Capítulo 16

—Vaya, vaya, aquí está la parejita de estudiosos. ¿Seguro que no os quedáis en el hotel para haceros carantoñas? -preguntó Monica Holmes en cuanto los vio entrar en el comedor. No la habían visto desde hacía un par de días y su recibimiento fue tan frío como los días anteriores. Como siempre, su marido, sentado junto a ella, parecía haber bebido de más y parecía más ausente que pendiente de lo que sucedía a su alrededor.

Morgan ayudó a Alexandra a sentarse a la mesa del comedor, evitando a propósito tocarla en todo momento. No es que estuviera enfadado con ella, pero reconocía que lo que le había dicho sobre su actitud le había molestado.

¿Realmente pensaba esa mujer que fingía ser otra persona? Cierto que relacionarse con la gente no era lo suyo, aunque era muy capaz de hacerlo con soltura si se lo proponía y la persona en concreto le caía bien, pero también era cierto que prefería la soledad de sus libros y su trabajo.

Era evidente que si había alguien opuesto a él en el mundo, esa persona era Alexandra Tremain. En mal momento se había permitido a sí mismo bajar la guardia y dejar que le interesase siquiera.

—He estado enferma -dijo Alexandra, al ver que Morgan no decía nada.

De hecho, no había vuelto a hablar desde que habían regresado del paseo junto a los acantilados. Sabía que le habían molestado sus palabras, pero si él no entendía que no podía pasarse toda su vida refugiándose bajo un disfraz, ella no iba a callarse su opinión.

—Ya me han contado de vuestra excursión a la cueva -respondió Monica con una sonrisa dirigida a Morgan—. ¿Está el agua tan caliente como dicen?

Morgan asintió con la cabeza, ajeno a la mirada depredadora de la mujer, que no pudo evitar un mohín de disgusto al ver que ni siquiera la miraba.

—¿Cuándo volvéis a casa?

Alexandra se volvió agradecida hacia Johanna, que parecía haber aprovechado bien los escasos rayos de sol, ya que lucía las mejillas enrojecidas por el paseo matutino.

—Pasado mañana. Morgan tiene mucho trabajo pendiente en la universidad y con su libro, y no podemos permitirnos permanecer aquí tanto tiempo como quisiéramos. Además, yo también he dejado tareas pendientes en Londres... —“y necesito encontrar el dinero que debo o es probable que me maten”.

—¿Acaso no trabajáis juntos?

Todo el mundo la miró directamente, incluso Morgan, que parecía haber salido de su obnubilación, esperando su respuesta con una sonrisa bailándole en los labios. Sin duda, todo aquello debía parecerle muy gracioso.

Dejó los cubiertos a un lado y se echó hacia atrás en la silla, sabiendo que los tenía a todos pendientes de sus palabras.

—¿Me creeríais si os dijera que estudié literatura inglesa?

—Dos ratas de biblioteca, la pareja ideal -murmuró Monica entre dientes, tomando su copa y vaciándola de un trago.

Alexandra la miró con una sonrisa vaga.

—Para nada, pero no me harás confesar a qué me dedico por nada del mundo. Solo puedo decir que ahora mismo trabajamos juntos en el nuevo proyecto de Morgan. Creo que hacemos un buen equipo. Si nos lo hubieran dicho hace unas semanas, no lo hubiéramos creído posible, ¿verdad, profesor Steele?

Él estuvo a punto de atragantarse con el vino.

Al parecer Morgan se había olvidado de que tenía que representar su papel, pero allí estaba ella para recordárselo. No podía dejar que sus asuntos personales se inmiscuyeran en el trabajo. Si él no lo veía claro, ella sí.

Le palmeó la espalda mientras él tosía, con los ojos desorbitados.

—¿Te sientes bien?

Morgan forzó una sonrisa, mostrando los dientes, feroz.

—Por supuesto, querida. Gracias.

—Si no tienes mucho que hacer esta tarde podríamos ir a visitar esa vieja torre -dijo ella, aparentando no notar su mirada furiosa.

—Me temo que eso será imposible -intervino Bernard.

Alexandra se giró hacia él. Siempre parecía entrar en las habitaciones con un sigilo sobrehumano, como los gatos. Sin embargo, ya no veía en él al hombre gruñón y malencarado que le había parecido al principio. Cierto que no era la alegría personificada, pero era amable y atento. Su madre, que preparaba los postres en ese momento, fue la que respondió por él.

—La torre está cerrada desde hace más de doscientos años desde que una mujer murió aplastada. Una piedra enorme le cayó encima y murió poco después a causa de las heridas. Desde entonces amenaza ruina y no nos atrevemos a entrar.

—¿Cuándo fue eso exactamente? -preguntó Morgan, tenso de pronto.

—Alrededor del año 1800 -respondió Bernard vagamente, evitando su mirada, mientras se ocupaba de los platos y la comida.

Una chispa de interés se prendió en los ojos de Alexandra al ver la expresión de Morgan. Se había ajustado las gafas y se había pasado una mano por el cabello oscuro, señal de que algo había captado su interés de modo inequívoco.

—¿Quién era esa mujer? -preguntó, fingiendo un tono casual, creyendo que Morgan no sería capaz de ocultar su interés.

Vio que él no agradecía precisamente su intervención, aunque no dijo nada.

Bernard alzó los hombros y miró a su madre, aunque esta parecía entretenida preparando los postres, ajena a la conversación.

—No lo sé. Aunque supongo que podrían consultarlo en los archivos de la iglesia si tienen tiempo y sienten curiosidad -comentó Bernard, mirándolos con mirada inescrutable—. Como supongo que sabrán, allí se guardan todos los registros de nacimientos, bodas y defunciones. Algunos párrocos eran tan rigurosos que incluso dejaban por escrito las causas de muerte de los parroquianos.

Morgan se desinfló visiblemente. Si tenía que revisar los documentos de la biblioteca y el despacho, no le quedaba tiempo para ir al pueblo y solicitar los archivos parroquiales. De todas formas, quizás era una coincidencia y no tenía nada que ver con el asunto de las joyas, aunque de pronto tuvo una idea que volvió a dibujar una sonrisa en sus labios.

En cuanto volvieron al dormitorio de Alexandra después de comer, Morgan se lanzó hacia el teléfono. Alexandra se sorprendió de cómo Morgan había tomado posesión de su habitación como si fuera la suya propia, pero no dijo nada, por temor a volver a discutir.

—Angus, dime que tienes libre esta tarde.

—Depende de qué se trate, primo. Ya sabes que algunos tenemos vida y familia -respondió Angus, con un claro coro de gritos y voces infantiles de fondo.

Morgan sonrió.

—No te llevará mucho tiempo -mintió, y pasó a contarle la historia de la torre y de la mujer que allí había fallecido tras el desprendimiento.

Angus carraspeó tras unos instantes de silencio.

—¿Y puede saberse qué tiene todo eso que ver con la historia familiar?

—No tengo ni idea, pero tengo un presentimiento.

—Ya veo -murmuró Angus, sin comprometerse.

—Te aseguro que no volveré a pedirte nada nunca más.

Su primo rió al otro lado de la línea telefónica.

—Creo que ya he escuchado eso otras veces. Y de todas formas, ¿no te estaba ayudando en tu búsqueda una increíble mujer detective? ¿Qué hay de ella?

Morgan alzó la mirada y se topó con la espalda de Alexandra, que miraba la soleada tarde por la ventana. No pudo evitar sentir un ramalazo de deseo con solo mirarla. Y sin embargo, algo le impedía dar un paso en ese sentido. De algún modo temía hacer algo que alterara el precario equilibrio entre ambos, y por eso agradecía su evidente renuencia, a pesar de que sabía que ella sentía algo similar.

—Es complicado -respondió, apartando la mirada.

Angus volvió a reír.

—Pareces necesitar una buena charla de amigos -dijo, con voz llena de humor ante el tono empleado por Morgan—. Me pasaré por esa iglesia a ver qué encuentro, pero no te prometo nada.

—Por ahora solo necesito esos datos, Angus -la voz de Morgan, cortante de pronto, atrajo la mirada de Alexandra. Al parecer no solo con ella era incapaz de medirse—. Te llamaré mañana. Adiós.

—¿Por qué lo haces, profesor McKay?

Morgan la miró. Estaba cruzada de brazos, apoyada en el marco de la ventana, mientras el sol formaba una especie de aureola alrededor de su corto cabello castaño. Aunque no tenía buen aspecto y parecía cansada, ojerosa y pálida, Morgan no la hubiera cambiado por Monica Holmes con todas sus joyas y elegancia.

—¿Por qué hago qué?

—Esconderte. Y no me digas que no lo haces. Ahora que no te disfrazas, usas las palabras. En cuanto alguien se acerca a ti, atacas como una serpiente.

—Tampoco tú eres precisamente sincera, señorita detective. ¿Acaso crees que no me he dado cuenta de que tienes problemas?

Ella emitió una sonrisa diminuta.

—Hay una pequeña diferencia entre tú y yo. Yo no me escondo detrás de mis problemas para espantar a la gente. Mis problemas son míos, no tienen nada que ver con mis relaciones personales.

Morgan apretó los labios. Escucharla reconocer que tenía problemas le afectó. Y le afectó más el hecho de que no le pidiera su ayuda.

—Me espantas a mí -dijo al fin, entre dientes, mirándola fijamente.

Alexandra amplió su sonrisa, convirtiéndola casi en una sonrisa auténtica. Sin embargo, esta no llegó a sus ojos. Se acercó y colocó una mano en su mejilla, obligándole a mirarla.

—No es cierto, Morgan. Eres tú el que no sabe lo que quiere.

La vio marchar con un gruñido de frustración. ¿Qué diablos había querido decir con eso? ¿Acaso ella tenía más claros que él sus propios sentimientos? Francamente, lo dudaba.

Se dejó caer sobre la cama, que gimió bajo su peso y pensó que contratar a esa mujer había sido un tremendo error. En parte porque no le estaba sirviendo para nada como detective y en parte porque lo único que estaba consiguiendo era trastocar por completo toda su vida.

Estaba claro que tendría que buscarse otra afición que no fuera las series clásicas de detectives, porque la realidad y la ficción no tenían absolutamente nada que ver.

Angus McKay observó la vieja puerta de la rectoría y se preguntó si estaría tan abandonada como parecía.

Por unos instantes maldijo a su primo y a su delicada manera de pedir las cosas, aunque lo cierto era que sabía que Morgan, aunque no poseía un don para comunicarse con el resto de los humanos, podía ser un encanto cuando quería. Y de hecho, cuando quería, su encanto era arrasador. Sus recuerdos de la adolescencia eran aterradores. Morgan decidido a conquistar era temible.

Se preguntaba qué sucedía entre él y esa señorita detective para tenerle tan preocupado, porque no era normal en él dejar que algo le abatiera de esa manera.

La puerta se abrió ante él haciendo que se olvidara de Morgan y su dama. El hombre que le cedió el paso a la vieja vicaría debía rondar los cien años, y no desentonaba entre los polvorientos muebles que le rodeaban.

—Espero no molestarle, señor McGarry. Cuando le he llamado antes por teléfono no me ha parecido tan...

—¿Viejo?

El anciano reverendo rió con voz cavernosa y encendió la luz, deslumbrando a Angus durante unos instantes. Los fluorescentes dejaron a la vista una pila de libros parroquiales que debían tener al menos doscientos años y estaban admirablemente bien conservados.

—Es solo que de haberlo sabido, no me hubiera atrevido a molestarle.

—No se preocupe, muchacho. Se sorprendería de todo el tiempo libre que tengo desde que me he jubilado y el nuevo reverendo ha ocupado su plaza en la parroquia.

La mirada de Angus se desplazó sin querer a los registros. McGarry no pudo evitar notarlo, y le palmeó la espalda con fuerza sorprendente.

—Ha tenido suerte. El reverendo Cross era un tipo que dejaba registros de todo tipo de cosas. Lo que hoy en día llamamos un cotilla. Le dejaré con los libros mientras voy a preparar un poco de té.

Angus se sorprendió por las muestras de confianza del anciano, sin saber si se debían a su aspecto de buen chico o a lo más probable, que ya se hubiera informado de sus antecedentes con alguien del pueblo.

Se sentó ante el escritorio y abrió el primer libro, cuyas páginas crujieron a causa de la sequedad causada el tiempo y el polvo. Manchas oscuras por los insectos y los hongos ensuciaban las páginas aquí y allá, pero la letra con la que estaban escritas las anotaciones era clara y legible, a pesar de los años transcurridos. No se podía negar que el reverendo Cross era un hombre puntilloso. Registraba cada dato con el rigor propio de un cronista. Desde bodas hasta nacimientos, pasando por defunciones, todo estaba allí. Fechas, asistentes, testigos, el doctor que asistía a la parturienta o al difunto... a veces incluso el peso de la criatura. Esos libros serían una mina para cualquier historiador.

Tras un par de horas y tres tazas de té, encontró lo que buscaba. Con una sonrisa, se dijo que a Morgan le iba a encantar, porque era la primera pista fidedigna que habían encontrado en años.