enterrar por fin al feto. Brigitte y Michel debían fabricar entre los dos una caja de madera noble, que evidentemente simbolizaba el ataúd, y tapizarla con una tela de la mejor calidad. Por otra parte, de común acuerdo, debían elegir una fruta que simbolizaría el feto. Eligieron un mango. Brigitte, desnuda, debía colocarse la fruta sobre el vientre, sujetándola con un vendaje fuerte. Michel debía cortar las vendas con unas tijeras, como si fuera un cirujano, y tomar el mango. Brigitte debía revivir todos los sentimientos que había experimentado durante la operación y expresarlos en voz alta. Después de poner el «feto» en la caja, debían enterrarlo en un lugar muy hermoso. A continuación, Brigitte tenía que besar a Michel e introducirle en la boca, con la lengua, dos canicas de mármol, una negra y la otra roja. Michel debía escupir en primer lugar la canica negra. Este era el acto prescrito. Y esta es la carta de Brigitte:
La búsqueda de los materiales se hizo con un poco de precipitación, como la que hubo durante la hora que precedió a la interrupción voluntaria del embarazo. Elijo el mismo día en que esta se realizó, un sábado a las 18:15. El acto tiene lugar en el quirófano, con las piernas levantadas, desnuda y con el mango encima del vientre, sujeto por una venda. Michel se acerca. Viste de blanco, igual que el cirujano. Procede rápidamente y yo grito, doy alaridos, siento el desgarro en el vientre, lloro mucho, lo odio, está mutilándome. Michel ha cortado las vendas y puesto el mango en la caja. De pronto, siento una duda: ¿había que cortar también el mango con las tijeras? Michel quiere hacerlo, pero se lo impido. Lloro mucho. Michel me dice: «De todos modos, el mango no puede vivir una vez arrancado». Después se sienta a mi lado y me acaricia la frente. Noto que me odia. Está a mil leguas de mí. Ahora hay que encontrar el lugar donde enterrar la caja. Llegamos en moto a St. Germainen-Laye con una lluvia torrencial. Siento a la vez amargura y un gran alivio.
Finalmente, paramos en Marly le Roi, en el parque del castillo favorito de Luis XIV. Un sitio magnífico. Lloro desconsoladamente. Michel me sostiene, pero sigue estando distante. Hacemos el hoyo con las manos, donde nadie puede vernos. Casi ha anochecido. Nos besamos. Meto a Michel las dos canicas en la boca. El escupe una, la roja, que cae al suelo. Me pongo histérica. Michel reacciona, encuentra la canica roja y me la da. Yo vuelvo a metérsela en la boca. Según está prescrito, él escupe primero la canica negra, me besa y me devuelve la roja. Arrojo la negra al estanque del parque y me siento muy aliviada. Con la roja, me haré un anillo, como usted me aconsejó. Se reproducen reacciones psicosomáticas —rojez intensa en la mejilla izquierda— análogas a las que se presentaron después de la intervención. Me siento muy liberada de culpabilidad y con nuevas energías. Estoy tranquila y serena y acepto lo que pueda llegar. Recupero la confianza en mí y en Michel. Elijo la vida, pase lo que pase. Mis energías internas están como regeneradas, ya no siento pánico morboso.
¿Qué significado tiene el beso con las dos piedras de colores?
Utilizo los símbolos de la vida y de la muerte (rojo y negro), así como la casualidad. Al darle un beso, manifestación de amor, Brigitte proporciona a Michel la ocasión de dar la vida o la muerte. Si escupe primero la bola negra, Michel manifiesta su deseo de matar al feto, de no ser padre. Él mismo recoge la bola y, al metérsela de nuevo en la boca, busca otra oportunidad. Y esta vez opta por escupir la bola roja, la vida, que deposita en la boca de su compañera. De este modo manifiesta su aceptación de otro niño que pueda venir. Al arrojar la bola negra a un estanque, Brigitte devuelve a su inconsciente sus impulsos de muerte, recupera la confianza en Michel y se libera de sus temores y de su culpa. Ahora por su cuerpo circula la vida, no la muerte. En lo sucesivo, su sexo será centro de creación, no de destrucción.
Este acto ilustra la técnica consistente en «utilizar el lenguaje del inconsciente». Ese es, si he comprendido bien, el resorte esencial de la psicomagia.
Sí, pero también doy consejos sencillos y lógicos que puede comprender cualquier persona al instante.
¿Esos consejos, cómo operan?
Para que sean eficaces, tengo que aprovechar la oportunidad, o provocarla, encontrar el momento propicio para dispensarlos. Es una cuestión de ajuste, por así decirlo. El mismo consejo, dado en un mal momento, puede resultar ineficaz. El proceso puede compararse al fútbol: si lanzas a la portería sin que haya hueco suficiente, por preciso que sea el tiro, no pasará la barrera de la defensa. Por el contrario, si aprovechas un momento de vacilación, una debilidad del portero, la pelota entrará. Asimismo, cuando una persona baja un poco la guardia, yo trato de meterle un gol psicológico. Hay que tener presente que el que cae en un vicio se mantiene constantemente a la defensiva. El ego se niega a ceder. Por lo tanto, tengo que aprovechar o provocar un momento de distracción, a fin de hacer pasar una orden a través de las líneas de la defensa, hasta el inconsciente. Para que el consultante haga suyo el consejo, hay que perforar su yo obstinado y tocarlo en una zona de sí mismo mucho más impersonal.
¿Tiene alguna carta que ilustre ese principio?
Aunque no sea una carta propiamente dicha, servirá este testimonio redactado por el célebre dibujante Jean Giraud, alias Moebius.
Conocí a Alejandro a mediados de los años setenta. Trabajábamos en la película Dune. Hacía dos meses que cada día me daba una sorpresa con su manera totalmente surrealista de proponer, no ya la creación de una obra, sino también cualquier pensamiento o situación. En esos días, uno de los problemas que más me agobiaba era el del tabaco. ¿Cómo pasar largas horas con aquella apasionante persona sin puntuar mis reflexiones con grandes bocanadas de humo azul? Imposible cualquier transgresión: Alejandro, invocando supuestas crisis de asma mortal, había hecho del cigarrillo un tabú en el plato, y yo tenía que aislarme, como un colegial culpable, en el patio que colindaba con nuestro edificio.
Un día, conversando alegremente con varios compañeros del equipo de producción, mientras tomábamos un refresco en la terraza de un café, interpelé a Alejandro en tono festivo, pensando tal vez en ponerle en un aprieto, o quizá tan sólo por decir algo: «Alejandro, tú que has tratado a tantos magos y que incluso te las das de mago —en aquel entonces, yo tenía de la magia ideas confusas que aderezaba con ironía—, ¿no podrías, con un encantamiento o sortilegio, ayudarme a dejar el tabaco?».
¿Qué esperaba? Una respuesta-pirueta que provocara la risa y consignara mi pregunta a las brumas del olvido. Pero, para mi completo desconcierto, Alejandro, en lugar de escabullirse, me contestó que sí, que conocía una magia poderosa, infalible, que él me mostraría en aquel mismo momento, si yo quería. Pero antes tenía que estar seguro de que mi propósito de dejar de fumar era real porque el hechizo era fuerte, y tenía que hacerme a la idea de que, cuando la magia empezara a obrar, yo no volvería a fumar ni una sola vez en toda mi vida.
Alrededor de la mesa se hizo el silencio, la atención estaba concentrada en lo que yo acababa de promover. Alejandro me miraba con una hilaridad discreta y amistosa. Yo pensaba en el humo amigo, compañero impalpable, siempre disponible, discreto, eficaz y tranquilizador, en el chasquido alegre del encendedor, en el rasgueo del fósforo… ¿Estaba dispuesto a abandonar estos placeres, aparentemente indispensables? Pero también pensaba en el gris de la ceniza que parece invadirlo todo, en la respiración fatigosa, en la tos ronca y dolorosa de la mañana… Decidí dar el paso. Además, sentía curiosidad. No sólo vería a Alejandro proponer un acto mágico, sino que yo sería el objeto. Me incitaba otra cosa: los compañeros presentes esperaban mi decisión. ¿Iba a defraudarlos privándolos de ver la magia en acción?
—De acuerdo, estoy preparado.
—¿Ahora?
—Ahora.
—Muy bien. Dame tu paquete de cigarrillos.
Saqué mi paquete de Gauloises, del que me había fumado la tercera parte. ¿Le echaría un sortilegio, lo transformaría en calabaza? Después de murmurar extraños encantamientos, Alejandro dijo muy serio:
—Mi magia es poderosa pero muy simple. Para dejar de fumar, basta con tomar la decisión y tú ya lo has hecho. La clave está en acordarse de esa decisión, y aquí interviene la magia. ¿Quién tiene un lápiz?
Le tendí el que tenía y contemplé, fascinado, los ademanes seguros con que mi amigo retiraba la envoltura de celofán. Tomó el lápiz… Ahora vería qué signo cabalístico, qué poderoso sortilegio transformaría mi paquete de cigarrillos empezado.
—Muy sencillo: en una cara escribo esta palabrita: «No», y en la otra, esta frasecita: «Yo puedo».
Alejandro volvió a poner el paquete en la bolsa de celofán y me lo devolvió como si fuera una bomba preparada para hacer explosión o nada menos que el Santo Grial envuelto en el vellocino de oro. Me dijo que guardara el paquete media docena de semanas, hasta que, liberado de todo deseo de fumar, se lo regalara a un necesitado (que debió de preguntarse qué significaba aquello de «No» y «Yo puedo»).
Y desde entonces no he vuelto a sentir el menor deseo de encender un cigarrillo.
Bueno, en este caso se puede decir que lo que salva es la fe. Sin embargo…
A veces, un acto en apariencia absurdo puede ayudar a curar una enfermedad, porque un acto «habla» al inconsciente, y este toma los símbolos por realidades. La enfermedad es síntoma de una carencia. Si el inconsciente siente que esta falta se ha subsanado, deja de quejarse por medio de los síntomas. Por ejemplo escucha la carta de esta mujer, Sonia Silver:
Fui a verle al Cabaret Místico el 30 de octubre de 1992 y le hice una pregunta: «Hace dieciocho meses que siento un fuerte dolor en la nuca. ¿Este dolor puede ser efecto de una regresión desde un punto de vista espiritual?». Había consultado a médicos, acupuntores, masajistas, osteópatas, ensalmadores, curanderos y, desde luego, tomado antiinflamatorios, cortisona, infiltraciones, etcétera. Nada había hecho efecto. La noche del miércoles 30 de octubre, usted me indicó un acto psicomágico: debía sentarme en las rodillas de mi marido y él tenía que cantarme en la nuca una nana. Pero lo que usted no sabía es que mi marido es cantante de ópera. Me cantó una canción de Schubert. Estoy curada, ya no me duele y no me cansaría de darle las gracias…
¿Qué había pasado?
Muy sencillo: hice una ecuación entre la nuca, el pasado y el inconsciente. Intuí que la relación de Sonia con su padre no había podido desarrollarse adecuadamente. Al sentarla en sus rodillas, el marido, simbólicamente, desempeñaría el papel del padre y ella volvería a su infancia. Por otra parte, cantándole una nana a la altura del punto doloroso, realizaría un deseo de la niñez que no había sido satisfecho, es decir, que el padre la durmiera y se comunicara con ella en el plano afectivo.
Una síntesis impresionante… De todas formas, no sanó a Sonia de la carencia que experimentaba a causa de su relación frustrada con su padre.
No, ni lo pretendía. Pero la psicomagia la curó de uno de los síntomas engendrados por esa carencia. Ni más ni menos. Aunque alguna vez también he conseguido aliviar directamente el sufrimiento causado por la ausencia del padre, como se puede ver en la carta de este hombre llamado Patrick:
Desde niño, siempre había sentido cierto malestar en relación con mis padres. Tengo 45 años y, hace ocho, mi madre me reveló que era hijo ilegítimo. Ella no se lo había dicho a nadie. A la muerte de su marido —el hombre al que yo había considerado mi padre y que me educó— mi madre destruyó todas las fotos y se deshizo de todos los recuerdos de mi progenitor, muerto cuando yo tenía 3 años y del que no me acuerdo en absoluto. Experimenté una viva cólera al pensar que nunca vería su cara. Asistí a una de las conferencias que usted pronunció acerca del árbol genealógico y le pregunté qué se podía hacer cuando una persona no ha conocido a su padre ni tiene ninguna foto de él. Usted me contestó que, si yo no había sido reconocido por mi padre, pero sabía dónde estaba enterrado —esto sí me lo había dicho mi madre—, tenía que ir a su tumba para declararme hijo suyo introduciendo una foto dentro de la sepultura. Así lo hice después de ciertas vacilaciones.
Poco a poco mi rabia se fue atenuando. Acepté la idea de no ver nunca sus facciones. Hace quince días mi madre, que estaba convencida de haber destruido hasta el último recuerdo de aquel hombre, encontró una foto y me la dio. Este encuentro con mi padre fue y sigue siendo una gran alegría para mí. Por primera vez en mi vida tengo conocimiento de mi identidad. Ahora me siento reconciliado y lleno de amor hacia mis dos padres y también hacia mi madre. Su consejo fue providencial. Gracias de todo corazón.
Este ejemplo ilustra una de mis convicciones, a saber, que la realidad funciona como un sueño. En el mismo instante en que Patrick pone su foto en la sepultura de su padre, su inconsciente infunde realidad al símbolo y lo une a la figura paterna. Entonces esta puede surgir en el sueño que es la vida. No habiendo podido impedir esta unión, es decir, la aparición de la verdad, la madre colabora, encuentra la foto y da a su hijo la imagen que hará que él se sienta completo. Para mí, todos los acontecimientos están íntimamente ligados entre sí. Un acto bien realizado repercute sobre el conjunto de la realidad.
La madre colaboró en el acto inconscientemente.
Por eso es preciso que las personas implicadas en un acto estén informadas de su objetivo, a fin de poder participar con fervor en su realización. Daré un ejemplo de una colaboración consciente y bien lograda. A Gérard, un hombre a quien su constante exigencia afectiva le provocaba un gran sufrimiento con respecto a su mujer, le aconsejé que comprara dos cirios grandes y un ovillo de lana roja para realizar un acto con ayuda de su madre. Esta es su carta:
El lunes de Pascua, después de desayunar juntos, mi madre y yo fuimos a Notre-Dame a comprar los dos cirios. Había mucha gente. Después, la invité a almorzar en un restaurante chino. Hablamos mucho, de Dios, de la vida, de la familia. Después volvimos a casa. Poco antes de la medianoche, fuimos a su habitación (ella y mi padre duermen en habitaciones separadas). Pusimos los cirios encendidos en la chimenea. Estaban orientados en sentido norte-sur. Yo los tenía detrás, uno a la izquierda y el otro a la derecha. Luego nos atamos firmemente el uno al otro con la lana roja. Nos atamos todo el cuerpo: pies, piernas, tronco, brazos, manos, cabeza… Quedamos unidos de modo que cuando uno se movía, el otro tenía que seguir su movimiento.
En ese instante reviví el vínculo que tuve con mi madre durante mi infancia y adolescencia. En aquella época, me creía obligado a seguir todo lo que ella indicaba, a ver las cosas como ella, a pensar como ella, a actuar como ella… Entonces sentí, a la altura del vientre, un calor que desapareció al poco rato. Permanecimos así atados hasta la medianoche. Los dos estábamos muy tranquilos. A medianoche, empecé a cortar la lana, primero por abajo, los pies, la infancia… Cada uno cortó la mitad de los nudos, de las ataduras, pero ella quiso que yo cortara alguno más. Cuando pudimos separarnos pensé: «Ahora, a partir de este instante, soy libre». Le di las gracias y un beso. Nos quedamos hablando un buen rato, pero ella estaba cansada. Soplé los cirios, tomé uno y me fui a mi casa. La última parte de mi acto consistía en hacerle un regalo que antes tenía que soñar. Un día tuve una idea: el único regalo que podía compensar la ruptura provocada por el acto era agradecerle todo lo que me había dado. El sábado 9 de mayo, a medianoche, le escribí con sangre: «Te doy las gracias por todo lo que me has dado. Te quiero. Que Dios te bendiga». Después sellé la carta con la cera del cirio de Notre-Dame que había encendido antes de escribir. Aquel acto transformó mi vida; a partir de aquel momento, dejé de agobiar a mi esposa como había hecho hasta entonces a causa de una exigencia afectiva que venía de mi infancia.
Ahora me gustaría mostrar otra carta que trata de un problema de identificación con la madre. La escribe una pintora, víctima de fuertes crisis de asma. Aquí me serví del elemento onírico que utiliza la artista en su propia pintura. Además, esta carta también es interesante porque presenta el caso de una persona que ya había recurrido a la psicomagia y se había sentido aparentemente curada hasta sufrir una recaída, que requirió un nuevo acto. A veces un acto puede hacer desaparecer una dificultad sin extirparla de raíz, y entonces es conveniente prescribir un nuevo acto:
… Le pregunté por qué, después de visitar un osario de apestados en Nápoles, sufrí una fuerte crisis de asma, al cabo de un año de no haber tenido recaídas. También le pregunté por qué, desde el día de la inauguración de mi exposición sobre los «ángeles», que tuvo lugar casualmente el 8 de junio, víspera del vigésimo aniversario de la muerte de mi madre, había vuelto a tener crisis de asma frecuentes y había vuelto a tomar diariamente medicamentos que había creído no necesitar más. Y es que, después de enterrar, por consejo suyo, todos los medicamentos bajo la tumba de mi madre, hacía exactamente un año, me consideraba definitivamente sanada. En verdad, no había tenido ni una sola crisis, hasta aquel día en Nápoles. Me contestó que probablemente no me autorizaba a mí misma a tener éxito en la profesión que amaba porque mi madre había muerto después de una larga enfermedad sin haber podido alcanzar su plenitud. Me aconsejó entonces que pintara un esqueleto y que encima dibujara un ángel, cuya túnica opaca tapara los huesos. Me proponía que, en cierto modo, sublimara en el ángel mi pena por mi madre. La idea me agradó. Seguí su consejo y, a pesar de mi actual incapacidad para pintar, hice un esfuerzo y fui a mi estudio para hacer el dibujo. Pinté el esqueleto, pero como no me gustaba dibujé otro encima y luego hice el ángel blanco. Días después tuve una fuerte crisis de asma con bronquitis que me costó mucho vencer. Estaba desesperada y tan fatigada que tuve que ir a descansar a la montaña. Me sentía confusa y dudaba de todo y de todos. ¿Por qué la psicomagia había fracasado esta vez, llegando incluso a provocar un resultado inverso al que esperaba? Misterio… Me sentía desconcertada hasta que reflexioné y recordé que, antes de dibujar el ángel, había hecho dos esqueletos, ¡dos esqueletos para un solo ángel! Comprendí que, inconscientemente, me sentía aún fuertemente atrapada por la pena, aquella pena que me hacía enfermar. A mi regreso, repetí la psicomagia. Esta vez dibujé un esqueleto y, después, un ángel. Al día siguiente, reduje las dosis de medicamentos a la mitad. Al otro día, los suprimí del todo. ¡Estaba curada!
Los actos de los que dan testimonio estas cartas ponen de manifiesto diferentes facetas de la psicomagia. ¿Podría seleccionar una última carta en la que, gracias a su asombrosa disciplina, haya neutralizado un mecanismo psicológico común? Pienso, por ejemplo, en el miedo. Es un hecho reconocido que, en muchos casos, el miedo enmascara un deseo reprimido. ¿Tiene en su archivo algún «caso» que revele y resuelva esta dinámica en sí muy banal?
Tengo muchas cartas de este tipo, pero elijo esta porque es la prototípica:
Una noche de mayo, regresando de una de sus conferencias, en el portal de mi casa me atacó un hombre enmascarado que quería violarme. No lo consiguió, pero pasé mucho miedo y seguramente trasladé mi espanto al lado derecho del cuerpo, que a la mañana siguiente estaba como paralizado. Aquello me provocó una gran aversión hacia los hombres, no soportaba su contacto y, a veces, no podía ni estar sentada a su lado. El miedo se apoderó de mí y, si volvía tarde a casa, subía los seis pisos corriendo. Yo, que nunca antes cerraba la puerta con llave, me aislé del mundo exterior parapetándome detras de tres cerrojos. Pero el miedo no se quedaba al otro lado de la puerta, sino que me acompañaba siempre… Usted me prescribió un acto: «Ve a Pigalle y compórtate como una puta. Da una excusa para no irte con los hombres que se acerquen». Una coraza de plomo no me hubiera parecido más pesada… Elegí un 17 de julio porque el número 17 corresponde a la Estrella en el tarot y a Acuario, mi signo, con lo que me ponía bajo su protección.
No conocía bien aquel barrio, de modo que fui primero a reconocer el terreno. Por supuesto, me resultaba muy difícil interpretar ese papel, completamente nuevo para mí. El 17 por la noche, a las 9, vestida con minifalda, una blusa muy ceñida, zapatos de tacón y medias de malla, y muy maquillada me encaminé a Pigalle. Deseaba no encontrarme con ningún vecino por el camino.
En un andén del metro, un hombre se acercó para preguntarme, primero, si tenía fuego, después, la hora y, por último, por una estación del metro. Yo me sentía dentro de la piel del personaje y observaba lo que pasaba en mí. En Pigalle me esperaba un amigo y su presencia me tranquilizó.
Me senté en la terraza de un café elegido a propósito. Crucé las piernas con descaro y encendí voluptuosamente un cigarrillo rubio, mientras observaba mi entorno. Descubrí las miradas de los hombres, ávidas, despectivas, perversas, etcétera. Mientras afrontaba aquellas miradas, notaba que en mí, en mi vientre, surgía una nueva fuerza. Transcurrió una hora, se acercaron cinco o seis hombres que querían subir conmigo a casa. Me negué, pretextando una enfermedad benigna. Algunos debieron de pensar que tenía sida.
Después de cenar con mi amigo Hervé, volví a casa agotada, pero ya no tenía miedo y desde entonces he podido relacionarme con los hombres y subir mis seis pisos sin problemas. He dejado de esconderme y me siento en paz.
Este acto me ha permitido descubrir cómo en mí coexistían varios personajes, manifestarlos, vivir mi miedo y superarlo. Experimenté una gran liberación y la confianza de que en adelante podría avanzar, seguir mi camino. Sin este acto, qué duda cabe, lo hubiera reprimido todo. Ahora siento que me he abierto.
El miércoles pasado, al volver de la conferencia, vi que un hombre me seguía. Quería acostarse conmigo. Me vino a la memoria el acto y toda la fuerza que había extraído de él. Discutí con ese hombre y pude ver el miedo en sus ojos. Tomé conciencia de mi propia fuerza y él también la sintió. Salió del edificio y yo subí a mi apartamento tranquila, confiada.
Mucho amor, alegría y armonía para usted y su familia.
¡Que esta bella carta cierre este breve epistolario psicomágico!