Don Sancho se vuelve a Toledo y de allí pasa a Burgos cansado de buscar en Madrid a Elena, y ella y Montúfar huyen de la Corte en hábito de peregrinos. Elena hace una burla a Montúfar de [la] que él toma satisfacción.
LAS congojas y fatigas de un amante, la inquietud de su pecho, la eterna solicitud de sus ansias no consiente comparación: es calentura con crecimientos que no deja sosegar al enfermo, que dando vueltas en la cama buscando alguna parte fría que alivie su fuego, en todas halla su daño. Ya pide que le aderecen la cabecera más alta y se arrima a una torre de almohadas que en breve tiempo arroja por el suelo, ya que le pongan a los ojos variedad de vidrios preñados de agua por beberla con ellos en tanto que a la boca le dan licencia, ya se alegra con las visitas de los amigos, ya se ofende que toquen los umbrales de la puerta. Al fin, aquel miserable cuerpo no sosiega hasta que la calentura se despide.
(¡Triste del amante que corre tras el interés torpe de su apetito, pues no conoce lugar de reposo en tanto que no consigue el efecto de su deseo! ¡Dura ley estableciste, dura y forzosa, madre naturaleza, cuando obligaste al hombre, rey de todas las criaturas, que siguiera los antojos de una mujer fácil que sólo se desvela en buscarle su perdición!)
Así padecía el miserable don Sancho, que tres días ocupó su persona en buscar a Elena valiéndose también de las diligencias de sus criados, encargándose muchos amigos del mismo cuidado; pero perdían el tiempo y los pasos porque, otro día siguiente, Elena, Montúfar y la honrada vieja, recelándose justamente del peligro a que se arrojaban si prosiguiesen con la conversación del caballero toledano, de quien era dificultoso guardarse viviendo todos dentro de unos mismos muros, encomendando sus muebles a persona de satisfacción y llevando consigo todo el dinero y, joyas que tenían, se vistieron unos hábitos de peregrinos y, tendiendo las velas para Burgos, empezaron su viaje, por ser Méndez, que se llamaba así la vieja, natural de aquella ciudad y tener una hermana en ella en cuya compañía les pareció que estarían con más espaldas para cualquier caso que se ofreciese.
Al fin, don Sancho se desengañó y, viéndose burlado, dio la vuelta a su casa corrido y vergonzoso, y con tanto dolor que en todo el camino, hasta que llegó a los brazos de su mujer, no habló palabra. Recibiéronle en su casa con unas cartas de mucho dolor en que le avisaban que un hermano suyo natural, prebendado en la Santa Iglesia de Burgos y de los más ricos eclesiásticos de ella, estaba con enfermedad grave en aquella ciudad, y que si no acudía presto corría peligro la herencia. Y así, reposando aquella noche en Toledo, el siguiente día volvió a tomar postas y partió a Burgos.
Ya iba descontenta Elena del lado de Montúfar, a quien llevaba aborrecido con el mismo extremo que le amó por haberle conocido en el ánimo tan pocas fuerzas. Mirábale con ojos de desprecio como a hombre cobarde y de corto corazón. Quisiera abrir una puerta, si la ocasión la diera las llaves, por donde huirle el rostro para toda la vida. Amargóle y hízosele la boca áspera con aquel pesado subsidio de sujeción, ahogábasele el corazón y reventaba por los ojos el deseo de libertad, porque como se había criado con estas mantillas, la echaba menos y le pesaba de no tenerla tan a mano como solía. De esta opinión fue siempre la venerable Méndez, porque le pesaba mucho de ver en casa quien le mandase a ella y gobernase a su ama, gozando con descanso el fruto que con tanto sudor y fatiga las dos adquirían. Y entonces, como la pusieron el cabe cerca, tiróle hasta pasarle de la raya. Díjole a Elena a cuántos daños estaba sujeta, representándole que era como los esclavos que andan en las minas, que después que con largo afán sacan el oro que la avarienta y escasa tierra guarda retirado, lo llevan a sus amos, que les pagan con dalles una miserable comida y tal vez, en lugar de ella, muchos palos y no pocas coces. Advirtióla que era tan breve don la hermosura que, antes de muchos años, había de mudar con ella el espejo de lenguaje, diciéndola en vez de las lisonjas muchos pesares, pintándola tan fea como entonces hermosa. Y prosiguiendo con su discurso muy enojada, más a fuerza de la pasión que de la razón aunque en esto la tenía, pronunció estas palabras:
—Sabed, señora, que en llegando una mujer a los treinta, cada año que pasa por ella la deja una arruga. Los años no se entretienen en otra cosa sino en hacer a las personas mozas viejas, y a las viejas mucho más, que éste es su ejercicio y mayor pasatiempo. Pues si por haber vivido una mujer mal, adquiriendo con torpes medios hacienda, cuando llega a la vejez, aunque la goza descansada, es triste vida por ser afrentosa, ¿cuánto peor estado será el de aquélla que tuviere juntas la afrenta y la pobreza? ¿A quién podrá volver a pedir la mano en una necesidad? Si vos, por el servicio de Dios y por la vergüenza de las gentes, os retiraseis con los bienes que tenéis para casaros con un hombre que, procurando enmendar vuestra vida pasada, corrigiera los borrones de las afrentas, no me pareciera mal, mucho gusto recibiera de que con éste tal abrasaseis vuestro caudal; pero con un pícaro hombre de ruines entrañas y de bajo ánimo, cuyo corazón es tan vil que se ha contentado y satisfecho para pasar su vida de este bajo entretenimiento en que se ocupa, estafando mujeres, comiendo de sus amenazas y viviendo de sus insolencias locura es, necedad sin disculpa gastar con él la hacienda y el tiempo.
Elena oyó el discurso con gusto, pagándose mucho de todas las razones aunque no se le hicieron nuevas, que su ingenio sutil éstas y otras de mayor importancia había hallado; pero entonces las abrazó de mejor voluntad por ver que había otro voto más que el suyo y que quien le daba no pretendía engañarla en el consejo. Llegaron por sus jornadas a Guadarrama, un lugar del Duque del Infantado. Aquí cayó enfermo de una gravísima calentura Montúfar, tan congojosa y acelerada que no le dejó sosegar en toda la noche. Y así, resolvió a la mañana que, pues su salud era a lo que debía atender en primer lugar, que la jornada se suspendiese, trayéndose médico que le curase; y este decreto le pronunció con palabras de tanto imperio como si las dos fueran sus esclavas y él absoluto señor de sus vidas y haciendas. Pero ellas, que la noche antes habían determinado no perder la vez y dalle cantonada, se sentaron a los lados de la cama: Elena al derecho y Méndez al izquierdo, saludándole Elena con este discurso:
—Amigo, por tu vida (y así Dios te la dé el tiempo que Él fuere servido, que éste es negocio por que no pienso importunarle mucho, antes desde ahora te ofrezco en sus manos porque gusto infinito de sacrificarle las cosas que más quiero), que pienso, y por Dios que pienso muy bien, que desvarías con la calentura. ¿Es posible, pobrecillo de ti, por menos tonto te pagué, que no has conocido que esta mujer anciana, esta honrada Méndez que ya pasa en el mundo segura por la aprobación de sus canas, y yo, que también me quiero poner en el calendario, estamos muy cansadas de tus fieros con nosotras y de tus miedos con los hombres, y mucho más con las varas de la justicia? Consuélate, si esta vez mueres, con que es más noble cuchillo una calentura que un temor cobarde: y acabarás a manos de mejor verdugo de lo que yo había presumido de tu ánimo estrecho. Entre las cosas que debes agradecer a la fortuna es la principal, si bien lo miras, el haberte hecho tan bien quisto con nosotras que, cuando vayas de este mundo, no nos echarás en ninguna costa de lágrimas; antes para aquel día, en vez de los paños negros que significan dolor, pienso vestir brocado celebrando el principio de mi dichosa libertad. Con todo eso, mira por tu salud y no te engañe el diablo pensando que esto que te decimos es de veras, y tú de puro bueno y agradable, creyendo que nos haces gusto en ello, te dejes morir: que estas palabras, aunque se pronuncian, no se sienten. Y a fe que te puedes consolar de que, ya que ha llegado la enfermedad a tus puertas, no te ha cogido en un lugar extraño, en un mesón y con poco dinero, sino en tu propia patria, en la casa de tus padres y cerca de tus deudos, donde se curan las enfermedades y remedían las necesidades. ¡Ven acá, amigo! ¿Querrías tú que yo me quedase aquí para curarte y servirte? ¡Bueno es esto para tu cortesía con las damas! Y como que te conozco yo, no dirás tal aunque pensases por este camino, restaurando tu salud, resucitar todo tu linaje; y en verdad que es lo que más presto te concederemos. Aconséjote que no llames doctor si no quieres morir con más brevedad, porque el médico, en viéndote con esta calentura tan ardiente te ha de hacer abstinente de vino; y con el mal podrás vivir algunos días aunque ayas de acabar a sus manos, pero privado de este tan suave licor yo me atreveré a jurar que no cumples las veinte y cuatro horas: conózcote y sé que no te criaste con otra leche.
Aquí Méndez le puso la mano en la cabeza y, viendo que su ama acababa, dijo así:
—En verdad que arde, señor Montúfar, y que este accidente lo toma más de veras de lo que vuesa merced puede pensar. Abrácese a este rosario y pase estas cuentas con muy gran devoción, y después envíe por un confesor con quien descanse limpiando su conciencia; verdad es que la vida que vuesa merced ha pasado ha sido tan ejemplar que tendrá la cuenta muy breve y fácil el despacho. Y si no, díganlo esto todos los señores escribanos del crimen que en Madrid quedan, que innumerables veces fueron cronistas ocupando sus plumas en escribir sus gloriosas hazañas; fuerza de que V. m. tiene para en descuento de sus pecados aquel paseo que hizo por las calles más principales de Sevilla, acompañado de tantos alguaciles a caballo como el señor Asistente. Verdad es que en esto hubo una diferencia: que él los lleva siempre delante y con V. m. fueron a la retaguardia. También ha visitado parte de la Tierra Santa y no de paso, pues por seis años fue a Galilea, donde padeció muchos trabajos comiendo poco y caminando siempre; y estimósele esta virtud por entonces más que a otro porque aún no tenía veinte y dos años cuando hizo tan santa romería. Pues cosa cierta es que ha de ver V. m. premiado en la otra vida el cuidado que siempre ha tenido de que las mujeres que ha tratado no sean vagabundas, poniéndolas a oficio y haciéndolas trabajadoras: que no solamente comían de la labor de sus manos, sino de la de todo su cuerpo.
Por lo menos, si V. m. esta vez muere en su cama hará una graciosa burla al Corregidor de Murcia, porque tiene jurado, por vida del Rey y de la de su mujer y hijos, que le ha de ver hacer piernas en la horca y estirarse de pescuezo; y cuando él esté más seguro pensando que se le llevan a las manos para ejecutar su ira, le llegaran las nuevas de que no hay lugar, diciéndole que vuesa merced fue persona que tuvo habilidad de morirse por sí mismo sin ayuda de tercero. Y porque ya es hora de que nos partamos por si acaso no nos viéremos más, le doy este último abrazo y a Dios.
Esto dijo, y poniéndose las dos en pie dieron pasos largos. Montúfar, que siempre las había tenido en opinión de mujeres entretenidas porque su ordinario lenguaje, así el de la vieja como el de la moza, era todo el año burlas y donaires, creyó que hablaban de chacota con intento de divertirle como otros tiempos hacían, y persuadióse que el irse era para dar orden, con mucho cuidado, en prevenir todos los remedios a su enfermedad necesarios, porque así le había sucedido otras veces: pero ésta diéronle con la mayor, y tomando las de Villadiego, aprovecháronse de sus pies todo lo que pudieron. Parecióle al enfermo que tardaban, y llamando a su huésped, supo de ella que aquellas señoras se habían ido y le dijeron que, porque su merced quedaba durmiendo en razón de haber tenido la noche pasada mala a causa de cierta indisposición, que no le despertase hasta que él mismo, de su voluntad, lo hiciese. Reconoció entonces por veras y más pesadas de las que él quisiera las palabras que él pensó que solamente se decían por conversación, y usando de aquel insolente atrevimiento de que siempre suelen hombres de semejante vida, jurando y votando al santísimo nombre de Dios, amenazó hasta el camino por donde iban y el sol que las alumbraba. Esforzóse por vestirse y seguirlas pero no pudo. La huésped le procuró quietar disculpando a aquellas señoras en el mejor modo que su entendimiento la ofrecía: bien mal y con no pocos disparates, acrecentándole más el enojo.
Él se determinó de no comer bocado hasta otro día, que habiendo cumplido más de veinte y cuatro horas en ayunas tomó unos tragos de caldo y un poco de ave. Valióle tanto la medicina de este buen regimiento que se sintió bueno; y así, el día tercero, empezó su camino en busca de sus camaradas, fiándose de que, aunque le llevaban dos jornadas de ventaja, las había de alcanzar por ser mujeres. Y así fue, porque diez leguas antes de llegar a Burgos dio con sus cuerpos y las tocó a rebato. Ellas se previnieron de las mejores excusas que pudieron y él, con el rostro alegre, mostró no estar ofendido; antes procuró con mucha industria asegurarlas, y haciéndolas entender que llevaran errado su viaje, las apartó del Camino Real. Y guiándolas por un monte espeso, parte adonde él sabía que nadie jamás llegaba ya que estuvo en lo más escondido y retirado de aquella desconversable soledad, despojando una daga de la vaina, a quien siempre ellas miraban con mucha reverencia y devoción, tanta que hacían por ella cualquier cosa que les pidiese aunque tuviese muchas espinas de dificultad, las dijo que le entregasen luego todo el oro y joyas que llevaban so pena de la vida.
Pensaron a los principios negociar con lágrimas, y más Elena, que echándolosele al cuello vertió muchas; pero no estaban bien en la cuenta porque aquel hidalgo se hallaba muy recio de corazón y no era aquélla ocasión para pedir mercedes. Confirmó el auto, notificándolas que si dentro de un breve cuarto de hora no obedecían, se ejecutaría. Ellas que vieron el peligro dentro de casa y que no había otra puerta para echarle fuera, aunque con dolor de sus corazones sacrificaron sus bolsas. No acabó con esto de descargar toda la piedra: venía la nube muy preñada, porque luego, sacando unos cordeles que prevenidos para el caso traía las ató a dos árboles que estaban el uno en frente del otro, a cada una en el suyo; donde les dijo que ya que ellas no tenían ningún cuidado de satisfacer, de cuando en cuando, por sus graves pecados con algunas disciplinas, les quería dar él una como de su propia mano porque tuviesen obligación de rogar a Dios por él. Ellas pasaron por la penitencia, y después que se hubo satisfecho, sentándose en el suelo en medio de los árboles adonde estaban atadas, volvió el rostro a Elena, a quien enderezó esta plática:
—Amiga, por tu vida, que esto que te ha sucedido no lo recibas con pesadumbre, considerando que yo lo hice con buenas entrañas y de todo corazón. Consuélate con que ya que me voy y te dejo, no quedas en un monte atada a un árbol y huérfana de los dineros y joyas de que te podías valer; sino rica y abundante de toda buena fortuna en tu patria, en la casa de tus padres y cercada de tus deudos, donde se curan las enfermedades y remedían las necesidades. Por lo menos, hija, he de llevar conmigo un grave dolor que toda mi vida ha de andar a mi lado acompañándome hasta la sepultura: y éste será el considerar que por mi culpa queda en este monte desierto una doncella tan virtuosa y honesta como tú a peligro de que padezca fuerza su honra en las manos de algún caminante; y siendo hija de los padres que yo sé y tú me contaste, sería daño de pesada consideración. Paréceme que si pasa por aquí alguno que te conozca y sea práctico y estudioso en el libro de tus buenas costumbres, si te ve atada a ese tronco, ha de maldecir árbol que tan mal fruto lleva, y aun cortarle de raíz porque no se multiplique más cada día. Y a fe que si no fuese testimonio el que con poca conciencia han levantado los poetas a las aguas diciendo de ellas que murmuran y ríen, que las de este monte, con mucha razón lo podrían hacer de ti viendo tan humillada tu vanidad, tan arrastrada tu infame belleza y tan bien castigada tu insolente vida. Por lo menos, si esta noche siguiente duermes atada como estás, me deberás una habilidad que lucirá mucho sobre las demás que tú tienes: que será dormir en pie, gracia que no la alcanzan todos. Pero quédese esto aquí, que me parece que me culpa de ingrato la madre Méndez, pues en tan largo discurso no me he acordado una vez siquiera de volverle el rostro.
Así dijo Montúfar, cuando dando las espaldas a Elena y cara a la desconsolada Méndez acudió con estas razones:
—Madre honrada, aprovéchese del entendimiento que Dios la dio, a quien se encomiende de todo corazón porque, sobre la edad que tiene, el trabajo de esta tarde temo mucho que la destierre de este mundo. Y así, es mi parecer que envíe por un confesor con quien descanse limpiando su conciencia. Verdad es que la vida que V. m. ha pasado [es] tan ejemplar que tendrá la cuenta breve y fácil el despacho. ¡Oh qué caridad! ¡Oh qué honrada señora!, pues en vez de murmurar de faltas ajenas, toda su vida ha gastado en cubrir flaquezas de mujeres mozas; y sin tener mayor manto que las otras, que esto es lo que a todos admira y yo alabo con tanta razón que no me pueden reprender de apasionado: ha cubierto con él poco menos gente que la espaciosa capa del cielo. Lo mucho que ha sabido, aun en razón de estudios y ciencias, pide mayores alabanzas que las que puede engendrar la humildad de mi corto ingenio; tanto, que sus palabras han tenido fuerza para que retrocediesen espíritus del otro mundo y volviesen a éste. Y así, los señores Alcaldes de Corte, considerando que si los hombres por sus letras llegan a obispar, que no era justo que una mujer docta no gozase también el premio de tantas malas noches, la hicieron merced de dalle una mitra; y afírmanme que aquel día la acompañaron detrás más cardenales que al Pontífice en Roma, porque un curioso que se halló presente, que por ser él comedido, sin mandárselo nadie ni dalle salario por ello se puso a hacer el oficio de contador, jura que llegaron a doscientos. No me puede negar una cosa, porque lo que voy a decir es doctrina llana y asentada: que cuando muera y en aquella triste hora vea, como todos, la cara y mal gesto de los diablos, que no se les hará de nuevo a sus ojos mirar semejante cuadrilla, porque para ellos más ordinario es comunicar demonios del infierno que hombres de la tierra. Y perdone V.m. el atrevimiento de haberla dado esta pequeña cantidad de azotes, porque yo me hice una cuenta y no sé si me engañe en ella: que pues los viejos se vuelven a la edad de los niños y V. m. lo era tanto, no sería fuera de propósito castigarla como a criatura esta travesura pasada. Y con esto Vuesas mercedes se queden con Dios, que me llego aquí cerca y volveré lo más presto que pudiere; y si tardare, no les de cuidado, que yo le tendré de mi persona.
Cesó aquí con su discurso Montúfar y, sin gastar más tiempo ni palabras, se fue dejándolas más muertas del temor y espanto que del cruel castigo.