Capítulo 6

Alexandra consultó el papel donde había apuntado la dirección. Observó la elegante fachada, la limpia escalera y las macetas con flores en los alféizares de las ventanas. No estaba nada mal para un profesor de universidad con el gusto perdido.

Aún no había amanecido y hacía bastante frío.

Aprovechó que otro madrugador salía del edificio para colarse en el portal.

No había ascensor. Bien, no todo podía ser perfecto.

Cuando tocó el timbre, con el aliento aún entrecortado por haber subido cinco pisos por las escaleras, se sentía con un ánimo decididamente vengativo. Llevaba los documentos que Morgan McKay le había dejado el día anterior bien guardados en un portafolios que solía llevar cuando iba a testificar en algún juicio. Le daba un aspecto profesional que los jueces y los abogados sabían apreciar.

Cuando, segundos después, nadie había respondido, volvió a tocar al timbre con saña.

Como si al hacerlo su malestar se hubiera evaporado de golpe, se preguntó qué diablos hacía allí a las seis de la mañana, desgreñada, ojerosa y molesta sin saber por qué.

Estaba a punto de darse la vuelta por donde había venido cuando la puerta se abrió con tal brusquedad que levantó una corriente de aire que le revolvió aún más el pelo.

—¿Sabe usted qué hora es? -preguntó una voz ronca y furiosa.

Alexandra reconoció la voz, no así al que hablaba.

Porque ese hombre hermoso y fuerte no podía ser su cliente, el desastrado profesor McKay, ¿verdad?

Era evidente que se había envuelto con lo primero que había pillado (una sábana arrugada), y que no llevaba nada debajo. Alexandra se dio cuenta porque por entre los pliegues podía apreciar un muslo moreno y largo, y el atisbo de una cadera.

Su mirada se paseó por el pecho amplio y musculoso, con un agradable tono bronceado, hasta llegar a los poderosos hombros y al rostro cubierto por largos mechones oscuros. Por entre ellos asomaban unos punzantes ojos castaños que echaban humo, según pudo apreciar.

—¿Señorita Tremain, puede saberse qué hace aquí a esta hora? -la voz sonó ahora más suave, quizás con un ligero toque de humor.

Era evidente que había notado cómo lo miraba obnubilada.

Alexandra se sonrojó, sin saber muy bien qué hacer a continuación.

—¿Por qué no entra? Es evidente que tiene algo que decirme, de lo contrario no estaría aquí a estas horas —murmuró Morgan al fin, haciéndose a un lado para dejarla pasar.

Al sujetar la puerta, la sábana se deslizó un poco más dejando a la luz una nueva porción de piel bronceada.

Alexandra sintió que el pulso se le aceleraba. Nervios, se aseguró a sí misma.

¿Quién era ese tipo, que podía parecer el mayor adefesio un instante y un galán de cine al siguiente? ¿Y por qué diablos se vestía de aquella manera siendo tan guapo? ¿Nadie le había dado clases de cómo sacarse partido?

Pasó a su lado y entró en un apartamento pulcro y ordenado. Había papeles y libros por todas partes, eso sí, pero todo estaba bien organizado, y estaba segura de que él sabía en todo momento dónde guardaba todas y cada una de sus pertenencias.

La dejó en medio del oscuro salón y desapareció tras una puerta murmurando maldiciones entre dientes, arrastrando la sábana arrugada tras de sí como si fuera la cola de un manto real.

Alexandra le lanzó una última mirada apreciativa y se preguntó nuevamente qué hacía allí. Tenía preguntas, sí, pero sabía muy bien que podían esperar. Aunque, por otra parte, si no hubiera llegado a deshoras, ¿habría visto alguna vez a Morgan McKay tal y como era en realidad?

Cerró los ojos. La falta de sueño estaba haciendo estragos en su sensatez. Sacó del portafolios los documentos que él le había dejado y su libreta de notas.

Ahora se dio cuenta de que debería haber leído un par de veces más el diario y las cartas, porque podían habérsele pasado cientos de cosas por alto. Precipitarse no era su estilo.

Morgan no tardó en reaparecer. Se había puesto un pantalón vaquero con pinta de haber conocido tiempos mejores y una sudadera negra arrugada. No se había peinado y se había limitado a apartarse los cabellos demasiado largos de la cara. Era la primera vez que le veía el rostro sin las horribles gafas de concha. La verdad, era una lástima que se las pusiera. Un rostro así no se merecía que lo escondieran.

Alexandra se sobresaltó por las ideas que se le estaban ocurriendo sobre ese hombre, que era guapo, sí, pero era un cliente. Y los clientes estaban vedados para ella. Eran sus propias reglas, y no debía romperlas. Ni aunque él se hubiera fijado en ella, como seguramente no había hecho.

Morgan suspiró en la semipenumbra de la habitación.

Para un día que podía dormir un poco porque no tenía clases hasta la tarde, y venía esa mujer para estropearle un maravilloso sueño, nada candoroso, por cierto. Y encima ella lo miraba con aquellos ojos que lo devoraban a su pesar.

No es que no se sintiera halagado. La señorita Tremain era guapa de un modo nada convencional, con aquel aspecto a la vez rebelde y remilgado. Y tenía carácter, algo que él sabía apreciar en una mujer.

Pero la verdad era que en ese momento no tenía tiempo para mujeres, y, menos aún, para una a la que le pagaba. Vaya, eso no había sonado nada bien, pensó para sí mismo. Pero eran las seis de la mañana, se había acostado a las cinco, y tenía un largo día de exámenes por delante.

Y, además, ella no decía nada.

Se apartó nuevamente un mechón rebelde que le caía sobre un ojo y se dejó caer en el sofá junto a ella.

Alexandra se apartó un poco, haciéndole sitio.

—¿Y bien? -preguntó Morgan, con la paciencia que les mostraba a sus alumnos cuando le pedían prórrogas a la hora de entregar trabajos. Ese tono siempre lograba que se sintieran culpables y que le prometieran que los tendrían a tiempo. Nunca le había fallado.

—¿Dónde está el resto de las cartas? -preguntó ella al fin.

Morgan frunció el ceño, desconcertado.

Como no dijo nada, ella continuó hablando.

—He pasado toda la noche leyendo lo que me dejó. Es todo muy interesante, pero no nos da ninguna pista de lo que pudo suceder después. Me refiero al asesinato de Michaella y al robo de las joyas -añadió como si creyera que él necesitaba una explicación, dada su poco cooperativa apariencia.

—Que usted no haya dormido no significa que los demás no tengamos derecho a hacerlo —replicó Morgan con una sonrisa cansada.

Ella tuvo la delicadeza de sonrojarse nuevamente, aunque enseguida se repuso y volvió a la carga.

—¿Tiene usted el resto de las cartas? ¿Hay alguna manera de conseguirlas, o las destruyeron después de la ejecución?

Morgan señaló la carpeta que ella aún tenía entre las manos.

—Esas son todas las cartas que tengo.

—Pero tiene que haber más —insistió ella.

—¿Por qué cree que hay más cartas? —preguntó Morgan levantándose de nuevo—. Voy a preparar café, ¿le apetece uno? Ya que me ha despertado, supongo que aprovecharé el día.

—¿Por qué tengo la sensación de que intenta usted que me sienta culpable por haberle despertado?

—Porque es exactamente lo que pretendo. ¿Funciona? -añadió con una sonrisa deslumbrante antes de desaparecer de nuevo, rumbo a la cocina, imaginó Alexandra.

Tras unos segundos de vacilación, lo siguió.

La cocina era pequeña, pero estaba tan arreglada como el resto de su casa.

—Usted es profesor -comenzó ella. Morgan sonrió, era un buen principio, pensó—. Habrá notado que Sean le escribía a su hermano con asiduidad cuando se alejaba de su casa en las Tierras Altas. Además, le cuenta todo tipo de detalles íntimos en ellas. ¿No cree que lo más normal hubiera sido que le hubiera seguido escribiendo cuando estaba pasando los momentos más terribles de su vida? Su esposa había sido asesinada, él mismo estaba a punto de morir. Si yo estuviera en su situación, me consolaría poder hablar con alguien cercano, aunque fuera por carta.

Morgan frunció el ceño. Sus palabras le hicieron ponerse en guardia mientras su cabeza comenzaba a dar vueltas a las infinitas posibilidades que eso abría.

—Por no hablar de su defensa -continuó ella—. ¿No hizo nada? No me cuadra en un hombre como él.

Morgan sirvió el café en dos tazas desiguales y le ofreció leche y azúcar. No podía negar que él mismo se había preguntado eso mismo muchas veces. ¿Por qué no se había defendido? No podía negar que había llegado a creer que Sean había llegado a enloquecer en prisión y que se había dejado morir, en cierto modo, aunque era una explicación demasiado sencilla para todo aquel asunto, y ahora Alexandra Tremain venía a confirmárselo. Pero si no había sido así, ¿qué había ocurrido? Había buscado las pruebas de su defensa y jamás había encontrado nada, así que debía suponer lo peor.

Alexandra se dejó caer en una silla de la cocina aferrando su taza de café azucarado como si le fuera la vida en ello. Solo ahora se daba cuenta de lo agotada que estaba. Con un suspiro, dio un sorbo.

—Tenía una familia y el dinero suficiente para mantener su polvoriento castillo... Y es cierto, había perdido al amor de su vida, pero un hombre como él hubiera buscado al culpable hasta debajo de las piedras. ¿Cree usted que se hubiera dejado matar sin más?

Sentado junto a ella, Morgan le daba vueltas a lo que ella había dicho. Cuadraba con lo que él mismo había creído siempre acerca de Sean, a quien siempre había considerado un hombre fuerte y serio, responsable. Lo más probable era esas cartas existieran, o habían existido en algún momento. Pero si así era, ¿dónde estaban? ¿Por qué no había constancia de ellas en ningún lugar?

—Cartas a jueces, a amigos en la capital en busca de apoyo, ese tipo de documentos -dijo Morgan enumerando con los dedos—, ya lo he buscado. No hay nada en los archivos de la capital. Lo que ha leído es lo único que hay, al menos en poder de mi familia.

—¿Actas de enjuiciamiento?

Él negó con la cabeza.

—Nada útil. Solo los testimonios de los testigos, de la criada que lo vio todo y de Burley, que no se mostró precisamente muy amistoso con su yerno. Cuando lo llamaron a declarar, al parecer empezó a gritar que en todo momento su plan había sido ese, el de casarse con ella y matarla después. Tuvieron que sacarlo de la sala en medio de un alboroto tremendo. Estoy seguro de que sus palabras, que debieron de parecer las de un padre amantísimo, no hicieron nada por favorecer la causa de Sean. Por no hablar de que era un comerciante de cierta fama en la ciudad y debía tener la suficiente influencia como para tener al juez de su lado, mientras que Sean, aunque fuera un noble, era un norteño, un desconocido.

Alexandra suspiró, sin acabar de entender del todo aquel asunto. Algo no cuadraba. ¿Cómo podían desaparecer en la nada unas cartas y unos documentos oficiales? Aunque comprendía lo que Morgan quería decir, no dejaba de pensar que había algo que fallaba.

—De existir algo así, me refiero a los documentos que Sean pudiera escribir pidiendo ayuda a amigos o conocidos, ¿dónde cree que podrían estar?

Morgan ahogó un gruñido. Le sorprendía que ella no se rindiera a pesar de que le había dado argumentos más que suficientes para convencerla, por no hablar de que le había dicho que él mismo había buscado esos archivos sin dar con ellos. Sin embargo, teniendo en cuenta que estaba quemando sus últimos cartuchos, pensó que merecía la pena hacer un esfuerzo y repasó mentalmente a los posibles miembros de la familia que podían saber algo sobre el asunto. Cuando hubiera amanecido haría unas cuantas llamadas, para ver si podía averiguar algo. Al fin y al cabo, él era el primer interesado en esa investigación y estaba dando una imagen de cierta dejadez.

Se giró hacia ella y la vio repasando su cuaderno de notas, tachando aplicadamente las cosas que le había dicho y anotando con letra picuda otras, con el ceño fruncido y cara de concentración, como si se tratara de algo de suma importancia para ella.

—¿Ha venido hasta aquí a esta hora solo para decirme eso?

Alexandra enarcó una ceja.

—Creía que me pagaba por obtener resultados. Teniendo en cuenta que me paga por jornadas, pensé que querría que me diera prisa. Además, me pareció algo lo bastante importante como para perturbar su dulce sueño -añadió con ironía.

Morgan bebió un poco de café, ignorando adrede su comentario.

—Si esas cartas existen, lo más probable es que estén en poder de la familia. Dentro de un par de horas llamaré a mi primo Angus para preguntarle si sabe algo. Vive en Escocia, cerca del viejo castillo, ¿sabe? Lo han convertido en una especie de hotel rural.

—Vaya, parece interesante -Alexandra esperaba que no se le notara que se le estaba formando una idea alocada y nada viable en la cabeza. Una idea que además la alejaría del radio de acción de Forrester durante unos días y le daría tiempo para conseguir el dinero que necesitaba. Por no hablar de que estaba relacionada con el caso...

—Angus es descendiente directo de Duncan y Susan, como yo lo soy de Sean y Michaella. De algún modo no somos más que parientes lejanos, pero mantenemos el contacto. Le encanta toda la historia familiar. Si esas cartas existen, sin duda él sabrá algo.

—¿Entonces, el viejo castillo todavía existe?

—Sí. Es el típico lugar donde las parejas pasan sus lunas de miel y los ingleses se alojan creyendo que verán un fantasma.

Morgan la miró con una sonrisa, esperando su reacción. No es que tuviera la costumbre de ir por ahí contándole a todo el mundo que su familia había pertenecido a la nobleza en tiempos pretéritos y que habían poseído un castillo, pero desde luego no era algo de lo que todo el mundo pudiera presumir. Sin embargo, si lo que esperaba era que ella lo mirase con admiración e incluso algo de envidia, se llevó un chasco, porque Alexandra frunció el ceño, como si algo de lo que había dicho le hubiera sonado extraño, aunque de pronto sonrió, tras asentir para sí misma.

—¿Ha dicho que es usted descendiente directo de Sean y Michaella? ¿Eso quiere decir que tuvieron hijos?

Morgan sonrió mientras apuraba su café y se levantaba para recoger su taza y la de Alexandra, que ya estaba vacía.

—Dos, un niño y una niña. Ya ve que mientras pudieron, no perdieron el tiempo -añadió con una sonrisa pícara.

—Vaya, pues dentro de lo malo es un consuelo saber que esa mujer fue feliz durante un tiempo.

—Duncan y Susan los criaron como si fueran sus propios hijos. Obviamente, su abuelo no quiso saber nada sobre sus nietos, aunque quizás sea mejor así, teniendo en cuenta cómo crió a su propia hija.

Alexandra sintió que su corazón se oprimía al recordar la brutalidad del señor Burley.

—Fue muy extraña la actitud del señor Burley con la historia de las joyas. ¿Qué padre le niega a su única hija el regalo de bodas que él mismo le ha hecho?

Morgan suspiró.

—En ese hombre no había nada normal. Además, como muy bien sabemos, esas joyas solo le trajeron la mala suerte a todo aquel que las poseyó.

—¿A qué se refiere?

—Dos años después de la muerte de Sean, encontraron al viejo muerto en su casa. Al parecer murió solo y pobre. Lo enterraron en una tumba común, su ubicación no aparece en el registro de ningún cementerio de Edimburgo. La única noticia que atestigua su muerte es una nota parroquial de 1803. Poco después demolieron su casa para construir un edificio de apartamentos.

Alexandra intentó borrar la imagen que se le había formado en la mente y el cruel pensamiento de que ese anciano había recibido parte del sufrimiento que había dado a su propia hija.

—¿Qué fue de su fortuna? ¿Qué fue de las joyas? -preguntó, procurando que su tono de voz no trasluciera la frialdad que sentía en el corazón.

Él se encogió de hombros.

—Si murió tan pobre que no se pudo costear ni su propio funeral, no puedo evitar pensar que de alguna forma se hizo justicia —dijo con tono lóbrego.

Alexandra se estremeció al escuchar su voz. Saber que él sentía lo mismo no la hacía sentir mucho mejor. Volvió la cara hacia la ventana para disimular su malestar. Había amanecido y el ruido de los coches le llegaba amortiguado por el cristal.

—Si tenía dos hijos, sin duda luchó -murmuró casi para sí, aunque Morgan la escuchó tan claro como si hubiera gritado.

Siguió su mirada y contempló cómo la luz del sol irrumpía en la sala, haciendo que sus ojos se entrecerraran dolorosamente.

El mundo había despertado y era hora de irse.