La estela de la vida

I

¿Cree que podemos escapar de nuestro origen o que estamos determinados por él?

Tenemos predestinaciones del pasado, sin duda, pero lo que hay que hacer es tomar conciencia de ellas y no obedecerlas. Podemos elegir cada paso siguiente de nuestra existencia. En eso consiste nuestra libertad, en no dejarse determinar por el pasado ni repetirlo.

¿Es posible intuir, como sostienen algunas tradiciones, esas vivencias anteriores o influencias que pesan sobre nuestra vida?

No puedo hablar de vidas anteriores, pero sí decir que antes de nacer era algo —no sé qué— y que después de morir seré algo —tampoco sé qué—. Eso es todo lo que puedo asegurar, el resto no lo conocemos. Ahora bien, aunque imagináramos vidas pasadas, no sería posible asegurar que fuesen verdaderas, no hay medio de probarlo.

Ciertas interpretaciones religiosas, para explicarnos el dolor, apuntan que quien nace ciego está pagando por algo que cometió en otra vida, tal vez porque sacó los ojos a alguien…

Bueno, ¡aceptémoslo! Pero esa persona a la que sacaron los ojos en otra vida está pagando que en una vida aún más anterior también él sacó los ojos a alguien que a su vez en otra encarnación fue verdugo, y así son todos culpables y no hay víctimas, o son todos víctimas y no hay culpables.

De modo que usted no cree que debamos justificar las desigualdades de origen por supuestas deudas kármicas.

Efectivamente, porque además de ser falso resultaría antiterapéutico. Las cosas no se pueden justificar por un destino. Estamos marcados por la vida familiar, educacional y sociocultural. Es algo que llevamos encima desde que nacemos, pero eso no significa que tengamos que cumplir un destino. Uno ve el mundo de manera diferente si habla inglés, español o francés. Somos seres amaestrados por una cultura que formatea nuestro cerebro. Tenemos que luchar contra esa imposición para ser nosotros mismos.

Leyendo sus obras se tiene la sensación de que estamos obligados a liberarnos del estado condicionado en que nacemos…

No tenemos ninguna obligación. Sería bueno que nos liberáramos, pero no estamos obligados.

Para desarrollarnos, ¿necesitamos desapegarnos de lo que nos viene dado?

¿Para desarrollarse en qué sentido?

Quiero decir espiritualmente.

Krishnamurti se desarrolló mucho espiritualmente, sin embargo algunos se suicidaron a causa de sus teorías. No se trata sólo de desarrollarse espiritualmente, hay que ver qué nos interesa. Yo no creo en la espiritualidad, yo creo en la salud.

De acuerdo: para sanar, ¿es necesario que nos despojemos de nuestro origen?

Todo lo que traemos —somos como el gusano— tiene que retorcerse hasta convertirse en una mariposa. No debemos despojarnos de nada. Lo que hemos recibido es un tesoro. No es necesario castrarse o eliminar una parte. Hay que fecundar y mutar lo que nos viene dado.

¿Acaso no puede alguien ser feliz en su familia o en su casta, en su mundo o con su educación, y querer continuar con lo recibido?

Si lo es, que continúe así. Pero todo el mundo tiene una cruz. La mía es la mía, la tuya es la tuya: yo sólo te puedo hacer consciente de tu cruz y, a partir de ahí, te la quitas o no. Eso depende de ti.

¿Es posible que sin arreglar el mundo y la sociedad podamos estar bien con nosotros mismos?

No podemos. O mejor dicho: seríamos islas de perfección en medio de la imperfección.

¿No hemos mitificado la rebelión contra todo lo precedente como un rasgo de individualismo absoluto?

Yo no utilizaría la palabra «rebelión» para hablar de esto. Si queremos que el mundo cambie, prefiero hablar de «mutación». Si queremos transformar la realidad, empecemos por nosotros mismos. No pidamos al mundo que nos cambie ni luchemos contra la sociedad. Tenemos que ser nosotros mismos quienes afirmemos nuestros propios valores.

La religión y las costumbres nos integran en un grupo que forma nuestra personalidad. ¿Acaso son mejores otras tradiciones que la que nos ha correspondido? ¿Tiene sentido cambiar de religión?

No, no tiene sentido. Pasar de una tradición a otra no tiene verdaderos efectos porque un dios es igual a otro. Es otra caricatura, otra limitación. Hay que superar la limitación para lograr estar abiertos a la vida. El siglo tiene que dejar de ser religioso para llegar a ser místico. Habrá un momento en que todos los seres humanos del planeta posean el mismo sentimiento místico y dejen de lado las religiones. No creo tampoco que haya una religión mejor que otra.

II

¿Cómo habría que tomarse el «qué dirán» de nosotros los demás?

Hay dos posturas: la de aquellos que tienen en cuenta el «qué dirán» y la de aquellos que se preocupan por el «qué diré yo de mí mismo». Un bárbaro psicológico puede vivir en el qué dirán, pero una persona que tiene un alto nivel de conciencia diría: «Esto es lo que yo quiero de mí, precisamente porque soy consciente».

Ahora bien, existen distintos niveles de conciencia. El primero es un nivel animal que piensa: «Lo que tengo, lo tengo yo». Por la calle se puede ver gente así: mercenarios, ladrones o asesinos. Por encima de ese nivel está el nivel infantil, donde todo es un juego superficial; en ese estado no hay conciencia ni de infinito ni de eternidad, ni de muerte ni de universo. Después hay otro nivel de conciencia adolescente donde todas las soluciones del mundo están en la pareja, en esa reducida célula del amor, y que es un nivel que la mayoría de las revistas del corazón, las historias de la televisión o el cine desarrollan. Este nivel sirve para encontrar la felicidad en la pareja y todo lo que conlleva. Pero si vamos más lejos se puede acceder a un nivel adulto, y ahí aparece «el otro». Aún así, existe el adulto egoísta y el adulto con conciencia social y planetaria. El primero explota a los más débiles o a los menos inteligentes, crea industrias nocivas o acapara el poder político. Es nefasto. El segundo comprende que el otro es tanto como él, que se tiene que preocupar de las catástrofes sociales y ecológicas, es decir del mundo en que vivimos todos. Conoce la responsabilidad. Pero por encima de todos ellos existe un nivel de conciencia cósmica donde el ser vive en el universo entero, espacio infinito, tiempo eterno, permanente impermanencia… En ese nivel se encuentran esos grandes temas como el «conócete a ti mismo». Y más allá todavía existe una conciencia divina donde podríamos concebir qué es ese constructo que hemos llamado Dios.

¿Cree que es posible asomarse a ese nivel de conciencia divina?

Sí. Y llegar a la conclusión, para empezar, de que tenemos que dejar de hablar en nombre de Dios… Tenemos que dejar de pensar que Dios nos va a arreglar las cosas, y decir que si Dios construyó mal este universo, aquí estamos nosotros para rehacerlo. Si hay un Dios, estamos para ayudarlo. Así nos apoderaremos del mundo y de nosotros mismos, haremos lo que queremos con plena conciencia y con plena responsabilidad. En este nivel de conciencia divina se encuentra el arte verdadero.

Sin el desarrollo de la personalidad, ¿es posible acceder a altos grados de conciencia?

A veces, el desarrollo de conciencia coincide con el desarrollo de la personalidad, pero no siempre. Cada caso es diferente. Una vez vino a verme Vittorio Gassman. Sufría una fuerte depresión y era ya un artista célebre. Al hacer su árbol genealógico vi que su madre deseaba que fuera actor y que él no quería, lo que pagó con dolor. Enfermó y padeció depresiones. Era famoso, pero aquella no era su vocación. Aunque era un gran actor, eso no le servía de nada. Le recomendé muchas cosas: le dije que fuera a la tumba de su madre, que matara a un gallo y llenara la tumba de sangre, que se untara el pene de sangre y penetrara a su mujer con furia. Me dijo que si no fuera Vittorio Gassman lo haría pero que, siendo lo que era, no podía. Dos años más tarde, murió. No había contado esto antes, pero es un buen ejemplo para mostrar que uno puede realizarse obedeciendo a los demás e incluso tener éxito, pero si no eres feliz de nada te sirve.

¿Obedecemos predicciones ajenas permanentemente, sin ser nosotros mismos?

El cerebro tiene tendencia a guiarse por las predicciones, hay que tener cuidado para no caer en eso.

Usted suele hablar de la capacidad de la gente para programar incluso su propia muerte. Hay quien está convencido de que va a morir a cierta edad y lo cumple…

Así es. El cerebro se programa imitando a veces la edad de la muerte de familiares o personajes célebres.

III

¿Somos niños disfrazados de adultos?

Somos viejos disfrazados de niños, antiquísimos, milenarios. En nuestra piel hay millones de células con una compleja memoria.

Se dice que no debemos dejarnos llevar por la película de la vida…, pero eso no es tan fácil.

Mucha gente se deja llevar, efectivamente, por lo que llamas la película de la vida. La mayoría quiere ser como los demás y eso les conduce a una muerte en vida. Hay que llegar a encontrar lo que nos distingue de los otros para llegar a ser algo. En cuanto intentamos ser parecidos a los otros, nos convertimos en zombis.

A menudo, en la juventud se anhela vivir la vida de otro, vivir a través de lo que viven los demás…

Cuando yo comencé mis estudios de psicomagia conocí a distintos maestros. Uno de ellos fue Óscar Ichazo, que un día me dijo: «Durante un tiempo me vas a imitar porque te he dado conocimientos que tú no tenías: he marcado tu alma virgen». El alma imita durante un tiempo a aquel que la ha despertado, pero eso dura muy poco si se es consciente y mucho si se es ingenuo.

Para sentir una vida plena ¿cree necesaria una reconciliación con los padres?

Para mí fue enriquecedor conocer a Goyo Cárdenas, un criminal en serie que mató a diecisiete mujeres y las enterró en su jardín. Estuvo durante diez años en un manicomio y luego se hizo abogado y tuvo familia. Yo lo conocí en el periódico El Heraldo, tomando café. Era un señor muy afable. Le pregunté cómo había pasado por aquello y me dijo que ya estaba olvidado todo porque había sido otra persona quien lo había hecho.

Era sincero, porque creo que se pueden vivir muchas vidas en una misma vida, en una misma persona y en un mismo cerebro. Existe la redención. Él pagó su culpa y se redimió. Los valores que luego mostró Goyo Cárdenas estaban ya en él incluso cuando era un criminal. Era un ángel en una personalidad desviada. Cuando la personalidad desviada se disolvió, apareció su ángel. Yo creo que con la familia ocurre lo mismo: nos hacen daño, es como una trampa, nos acortan la vida, nos fastidian psíquica y socioculturalmente, nos proporcionan un limitado nivel de conciencia, nos sacan de nuestro ser esencial, nos inculcan ideas que no son nuestras, y en el momento en que nos encontramos en el mundo, todo aquello se desploma y tenemos que reconstruir la vida. Perdonamos porque no hay nadie culpable. Generación tras generación, cada una es víctima de la anterior. Llevamos muchos siglos siendo víctimas, pero al final comprendes que no ha de haber ya más rencor.

Yo llegué a pensar que mis padres eran culpables por haberme hecho nacer. Pensaba que haciéndome nacer me daban la muerte. Los culpaba de muchas cosas, pero luego entendí la frase de Buda que dice: «La verdad es lo que es útil». Entonces me puse a pensar y me dije: «Yo era algo antes de nacer y elegí a mis padres porque los necesité como escuela. Los límites que ellos me dieron son lo que me han hecho y yo soy lo que soy gracias a ellos». Hay frutos maravillosos de árboles torcidos.

¿Cree que es necesario «matar al padre», como apuntó Freud?

El acto simbólico de la muerte del padre es absolutamente necesario, pero hay que hacerlo de forma inteligente, con lucidez y sin rencor. Si percibes a tu padre de una manera violenta, es que no lo estás matando: estás pidiendo que te ame porque lo necesitas. Pero si llegas a poder verlo positivamente, sin su pedestal y sin tenerle miedo, ya no estás rogando que te ame para poder existir… Y es ahí cuando le matas, cuando le haces caer. Pero una vez derribado hay que reconstruirlo y adjudicarle los valores, porque los padres tienen valencias esenciales, aunque sean monstruos: nos dan la vida, dejan su huella en ciertas partes de nuestro ser y se convertirán en el motor que nos permitirá llegar a ser quienes somos de una forma consciente.

Con el padre hay que aplicar esa máxima de la magia operativa que dice: «Disuelve y coagula». Para poder superarlo hay que disolverlo previamente. Poner todas las cosas en su sitio y observarlo intelectual, física y sexualmente para ver quién es. Y después hay que coagularlo, rehacerlo en tu interior como tú quieres que sea. Hay que realizar un trabajo interior y, una vez que superas todo esto, recuperar al padre absorbiendo sus valores.

¿La crueldad de ciertos niños o preadolescentes es una creación frustrada? ¿Son culpables de lo que hacen?

No hay culpa. Lo que tú llamas crueldad es, en realidad, inconsciencia. Un niño no es cruel a menos que esté enfermo. En su comportamiento reproduce el psiquismo de la familia, como los perros. Es ignorante y copia un ambiente. Hay padres que actúan como gurús. Cuando un niño es racista no es el niño quien es racista, es el padre quien lo es. Si un niño mata a otro niño, los padres son los criminales. El niño, en este caso, está poseído. No podemos hablar de maldad infantil: los niños no son crueles, eso es una leyenda; son sólo inconscientes e ignorantes, no saben. Reproducen conductas de adultos.

Ha escrito que las heridas de familia nunca cicatrizan del todo.

Cierto. Yo creo que el ser humano tiene conductas animales pero también vegetales. El animal tiene células que cicatrizan y cierran sus heridas. Sin embargo, si cortas una rama no vuelve a crecer: una herida vegetal es para siempre y lo único que podemos hacer es cubrirla. Por eso encontramos árboles con oquedades, que producen hongos que alimentan al tronco. Nuestro corazón se comporta, en este sentido, como los vegetales. Si le haces una herida nunca cicatriza, ahí permanece. Lo que podría suceder es que nuevas experiencias vayan cubriendo de vida a esta herida.

Yo no me consuelo de la muerte de uno de mis hijos, han pasado ya muchos años y me sigue doliendo. Pero tengo una vida feliz junto a ese recuerdo, aunque no exista el consuelo. He tenido la fuerza de crear, junto al desconsuelo, otros amores, otras obras, otras satisfacciones. Se puede vivir junto a las heridas.

¿Qué papel desempeñan en nuestra vida los amigos y otros compañeros de viaje?

Yo tuve dos amigos en la infancia que fui reproduciendo a lo largo de mi vida, a través de otras personas y circunstancias. Los amigos son, en este sentido, como la familia: están siempre ahí. Son un vínculo similar a la pertenencia a una generación, son generacionales. Vamos todos juntos viajando en el mismo avión, somos pasajeros del mismo tren. Son muy importantes porque somos seres gregarios y no hombres lobo. Considero fundamental la amistad y el encuentro con los otros. Para saber que una amistad es enriquecedora hay que saber por qué la cultivamos. La amistad es crear algo juntos.

¿La juventud está llena de prejuicios que se van limando con el tiempo?

Uno no va envejeciendo y dejando caer las etapas, al menos de acuerdo con mi experiencia. El niño siempre queda, el adolescente queda, el joven queda, el adulto queda… A medida que uno va creciendo se va convirtiendo en un grupo de seres y las personalidades se van sumando, porque donde hay continuidad no hay separación.

A lo largo de la vida no se fijan prejuicios, sino creencias. Yo me acuerdo de que a los 30 años hice una cosa fundamental: cogí un cuaderno y me dije: «Voy a escribir todas las ideas que tengo en la mente. ¿En qué creo?». Y lo escribí, lo hice para sacármelas como piojos de encima. Y luego me dije: estas ideas no son yo; las puedo utilizar y me pueden resultar útiles, pero no son yo.

El joven a veces cree que lo que piensa es él, como uno a veces piensa que su coche o que sus zapatos son él. Pero las ideas son como las camisas. No son uno mismo. En la juventud uno se puede equivocar, pero a medida que avanza el tiempo las cosas se van disolviendo y va quedando lo importante, el ser esencial.

Durante la primera juventud aparecen los primeros ídolos musicales o mediáticos. ¿Son necesarios o limitan nuestro desarrollo?

Son necesarios para algunos. Yo no tenía ídolos pero me hice muy amigo del poeta Nicanor Parra, que era fundamental para nuestro grupo y mayor que nosotros. A veces necesitamos maestros o guías, aunque en mi caso de ciertas actitudes sólo me salvó el arte. Yo era artista y tenía que hacer mi nombre y mi obra, y por tanto no podía entregarme al ciento por ciento a otras personas ni a otras obras. Aun así, busqué maestros y visité a maestros.

No me refiero sólo a los llamados maestros espirituales sino a los mitos mediáticos, a los que tantos jóvenes quieren parecerse.

Nunca llegué a eso, afortunadamente. Para cierta gente son necesarios debido a que carecemos de mitologías, y el cerebro funciona con mitología inconsciente. Por eso los actores de Hollywood han sustituido, lamentablemente, a los dioses paganos. Los futbolistas o los cantantes forman parte del mismo fenómeno. Tienen sus roles y en cierto momento pueden servir, pero ni son necesarios ni tenemos obligación de poseerlos.

¿Cómo se debe enseñar a entender la vida a un joven o a un hijo?

Habría que preguntárselo a mi familia. A mi hijo Cristóbal le llevé con 8 años a presenciar una operación de Pachita y le animé a que metiera el dedo en una herida, a que viera cómo se hace un agujero en una cabeza, cómo se cambia un pulmón… A esa misma edad hice que recibiera un masaje de un gurú. Cristóbal se formó con grupos de chamanes, hice todo lo que podía hacer por él, necesitaría todo el libro para contarlo. Eliminé la palabra «padre», para que no existiera ese monolito. Nunca me llamó papá sino «Alejandro». Jamás le impuse una ropa. Y así hice con todos mis hijos. Cuando pasábamos por una tienda de juguetes y temblaban, les decía: «Entrad y comprad lo que queráis…». Solían volver con pequeños juguetes pero, una vez, mi hijo Adán apareció con un caballo de peluche de tamaño natural. Lo miró toda la tienda, pero yo le compré el caballo. Les di una educación muy consciente, muy correcta. Pero siempre se cometen errores, muchos errores. A uno le di tres latigazos y más tarde, cuando cumplió 15 años, hice que me los devolviera. Se había orinado detrás del sofá y, mientras le pegaba, le decía: «Este es un castigo formal, pero no lo hago con enojo». Nunca me lo perdonó: por eso, en una ceremonia familiar, me devolvió los golpes.