Capítulo 9
Morgan se presentó en su despacho a las cinco menos cuarto del viernes. Llegaba directamente de la universidad, donde acababa de entregar las notas a sus alumnos, y no había tenido tiempo de cambiarse de ropa, por lo que llevaba el desagradable aspecto de “profesor McKay”.
Alexandra le fulminó con la mirada al verlo.
—Llega usted pronto, profesor McKay -dijo a modo de bienvenida, con los labios pintados de rojo fruncidos en una mueca de disgusto.
Morgan se colocó las gafas en un gesto inconsciente, ganándose con ello una nueva mirada de disgusto.
—Creía que a partir de ahora sería Morgan a secas —replicó él con una sonrisa deslucida por las gafas de concha, el fijador para el pelo y la pajarita.
Alexandra cruzó los brazos a la altura del pecho y le clavó una mirada fría como el hielo.
—Lo siento, pero no puedo llamarle Morgan si decide volver a aparecer ante mí con ese... aspecto.
—Acabo de llegar de la universidad. No he tenido tiempo de pasar por mi casa para cambiarme—. ¿Por qué diablos tenía que justificarse ante esa dichosa mujer?
Morgan se quitó las gafas de un manotazo y las guardó en su portafolios. Se aflojó la pajarita, la hizo un rollo y también la guardó. Sacudió la cabeza para que el cabello pegado con fijador se soltara, dándole un aspecto salvaje. Se quitó la horrible americana de cuadros, la dobló con cuidado y la dejó en el respaldo de una silla. Finalmente, se soltó los dos primeros botones de la camisa blanca, dejando a la vista una agradable porción de piel morena.
Alexandra fue testigo de una metamorfosis tan sorprendente que no supo qué decir cuando él al fin la miró con una sonrisa entre desafiante y satisfecha.
—¿Contenta? -dijo al fin, clavando en ella una mirada digna del Morgan McKay desnudo que le había abierto la puerta hacía tan solo unos días.
Alexandra descruzó los brazos y colocó las manos en su ordenado escritorio.
—No era necesaria semejante demostración, Morgan, tu explicación habría sido suficiente -dijo con una sonrisa rápida y burlona.
Morgan se sintió estúpido, aunque no pudo dejar de notar que a ella le gustaba lo que veía. Esa señorita detective era mucho menos comedida de lo que pretendía. Ahora se daba cuenta de que había cometido un estúpido error al quitar él mismo una de las barreras que les separaban. Siempre le resultaba mucho más sencillo enfrentarse a la gente cuando llevaba su indumentaria de profesor, porque le costaba mucho menos que le tomasen en serio, y ahora se sentía como un idiota por haber cedido a un impulso, como si de alguna manera se sintiera culpable por haber estado engañándola todo ese tiempo.
—¿Estás lista, Alexandra? -preguntó recorriendo su formal vestimenta con una ceja enarcada sin poder evitarlo. Esa mujer era rápida a la hora de cuestionar su vestuario pero era evidente que no se miraba a menudo en un espejo. En ese momento llevaba unos vaqueros viejísimos y un jersey enorme que le rozaba las rodillas y que no dejaba adivinar su figura, que él sabía bien que era digna de mostrar al mundo.
—Si crees que voy a hacer lo mismo que tú, olvídalo -comentó al notar su mirada inquisitiva—. Yo no tengo una cara oculta. Soy como me ves.
Morgan apretó los dientes ante el obvio desplante, pero no dijo nada. Discutir por qué se vestía como se vestía para ir a trabajar no era un tema ideal para comenzar ese viaje, ni ningún otro. Era un asunto que no le incumbía ni a ella ni a nadie, en todo caso.
—Por cierto -dijo ella de pronto—. Sé que no es necesario decirlo, pero quiero que quede claro que esto es solo un viaje de trabajo.
Él suspiró. Había estado evitando el tema a propósito durante todo ese tiempo, pero había llegado el momento de la verdad. Bajó la mirada a la chaqueta doblada sobre la silla y le sacudió una pelusa invisible.
—Sobre ese tema, supongo que te imaginarás que no podemos presentarnos allí exigiendo que nos dejen buscar las cartas sin más.
Alexandra rió.
—¿Ah, no? Vaya, y yo que creía que la cosa sería así de sencilla. Vamos, suéltalo. He escuchado todo tipo de planes descabellados. Estoy segura de que el tuyo no será el peor ni de lejos.
Morgan se sonrojó al ver que ella lo escuchaba con una sonrisa y hasta con cierta condescendencia. Si esperaba que montara un escándalo, se llevó un chasco.
—¿Tomas todas tus ideas para todo de las series de televisión? -preguntó al fin cuando él acabó de exponer su idea.
—¿Tienes tú una idea mejor? -replicó él con voz grave y una mirada que la dejó muda por unos instantes—. Al fin y al cabo, ahora que lo recuerdo, te pago para que pienses.
—Y yo te recuerdo que todavía no me has pagado nada -retrocó ella, cortante.
Morgan apretó los labios. El plan se le había ocurrido sobre la marcha justo después de hablar con ella por teléfono. La única manera de entrar en ese hotel y tener una relativa libertad de movimientos era alojarse en él. Lo malo era que, según la página web, se trataba de un hotel “de parejitas”, donde se imaginaba que generalmente iban parejas de luna de miel, novios que pasaban fines de semana románticos y amantes que se escapaban unos días de la rutina. En las fotos de las habitaciones se mostraban ramos de rosas y botellas de champán, a modo de invitación a noches llenas de pasión. Alguien solo, sobre todo alguien como él, buscando entre los libros de la biblioteca y golpeando paredes para comprobar si sonaban huecas, chocaría tanto en un entorno semejante que llamaría la atención de los dueños.
En un impulso, había pensado que la señorita Tremain no consideraría una mala idea hacerse pasar por su esposa por unos días. Incluso lo consideraría una aventura. Pero en el último instante había recapacitado y se había echado atrás. Era demasiado peligroso, teniendo en cuenta que era evidente que había una cierta atracción entre ambos. Así que se le había ocurrido algo más: él sería un profesor que investigaba para su libro y ella sería su secretaria. Era perfecto, y además incluso podría aprovechar para trabajar en su trabajo, que entre unas cosas y otras, llevaba bastante atrasado.
—Hay algo que no cuadra -dijo ella al fin.
—¿El qué?
—¿Tengo pinta de secretaria?
Él evitó hacer lo que ella pretendía, que la mirara de arriba abajo admirativamente y declarara que era imposible tomarla por algo así.
—No veo por qué no -aseguró con toda la firmeza con la que fue capaz.
Ella entrecerró los ojos y lo contempló con algo cercano al horror.
—Dime que no has registrado las habitaciones a tu nombre, por favor.
Morgan sintió que se atragantaba de furia. ¿Se daba cuenta esa mujer de hasta qué punto le estaba insultando? ¿Ella, una alocada mujer detective, consideraba que él, un eminente historiador y profesor de universidad, era tan estúpido como para cometer semejante error?
—¿Perdona? -preguntó con toda la calma de la que fue capaz, aunque sus ojos destellaban con furia. Sacó las gafas del portafolios, como si las necesitara para enfocarla mejor—. ¿Crees que voy a presentarme en el castillo que construyeron los McKay diciendo: “Hola, soy el profesor McKay, vengo a buscar las cartas perdidas de mi antepasado y, si hay suerte, las joyas de la familia. ¿Puedo rastrear los rincones?”. He hecho el registro a tu nombre.
Alexandra se acercó, lo miró durante unos segundos con atención y le arrancó las gafas de cuajo antes de tirarlas por encima del hombro. Sonrió al escuchar el sobrecogedor crujido de los cristales al romperse contra el suelo.
—Esas gafas son horribles -dijo con una sonrisa cruel.
—Las necesito para leer.
Ella pareció desconcertada, pero no durante mucho tiempo. Se encogió de hombros y señaló la chaqueta.
—Compraremos unas nuevas, más favorecedoras. Esa ropa -dijo con una mueca de asco en los labios—, deberías quemarla. No sé si te has mirado en un espejo últimamente, pero la moda ha evolucionado en los últimos setenta años, profesor McKay. Antes de salir de viaje, revisaré tu equipaje.
Morgan negó con la cabeza. Alexandra asintió.
—Ni hablar.
—¡Oh, sí!
Morgan apretó los dientes hasta que la mandíbula le dolió.
—Por cierto, si las has reservado a mi nombre, ¿cómo debo llamarte? No sé si sabes algo sobre trabajar encubierto, pero igual deberías ver más capítulos de esa serie que sigues. Seguro que ahí lo explican. Piensa en un nombre bonito y que creas que te pega, algo sencillo de recordar. Y ahora, tráeme tu maleta -sentenció, sentándose en su silla giratoria y mirándolo como si fuera la directora de un internado.
Sin poder dar crédito a lo que ocurría, Morgan se vio a sí mismo obedeciendo sus órdenes. Fue hasta el coche para recoger su maleta y, de paso, sus gafas de repuesto. No podía creer que ella hubiera destrozado las otras. Ahora más que nunca estaba convencido de que esa mujer tenía que desaparecer de su vida.
Tras media hora de tira y afloja, y de vaciar casi la mitad de su maleta, consiguieron llegar a un acuerdo. Morgan pasaría por su casa para recoger toda su ropa “moderna” y ella le dejaría conservar las gafas de concha, que, debía reconocerlo, con la ropa de otro estilo, le daban un toque clásico pero elegante, aunque seguían sin gustarle del todo. En cuanto pudiera, conseguiría que se comprase unas nuevas con aire de ese siglo.
Morgan la observó recoger sus cosas, echar un último vistazo a su alrededor y recoger su maleta. Mientras ella cerraba con llave se preguntó si no se estaría equivocando con todo aquello.
El viaje les llevó el resto de la tarde. Al anochecer, se detuvieron para cenar y decidieron dormir en un pequeño hotel de pueblo, vetusto y acogedor.
Morgan vio desaparecer a Alexandra tras la puerta de su dormitorio con una sonrisa de alivio.
No le sorprendió que ella no le dedicara ni una sola mirada, ya que el viaje no había sido lo que se podría calificar de cómodo después de la escena vivida en el despacho. Habían pasado casi todo el tiempo en un silencio que se podría cortar con un cuchillo, interrumpido en ocasiones por las interferencias de la radio.
Solo esperaba que al llegar al castillo al día siguiente todo fuera mejor. Peor, desde luego, era difícil. Aunque, pensándolo bien, debería de estar dando las gracias al cielo por facilitarle las cosas. Si todo seguía así, no tendría que alejarla de su vida, ella misma escaparía corriendo en cuanto tuviera la primera ocasión de hacerlo. ¿Acaso no la había escuchado mascullar algo sobre ogros mientras desaparecía en su cuarto?
Al llegar a su habitación, Alexandra exhaló un largo suspiro. Le dolía todo el cuerpo por la tensión de viajar al lado de Morgan en silencio durante horas. Empezaba a arrepentirse de haber aceptado aquel maldito viaje. Se desvistió y se lavó lo mejor que pudo con el agua del lavabo, ya que no había ducha.
Con una maldición, se dio cuenta de que no había metido ningún camisón en la maleta. Rebuscó entre la ropa que había metido el día anterior apresuradamente tras la larga cena de despedida con Honor. Era evidente que se había pasado con el vino, porque no encontró nada útil. Dos vestidos de noche, una minifalda escandalosa, una blusa transparente, y al fin, en el fondo, la ropa interior -gracias a Dios—, unos vaqueros viejos y una camiseta tan vetusta como el hotel donde se alojaban. Menos mal que también había varias prendas que podían combinarse entre sí y que podía estirar durante cinco días, porque después del escándalo que había montado con el vestuario de Morgan, solo faltaría que él tuviera que mirarla por encima del hombro con esos terribles ojos oscuros.
Se puso la camiseta para dormir y se metió entre las frías sábanas de algodón. Se sorprendió al notar que olían a lavanda.
Sonrió en la penumbra de la habitación, más relajada de repente. El viaje no había sido tan desastroso, se dijo. Al día siguiente se esforzaría por ser más amable con Morgan. Al fin y al cabo, tenía que reconocer que había sido muy paciente con todo ese asunto de su horrible ropa de profesor. Estaba convencida de que tenía que haber un motivo para que se vistiera así. Y si no lo había, siempre podía encontrar a alguien que le asesorase y le enseñase a vestirse como el hombre guapo y elegante que era.
Al fin y al cabo, ella siempre había sido amable con sus clientes, no le costaba nada hacer un esfuerzo extra con él, por muy cabezota que fuera. No debía olvidar que Morgan McKay era precisamente eso, un cliente. Un cliente irritante como pocos, quizás, pero que la sacaría de un problema.
Morgan se despertó temprano. Tanto, que se dedicó a ver cómo amanecía entre las montañas mientras sorbía su café.
Estaba de un sorprendente buen humor esa mañana.
De hecho, por un instante, se preguntó qué pensaría la señorita Tremain si llamaba a su puerta y la despertaba de su dulce sueño como ella había hecho hacía apenas unos días. Estaba seguro de que ella no se mostraría tan amable como él, pensó con una sonrisa maquiavélica.
No tuvo la oportunidad de comprobar su teoría, porque de pronto se dio cuenta de que ella estaba a su lado, mirando el amanecer mientras sorbía su café con deleite. Llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta tan arrugada que parecía que hubiera dormido con ella. Tenía el cabello corto tan despeinado que era evidente que no se había peinado.
—Buenos días -saludó ella con una sonrisa somnolienta.
Morgan la saludó con un gesto de la cabeza. Al hacerlo, un mechón rebelde le cayó sobre un ojo oscuro, dándole un aspecto de pícaro que la hizo sonreír aún más. Obviamente, él tampoco se había peinado. Ella comprobó que se había vestido con una ropa cómoda e informal, con lo cual era como encontrarse ante una persona distinta.
—Cuando lleguemos a ese castillo tuyo, lo primero que voy a hacer es darme una ducha.
—Con lo que voy a pagar por las habitaciones, deberían dar incluso masajes. Cada litro de agua caliente la cobran a precio de oro -dijo Morgan con voz grave.
Alexandra ahogó una sonrisa y se lo imaginó sufriendo mientras veía descender los ingresos de su cuenta bancaria por culpa de ese caso. Sin embargo, no había sido idea suya que fueran allí, así que pensaba disfrutar de cada pequeño instante.
—¿Está muy lejos?
Morgan le dedicó una última mirada al sol, que se alzaba ya a un palmo del horizonte. A esas alturas, había amanecido y el encanto se había roto.
—Unas cuatro horas, quizás.
—De modo que ya estamos en las famosas Tierras Altas.
Morgan sonrió ante el falso acento escocés de Alexandra. Lo hacía fatal.
—No, pero esas montañas de ahí -dijo, señalando las montañas sobre las que había visto salir el sol—, eso son las famosas Tierras Altas.
Alexandra suspiró.
—Es precioso.
—Sí, lo es -respondió Morgan, aunque en ese momento no miraba precisamente las montañas. Cuando se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente frunció el ceño y se alejó para dejar la taza sobre una mesa de madera.
Alexandra carraspeó, incómoda, y apartó la vista de él. Lo último que le apetecía en ese momento era coquetear con él, mal vestida y peor peinada, con ojeras y una camiseta sucia y arrugada.
—Voy a vestirme -dijo, terminándose de un sorbo el café frío.
—Claro, saldremos cuando estés lista -respondió con voz seca—. No tardes, nos esperan para la comida.
Se calló al darse cuenta de que ella ya no estaba allí para escucharle y de que además estaba siendo innecesariamente desagradable. Al fin y al cabo, la señorita Tremain no tenía la culpa de estar guapa despeinada y con el aspecto de estar recién levantada.
El resto de la mañana fue mejor.
Antes de las cuatro horas pronosticadas, el viejo castillo de los McKay apareció tras unos árboles sin hojas de aspecto tenebroso.
Hacía frío, lloviznaba, había barro por todas partes... y era precioso.
El castillo McKay, más conocido como Tùr Dubh, no se parecía en nada a cómo lo había imaginado. No era el típico castillo medieval, ya que había sido reformado en varias ocasiones. Además, justo al lado había una casita de aspecto de cottage que deslucía el encanto de alguna manera. La casa principal era lo más lejano a un castillo que pudiera imaginarse, con su fachada de piedra color arena, sus columnatas tan propias del estilo neoclásico, luciendo incluso unas tallas mitológicas que era incapaz de identificar por culpa del aguacero, sus chimeneas humeantes y sus rosales plantados junto a la entrada. Si nadie la hubiera advertido, hubiera dicho que se encontraba en una de esas mansiones inglesas donde se rodaban las adaptaciones de las series de la BBC. Sin embargo, detrás de los árboles, tapada por las chimeneas de la parte moderna de la casa, había una vieja torre medieval que era la que daba nombre al castillo, gracias a su piedra oscura, y que se erguía cubierta de hiedra y hongos negruzcos, como en los sueños de toda persona imbuida por las ideas románticas de sir Walter Scott o las novelas góticas de la señora Radcliffe.
Era hermoso. Tanto, que Alexandra comprendió muy pronto por qué había sido feliz Michaella Burley en aquel sitio tan alejado del lugar donde se había criado. No dudaba que parte de lo que veía se había realizado gracias a su dinero e incluso gracias a su gusto personal.
En cuanto salió del coche, Morgan maldijo. Se había metido en un charco hasta los tobillos.
—Bienvenido a la vieja Escocia -se dijo a sí mismo con ironía.
—¿Perdón? -preguntó Alexandra, que miraba a su alrededor, maravillada por el ajado encanto de todo lo que veía.
—Nada. Será mejor que entremos si no quieres empaparte con esta maldita lluvia.
Ella asintió con la cabeza y se dirigió hacia la entrada del castillo, arrastrando alegremente su maleta tras ella, sorteando los charcos de barro a saltitos. Parecía encantada. Morgan se preguntó por qué a todos los ingleses les encantaba la lluvia, los castillos y todo lo que tuviera un aire a viejo o antiguo. Desde luego, él, como medio escocés, solo lo entendía a medias. Morgan refunfuñó y entró en el hotel, esperando que ella le siguiera en lugar de quedarse mirándolo todo como si fuera a desaparecer de un momento a otro.
Morag McArthur enarcó una ceja cuando vio el estado en el que sus nuevos huéspedes dejaron la alfombra del vestíbulo, aunque disimuló su disgusto tras una sonrisa radiante al dar la bienvenida a la nueva pareja de huéspedes. Ella vestía de un modo demasiado informal y lo miraba todo con curiosidad, dando muestras de alegría y sorpresa, apreciando evidentemente todo cuanto veía, mientras que él era del tipo académico, quizás profesor o científico, mucho más tranquilo y de aire eficiente, justo el tipo de cliente que le gustaba: callado y de los que no daban problemas.
—Supongo que debe ser usted la señorita Tremain, aunque no tengo el gusto de conocer el nombre de su acompañante -dijo mirando atentamente a Morgan, que evitó su mirada fingiendo que observaba con interés los tapices que decoraban el vestíbulo, con el nombre de los McKay bordado en letras doradas—. ¿Saben ustedes que este castillo lo construyó el clan McKay en el siglo XIII? Ahora solo queda esa vieja torre de la construcción original, pero fue uno de los castillos más importantes de la zona.
Morgan disimuló una sonrisa orgullosa, soltó su maleta mojada y sucia de barro sobre la ya manchada alfombra y miró a la mujer que acababa de hablar. Era una anciana encantadora y de aspecto nervudo, con pelo blanco recogido en un moño en lo alto de la cabeza, vestida con vestido de estampado floral y una chaqueta de lana tejida a mano de color malva. Sus zapatos de suela de goma apenas hicieron ruido en el suelo de madera cuando se adelantó para saludarlos.
—Soy el profesor Steele -dijo con voz grave, haciendo algo cercano a una reverencia.
—Morag McArthur.
Le tendió la mano a Morgan y se la apretó con calidez cuando este le tendió la suya, desviando su mirada hacia Alexandra, como si se preguntara qué tipo de relación los unía.
—La señorita Tremain es mi secretaria -explicó Morgan, con una sonrisa encantadora—. Hemos venido aquí para trabajar en mi libro, pues tenemos entendido que el castillo posee una biblioteca con un gran número de libros de la época que nos interesa.
La señora McArthur hizo unas cuantas preguntas acerca de la época en cuestión y sobre el trabajo que se traían entre manos, ofreciéndose a ayudarles en todo lo que pudiera, aunque en ningún momento ofreció abrirles las puertas de su biblioteca.
—Me temo que si abriéramos las puertas a todos los estudiosos que lo piden, esto no sería un hotel, sino una universidad -dijo, riendo jocosamente.
Alexandra asintió, sin saber muy bien qué decir. No había esperado tener que fingir desde tan pronto. ¿Acaso a Morgan no se le había ocurrido dar un nombre falso mejor que Steele? Aunque apellidarse igual que los fundadores de la dinastía y los dueños de las joyas lo haría todo mucho más sospechoso.
—En todo caso, olvidemos eso ahora -dijo la anciana, ajena a sus pensamientos—, esperemos que puedan avanzar en su trabajo y a la vez disfruten de su estancia. Yo me encargaré de que tengan todo lo que necesiten mientras estén con nosotros. Mi hijo Bernard está fuera ahora mismo, pero lo conocerán más tarde, a la hora de la comida. Me temo que tendrán que llevar ustedes mismos las maletas. Mis pobres huesos ya no son lo que eran. Si Bernard estuviera aquí, él se encargaría de eso, pero...
Morgan dijo que no habría ningún problema por ello y tomó la llave de la habitación.
—Estoy segura de que su joven secretaria estará encantada de tener a un hombre tan fuerte como usted como jefe.
Morag se volvió hacia Morgan con una sonrisa traviesa.
Morgan esbozó una sonrisa tirante.
—La señorita Tremain y yo no somos un jefe y una empleada al uso, ya sabe.
La dueña del hotel abrió los ojos de par en par y los contempló con cierto regocijo.
Alexandra se sonrojó al entender a la perfección lo que había entendido la anciana, y quizás lo que Morgan había insinuado. ¿De verdad estaba teniendo ese tipo de conversación con una desconocida una posible relación sexual con un jefe fingido? Le tomó la mano a Morgan para darle a entender que era hora de buscar una huida rápida. Sin embargo, quizás él no entendió el gesto o creyó que era el momento de hacer una demostración de afecto, porque se volvió hacia ella y depositó en su mano un beso rápido e inesperado, aunque no por ello menos intenso.
—Querida señora McArthur, estoy convencido de que nuestra estancia aquí será un placer y que nos deparará muchas sorpresas. Y ahora, si nos disculpa...
—Dame tu maleta y finge que me consideras un Hércules, la señora McArthur estará observándonos escondida en algún rinconcito.
Alexandra rió y le cedió la maleta y lo siguió por las estrechas escaleras hasta el piso superior. Hacía unos minutos que habían dejado a la señora McArthur en el vestíbulo gorjeando las maravillas de la pasión y las diferencias entre sus tiempos y la época actual y no habían intercambiado ni una sola palabra desde entonces. El beso en la mano por parte del profesor la había descolocado, porque había tenido la sensación de que la quería mantener a distancia.
Incapaz de comprender su actitud, trató de concentrarse en su entorno, en buscar posibles lugares y escondrijos para las cartas. Los pasillos eran de piedra y estaban iluminados con lámparas que imitaban a antorchas medievales. Era bonito y encantador, aunque frío. Esperaba sinceramente que su habitación tuviera calefacción, o al menos una buena chimenea, porque había corrientes en cada pasillo que atravesaban. Con franqueza, ese lugar era tan frío como hermoso.
Caminaron por el pasillo hasta que Morgan se detuvo ante una habitación que tenía la puerta algo más grande que todas las demás por delante de las cuales habían pasado.
—¿Lista? -preguntó él, mirándola con una sonrisa satisfecha.
—¿Para qué?
Morgan se detuvo y abrió la puerta de madera, mostrándole una habitación elegante y amplia, con una enorme cama con dosel y una chimenea que ardía alegremente, caldeando la habitación. Había una ventana que daba a la parte trasera y, más allá, a un bosque. A un lado se divisaba también, tenebrosa, la torre que daba nombre al hotel, Tùr Dubh o Torre Negra.
—Le pedí a la señora McArthur que te preparara esta habitación, pensé que aquí encontraríamos alguna pista porque es la habitación principal, la única que se ha mantenido casi intacta en todos estos años, pero además me gustó tras ver las fotos por internet. A veces puedo ser frívolo aunque no te lo creas -añadió, enarcando una ceja.
Alexandra sonrió al imaginárselo decidiéndose por esa suite tras comprobar que era la más bonita de todas. Entró en la habitación y paseó su mirada alrededor, deteniéndose en las pequeñas figuritas de porcelana que reposaban en la repisa de la chimenea, los libros de aspecto antiguo, el viejo espejo del tocador, el enorme retrato familiar sobre la chimenea.
—Es preciosa -dijo al fin con un suspiro.
—Es el dormitorio de Michaella y Sean. De hecho -Morgan se situó junto a ella y señaló a la pareja retratada en el cuadro—, ahí los tienes.
Alexandra los observó con interés. Ahora que los veía tal como eran, como personas reales que habían respirado, caminado y amado en aquella habitación, Alexandra se dijo que se merecían el esfuerzo que tanto Morgan como ella estaban dispuestos a realizar por saber la verdad.
En el retrato, Sean aparecía moreno y apuesto como se lo había imaginado, tan McKay como Morgan, con una sonrisa canalla y dulce a la vez, mientras apoyaba una mano protectora y cariñosa en el hombro de Michaella, con su cabello castaño, su figura menuda, y sus ojos azules y absolutamente llenos de vida y dicha. Transmitían tal sensación de amor y complicidad que era increíble que alguien creyera realmente que él la había asesinado.
Los ojos de Alexandra se clavaron de pronto en el cuello de Michaella. Llevaba un collar labrado en oro blanco y finas piedras que parecían ser diamantes y esmeraldas. En las orejas y en el cabello llevaba joyas a juego. Supuso que esas eran las famosas joyas que todo el mundo había buscado durante siglos. Desde luego, eran hermosas, pero se preguntó si merecían que tanta gente hubiera muerto por ellas.
—Tómate el tiempo que necesites. Mi habitación es la de al lado, creo. Iré deshaciendo la maleta -dijo Morgan a su lado, trayéndola de nuevo al presente.
Alexandra se giró hacia él con una sonrisa de agradecimiento.
—Gracias, Morgan. Ha sido un detalle muy bonito.
Él le dedicó una sonrisa torcida y un leve cabeceo.
—No hay de qué. Ya te he dicho que este era el lugar más lógico para empezar a trabajar -respondió dándole la espalda y dejando su maleta junto a la cama antes de dejarla sola y cerrar la puerta con un ruido sordo.