Capítulo 1
Ya desde el pasillo se escuchaban los golpes del martillo y las sonrojantes imprecaciones que salían por la puerta entreabierta del despacho del detective privado Alex Tremain.
Morgan McKay se ajustó las feas gafas de concha, muy poco favorecedoras, y metió la cabeza por la rendija, pero no vio a nadie. Su mirada captó en segundos las paredes pintadas en un color claro, casi blanco, y decoradas con títulos y diplomas, torcidos e incluso rotos, las estanterías llenas de libros abiertos y destripados, el suelo cubierto de papeles y carpetas destrozado, sucio de pisadas.
Una nueva maldición le hizo fruncir el ceño.
Debió de hacer algún ruido, ya que una cabeza con el pelo oscuro, corto y alborotado, y la boca llena de clavos, apareció de debajo de una mesa totalmente abarrotada de los objetos más diversos, desde carpetas de las que asomaban papeles, a una cafetera volcada. Unos ojos castaños chispearon de furia al clavarse en él.
—¿Qué desea? -creyó entender Morgan que decía la dueña de dicha cabeza, ya que su voz sonaba sumamente confusa a causa de los clavos que aún llevaba en la boca.
Morgan no pudo evitar pensar lo horrible que sería que esa mujer se tragara uno de aquellos puntiagudos clavos. Algo de su horror debió de reflejarse en su mirada, porque ella los escupió en su mano y se levantó, mirándolo con una ceja enarcada inquisitivamente.
—¿Y bien? -dijo la joven con obvia impaciencia. Además de su cabello alborotado, sus ropas mostraban un desorden similar al que presentaba la mesa, desde los ceñidos pantalones vaqueros que habían visto días mejores hasta la sudadera universitaria gris con una enorme mancha de pintura en la manga—. Dígame qué desea, ya ve que tengo mucho trabajo -añadió, señalando con un gesto a su alrededor al ver que él no hacía amago de decir nada.
Morgan se preguntó si debería preguntar si necesitaba ayuda, aunque una nueva mirada por su parte, como si le leyera las intenciones, le hizo desistir. Tendría que quedarse con las ganas de saber qué era lo que había ocurrido para que pareciera como si una manada de caballos salvajes hubiera pasado por allí a pleno galope hacía no mucho tiempo.
—Entraron a robar anoche y todavía no sé si encontraron o no lo que buscaban -explicó ella al ver su desconcierto. Por su expresión precavida él notó que no se lo decía todo, pero hizo un gesto como para quitarle importancia, haciendo ver que se encontraba cosas así todos los días.
—Si están muy ocupados, tal vez no puedan ayudarme —dijo Morgan, hablando por primera vez.
Su bien modulada voz de profesor universitario pareció sorprenderla por un momento. Era una voz hermosa que contrastaba vivamente con su aspecto, pulcro y a la vez repelente, con sus horribles gafas de concha, el cabello peinado con raya a un lado y aplastado con fijador, y la asombrosa, por decir algo suave, combinación de cuadros, rayas y círculos de su ropa, de diseño absolutamente pasado de moda. Si alguien diera la definición de petimetre repelente y necesitara una imagen que la acompañara, encontraría que la suya era ideal.
Ella lo examinó de arriba abajo y pareció a punto de estallar en carcajadas. Morgan se sintió molesto, aunque estaba acostumbrado a ese tipo de reacciones.
—Venga, siéntese, señor...
—McKay, Morgan McKay.
Ella apartó una montaña de papeles de una silla de aspecto cómodo y se la ofreció. Morgan se sentó, agradecido. Hacía días que no dormía en condiciones y el cansancio comenzaba a hacer mella en él.
—Dígame qué desea, señor McKay.
La mujer rebuscó en un cajón desfondado y empuñó, triunfante, un lápiz y una libreta. Apartó otro montón de papeles y se sentó en una esquina de la mesa, dejando sus pies calzados con zapatillas deportivas colgando, ya que no le llegaban al suelo.
—En realidad buscaba al señor Tremain -comentó él mientras la miraba balancear los pies una y otra vez, hipnotizado por el lento vaivén.
Ella emitió una risita irónica que a Morgan le resultó un poco fastidiosa y le hizo alzar la vista.
—Lo siento, pero aquí no hay ningún señor Tremain.
—¿No es este el despacho de Alex Tremain?
—En efecto.
—Entonces...
—Yo soy Alex Tremain -dijo ella señalándose con una risa triunfal.
—Perdone, pero...
—Perdóneme usted, señor McKay. Comprendo que usted hubiera deseado que fuera de otra manera, pero le aseguro que yo soy Alex Tremain, Alexandra Tremain.
—Pero yo pensaba...
—Que se trataba de un hombre, por supuesto -terminó ella por él, moviendo comprensivamente la cabeza. Sin embargo, había algo de condescendencia en su sonrisa que hizo que Morgan se sintiera aún más molesto. Era evidente que ella se burlaba de él—. No se preocupe, no es la primera vez que sucede.
Morgan se sonrojó furiosamente al detectar el leve tono paternalista en su voz.
La señorita Tremain vaciló de pronto al ver su malestar. Dejó de balancear los pies y lo miró con un nuevo interés.
—Lo siento. No quise dar a entender que una mujer no sea capaz de hacer un trabajo como el suyo ni nada similar.
Ella emitió una sonrisa poco comprometedora, como si no fuera la primera vez que escuchaba las mismas palabras y no se lo creyera del todo.
—No se disculpe, le estoy haciendo pagar por mi mal humor -dijo tras unos segundos de silencio—. Y ahora, cuénteme. ¿Para qué necesita alguien como usted a un detective privado?
“¿Alguien como él?”. Morgan carraspeó y se aflojó la pajarita. Comenzaba a pensar que había sido muy mala idea ir allí.
—En realidad, no sé si...
—¿Sigue esperando que mi padre o mi marido aparezcan para resolver su caso? -su voz sonó amenazadora en el caos de la habitación.
—No, no se trata de eso —repuso él, quizás con una vacilación demasiado evidente.
—Tampoco sería usted el primero que huyera a toda velocidad al verme -respondió ella con una risa similar a un quejido, bajando de la mesa de un pequeño salto.
—¡Ya le he dicho que no se trata de eso! -tras las gafas, los ojos oscuros de Morgan emitieron chispas de furia.
Apenas había alzado la voz y Alex se maravilló ante su potencia. Vaya, cualquiera diría que tendría carácter, con esa pinta de mequetrefe.
—Está bien. Si no va a huir, cuénteme su problema, señor McKay -le instó ella, cambiando a su vez el tono de voz, suavizado ahora con una sonrisa.
—Es profesor McKay -dijo mecánicamente, quizás acostumbrado a decirlo tantas veces al día que ni siquiera se daba cuenta de lo pedante que sonaba—. No sé por dónde empezar -añadió, visiblemente más relajado, una vez aclarada la situación.
—Usted parece un tipo disciplinado -dijo Alexandra, ahogando una sonrisa—. Empezar por el principio suele ser una buena idea —Alex volcó una pila de papeles para despejar otra silla, se sentó frente a él y se colocó la libreta sobre las rodillas, como una escolar dispuesta a tomar dictado—. Ya puede empezar, señor McKay, soy toda oídos.
Morgan sintió deseos de reír al verla tan atenta, pues le recordaba a uno de sus alumnos, pero disimuló su regocijo. Suspiró como para darse ánimos, y comenzó a hablar con voz grave y suave.
—Hace una semana, mientras investigaba unos documentos que estoy utilizando para mi libro...
—¿Está escribiendo un libro? ¿De qué trata? -lo interrumpió ella, interesada.
—Es un ensayo sobre la participación de ciertas familias nobles inglesas en las Revueltas Jacobitas del siglo XVIII.
—¡Oh!
Morgan no pudo evitar sonreír ante el desencanto que se tradujo en su exclamación.
—No a todo el mundo le interesa la historia, lo comprendo -ahora era él el paternalista—. Bien, como le decía, estaba investigando esos informes, cuando encontré un acta de enjuiciamiento. No le hubiera hecho ningún caso si no me hubiera llamado poderosamente la atención el nombre del acusado.
—¿Se trata de alguien famoso? -preguntó Alex, que no entendía qué pintaba ella en toda esa historia. Prefirió pasar por alto su ligero aire de superioridad e incluso su tono de “profesor”, como si estuviera dándole la lección. Estuvo a punto de replicar que no era ninguna ignorante, que había estudiado literatura inglesa y que incluso había sido una de las primeras de su clase, ¿pero para qué romper sus esquemas?
—No, se trata de un antepasado mío, un tal Sean McKay.
—¿Y de qué se le acusaba?
—Asesinato.
—¿Y a quién se había cargado? -preguntó ella alzando la mano del cuaderno donde estaba tomando notas y mirándolo con atención.
Morgan la miró con los ojos entrecerrados y llenos de desaprobación por su tono antes de responder.
—A su esposa -respondió, cauto.
—¡Menudo cabrón!
—¡Señorita Tremain! Estoy absolutamente seguro de que Sean era inocente -la voz de Morgan era tan firme que hizo que ella se tragara lo que iba a decir.
Alex enarcó una ceja. Según su experiencia, no había que poner la mano en el fuego por ningún familiar, y, menos aún, si ese familiar llevaba muerto más de 200 años.
—Está bien, está bien —concedió al fin—. ¿Dónde está el misterio? Supongo que no pretenderá que demuestre la inocencia de su pariente.
—Resulta que a Sean lo colgaron por su crimen, pero eso no viene al caso -la miró como si ella tuviera la culpa de la ejecución del tal Sean o como si ella fuera a celebrar su muerte dando palmas—. Lo que más me llamó la atención fue que las joyas de Michaella desaparecieron sin dejar rastro.
—¿Michaella?
—La esposa de Sean.
—A la que él se cargó... presuntamente -añadió elevando las manos a modo defensivo, previendo una nueva mirada furiosa.
Él frunció el ceño. Carraspeó antes de continuar.
—Verá, señorita Tremain, Sean heredó una fortuna, pero era joven y alocado y perdió la mayor parte en el juego y mujeres. Al menos, así solía suceder en estos casos. Era relativamente común. Aunque yo tengo motivos para sospechar que en este caso no fue así. Según unos documentos que obran en mi poder, Sean era un hombre centrado y familiar, dudo que fuera del tipo que se dan a la mala vida.
—Cada vez me cae mejor -replicó ella en un tono ligeramente irónico, haciendo caso omiso de los últimos comentarios del profesor y ganándose una mirada envenenada por ello.
—Le aseguro que era algo normal en aquella época -dijo Morgan con voz grave, apretando los labios. Clavó una mirada seria en ella, pero la detective fingió no notarla, fingiendo que tomaba notas. Continuó con su historia, procurando evitar que se le notara que le afectaba que la señorita Tremain hubiera decidido casi desde el principio que Sean no merecía ningún tipo de crédito—. Casi en la ruina, Sean se dio cuenta de que todos sus problemas se solucionarían si encontraba la esposa adecuada.
Esa frase no hizo nada para hacer que el joven atrajese sus simpatías.
—Una joven tonta y rica -comentó, con una risa ácida.
—Sean era joven, guapo y poseía un título de conde, acompañado de un bonito castillo en Escocia. En aquellos tiempos no era inusual la compra de títulos por medio del matrimonio —y él no tenía ni idea de porqué trataba de justificar a su antepasado como si fuera algo así como su mejor amigo.
—Supongo que encontró a su rica heredera.
—Se llamaba Michaella Burley. Era joven, tímida y muy rica, la esposa ideal que Sean necesitaba -a medida que hablaba, su tono de voz se fue haciendo más ligero, como si no se diera cuenta de que lo que le contaba era terrible. Alexandra se sorprendió al ver su entusiasmo, pero prefirió no hacer ningún otro comentario, pues era evidente que él no veía nada extraño ni reprensible en el comportamiento de su antepasado—. Su padre era un rico comerciante de Edimburgo que anhelaba codearse con la alta sociedad, por ello, no dudó un momento en casar a su hija con Sean. De este modo, él ganó un yerno con título y Sean una dote sustanciosa.
—¿Y Michaella qué ganó? -a pesar de que no entendía por qué le contaba todo eso, Alexandra no podía evitar que la historia le interesara.
—Debo decirle que, por ciertas cartas que Sean le envió a un hermano suyo antes de casarse, creo que él la amaba y supongo que ella también a él. Por ello me extraña que siquiera sospecharan que él pudiera haberla matado. Pero estaban las joyas, y eso hizo que toda defensa resultara inútil desde el principio, con toda la sociedad en contra, y su suegro en particular.
—¿Las joyas de Michaella?
—Se trataba de una de las más valiosas colecciones conocidas en la época. Su padre se las había regalado como regalo de bodas. El juego estaba compuesto por un collar de diamantes y esmeraldas, unos pendientes, un brazalete y diversos adornos para el cabello. Incluso entonces, su valor era incalculable. En las actas de enjuiciamiento se dice que una criada encontró a Sean rebuscando entre las ropas de Michaella, se supuso que la había estrangulado momentos antes. Acababan de regresar de un baile y ella llevaba las joyas puestas. Nadie dudó de su testimonio y la defensa de Sean fue inútil, pues todo jugaba en su contra. Eso fue suficiente para condenarle. De hecho, apenas dos meses después, Sean fue colgado hasta la muerte por el asesinato de su esposa. Se dice que sonrió en el último momento y que musitó el nombre de su esposa muerta. El verdugo pensó que se había vuelto loco. Las joyas fueron entregadas al padre de Michaella, quien las guardó en la caja de caudales. Lo más extraño es que el señor Burley falleció poco tiempo después, arruinado y solo. ¿Cómo es posible si era una de las mayores colecciones de la época? Mi teoría es que la misma persona que cometió el asesinato robó las joyas después -añadió, clavando en ella una mirada fija y oscura, rayana en el fanatismo.
—Es una historia muy interesante -dijo Alex, tratando de tragar el nudo que se le había formado en la garganta—, pero aún no entiendo para qué me necesita.
—Es algo muy curioso. Supongo que se me pasó por la cabeza que podría limpiar el nombre de Sean.
Ella sonrió y dejó a un lado la libreta, mirándolo con inesperada simpatía.
—Me parece algo encomiable. Y supongo que el incalculable valor de las joyas carece de importancia para usted, profesor McKay.
Morgan la recompensó con un bonito sonrojo.
Como si tratara de hacerle sentirse mucho más cómodo, o quizás menos culpable, Alexandra le hizo la pregunta que le andaba rondando desde el primer momento en que le había visto.
—¿Cómo se le ocurrió contratar a un detective privado?
—Me da vergüenza decirlo.
—¡Oh, vamos, no me deje ahora con la intriga! -Alex acompañó sus palabras con una sonrisa sarcástica.
—Lo vi en una película.
Ella suspiró y se levantó. No sabía de qué se sorprendía, la verdad. Se lo merecía por preguntar. Cuando él se levantó a su vez, le sorprendió lo alto que parecía a su lado, casi imponente.
—Lo suponía -respondió al fin—. No se asombre, a la mayoría de la gente se le ocurre viendo la tele.
Morgan se ajustó las gafas y clavó en la mujer una mirada llena de entusiasmo, feliz al parecer de no parecer un bicho raro.
—¿Me ayudará?
—Mis honorarios son de 350 libras al día, más gastos —se detuvo, como para darle la oportunidad de arrepentirse.
—Hagamos un trato. Una parte para usted si encontramos las joyas.
Alex lo miró sorprendida ante su inesperado regateo.
—Más los gastos —concedió él al fin, con gesto magnánimo.
—Hecho -dijo, tendiéndole una mano que Morgan McKay estrechó con insospechada fuerza.
—En fin, podríamos empezar por revisar de nuevo esos documentos de los que me ha hablado antes.
—De acuerdo, la llamaré un día de esta semana para quedar. Estoy un poco ocupado. Los exámenes, ya sabe... —al decirlo, la miró fijamente, como si esperase alguna objeción por su parte.
Mientras lo oía divagar, Alex se descubrió inusualmente animada ante el encargo. Era precisamente lo que necesitaba para olvidarse de todos sus problemas.
Lo observó salir de su despacho y echó una mirada a su alrededor. Durante más de media hora había olvidado por completo el panorama con el que se había encontrado esa mañana al acudir a trabajar. Se había quedado paralizada ante la cerradura rota, pensando que no debería entrar, que era posible que quien fuera que la hubiese destrozado todavía estuviera dentro, pero antes de completar el pensamiento, estaba dentro.
Durante unos instantes de pánico miró los cajones desfondados con su contenido desparramado por el suelo, los libros de las estanterías rotos y abiertos por todas partes, los diplomas descolocados en la pared e incluso algunos de ellos descolgados y colocados de cualquier manera contra la pared, y se preguntó si había algún caso en el que la mafia o el KGB pudiera estar implicado. Luego sencillamente se pasó una mano por el pelo y maldijo entre dientes.
—Forrester.
Había rebuscado entre los archivadores una bolsa que guardaba allí para emergencias con enseres y ropa, y se había cambiado en el pequeño baño que había al fondo del despacho. Apenas había comenzado a recoger cuando el profesor McKay la había interrumpido.
Se obligó a pensar en cosas prácticas, como en pagarle a Forrester las cinco mensualidades del alquiler que le debía para que no volviera a hacer una visita similar. Aunque, se dijo mientras unía las dos partes de un tratado de criminología, ¿qué más podía hacerle si no pagaba? ¿Romperle las piernas?
Mascullando para sí, admitió que ese canalla era muy capaz de romperle las piernas y mucho más, y lo que había hecho con su bonito despacho era prueba de ello.
Y encima había aceptado un caso que tenía toda la pinta de ser un fracaso total y absoluto, que solo le reportaría frustraciones y quizás más dolores de cabeza de los que necesitaba en ese momento.
—Bien por mí -musitó resbalando lentamente hasta el suelo y dejando caer la cabeza contra la pared.