La hija de Celestina y demás compañeros prosiguen su camino y ella cuenta a Montúfar su vida y nacimiento.
PONÍALES el miedo alas a Elena y sus compañeros, y al cochero cierta cantidad con que le untaron las manos, dándole a entender que para negocio de mucha importancia les convenía pasar a Madrid; y así, más parecían aves por el viento que caminantes por la tierra (el que mal vive no tiene casa ni ciudad permaneciente, porque antes de poner los pies en ella hace por donde volver las espaldas, ganando con uno a quien ofende a todos por enemigos, porque como se recelan justamente de igual daño reciben la ofensa por común; y aunque sea criatura tan desamparada del socorro del cielo que nunca tenga pesar del mal que hace, por lo menos jamás le falta el del temor, considerando cuán graves castigos le están guardados si da en las manos de la justicia. Este oficio miserable, que con tanto estudio y peregrina diligencia infinitos aprenden, de robar lo ajeno, tiene una condición extraña en que de los otros muchos se aparta, y es: que a los demás, lo que ordinariamente los sucede [es que] sus profesores viven tantos años en ellos que, vencidos de la edad, viéndose inútiles para el trabajo, los dejan porque les faltan fuerzas y no vida; pero a este ejercicio de quien vamos hablando, como mueren siempre en lo más verde y lozano de la edad en manos ajenas y con no poco acompañamiento, los que de él se valen déjanlo por falta de vida y no de fuerzas. Hombre, ¿es posible que cuando no tengas ojos para ponerlos en el respeto que a Dios debes, pisando la honra que tus padres te comunicaron, que aunque fuesen de humilde nacimiento, como viviesen debajo de las leyes, sin ofensa de Dios y de su vecino, eran nobles en lo más importante, que quieras más la bajeza de un vicio que veinte años de vida, que los pierdes entre los pies de un verdugo? Locuras tiene el mundo y nadie hay en él tan bien aconsejado que deje de alcanzar su parte; pero ésta es, sin duda, la más ciega y a quien aun no ampara ni disculpa la flaqueza natural si no es en el último extremo).
Ellos caminaban, y aunque la hora de la noche pedía sueño, el temor no consentía porque es cama muy dura: sobre ella nadie descansa; al más perezoso inquieta y desvela haciéndole contar igualmente todas las horas de la noche, que aunque sea muy breve, siempre la que no se duerme parece una eternidad. Elena, que quiso divertir a Montúfar para que no se desanimase, porque en los suspiros que iba dando mostraba más arrepentimiento que satisfacción, dijo así:
—Muchas veces, amigo, el más agradable a mis ojos y por esta razón entre tantos elegido de mi gusto, me has mandado y yo he deseado obedecerte, que te cuente mi nacimiento y principios, y siempre nos ha salido al camino estorbos que no han dado lugar; ahora nos sobra tiempo y el que corre es tan triste que necesita mucho de que le busquemos entretenimiento; y porque el que yo te ofrezco sin duda te será muy apacible, por ver si en la mucha ociosidad de esta noche puedo dar fin a lo que tantas veces empecé, prosigo:
»Ya te dije que mi patria es Madrid. Mi padre se llamó Alonso Rodríguez, gallego en la sangre y en el oficio lacayo, hombre muy agradecido al ingenio de Noé por la invención del sarmiento. Mi madre fue natural de Granada y con señales en el rostro, porque los buenos han de andar señalados para que de los otros se diferencien. Servía en Madrid a un caballero de los Zapatas, cuya nobleza en aquel lugar es tan antigua que nadie los excede y pocos los igualan. Al fin, esclava, que no puedo yo negarte lo que todos saben. Llamábanla sus amos María, y aunque respondía a este nombre, el que sus padres la pusieron y ella escuchaba mejor fue Zara. Era persona que en esta materia de creer en Dios se iba a la mano todo lo que podía, y podía mucho porque creía poco; verdad es que cumplía cada año con las obligaciones de la Iglesia, temerosa de estos tres bonetes que dejamos en Toledo porque de su cárcel salieron a morir mis abuelos, vase a los pies del confesor a referir los pecados de sus amos, de quien siempre se quejaba, porque su persona la justificaba tanto que, si fuera verdad lo que ella al padre de su decía, la pudieran canonizar. Pareció bien en su mocedad; y tanto, que más de dos de las cruces verdes y rojas desearon mezclar sangres ofreciéndole la libertad; pero ella, que con natural odio heredado de sus mayores estaba mal con los cristianos, se excusó de no juntarse con ellos, y así, hizo de esto Firme voto a su Profeta que observó rigurosamente.
»Bajaba a lavar la ropa de sus amos y la de algunos criados de importancia los sábados a Manzanares, río el más alegre de fregonas y el más bien paseado de lacayos de cuantos hoy se conocen en España, en cuya prueba, si fuera necesario y alguien lo dudara, trajera muchos lugares autorizados de poetas. Allí acudían a celebrarla, el rato que podían hurtar a sus amos, todos cuantos esclavos había de sillas en la Corte; y ella igualmente remediaba necesidades con la misma voluntad al de Túnez que al de Argel, aunque a los de Orán parece que con alguna diferencia de más agrado porque tenía deudos en aquella tierra, y aunque no la traían cartas de recomendación ella sabía a lo que debía acudir y así lo hacía con toda diligencia. Túvola tanta en agradar a su ama que, cuando murió, la dejó libre en agradecimiento de que la acabó de criar una criatura con mucha salud después de haber andado en manos de diferentes amas y siempre enferma, y tanto que los médicos desesperaron de su vida. Púdolo hacer ella fácilmente porque los más años, imitando a la buena tierra, daba fruto, que de algo le había de servir la conversación de tanto moro caballero con quien solía emboscarse por aquel soto y quitarse todos los malos deseos. Luego que se vio libre, como para acudir a las necesidades de esta vida, que son tantas y todas tan importunas, quien nace sin renta ha menester oficio, se aplicó al de lavandera; y hacíalo con tan extremada gracia y limpieza que quien no traía la ropa lavada de manos de la morisca no pensaba que podía parecer a los ojos curiosos de tanto cortesano sin vergüenza.
»En este tiempo, que ya ella estaba cerca de cumplir una cuarentena de años, se casó con el buen Rodríguez, aquel mi honrado padre que Dios haya perdonado. Admirárense mucho todos los que le conocían la condición de que hubiese celebrado bodas con una mujer que traía siempre las manos en el agua; pero él se excusaba con decir que al amor todas las cosas le son fáciles. Hízose luego preñada de mí, que por habérsele muerto los demás hijos lo deseaba mucho. El parto fue feliz porque no le trajo la costa peligrosa de dolores y ansias que otros suelen. Ya ella había mudado de oficio, porque volviéndosele a representar en la memoria ciertas lecciones que la dio su madre, que fue doctísima mujer en el arte de convocar gente del otro mundo, a cuya menor voz rodaba todo el infierno, donde llegó a tanta estimación que no se tenía por buen diablo el que no alcanzaba su privanza, empezó por aquella senda; y como le venía de casta, hallóse dentro de pocos días tan aprovechada que no trocara su ocupación por doscientas mil de juro, porque creció con tanta prisa este buen nombre que, antes que yo pudiese roer una corteza de pan y me hubiesen en la boca nacido los instrumentos necesarios, tenía en su estudio más visitas de príncipes y personas de grave calidad que el abogado de más opinión de toda la Corte. Y nadie se espantaba de ello, antes todos conocían ser puesto en razón, porque también ella parecía siempre que era necesario en juicio y defendía causas; de tal suerte que en el tribunal del amor no se determinaba negocio sin su asistencia, porque era sujeto en quien concurrían todas las partes necesarias: oía a todos con atención, despachaba con puntualidad y satisfacción de la parte, y al que no tenía justicia le desengañaba luego. Si se prendaba por Pedro y era su contrario Juan, le huya el rostro, avergonzándose infinito de lo mal que en esto proceden muchos juristas. Y así, decía muchas veces:
»—No quiero abarcar mucho viviendo con malos tratos. ¡Hágame Dios bien con lo que lícitamente puedo ganar, que con eso lucirá mi casa y crecerá mi hija!
»Y sobre todas sus gracias tenía la mejor mano para aderezar doncellas que se conocía en muchas leguas, fuera de que las medicinas que aplicaba para semejantes heridas estaban aprobadas por autores tan graves que su doctrina no se despreciaba como vulgar. Y hacía en esto una sutileza extraña: que adobaba mejor a la desdichada que llegaba a su a su poder segunda vez que cuando vino la primera. De modo fue, amigo, lo que te cuento, que sucedió en realidad de verdad que hubo año, y aun años, que pasaron más caros los contrahechos de su mano que los naturales. Tan bien se hallaban con ellos los mercaderes de este gusto [que] parecía que tenía tantas almas como personas con quien trataba, porque se ajustaba tan estrechamente a sus voluntades que cada uno pensaba que era otro él. Como el pueblo llegó a conocer sus méritos quiso honrarla con título digno de sus hazañas; y así, la llamaron todos en voz común Celestina, segunda de este nombre. ¿Pensarás que se corrió del título? ¡Bueno es esto!; antes le estimó tanto que era el blasón de que más cuenta hacía.
»Mientras ella andaba en estos ejercicios el bueno de mi padre acudía a sus devociones sin dejar ermita que no visitase, en cuya jornada, como iba a pie y eran tantas, sólo Dios y él saben los muchos tragos que pasaba, haciendo tan largas oraciones que, muchas veces, se quedaba arrobado horas y horas, y aun las noches y días enteros. Pasólo bien mucho tiempo hasta que un muchacho que le andaba a los alcances dio noticia a los demás, y entre otros renombres que le achacaron, el que más le dolió fue Pierres. A los principios de esta persecución que el padeció del vulgo pueril, que suele ser el más desvergonzado y el menos corregible, valióse de una industria, que fue excusarse de las calles principales; pero él hizo obras tales que llegaron a conocerle en los últimos arrabales, donde le cantaban la misma musa. Estuvo muy determinado, casi, casi resuelto a tener vergüenza apartándose de este mal vicio por excusar la afrenta; pero como achaque antiguo y envejecido en la persona, con la edad curóse mal, y por más que afirmó los pies volvió a dar de cabeza, sin hallarte remedio los médicos, que con esta enfermedad acabó sus días, con no poco dolor del pueblo que con él se entretenía, en este modo: en una fiesta de toros donde se hallaron los Reyes, entró a romper unos rejones en presencia de los ojos de su dama, por pagarles un singular favor que le habían hecho, cierto príncipe acompañado de más de doscientos lacayos todos de una librea. Entre los que vistió fue uno mi padre; y como él, antes de entrar en la plaza, hubiese acudido a sus estaciones y trajese la cabeza trabajosa, tanto que se había bajado el gobierno del cuerpo a los pies, pensando que huya del toro le salió al camino y se arrojó sobre sus cuernos. Llegaron aprisa para valerle todos, pero ya él había dado su alma a Dios y a la tierra más vino que sangre.
»A todos les pesó y a su amo más que a todos. Al fin, con traerle a casa para que le diésemos sepultura le hicieron pago. Mi madre y yo le lloramos, como cuerdas, lo menos que pudimos, y aun para esto fue menester esforzarnos. Decían unos vecinos nuestros, gente de no mala capa pero de ruin intención, considerando la vida de mi padre, que fue pacientísima, y después la muerte en los cuernos de un toro, que se había verificado bien aquel refrán: "¿Quién es tu enemigo?: el que es de tu oficio". Y sobre esto glosaban otros extendiéndose a muy largos comentos. Nosotros hicimos a todo oídos de mercader, hasta que el tiempo, que olvida las cosas más graves, sepultó ésta entre las demás.
»Ya yo era mozuela de doce a trece, y tan bien vista de la Corte que arrastraba príncipes que, golosos de robarme la primera flor, me prestaban coches. Débanme aposentos en la comedia; enviábanme, las mañanas de Abril y Mayo, almuerzos, y las tardes de Julio y Agosto, meriendas al río Manzanares. Mirábanme, envidiosas, algunas de estas doncelluelas fruncidas y decían:
»—Miren con el toldo que va la hija de Pierres y Celestina.
»Sin acordarse que yo me llamaba Elena de la Paz. Elena, porque nací el día de la Santa; y Paz, porque se llamaba así la comadre en cuyas manos nací, que sacándome después de pila quiso hacerme heredera de su nombre.
»Ellas me cortaban de vestir aprisa, y mucho más los sastres, porque como mi madre se resolviese a abrir tienda, que al fin se determinó antes que yo cumpliese los catorce de mi edad, no hubo quien no quisiese alcanzar un bocado obligándome primero con alguna liberalidad; y fueron tantas las que conmigo usaron, que ya me faltaban cofres para los vestidos y escritorios para las joyas. Tres veces fui vendida por virgen: la primera, a un eclesiástico rico; la segunda, a un señor de título; la tercera, a un genovés que pagó mejor y comió peor. Este fue el galán más asistente que tuve, porque mi madre envió un día, valiéndose de sus buenas artes, en un regalo de pescado que le presentó, bastante pimienta para que se picase de mi amor toda su vida: andaba el hombre loco, y tanto que, habiendo destruido con nosotras toda su hacienda, murió en una cárcel habrá pocos días preso por deudas. Temióse mi madre de la justicia y quiso mudar de frontera. Partímonos a Sevilla y, en el camino, por robarla, unos ladrones la mataron. Y acompañárala yo en esta desdicha si no me hubiera quedado, en razón de venir con poca salud, más atrás dos leguas. Supe la triste nueva de su muerte luego y, sin pasar más adelante, me volví a Madrid, donde te encontré en casa de aquella amiga y me aficioné de tus buenas partes, siendo el primer hombre que ha merecido mi voluntad y con quien hago lo que los caudalosos ríos con el mar: que todas las aguas que han recogido, así de otros ríos menores como de varios arroyos y fuentes, se las ofrecen juntas, dándote lo que a tantos he quitado.
»De allí, como tú sabes, pasamos a esta ciudad de Toledo, de donde volvemos tan acrecentados que si no tuvieras más angosto el ánimo de lo que yo pensé, trajeras mejores alientos. Y porque parece que la conversación ha sido salsa que te ha hecho apetecer el sueño, sosegando algún tanto la inquietud de tu espíritu, reclínate un poco y reposa, considerando que todo lo que el miedo es bueno antes de cometer un delito, porque suspende la ejecución de él, es malo después, porque turba al culpado tanto que suele, en vez de huir de quien con diligencia le busca, ponerse en sus propias manos.