Entran en Sevilla Elena, Méndez y Montúfar, donde con artificio traen a su devoción todo el pueblo, hasta que después de algunos días descubren las manchas de su mala vida, pagando con ella Méndez la culpa de todos.

APEÁRONSE una legua antes de entrar en la ciudad, dando allí entera satisfacción al dueño de las mulas; y esperando a que fuese de noche para hacerlo se recogieron en un mesón. El día siguiente alquiló Montúfar una casilla pobre, y aderezándola honestamente, porque así convenía para poner en ejecución el modo de vida que entre los tres venía concertado, se pasaron a ella; donde vistiéndose él de buriel pardo, ferreruelo largo y sotana que llegaba hasta la media pierna, y poniéndose calzas groseras de lo mismo y zapato de baqueta, con una campanilla en las manos salió por las calles diciendo en altas voces una y muchas veces: "¡Loado sea el Santísimo Sacramento!", instituyendo en los muchachos de la ciudad esta buena costumbre, enseñándoles de camino la doctrina cristiana. Hacía esto el galeote con tanto arte, acompañando así el rostro como todas sus acciones de cuidadosa modestia, que en pocos días se alzó con las voluntades de la ciudad y halló en todas gentes, así en la ilustre como en la plebeya, general aprobación. Pedía limosna para los pobres de las cárceles, a quien llevaba de comer todos los días sobre sus hombros cargándose unos esportones llenos de todo bastimento (¡oh ladrón, ladrón, no te faltaba más que dar en hipócrita para poderte coronar justamente por príncipe y capitán de los viciosos!).

Acreditábanle cada día más estos ejercicios verdaderamente de virtud aunque no usados con ella; tanto, que ya le seguía mucha parte del pueblo con admiración y reverencia.

Corrían Elena y Méndez en hombros de la misma fama porque entrambas, en hábito de beatas y dándose nombre la una de madre y la otra de hermana del bienaventurado, se ocupaban en visitar los hospitales, para cuyas camas hacían labor: ya sábanas, ya almohadas y tal vez camisas; y en mucha cantidad, todo por su cuenta y a costa por entonces de sus bienes.

Acertó, por su desdicha, a llegar un hombre honrado de la Corte a cierta comisión despachado por el Consejo de Hacienda; y como los viese salir un día a los tres de la Iglesia Mayor cercados de innumerable pueblo que les besaba los vestidos y les importunaba con mucho afecto que se acordasen en sus oraciones, reconociendo bien la gentecilla porque él había tenido familiar trato con Elena y sabía la calidad de las almas de los tres, y que no daría el diablo la acción que tenía a ellas por ningún dinero, ardiendo en cristiano coraje y pesaroso de que usurpasen aquéllos la gloria que se debe a los que viven sin pasar los límites de los diez preceptos de la ley divina, rompiendo por el vulgo les dijo, dando una puñada a Montúfar:

—Gente invencionera, ¿por qué miráis tan mal por la honra de Dios?

No quedó sin venganza esta precipitada resolución, porque, aunque fue justo castigo, los que cercaban a Montúfar le llamaron agravio; pues dando todos sobre él te rompieron el cuello y las muelas a mojicones10, y echándole en tierra, estuvo a peligro de restituir su alma. Parecióle a Montúfar que en ningún tiempo convenía mostrar mayor esfuerzo y que si daba espaldas en aquella ocasión sería conceder mucha flaqueza, desacreditando infinito su opinión. Y así pensó, una cosa, que luego ejecutó, que le dio mayor crédito con el pueblo y reconcilió el ánimo de su enemigo. Apartó la gente diciendo:

—¡Lugar, por caridad! ¡Déjenme llegar, por amor de nuestro Señor! ¡Sosiéguense, por la limpieza de la Virgen!

Como todos le respetaban tanto y su voz tuviese fuerza en sus almas tan particular que obedecían su consejo, corrigiendo el enojo abrieron plaza por donde pasase a donde estaba aquel desdichado. Como le vio de aquella suerte, aunque su corazón se gozó allá dentro sabroso con satisfacción tan cumplida, el rostro mostró estar de diferente parecer, pues después de haber reprehendido la libertad del pueblo con palabras ásperas y dicho: "¡Yo soy el malo! ¡Yo el pecador! ¡Yo el que jamás hizo obra de que se pagasen los ojos de Dios! ¿Pensáis, aunque me veis así, que no he sido toda mi vida un ladrón vil con mal ejemplo de la república y grave daño de mi alma?; pues estáis engañados. ¡Contra mí vienen bien las saetas! ¡Desnudad para mí las espadas y tiradme a mí las piedras!", se arrojó a los pies de su contrario y, besándoselos, no solamente le pidió perdón, sino que luego, como no pareciesen, porque todo se había perdido entre la confusión, su espada, sombrero, cuello y ferreruelo, le llevó mano a mano por las calles de la ciudad, y comprándole todo lo que le faltaba, le despachó con rostro risueño dándole muchos abrazos y bendiciones.

El hombre fue como encantado, y tan corrido que sin dar fin al negocio, aunque le traía en buen estado, hizo ausencia de la ciudad pensando que el demonio, sin duda, era el autor de semejante treta; y arrepentido mucho, porque le pareció imposible que en el ánimo de Montúfar hubiese lugar desembarazado para tanta humildad; y que siendo así, él se había engañado y caído en el error y culpa de los ojos, que con tanta facilidad están sujetos, como los otros sentidos, a mentir y no dar todas veces con la verdad. Como este acto de humildad se representó a vista de tanta gente, alzó la plebe la voz, entonaron los muchachos el grito "¡Santo, Santo, Santo!".

Empezó luego a gozar de una vida poltrona, porque a porfía y haciéndolo pendencia, le llevaban a comer cada día el Veinticuatro, el Caballero, el Señor de título, el Asistente, el Canónigo y la Dignidad. Fingía tener grande sencillez de corazón. Si le preguntaban su nombre, respondía:

—El jumentillo, la bestezuela, el muladar, el lobo hediondo, el inútil.

Con esta buena fe visitaba todas las mujeres principales, revolcándose el jumentillo más en los estrados que en los establos. Débanle limosnas liberalísimas, recogiendo Elena y Méndez por su parte otras muchas de no menor cantidad, porque era en la virtud igual la opinión. Enviábalas cada día una señora viuda, rica y muy caritativa, porque ésta gustó de acudir a su ordinaria necesidad, dos platos regalados para comer y otros tantos para cenar, aderezados con mayor limpieza y regalo que si fuera para su persona. La casa no cabía de presentes ni de visitas de señoras: la casada honesta que deseaba hacerse preñada y gozar fruto de bendición acudía a verlas, y por su mano, pensando que así iban seguras, daba sus peticiones para el tribunal de Dios, haciendo lo propio la que tenía el hijo en las Indias para que volviese con salud y riqueza a sus ojos. También la desconsolada por el hermano preso y la perseguida viuda que por su desdicha pleiteaba con juez ignorante, escribano mal intencionado y enemigo poderoso, entraban por sus puertas y se engañaban creyendo que en sus labios estaba su salud. Ésta enviaba las conservas; la otra, la ropa blanca; aquélla, la limosna gruesa: nadie venía a su capilla sin dejar ofrenda. Y ellas, muy falsas y más llenas de ceremonias que colegiales, daban respuestas breves y por la mayor parte dudosas, como verdaderas discípulas de la doctrina del demonio.

Tenían, para cumplir con los que venían a casa, unas camas humildes y penitentes; pero como se hallaban siempre, con ocasión de que era ya para dar una cama a la pobre y necesitada viuda, ya a la doncella huérfana que se casaba, con bastante en casa de rimas de colchones, buenas sábanas y mejores almohadas, en cerrándose la puerta de la calle, que en invierno a las cinco y en verano a las siete lo estaba con más puntualidad que la de un convento de recoletos, mudaba la casa pelo: los asadores hacían su oficio; cual tomaba por su cuenta el conejo, cual la perdiz, cual el capón. Cubríanse las tablas luego de manteles limpios y olorosos adonde los tres cenaban con buen ánimo y bebían valerosamente. Y porque no se quejasen aquellos colchones de que siendo buenos los tenían siempre arrimados como si fueran muy malos, aprovechábanse de ellos con nobleza y hacían unas camas tales que su blandura y suavidad era la verdadera salsa del dueño: durmiera en ellos un celoso, con ser éste el cuidado que más inquieta el espíritu. Y aunque, gracias a Dios, había suficiente ropa en casa que se pudiera hacer con ella muchas camas, como esta gente era virtuosa y enemiga de prodigalidades, se contentaban con dos solas, porque Elena y Montúfar, siempre a las horas del acostar hacían compañía con el seguro de la hermandad en cuya opinión vivían. Ellos se pagaban de tanta estrechez, y eran tan buenos que se hallaban mejor así que pasando la noche a sus anchuras: Elena era siempre, de su condición, medrosa, y no reposara bien en una cama solitaria. Tenían dos criados, macho y hembra, aprendices del arte; y tanto, que también en el modo de dormir imitaban a sus señores. Así hacían penitencia hasta la mañana: ésta era su oración mental, su disciplina y áspero silicio.

No se daban manos a engordar, y decían los que simplemente los miraban con devoción:

—¡Bendito seáis vos, Señor! ¡Y cómo premiáis a quien os sirve!, pues viviendo éstos una vida tan llena de aspereza están más gordos que los que gozamos los regalos y pasatiempos del mundo.

Calla, necio, y perdona que te lo diga en tus barbas: que no es milagro; por tu vida que no has acertado con la cuerda; poco se te entiende de este instrumento. Pregúntale al tiempo en qué consiste este misterio, que a breves vueltas, a cortos rodeos, te pondrá la verdad delante, y tan fácil que la podrás tratar con las manos y admirarte entonces mucho más de su maldad que ahora de su virtud.

En menos de tres años enriquecieron, porque demás de los regalos y dádivas grandes que les hacían los poderosos ciudadanos de Sevilla (que cada uno de ellos tiene, esto es lo más general, un mar en el ánimo que siempre está de creciente y jamás de menguante), sisaban de la bolsa de Dios con poca vergüenza: hurtaban la tercia parte del dinero que les daban para limosnas, que era infinita suma, y guardábanlo todo en oro; no amparaban en sus cofres ni permitían que en ellos tuviese asiento moneda que fuese de otro metal, desdeñándose mucho de comunicar aquellos reales de a ocho segovianos y mirándolos con desprecio. Publicaban sus apasionados que por ellos y sus oraciones hacía Nuestro Señor infinitos favores a aquella ciudad y perdonaba las culpas de tan grandes pecadores como en ella vivían. En naciendo la criatura en casa de gente ilustre, para que se lograse y creciese en el servicio de Dios, los hacían a ellos los padrinos del bautismo. Sin su bendición y parecer no se efectuaba ninguna boda. La visita de mayor regalo y consuelo para los enfermos era la suya, porque creían que su voz bastaba a dar salud.

Enojóse el cielo y, no pudiendo sufrir que tanta maldad durase permaneciente, corrió la cortina de la hipocresía de golpe y viéronse desnudos los vicios. Y fue así: Montúfar, que era colérico, solía poner las manos más veces de las que era menester en su criado; y aunque él le había pedido que mudase de paso porque aquél era muy alto, y tanto que con él no caminaría muchas leguas, no quiso, o por mejor decir, no pudo vencer su condición. Y así, un día, sobre pequeño interés, le hizo una sangría en las muelas: diole algunos mojicones con determinación. El mozo cogió la puerta y, tropezando en su misma cólera más que en las piedras, fuese a dar parte a la justicia, no del mal tratamiento, aunque llevaba los testigos en sus encías ensangrentadas, sino de la cautelosa vida de sus amos. Estaba Elena en casa y habíase hallado presente a la pesadumbre, y como tenía espíritu diabólico, recelándose de algún grave mal aconsejó a Montúfar que, recogiendo el dinero, pues por estar todo en oro se podía hacer con facilidad, se retirase con ella a casa de una amiga suya de confianza y con quien ella había siempre comunicado sus más escondidos intentos. Agradóle el parecer y ejecutáronle con diligencia: desampararon la humilde casilla, donde sola quedó la criada sin saber a qué parte hacían su viaje.

No pudo ir con ellos Méndez porque no estaba en casa, ni fue avisada porque no se hallaron con persona a quien encomendárselo. Dentro de pocas horas entró la justicia y, tomándola juramento a la criada, que conformó con lo que el otro testigo había declarado, preguntaron por los hermanos benditos y gloriosa madre. De ellos no les supo dar razón, aunque más fue importunada, porque no tuvo parte en su fuga. Embargaron los bienes que había, que ropa blanca era mucha la cantidad y la despensa no estaba tan mal proveída que por lo menos no llevasen con qué regalarse, para más de cuatro pares de días, el alguacil y hermano compañero en cuya pluma está la salvación o condenación de las haciendas, honra y vidas de los hombres. Ya ellos se iban cuando, muy lejos de este suceso, bien distante de esta imaginación, entraba por casa Méndez. Dieron sobre su persona los corchetes y, cargándose de aquel cuerpo como de cosa propia, le vaciaron en la cárcel, donde se encomendó que se tuviese el cuidado que con persona de tantas prendas convenía. A los criados se les hizo treta, porque habiéndola ido a acompañar hasta la prisión, los dejaron dentro, por haber sido encubridores y partícipes en el delito, hasta la hora presente. Fuele tomada su confesión y, aunque era vieja y tenía la voz desentonada, cantó aun mucho más de lo que estaba procesado. Y así, dentro de dos días, le dio libranza el juez sobre el verdugo de cuatrocientos azotes de muerte, que se los pagó a letra vista. Siguiéronla detrás los criados, por ser aquel el lugar que llevan los que sirven cuando van con sus señores. Y diérenles a doscientos, porque no convenía a la reputación de su señora que a los ojos de aquella ciudad, donde era tan conocida, fuese tan bueno Pedro como su amo y los igualasen con ella. No vivió Méndez más de cuatro días después de aquel trabajoso paseo, porque los azotes fueron crueles y los años eran muchos. Con esto salieron de la cárcel en un mismo día: ella para la sepultura y sus criados, que estaban condenados a destierro del reino, a cumplirle.