Capítulo 18

—Ha ocurrido algo.

Si la actitud de Morgan no había sido suficientemente elocuente, incapaz de tener las manos quietas y de mirarla a la cara durante toda la cena, el sonrojo de Alexandra ante las palabras de Mary Andrews no hizo nada por desechar las sospechas de la joven.

—¿Habéis discutido?

Johanna Stevens había dejado los cubiertos junto al plato y había unido las manos como si estuviera rezando, a la vez que los miraba, primero a uno y después al otro, buscando posibles pistas en sus semblantes.

—No hemos discutido -murmuró Alexandra, con voz ronca.

“Ojalá”, pensó para sí. De haber discutido con Morgan, en ese momento no se sentiría tan incómoda con él. Y lo más ridículo de todo era que en realidad no había sucedido nada irreparable. Solo les quedaban dos noches juntos y estaba segura de que sobrevivirían sin acabar en la misma cama.

El solo hecho de haber formado esa frase en sus pensamientos fue un error. Le trajo a la memoria el tacto de Morgan sobre su cuerpo, su aroma y el sabor de sus besos. Si lo sentía así estando enferma y con las facultades bajo mínimos, no quería ni imaginar lo que sería saborearle estando en plena forma. Por fortuna, él volvería a su dormitorio esa noche, ella se encargaría de ello. Por su propia salud mental.

—Pues es evidente que algo ha pasado, porque os comportáis de una manera muy extraña -insistió Mary.

Alexandra la maldijo en su interior. Esa jovencita era muy dulce, pero debería entender que no tenían ganas de charlar. ¿Acaso no veía el ceño fruncido del profesor McKay? Seguro que sus alumnos huían de la facultad en cuanto lo veían poner esa expresión.

Se le escapó una sonrisa sin querer.

El ceño de Morgan se volvió más oscuro si cabe al mirarla.

—¿No me tienes miedo, señorita Tremain?

Ella suspiró y fingió un estremecimiento.

—Tiemblo por dentro, profesor Steele.

Una sonrisa lenta comenzó a formarse en los labios de Morgan, mientras sus ojos oscuros bajaban hasta posarse en la boca de Alexandra.

—¿Me estás retando?

—¿En público? Eso sería una descortesía, profesor.

Una palmada hizo que los dos se irguieran y apartaran la mirada el uno del otro para mirar a Johanna Stevens.

—Esas cosas en la privacidad del dormitorio, por favor. Recordad que hay gente impresionable en la sala.

Alexandra pensó que era inútil recordarles que no había nada entre ellos, pero al fin y al cabo, ¿era eso cierto? Ya no estaba tan segura de ello.

Pasado el momento de tensión, el resto de la cena transcurrió entre bromas y risas.

Alexandra reconoció para sí misma que casi le agradecía a Mary su intervención, porque también Morgan parecía más relajado. Hablaba con los demás como siempre, preguntándoles qué habían visitado ese día e incluso hablaba sobre su trabajo con entusiasmo. En esas ocasiones veía al auténtico Morgan, al que no veía necesidad de ocultarse bajo la máscara de acidez o imperturbabilidad con la que la encaraba a veces. Y lo cierto era que era una suerte que no mostrase ese rostro siempre, porque de lo contrario, tendría problemas consigo misma para mantener las distancias.

—Pareces cansada -le dijo de pronto, colocándole la mano en la frente—. Creo que no estás recuperada del todo. Deberías estar descansando para recuperar fuerzas y no recaer.

Ella parpadeó, sorprendida. Y más se sorprendió cuando él la besó suavemente en los labios y le dedicó una palmada en el trasero a modo de despedida, dando al traste con la teoría de que no había nada entre ellos. Aunque, por otra parte, él mismo había iniciado el juego de que tenían una aventura.

¿La estaba echando?, se preguntó, más sorprendida que enfadada, al menos por el momento.

Lo interrogó con la mirada para saber qué se proponía, pero él evitó su mirada. Se limitó a lanzarle otro beso silencioso y a darle la espalda con todo descaro.

Enarcó las cejas, incrédula y lo dejó con las parejitas felices. Fuera lo que fuese que se proponía, no la quería allí. Perfecto.

Alexandra acababa de salir de la ducha y se estaba poniendo la camiseta vieja que usaba para dormir cuando alguien llamó a su puerta. Se tapó con la toalla todavía húmeda y corrió a abrir.

Al otro lado, Morgan la miró de arriba abajo mientras esperaba una invitación para entrar. Alexandra se apartó para dejarle pasar, extrañada por su actitud.

—¿A qué diablos ha venido lo de antes?

Él le puso un dedo sobre los labios y la tomó de la mano. Negó con la cabeza.

—Esta noche no.

Alexandra intentó soltarse, sabiendo lo que ocurriría si no lo hacía, pero apenas había dado dos pasos en la habitación cuando él la envolvió entre sus brazos para besarla sin darle ninguna oportunidad de resistirse.

Sus manos estaban en todas partes a la vez, calientes, impacientes. Sus caricias trataban de seducirla mientras su boca le provocaba estremecimientos a lo largo de la columna. Muy pronto, sus piernas dejaron de sostenerla y él aprovechó la ocasión para dejarla caer en la cama, que protestó ruidosamente bajo su peso.

Le recorrió todo el cuerpo por encima de la camiseta, mientras le sonreía como si fuera la criatura más hermosa del mundo.

—Si no lo deseas igual que yo, puedes decir algo.

Ella sonrió cuando sus manos se posaron sobre sus pechos, haciendo que su respiración perdiese su ritmo habitual, convirtiéndose en algo similar a un jadeo.

—Morgan, no lo estropees hablando.

Fue Alexandra la que empezó a desnudarle con más prisa de la que hubiera deseado. Morgan se dejó hacer mientras su pulso se aceleraba por momentos.

Alexandra recordaba muy bien el tono moreno de su piel, la fuerza de su pecho, la belleza de sus piernas musculosas. Cuando al fin vio lo poco que le quedaba por ver, se quedó sin aliento.

—No me puedo creer que me engañaras tanto tiempo -dijo mientras le recorría la espalda casi con adoración.

—No fue mi intención -dijo mientras notaba que su piel se erizaba bajo las sensuales caricias de Alexandra.

Ella le abrazó desde atrás, saboreando la dulce piel de su espalda, acariciándole con avaricia el estómago plano y las estrechas caderas. Rozó con dedos como plumas su adorable trasero antes de tomarlo entre sus manos, amasando los duros montículos con manos juguetonas. Cuando al fin se volvió para mirarle de frente, él ya estaba completamente excitado. Las manos le temblaban de deseo y sus ojos estaban casi líquidos.

Alexandra alzó una mano para acariciar esa última parte de su anatomía, pero él se escabulló, atrapándola desde atrás.

Se frotó contra ella mientras le acariciaba los pechos por encima de la ropa. Alexandra gimió cuando él introdujo sus manos calientes bajo la tela para acariciarle la suave piel de los pezones, haciendo que se endurecieran con un solo roce.

—Ahora me toca a mí -dijo él con voz ronca.

Alexandra solo pudo asentir con la cabeza mientras colocaba sus manos sobre las de él para poder sentir las caricias con más fuerza, si eso fuera posible.

Morgan se apartó lo justo como para desnudarla. Después de hacerlo, jugueteó con sus pechos con los dedos y la lengua hasta que Alexandra temió volverse loca de deseo.

La lengua ardiente de Morgan dibujó círculos alrededor de sus duros pezones antes de tomarlos en su boca para lamerlos y chuparlos con fruición.

Las caderas de Alexandra comenzaron a moverse contra él por voluntad propia, llamando la atención de Morgan hacia la parte inferior de su cuerpo, tan ansiosa de caricias y besos como la parte superior.

Morgan se alzó para darle un beso ardiente en los labios mientras sus manos recorrían sus piernas en dirección ascendente hacia la rodilla, el muslo, deteniéndose en su entrepierna. Con cuidado, deslizó una mano por encima de sus braguitas. Sonrió de lado, robándole un par de latidos a su desbocado corazón.

—Estás empapada -murmuró él antes de arrodillarse ante ella.

El aliento ardiente de Morgan atravesó la fina tela de sus bragas, haciendo que su entrepierna se humedeciera aún más. La besó por encima de la tela. Alexandra gimió. Las piernas le temblaban tanto que tuvo que sentarse en la cama.

Morgan le abrió las piernas y se colocó entre ellas, aspirando el aroma de su deseo. La lamió por encima del encaje empapado.

Segundos después, la barrera de la tela había desaparecido, y Morgan pudo saborear al fin su dulce sabor.

Alexandra gemía ante el embate de su lengua y sus dedos.

—Morgan... —murmuró cuando sintió que estaba a punto de llegar al orgasmo.

Morgan intensificó sus caricias, lamiéndola mientras sus dedos jugueteaban con su clítoris.

—Quiero que te corras para mí, Xandra.

Alexandra ahogó un grito cuando él introdujo uno de sus dedos en su interior mientras mordisqueaba su clítoris.

Cuando al fin llegó al clímax, Morgan bebió y saboreó con deleite cada gota de humedad que ella le regaló.

Su boca fue subiendo poco a poco por su cuerpo, hasta que al fin Alexandra pudo mirarle a los ojos. Su respiración estaba tan agitada como la de ella. Cuando la besó, Alexandra pudo saborear el propio sabor de su deseo en su boca.

—Delicioso -dijo él con una sonrisa sensual.

Tras un beso lento, Morgan hizo bailar su mano nuevamente sobre su cuerpo, para volver a posar sus sabios dedos en su entrepierna.

Increíblemente, lo deseaba de nuevo.

Esta vez, sin embargo, ella lo detuvo y lo hizo tumbarse en la cama. Montó a horcajadas sobre él, notando cada centímetro de su pene clavándose poco a poco en ella.

Con un gemido, comenzó a moverse sobre él, sintiendo la maravillosa sensación de tenerle en su interior, llenándola por completo.

Tras unos minutos de interminable agonía, sin que ninguno de los dos fuera incapaz de moverse apenas, Morgan se colocó sobre ella, penetrándola con fuerza hasta que ella volvió a gritar su nombre.

Morgan se corrió en su interior mientras hundía la cabeza en su cuello. Después se dejó caer con cuidado a un lado y la miró con una sonrisa lenta dibujándose poco a poco en sus labios hinchados por los besos.

—¿Sigues odiando esta cama? -preguntó con la voz aún entrecortada.

Alexandra no dijo nada. Rió, sintiendo cómo la cama gemía y protestaba bajo ellos, casi tanto como cuando se amaban. Una vez tranquila, suspiró, con los ojos pesados por el sueño.

Morgan la besó y la abrazó como si fuera lo más precioso que hubiera visto en su vida, sintiendo cómo temblaba de agotamiento contra su cuerpo. La tapó con la colcha y la miró dormir.

A Alexandra le hubiera gustado despertarse entre besos y caricias, pero lo cierto es que la despertó un ataque de tos. Pensaba que estaba a punto de ahogarse cuando Morgan le tendió un vaso de agua.

Estaba despeinado, tenía ojeras y su sonrisa había perdido su habitual brillo a causa del cansancio, pero aún así a Alexandra le pareció que era increíble que hubiera podido engañarla con aquel absurdo disfraz.

—¿Estás bien? -preguntó Morgan con la voz ronca por el sueño.

Alexandra dejó el vaso vacío sobre la mesita de noche y volvió a acurrucarse contra él.

—Tengo frío.

Morgan sonrió y la abrazó con fuerza.

Alexandra no se hizo de rogar cuando él comenzó a pasear su mano por su espalda hasta detenerse en su cadera desnuda. Ella se frotó contra su excitación y lo recibió en su interior como una bendición.

—¿Mejor?

Alexandra respondió con un gemido de placer.

—Mucho mejor.

Fue lo único coherente que fue capaz de decir ante semejante ataque a sus sentidos.

Cuando volvió a despertar, un par de horas más tarde, estaba sola en la enorme cama chirriante.

Morgan la había dejado sola, pero le había dejado una nota de lo más indicativa de su estado de ánimo:

Siento haberte dejado, pero las reservas de energía de un hombre tienen su límite.

Te espero en la biblioteca.

No tardes.

Te espera ansioso,

El aburrido y desagradable profesor McKay

Alexandra estuvo a punto de romper la nota en pedazos al leer su contenido, pero la dejó sobre la mesita de noche con un suspiro. Trató de remolonear un poco en la cama recordando gozosamente y sintiéndose culpable a partes iguales por lo sucedido la noche anterior, pero el timbre del teléfono la atrajo a la realidad. En cuanto vio de quién se trataba, las buenas sensaciones desaparecieron como por ensalmo.

Tras unos segundos de vacilación, descolgó.

—¿Oyes eso, querida?

Alexandra escuchaba de fondo ruidos de martillazos y golpes secos, así como el claro sonido del papel al ser desgarrado. Sin necesidad de que Forrester le dijera nada, supo lo que estaba ocurriendo.

—He venido a cobrar parte de mi deuda.

Ella colgó sin responder. No había nada que decir. Aunque encontrasen algo en el castillo, lo cual era bastante improbable, ya no serviría de nada.

Se levantó y se metió en la ducha, sintiéndose pesada y ajena a lo que le rodeaba. Ni siquiera una hora después, ya vestida y sentada en el alféizar de la ventana, sin ver realmente lo que había al otro lado del cristal, tenía claro qué iba a hacer a continuación.

Desde hacía años había vivido en una especie de nube, teniendo muy claro que vivía bastante alejada de la realidad, sabiendo a la vez muy bien que aquello no podría durar eternamente. Ser detective privado había sido un sueño juvenil y quizás estúpido, que nada tenía que ver con lo que había leído en las novelas que le apasionaban de joven y la habían empujado a estudiar criminología y sacarse la licencia. Ahora veía muy claro que la realidad se estaba imponiendo a marchas forzadas: apenas tenía clientes y los que tenía no le daban como para sufragar los gastos que conllevaban mantener una oficina. No sabía si temía más tener que enfrentarse a la realidad de saber que había desperdiciado varios años de su vida o a tener que reconocer que tendría que buscar un puesto como docente, algo que siempre había detestado.

Hasta que no vio entrar a Morgan en el dormitorio, no recordó que se suponía que la estaba esperando en la biblioteca.

—Cambio de planes -dijo él, acercándose para depositar en sus labios un beso seco—. Me ha llamado Angus. Al parecer ha encontrado algo en los archivos parroquiales.

—Qué bien -respondió ella, al ver que Morgan la miraba fijamente, al parecer esperando una respuesta por su parte. Se levantó, incapaz de mantener su mirada—. ¿Me dirás ahora por qué me echaste anoche del comedor?

Él la atrapó por detrás y la sostuvo contra sí, susurrándole en el oído.

—¿Eres uno de esos perros de presa que no suelta jamás a su presa?

—Si a lo que te refieres es a que no lo dejaré correr, tienes razón.

Pudo sentir su risa contra el cuello, mientras lo recorría con los labios. Alexandra hubiera deseado no reaccionar con tanta facilidad a sus caricias, pero le fue imposible. Su piel era tan sensible a su tacto que incluso su aroma la excitaba.

—Quería saber si alguno de ellos había tocado los documentos. Pero no, ninguno de ellos estuvo en el hotel ese día. También los Holmes salieron.

A esas alturas no solo la boca de Morgan intentaba cautivarla, también sus manos vagaban por su cuerpo, incitándola.

Al escuchar sus palabras, el cuerpo de Alexandra se quedó rígido. Se apartó y lo enfrentó con una mirada dura.

—¿Y para eso necesitabas que yo no estuviera presente?

Morgan dejó caer las manos e intentó sonreír, pero la sonrisa no se reflejó en su mirada.

—Reconoce que a veces eres incapaz de disimular lo que eres -dijo con voz seca.

Ella cruzó los brazos, conteniendo el aire dentro del pecho. Aguantó a duras penas las palabras que pugnaban por salir de su boca, sabiendo que si las decía, era muy probable que no fuera capaz de volver a hablarle jamás.

—¿Y qué soy exactamente? -preguntó en cambio, tratando de relajar su postura sin conseguirlo del todo. Sentía un dolor molesto en el cuello y la espalda a causa de la tensión acumulada durante esos días y que acabaría pagando con creces en las próximas semanas.

Él sonrió y se encogió de hombros, como si lo que fuera a decir fuera inevitable.

—Detective.

Su risa llenó la habitación, molesta como el chirriar de unas uñas en una pizarra. Alexandra apretó los dientes y pasó a su lado evitando rozarle.

—Perdone usted, profesor McKay, no todos tenemos años de experiencia simulando ser quienes no somos. Si lo que quieres decir es que no crees que nadie los tocara, puedes decirlo. Nunca he dicho que sea infalible. Pero te aseguro que sé cuando alguien ha husmeado en mis cosas.

Morgan apretó los labios, frustrado por el giro que había tomado la situación. ¿Cómo había pasado de estar temblando en sus brazos a estar mirándole como si le considerara un ser despreciable?

—No he dicho eso.

—No es necesario que lo digas, tu cara lo dice todo.

Se acercó al pequeño armario donde guardaba el bolso y el impermeable y se vistió, tensa y nerviosa. Tenía una sensación opresiva en el pecho, como si todo se estuviera deshaciendo a su alrededor y ella no pudiera hacer nada por evitarlo.

—¿Adónde vas? -preguntó Morgan, recuperando su vieja postura defensiva.

—Creía que teníamos una cita -respondió ella dándole la espalda y saliendo de la habitación, cerrando la puerta tras ella con suavidad.

Cuando Angus los vio llegar, incapaces de protegerse de la sempiterna lluvia a pesar de los paraguas, las botas y los impermeables, supo que no sería fácil salir de allí sin que saltaran chispas.

Saltaba a la vista que su primo y su señorita detective habían discutido antes de encontrarse con él, porque no se hablaban y eran incapaces de mirarse. De hecho, sus posturas delataban que evitaban cualquier roce casual.

Angus reprimió una sonrisa por lo que eso revelaba. Por ella no podía hablar, pero conocía a Morgan, y era evidente que ella le gustaba, o no la hubiera metido en ese asunto en contra de su propia convicción. Por mucho que se lo negara a sí mismo, no podía mantenerse alejado.

—Angus McKay, el primo simpático y adorable -se presentó en cuanto llegaron a su altura.

Alexandra se sorprendió al verse abrazada y besada en las mejillas por ese hombre de alrededor de cuarenta años, recio y atractivo, y con una sonrisa capaz de desarmar a cualquier mujer entre los cinco y los cien años. Se preguntó cómo de cercano era el parentesco entre ellos, porque ciertamente había un aire de familia entre ambos, en el pelo oscuro, en los ojos, e incluso en la sonrisa. Aunque era evidente que Angus tenía razón al decir que él era el primo simpático y adorable.

—Alexandra Tremain -dijo, en cuanto la soltó y pudo afianzar los pies en el barro y sostener el paraguas sobre su cabeza.

—Lo sé, me han hablado de ti.

Alexandra sintió sobre sí la mirada de Morgan, quemando como el fuego, quizás advirtiéndole que no debía preguntarle a Angus qué le había dicho acerca de ella. Sonrió en respuesta. Francamente, lo que él hubiera podido decir la traía sin cuidado.

—A mí solo me gustaría saber algo sobre tu primo.

Angus sonrió, sin saber muy bien qué esperar, a tenor de su mirada.

—Dime que tiene fondos para pagarme, por favor.

La risa del escocés llenó el claro en el que se habían reunido.

Morgan frunció el ceño. No le gustaba que se rieran a su costa, y tanto su primo como Alexandra lo hacían en ese momento. La verdad era que no comprendía qué había ocurrido entre ellos. La noche anterior y esa mañana habían sido... bueno, no le gustaba tener que ponerle un nombre a algo así. Lo único que tenía claro es que le gustaría repetirlo, y sabía que a ella le gustaba tanto como Xandra a él.

¿Qué diablos había ocurrido para que todo se hubiera ido al infierno de pronto? Tal vez no había jugado bien sus bazas al decirle que no estaba seguro de que alguien hubiera tocado los documentos de la familia. Ella parecía creer que no confiaba en su criterio cuando no era así.

El teléfono de Alexandra sonó de pronto y ella se retiró para mirar lo que parecía ser un mensaje. Su rostro se demudó por completo, aunque se giró para que no la vieran.

—¿Ocurre algo? -preguntó Angus mirándola preocupado, evidenciando que su estrategia no había funcionado.

Morgan apretó los dientes y apartó la mirada de ella para clavarla en su primo.

—Me encantaría saberlo.

Angus enarcó una ceja oscura y sonrió de lado.

—¿Interesado?

Morgan giró la cabeza y emitió una risa similar a un quejido.

—¿Tú no tenías algo para mí?

Angus admitió su derrota encogiéndose de hombros y buscó sus notas entre los bolsillos de su abrigo. Le contó cómo había dado con la anotación y le habló acerca de otras cosas que había visto en los libros parroquiales.

—Ya sabes que yo no entiendo mucho de esas cosas, pero para ti deben ser joyas. Ese hombre anotaba hasta el peso de los bebés que nacían.

Morgan asintió, distraído, mirando de reojo a Alexandra, que seguía dándoles la espalda y permanecía quieta y en silencio, como si esperase un mazazo del destino.

Cuando Angus enarboló al fin su tesoro, protegiéndolo bien con el paraguas, Morgan sintió un estremecimiento por todo el cuerpo.

Una pista al fin. Una real.

Ahora era cuando todo empezaba de verdad.