Algunos actos psicomágicos
Me gustaría que la última parte de nuestra conversación fuese más distendida y la dediquemos a la descripción de algunos actos psicomágicos.
No tengo inconveniente, pero debo hacer una advertencia: describir un acto psicomágico equivale a penetrar directamente en el lenguaje del inconsciente. Y no es este un proceso anodino. Es posible que tú u otras personas os sintáis turbados al escucharlo o leerlo. No es que con estos actos yo trate de resolver enigmas extraordinarios, me conformo con atender pequeños problemas humanos, pues ¿qué hay más misterioso e irracional que los pequeños problemas de unos y otros? Nuestras dificultades cotidianas ocultan abismos, no son sino la punta de un enorme iceberg.
De acuerdo. Denos algunos ejemplos…
Por ejemplo, una bailarina amiga mía tuvo una hija con un hombre que tenía el mismo nombre de pila que el padre de ella. Esto es ya muy significativo. Pero es que, además, ¡la bailarina se llamaba igual que la madre de su amante!
Es como si cada uno buscara en el otro, respectivamente, a su padre y su madre…
Curioso, ¿no? En realidad, muchas veces la gente se enamora de un nombre o de una profesión que les recuerda a los del padre o la madre. Siendo aún niña, esta bailarina se quedó sola con su madre, totalmente apartada del padre. No sólo tuvo que encontrar posteriormente a un hombre que se llamara como su padre, sino que también se las ingenió para que este la abandonara y desapareciera, a fin de que su hija tuviera una infancia parecida a la de ella. Por supuesto, todo esto no fue urdido conscientemente por ella; se trata de una estrategia inconsciente y, no obstante, de lo más burda. Cuando empezó a darse cuenta de los daños causados, vino a verme para pedirme que le prescribiera un acto que le permitiera perdonar a su padre y vencer así su odio a los hombres. Le rogué que me dijera en qué momento su padre había roto toda relación con ella. «Poco después de mi primera regla», me respondió. Es frecuente que un padre se aparte de su hija cuando esta se hace mujer. Le parece haber perdido a la niña que sentaba en sus rodillas y le duele tener que renunciar a cierta forma de intimidad, de contacto. Después le pregunté dónde estaba enterrado su padre, le propuse que fuera a su tumba y le dije: «Allí, lo más cerca posible del cadáver, entierra un algodón empapado en tu sangre menstrual y un tarro de miel».
Sangre y miel…
Miel para instilar dulzura, para indicar que no se trata de un acto agresivo sino de una aproximación amorosa, de un intento de comunicación. Es un ejemplo de acto psicomágico muy sencillo que permite reactivar una relación cortada brutalmente y, al mismo tiempo, proseguir una evolución emotiva interrumpida traumáticamente. Aunque adulta, la mujer seguía en el estadio de la adolescente que tuvo que afrontar sus primeras reglas y la separación de su padre.
Otro ejemplo, por favor.
La joven Chantal se encontró a los 4 años interna en un colegio que dirigía la hermana de la madre de su madre…
Es decir, su tía-abuela…
Exactamente, una tía-abuela que tiranizaba sádicamente a esta niña. En su trabajo conmigo, Chantal descubrió todo el odio que sentía hacia aquella mujer. No podía perdonarla, pero tampoco podía vengarse, puesto que su tirana ya había dejado este mundo. Por lo tanto, le aconsejé que fuera a la tumba de aquella mujer y, una vez allí, diera rienda suelta a su odio: que pateara la tumba, que gritara, que orinara y defecara, pero con la condición de que analizara minuciosamente las reacciones que provocaba la ejecución de su venganza. Chantal siguió mi consejo y, después de desahogarse sobre la tumba, sintió desde el fondo de sí misma el deseo de limpiarla y cubrirla de flores. Y, poco a poco, tuvo que rendirse a la evidencia de que en realidad sentía amor por su tía-abuela.
¿Y eso usted lo había adivinado?
Claro, era evidente que todo aquel odio no era sino la cara deformada de un afecto no correspondido. Yo sabía que Chantal, una vez que hubiera expresado su pulsión de odio, sentiría la necesidad de dejar que se manifestara el amor que durante tanto tiempo había contenido por una mujer que, en aquel siniestro internado, representaba su único vínculo familiar.
Otro ejemplo, por favor.
Una señora padecía un mareo constante. Un simple charco de agua bastaba para hacerle sentir vértigo. Le aconsejé que pusiera los pies entre los muslos de una mujer y restregara la planta contra la vulva.
¿Y cuál fue el resultado de este tratamiento de choque?
Este acto le provocó una crisis de llanto, seguida de una revelación salvadora. Brevemente, el significado simbólico de sus vértigos era miedo a ser engullida por su madre, pavor ante el sexo materno, etcétera.
¿Cómo se le ocurren semejantes ideas?
Se me ocurren, no olvides mi trayectoria como artista ni las diversas etapas creativas de mi existencia, que me han formado y han desarrollado mi imaginación.
¿Alguna vez se ha encontrado con la mente en blanco frente a un paciente?
Hasta el momento, nunca. Siempre se me ha ocurrido una respuesta. Supongo que mis consejos varían en calidad y en eficacia, pero esto no puedo decirlo yo. Son las personas que vienen a consultarme quienes han de realizar el acto y juzgar por sí mismas. En realidad, no me imagino a mí mismo mudo frente a una persona. ¡Al fin y al cabo, se es mago o no se es! Si vienes a consultarme, forzosamente tendré algo que decirte. Mis palabras siempre serán bienintencionadas y no carecerán de eficacia. En cuanto a su grado de acierto, eso es algo que no puedo precisar. Una cosa debe quedar clara: yo no me sitúo en un terreno científico, sino en un plano artístico. La psicomagia no pretende ser una ciencia, sino una forma de arte que posee virtudes terapéuticas, lo que es totalmente diferente. Picasso realizó más de diez mil dibujos. Todos son más o menos buenos, ninguno está totalmente desprovisto de valor; pero no todos son obras maestras. Sin embargo, cada uno de ellos es Picasso, es decir, producto del talento de un artista completo. «Yo no busco, yo encuentro», decía precisamente Picasso. Encontrar es un hábito, una segunda naturaleza. Quien no ha adquirido el hábito de encontrar no sabe lo que es ese chorro espontáneo que brota de la profundidad, pero quien está conectado con su fuente creativa la deja fluir, simplemente. ¿Es posible imaginar a un maestro zen que no aceptara el desafío que encierra la pregunta de un discípulo? Esta seguridad no proviene de la ciencia ni de la megalomanía, sino de la fe, de la evidencia.
Continuemos con nuevos ejemplos…
Un muchacho se lamenta de «vivir en las nubes», me explica que no consigue «poner los pies en la realidad» ni «avanzar» en pos de la autonomía financiera. Tomo sus palabras al pie de la letra y le propongo que consiga dos monedas de oro y se las pegue a las suelas de los zapatos, de manera que esté todo el día pisando oro. A partir de ese momento, él baja de las nubes, pone los pies en la realidad y avanza… En este caso, incluso me sirvo de las palabras utilizadas por el consultante. Para finalizar, me gustaría hablar de un acto que concierne a mi hijo mayor, Brontis.
Le escucho.
Cuando Brontis tenía 7 años intervino en mi película El Topo. Es necesario precisar que Bernadette, su madre, nunca vivió realmente conmigo. Cuando lo concebimos, yo me creía estéril. Mi padre detestaba a su propio padre y jamás firmaba «Jodorowsky». Como no tenía el menor deseo de reproducir este apellido, había conseguido convencerme, de manera sutil, de que yo nunca tendría hijos y que, por lo tanto, era el último Jodorowsky.
Un día, una actriz con la que yo trabajaba me dijo que estaba convencida de mi fecundidad, a lo que respondí que en mi destino no estaba inscrita la procreación. Finalmente, tuvimos relaciones sexuales y, algún tiempo después, ella me anunció que estaba embarazada de mí. Como confiaba en ella, al saber que la criatura era mía, experimenté una especie de revolución personal, tanto interna como externa. La mujer con la que vivía se fue y me encontré solo frente a esta responsabilidad para la que no estaba en absoluto preparado. Acepté la llegada del niño —para mí estaba excluido el recurso del aborto—, pero me sentía desconcertado, en una disposición de ánimo muy distinta de la de un padre. Además, era pobre y no podía prestar ayuda económica a la madre y al niño, hasta el extremo de que cuando nació Brontis no pude regalarle más que un oso de peluche. Poco después, la actriz se fue a trabajar a Europa, llevándose al niño. Transcurridos seis o siete años experimenté una profunda crisis de conciencia y volví a ponerme en contacto con la madre de mi hijo para decirle que ahora sí tenía una mejor situación económica y que, si lo deseaba, podía enviarme a Brontis. El niño llegó con su oso de peluche y una foto de su madre. Entonces decidí hacerlo participar en El Topo. La película empieza así: yo llego tocando la flauta, acompañado del niño, y le digo solemnemente: «Ahora ya tienes 7 años, eres un hombre. Entierra tu primer juguete y el retrato de tu madre». El niño obedece, entierra el oso en la arena, mete la foto en el hoyo y luego ambos nos alejamos.
Pasaron los años, y me daba cuenta de que Brontis y yo teníamos dificultades de comunicación en el plano espiritual. Tuve que reconocer que había cometido errores y traté de repararlos. Brontis había hablado varias veces del juguete que yo le había pedido que enterrara cuando vino a vivir conmigo. Aquel oso había sido su primer juguete, yo se lo había regalado cuando nació, antes de que nos separáramos durante siete años. Cuando terminamos la película, no fuimos a recuperar el oso. Comprendí que lo había separado brutalmente de su infancia y de su madre: una vez que hubo enterrado el retrato al lado del juguete, no volvió a hablar de Bernadette y dejó de escribirle. Después me confesó: «No sufrí, porque imaginé que las hormigas irían a vivir dentro del oso, que él sería su casa». De este modo se había consolado el niño… Un día, mucho después, cuando Brontis tenía 24 años, imaginé un acto nuevo para reparar el anterior. El día de su cumpleaños, me dije: enterraré un oso de peluche en el jardín de nuestra casa, lo cubriré de arena y a su lado pondré una foto de la madre. Después me pondré un sombrero negro, parecido al que llevaba en El Topo, pediré a Brontis que se desvista y que venga al jardín —en la película, el niño aparecía desnudo— para desenterrar el oso y la foto. Le diré: «Hoy cumples 7 años y tienes derecho a ser niño. Ven a desenterrar tu primer juguete y el retrato de tu madre». Y decidí pasar a la acción, pero tropecé con algunos imponderables: pensaba comprar un oso lo más parecido posible al otro, un juguete duro, relleno de paja. Pero la industria había progresado y todos los osos de peluche eran blandos. Por lo tanto, el viejo oso rígido se convirtió en un oso suave y flexible. En cuanto a la foto, la que Brontis había enterrado a los 7 años era en blanco y negro; cuando busqué un retrato de su madre para realizar el acto —Bernadette había muerto en un accidente de aviación—, sólo encontré una en color, por lo que mi hijo, que había enterrado una foto gris, sacaría ahora una imagen en color. En realidad, estas modificaciones debidas al «azar» contribuyeron en gran medida al éxito del acto. Lo que me lleva a decir que los imponderables, los elementos que no podemos controlar, también desempeñan un papel importante en la psicomagia. Es preciso esforzarse en cumplir el acto según las instrucciones recibidas y en las mejores condiciones y, en esta disposición de ánimo, considerar los imprevistos y otros cambios ajenos a nuestra voluntad como si formaran parte del proceso. En El Topo, yo protegía a Brontis del sol abrasador del desierto con una sombrilla negra; pero el día en que realizamos el acto ya aquí en Francia, estaba lloviendo, y tuve que protegerlo con un paraguas negro. En realidad, él no sabía lo que yo iba a hacer, pero, al verme imitar el trote de un caballo como si cabalgara con él a la grupa, comprendió, se encaramó a mi espalda y fuimos, bajo la lluvia, al lugar en el que yo había enterrado el oso. Curiosamente, me dijo: «No he traído paraguas. Sabía que tú me esperarías y me cobijarías», como si presintiera lo que iba a ocurrir. Desenterró el oso y la foto en color de su mamá, nos abrazamos y lloró largamente, con la cabeza en mi hombro, lágrimas de gratitud, como un niño lleno de ternura. Ese día decidió enviarme por correo un poema cada día, y desde entonces recibo diariamente un texto suyo. Guardo sus poesías en una caja especial. Sobra decir que la comunicación entre nosotros ha mejorado mucho y ahora mantenemos una hermosa relación.
Es una historia muy bella. En ese acto usted reprodujo voluntariamente una situación ocurrida en la infancia…
Sí, pero haciéndola justa. Retomé los mismos elementos asociados a una carga sentimental negativa y les insuflé una carga positiva. De este modo pagué mi deuda psicológica.