38
ALISON y Dinu tardaron una hora en vaciar el cuarto oscuro. No había electricidad, y tuvieron que alumbrarse con una vela. Desmontaron la ampliadora, apilaron las bandejas, guardaron las fotografías y los negativos, envolviéndolos en ropa vieja y colocándolos en cajas. Cuando terminaron, Dinu sopló la vela. Permanecieron sin moverse en la calurosa y angosta habitación, escuchando el zumbido nocturno de las chicharras y el croar de las ranas en las charcas. De cuando en cuando oían algún ruido lejano, entrecortado, una especie de ladrido, como si hubiesen molestado a una jauría de perros en un pueblo dormido.
—Cañones —musitó ella.
Dinu alargó los brazos en la oscuridad y la atrajo hacia sí.
—Están muy lejos.
La abrazó con fuerza, apretándola contra su cuerpo. Alzó una mano y le acarició el pelo, los hombros, la curva cóncava de la espalda. Le pasó los dedos bajo los tirantes del vestido y se lo quitó despacio, separándoselo de los hombros, tirando hacia abajo. Hincándose de rodillas, le pasó la cara a lo largo del cuerpo, tocándola con la mejilla, la nariz, la lengua.
Se tumbaron en el reducido espacio, uno encima del otro, las piernas entrelazadas, muslo sobre muslo, brazos abiertos, presionando los vientres lisos. Membranas de sudor colgaban como telas de araña entre sus cuerpos, uniéndolos, juntándolos aún más.
—Alison…, ¿qué voy a hacer sin ti?
—¿Y yo, Dinu? ¿Y yo qué? ¿Qué voy a hacer yo?
Despues se quedaron quietos, haciéndose mutuamente almohada con los brazos. Dinu encendió un cigarrillo y se lo puso a ella en los labios.
—Un día —dijo él—, algún día, cuando volvamos a estar juntos, te enseñaré la verdadera magia de un cuarto oscuro…
—¿Y cuál es?
—Cuando revelas por contacto…, cuando pones el negativo sobre el papel y ves cómo los dos van cobrando vida…, la oscuridad del uno se convierte en la luz del otro. La primera vez que lo vi se me ocurrió pensar: ¿Cómo sería tocar así?, ¿con esa absorción tan perfecta…? ¿Y hacer que una cosa se ilumine con las sombras de otra?
—Dinu. —Ella le pasó la punta de los dedos por la cara—. Ojalá pudiera yo tenerte así…, grabada en mí…, en todo mi cuerpo…
Ella le tomó la cabeza entre las manos y lo besó.
—Tendremos tiempo, Dinu. Todo lo que nos queda de vida…
Se puso en pie y volvió a encender la vela. Le acercó la llama a la cara y lo miró con fiereza, como si intentase penetrar en su cabeza.
—No será mucho tiempo, ¿verdad, Dinu?
—No…, no mucho.
—¿Lo dices de verdad? ¿O estás mintiendo… para que no me preocupe? Dime la verdad, Dinu; prefiero saberlo.
—Sí, Alison —contestó él, cogiéndola de los hombros y hablando con toda la convicción de que era capaz—. Sí. No tardaremos mucho en estar aquí otra vez… Volveremos a Ladera del Alba… Todo será lo mismo, sólo que entonces…
—¿Entonces, qué? —Ella se mordió el labio, como con miedo a escuchar el resto de la frase.
—Entonces estaremos casados.
—Sí. —Echando la cabeza atrás, Alison soltó una carcajada de gozo—. Sí. Nos habremos casado. Lo hemos dejado demasiado tiempo. Ha sido un error.
Cogió la vela y salió del cuarto. Él permaneció tumbado, escuchando sus pasos; la casa estaba más silenciosa que nunca. Abajo, Saya John dormía en su cuarto, agotado.
Se levantó y la siguió por los oscuros pasillos hasta su dormitorio. Alison estaba abriendo armarios, revolviendo cajones. De pronto se volvió hacia él, con la mano extendida.
—Mira.
Dos anillos de oro refulgieron a la luz de la vela.
—Eran de mis padres —anunció. Le cogió la mano y le colocó uno en el dedo anular—. Con este anillo te desposo.
Se rió, guardándose el otro anillo en la palma de la mano. Luego, alargando el brazo, lo señaló con el dedo índice.
—Venga —le urgió—. Hazlo. Atrévete.
Dinu recuperó el anillo y luego se lo puso a Alison en el sitio indicado, en el anular.
—¿Ya estamos casados?
Ella echó la cabeza atrás, riendo, y puso la mano delante de la vela, para verse el dedo.
—Sí —afirmó—. En cierto modo. A nuestros ojos, sí. Gracias a este anillo, cuando estemos separados seguirás siendo mío.
De un tirón quitó la mosquitera que colgaba del techo, extendiéndola a través de la cama.
—Ven —le dijo, soplando la vela y atrayéndole hacia la red.
Una hora después, Dinu se despertó con el estruendo de aviones que se aproximaban. Cogió la mano de Alison y vio que ya estaba despierta y se había incorporado, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama.
—Alison…
—No me digas que ya es hora. Todavía no.
Se abrazaron y escucharon. Los aviones pasaban justo por encima de ellos, en vuelo rasante. Las ventanas vibraron.
—Cuando era pequeño, mi padre me contó una vez una historia sobre Mandalay. Cuando enviaron al rey al exilio, las doncellas de palacio tuvieron que cruzar a pie la ciudad hasta el río… Mi madre iba con ellas y mi padre la siguió, al amparo de la oscuridad. Fue una larga marcha y las niñas estaban cansadas y abatidas… Mi padre reunió todo su dinero y compró unas golosinas para animarlas un poco. Las niñas llevaban una guardia de soldados… extranjeros…, ingleses. Mi padre se las arregló para pasar disimuladamente entre sus filas… Dio a mi madre el paquete de dulces. Luego volvió corriendo sobre sus pasos, a refugiarse entre las sombras… Vio cómo la niña abría el paquete… Se quedó pasmado… Lo primero que hizo ella fue ofrecérselos a los soldados que marchaban a su lado. Al principio sintió rabia; era como si lo hubiese traicionado… ¿Por qué regalaba los dulces…, y además a aquellos soldados, que la llevaban prisionera? Pero, entonces, poco a poco fue comprendiendo lo que hacía y se alegró… Vio que era lo que debía hacer… para seguir con vida. La rebeldía y los gritos no habrían servido de nada…
—Me parece que intentas decirme algo, Dinu —le interrumpió ella con voz queda—. ¿Qué es?
—Sólo quiero que tengas cuidado, Alison…, que no te ofusques…, que no seas como eres, sólo por un tiempo…, obra con cautela, no hables mucho…
—Lo intentaré, Dinu —dijo ella, apretándole la mano—. Te lo prometo. Y tú también; ten cuidado tú también.
—Lo tendré; siempre lo tengo, por naturaleza. En eso no nos parecemos… Por eso estoy preocupado por ti.
Pasó otra escuadrilla de aviones. Era imposible permanecer más tiempo sin hacer nada, con los cristales de las ventanas vibrando como si fueran a romperse. Alison puso los pies en el suelo. Cogió el bolso donde guardaba las llaves del Daytona. Notó que de pronto pesaba mucho. Abrió el cierre, miró en su interior y enarcó la ceja.
—Es el revólver de tu padre —le explicó Dinu—. Lo encontré en un cajón.
—¿Está cargado?
—Sí. Lo he comprobado.
Volvió a cerrar el bolso y se lo colgó al hombro.
—Ya es hora.
Al bajar se encontraron con que Saya John estaba sentado en el porche, en su sillón de orejas favorito. Alison se puso de rodillas a su lado y le rodeó la cintura con el brazo.
—Quiero que me des tu bendición, abuelo.
—¿Por qué?
—Dinu y yo vamos a casarnos.
El rostro de Saya John se iluminó con una sonrisa. Ella vio que tenía la mirada clara y limpia, que la había entendido, y se alegró. El anciano hizo un gesto a Dinu para que se acercara más y los rodeó a ambos con los brazos.
—El hijo de Rajkumar y la hija de Matthew. —Se balanceó suavemente de un lado a otro, sujetándoles las cabezas bajo los brazos, como si fueran trofeos—. ¿Podría haber algo mejor? Vosotros habéis unido a las dos familias. Vuestros padres estarán encantados.
Al salir vieron que había empezado a llover. Dinu echó la capota y abrochó las hebillas; después, abrió la puerta a Saya John. Al entrar, el anciano le dio una palmadita en la espalda.
—Dile a Rajkumar que tiene que ser una boda a lo grande. Insistiré en que oficie el arzobispo.
—Sí. —Dinu trató de sonreír—. Desde luego.
Luego Dinu fue donde Alison y se arrodilló frente a la ventanilla. Ella se resistía a mirarlo.
—No vamos a decirnos adiós.
—No.
Ella arrancó el coche y él dio un paso atrás. Al final del camino, el Daytona se detuvo. Dinu vio que Alison sacaba la cabeza por la ventanilla, su cabeza perfilada contra el halo que la lluvia formaba en torno a los faros. Ella alzó el brazo y lo agitó. El le devolvió el saludo. Luego subió corriendo las escaleras y fue apresuradamente de una ventana a otra. No perdió de vista al Daytona hasta que los faros se perdieron en la oscuridad.
La casucha en la que el teniente coronel Buckman había pasado la noche era una pequeña estructura de ladrillo rojo rodeada de árboles. Estaba como a trescientos metros del poblado de los culis. El guia de Arjun era un joven y embaucador «contratista», que iba en pantalones cortos de color caqui; él llevaba la botella de agua y el hatillo de comida que habían preparado para el teniente coronel.
El contratista mostró a Arjun un sendero que iba en dirección sur a través de una sierra de poca altura.
—A unos tres kilómetros hay un pueblo —le dijo—. Las últimas noticias que tenemos es que seguía en manos de los británicos.
Llegaron a los escalones por los que se subía a la puerta de la chabola. El contratista le entregó la botella de agua y el hatillo de comida.
—Al coronel no le pasará nada si no se aparta del camino. Como mucho tardará un par de horas en llegar al pueblo, aunque vaya muy despacio.
Arjun subió los escalones con cuidado. Llamó a la puerta y, al no recibir contestación, empujó con la punta de la muleta. Encontró al teniente coronel Buckland tumbado en el suelo de cemento, en un colchón.
—Señor.
El teniente coronel Buckland se incorporó de pronto, mirando alrededor.
—¿Quién es? —preguntó en tono seco.
—El teniente Roy, señor —saludó Arjun, apoyado en la muleta.
—Ah, Roy —repuso el oficial superior, en tono más afable—. Me alegro de verlo.
—Yo también me alegro de verlo a usted, señor.
—Está herido. ¿Qué le ha pasado?
—Me atravesaron la corva de un balazo, señor. Me pondré bien. ¿Y cómo va su brazo?
—Me da un poco la lata.
—¿Cree que estará en condiciones de caminar, señor?
El teniente coronel Buckland enarcó una ceja.
—¿Por qué? —Lanzó una brusca mirada al hatillo y la botella que Arjun llevaba en la mano—. ¿Qué es lo que lleva ahí, Roy?
—Agua y un poco de comida, señor. Los japoneses avanzan por la autopista norte-sur. Si se dirige en la otra dirección, podrá cruzar las líneas.
—¿Cruzar las líneas? —repitió despacio el teniente coronel—. Entonces, ¿es que voy solo? ¿Y usted? ¿Y los demás?
—Nos quedamos aquí, señor. Por el momento.
—Ya entiendo.
El teniente coronel Buckland se puso en pie, sujetándose rígidamente el brazo derecho contra el pecho. Cogió a Arjun la botella de agua y la examinó, dándole vueltas en las manos.
—Así que van a pasarse… a los japoneses, ¿verdad?
—Yo no lo expresaría de esa manera, señor.
—De eso no me cabe duda. —Miró a Arjun fijamente, con el ceño fruncido, y tras una pausa añadió—: ¿Sabe una cosa, Roy? Nunca le habría tomado por un chaquetero. A algunos de los otros, sí; se podía ver dónde cabía la posibilidad. Pero ¿usted? Usted no tiene aspecto de traidor.
—Algunos dirían que siempre lo he sido, señor.
—Pero usted no lo cree realmente, ¿verdad? —El teniente coronel Buckland sacudió la cabeza—. En realidad no se cree nada de todo eso.
—¿Señor?
—No se lo cree. De lo contrario no habría venido aquí, a traerme comida y agua. Sólo un incompetente ayudaría a escapar a un enemigo. O un loco.
—Creí que era mi deber, señor.
—¿Por qué?
—Porque esto no es culpa suya, señor. Usted siempre ha sido honrado con nosotros. Ha sido el mejor jefe que podía tenerse… dadas las circunstancias.
—Supongo que espera que le dé las gracias por decirme eso, ¿no?
—No espero nada, señor. —Arjun abrió la puerta—. Pero si no le importa, señor, no tenemos mucho tiempo. Le indicaré el camino.
El teniente coronel Buckland salió y Arjun lo siguió. Bajaron los escalones y se metieron entre los árboles. Cuando recorrieron cierta distancia, el teniente coronel Buckland carraspeó.
—Oiga, Roy. Todavía no es demasiado tarde. Aún puede cambiar de opinion. Venga conmigo. Podemos darles esquinazo. Y olvidaremos este…, este incidente.
Arjun tardó unos momentos en contestar.
—¿Puedo decir algo, señor?
—Adelante.
—No sé si se acuerda, señor, de una frase que citó una vez cuando daba clase en la academia… Era de un general inglés, Munro, creo que se llamaba. Se trataba de una opinión sobre el ejército indio, expresada hace unos cien años: «El espíritu de la independencia se despertará en ese ejército mucho antes de que la idea nazca siquiera en el pueblo…».
—Sí. —El teniente coronel Buckland asintió con la cabeza—. Lo recuerdo. Perfectamente.
—Todos los de la clase éramos indios, y nos chocó un poco que hubiera elegido usted una cita con esos términos. Insistimos en que Munro decía tonterías. Pero usted no estaba de acuerdo…
—¿Ah, no?
—No. Al principio pensé que hacía usted de abogado del diablo; que intentaba provocarnos. Pero no era así, ¿verdad, señor? Lo cierto es que usted lo ha sabido desde siempre: era consciente de lo que haríamos…, mucho antes de que llegáramos a pensarlo. Y lo sabía porque fue usted quien nos formó. Si yo lo acompañase ahora, nadie en el mundo se sorprendería más que usted. Y creo que en el fondo de su corazón me despreciaría un poco.
—Eso no son más que tonterías, Roy. No sea estúpido, hombre. Todavía hay tiempo.
—No, señor. —Arjun se detuvo y le tendió la mano—. Creo que ha llegado el momento, señor. Aquí tengo que darme la vuelta.
El teniente coronel Buckland le miró la mano y luego a los ojos.
—No voy a estrecharle la mano, Roy —dijo sin alterarse, con voz neutra—. Podrá justificar lo que está haciendo de mil maneras distintas, pero no debe engañarse con respecto a la verdad, Roy. Es usted un traidor. Una desgracia para el regimiento y para su país. Una basura. Cuando llegue el momento, se le perseguirá hasta encontrarlo. Y cuando se halle frente al consejo de guerra, yo estaré allí. Y veré cómo lo ahorcan, Roy. Lo haré. No debe dudarlo ni por un momento.
Arjun dejó caer la mano. Por primera vez en muchos días se sintió absolutamente libre de dudas. Sonrió.
—Hay una cosa de la que puede estar seguro, señor. Cuando llegue ese día, si es que llega, usted habrá cumplido con su deber, señor, y yo habré cumplido con el mío. Por primera vez, podremos mirarnos a la cara como hombres de honor. Sólo por eso habrá valido la pena.
Saludó, apoyándose en la muleta. Por un instante, el teniente coronel Buckland vaciló y luego, involuntariamente, alzó la mano para responder al saludo. Giró sobre sus talones y penetró en la arboleda.
Arjun vio cómo se alejaba y luego, a su vez, dio media vuelta apoyándose en la muleta y se dirigió renqueando al poblado de los culis.
Alison llevaba conduciendo una hora cuando notó en los pies que los pedales del Daytona se estaban calentando. Después observó el capó y vio que se escapaban tenues volutas de humo. Paró en la cuneta y cuando su abuelo se volvió a mirarla, ella le sonrió.
—No es nada, baba —le aseguró—. No te preocupes, sólo será un momento.
Le dejó sentado y ella se bajó. Con el coche parado vio que salía vapor por el radiador. Se envolvió la mano con el pañuelo y buscó a tientas el cierre bajo el capó. Un chorro de vapor le dio en la cara y retrocedió de un salto, tosiendo.
Ya había oscurecido. Introdujo el brazo por la ventanilla del conductor y encendió los faros. Vio un palo en el suelo, cerca de sus pies. Lo cogio e hizo palanca para levantar el capó. Salió una nube de vapor. Dejó el capó alzado con ayuda del palo y volvio a la ventanilla de conductor para apagar los faros.
—No tardaré mucho, baba —dijo a su abuelo—. Sólo tendremos que esperar un poco.
Hacia el norte se veían destellos de luz. En la carretera el tráfico había disminuido y ahora sólo pasaba de cuando en cuando algún coche a toda velocidad. Tuvo la impresión de que era de las últimas personas en haber salido a la carretera; los que habían decidido marcharse ya se habían ido hacía mucho, y los demás estaban esperando a ver lo que pasaba.
Hacía fresco aquella noche, y el vapor que salía del radiador no tardó mucho en disiparse. Volvió a protegerse la mano con el pañuelo y desenroscó el tapón. Luego fue a buscar una botella y echó un poco de agua: hirvió casi inmediatamente, espumeando sobre el tapón. Roció el radiador y esperó antes de echar más agua. Luego cerró el capó de golpe y volvió a subir al asiento del conductor.
—Ya está —dijo al abuelo con una sonrisa—. Ahora vamos bien.
Giró la llave y sintió un gran alivio cuando el motor respondió, Encendió los faros y salió de nuevo a la carretera. Hacía tiempo que no pasaba ningún vehículo. Con la carretera para ella sola, sintió la tentación de ir a toda velocidad. Recordó que debía ir despacio para que el coche no se recalentara.
No habían recorrido más de unos kilómetros cuando el motor empezó a traquetear. Entonces comprendió que no tenía sentido tratar de seguir adelante. Salió de la carretera en la primera desviación. Se encontró en una polvorienta carretera comarcal, poco más que un carril de grava. A ambos lados había hileras de árboles del caucho; se sintió vagamente agradecida por ello, contenta de encontrarse en un ambiente familiar.
Pensó que sería mejor no apartarse de la carretera, pues por la mañana quizá podría parar a algún coche y pedir ayuda. Condujo un trecho y luego torció y se metió entre los árboles, parando al abrigo de unos matorrales. Apagó el motor y abrió la puerta.
—Nos quedaremos aquí un rato, baba. Ya seguiremos cuando haya más luz —dijo a su abuelo. Haciendo palanca, abrió el capó y luego volvió a su asiento—. Duérmete, baba. No tiene sentido que sigamos despiertos. Ahora no podemos hacer nada.
Bajó y dio una vuelta al coche. Con los faros apagados estaba muy oscuro; no se veían luces ni señal de lugar habitado. Volvió a su asiento y se puso de nuevo detrás del volante. Saya John estaba con la espalda erguida, mirándose la mano con atención. Tenía los dedos extendidos bajo la vista, como si estuviera haciendo cuentas.
—Dime, Alison —dijo de pronto—. Hoy es sábado, ¿verdad?
—¿Ah, sí? —Trató de pensar en el día que era, pero había perdido la cuenta—. Pues no sé. ¿Por qué lo preguntas?
—Me parece que mañana es domingo. Espero que Ilongo se acuerde de que tengo que ir a misa.
—Lo siento, baba —replicó ella en tono seco, sin quitarle la vista de encima—. Me parece que mañana te vas quedar sin misa.
El la miró como un niño defraudado y ella se arrepintió enseguida de haberle replicado así. Le cogió la mano.
—Sólo esta vez, baba. Iremos a misa en Singapur, la semana que viene.
El la miró con una sonrisa y se echó hacia atrás, apoyando la cabeza en el asiento. Alison miró el reloj. Eran las cuatro de la mañana. Pronto amanecería. En cuanto hubiera luz volvería a la carretera para ver si paraba un camión o un coche: seguro que pasaría alguno. Dejó caer la cabeza sobre el respaldo del asiento. Estaba cansada; no era miedo, sino cansancio. Oía cómo su abuelo se iba durmiendo poco a poco, su respiración pausada y profunda. Cerró los ojos.
La despertó el sol, que filtraba sus rayos entre la bóveda formada por las copas de los árboles. Se estiró y su mano cayó en el asiento de al lado. Estaba vacío. Se incorporó sobresaltada, restregándose los ojos. Cuando volvió a mirar al asiento comprendió que su abuelo se había marchado. Abrió la puerta y salió.
—¿Baba? —Probablemente estaría entre los árboles, orinando. Alzó la voz—: ¿Estás ahí, baba?
Haciéndose pantalla con la mano, giró en redondo para atisbar entre los sombríos túneles que formaban los árboles a su alrededor. No se le veía en parte alguna.
Al dar la vuelta al coche tropezó con su maleta de cuero marrón. Estaba abierta en el suelo, con la ropa fuera, desperdigada entre las hojas muertas. Había estado buscando algo, pero ¿qué? Mirando alrededor, vio unas prendas en el suelo, a unos dos metros de distancia. Fue a investigar y encontró unos pantalones y una camisa, la ropa que su abuelo llevaba la noche anterior.
Una idea le vino a la cabeza. Volvió enseguida a la maleta y rebuscó entre el resto de la ropa, buscando el traje oscuro con que solía ir a misa. No lo encontró; estaba segura de que lo había metido en la maleta antes de salir. No iba a ninguna parte sin él. Eso era lo que se había puesto, seguro. Probablemente habría echado a andar por la carretera, pensando que así llegaría a la iglesia. Tenía que darse prisa y encontrarlo antes de que se metiera en algún lío.
Cogió el bolso del asiento. Se le ocurrió que podía ir en el coche, pero decidió que no. Era imposible saber cuánto tiempo tardaría en arrancarlo. Seguramente tardaría menos a pie. Colgándose el bolso al hombro, echó a correr hacia la carretera. Incluso desde bastante lejos vio que no había tráfico. La carretera estaba muy tranquila. Pero cuando se encontraba a unos veinte metros, oyó voces a cierta distancia. Se detuvo a escuchar, torciendo la cabeza para mirar por un pasillo de árboles. A lo lejos vio a un grupo de ciclistas: eran como media docena y venían en su dirección.
Su primera reacción fue de alivio; calculó que si corría mucho podría llegar a la carretera justo cuando pasaran los ciclistas. A lo mejor podrían ayudarla. Dio unos pasos y se detuvo a mirar otra vez, oculta tras el tronco de un árbol. Entonces se dio cuenta de que todos llevaban gorra y ropa exactamente del mismo color. Dando gracias por el refugio que le brindaba la plantación, se acercó un poco más a la carretera, con cuidado de que no la vieran.
Cuando los ciclistas estaban a unos veinte metros, vio que eran soldados japoneses. Iban sin afeitar, con los uniformes grises llenos de polvo y salpicados de barro, las guerreras empapadas de sudor. Unos se protegían la nuca con largos pañuelos prendidos a la gorra y otros llevaban cascos, envueltos en una redecilla. Calzaban zapatillas de lona, con polainas bien apretadas a las pantorrillas. El que iba en cabeza llevaba una espada ceñida al cinturón; la vaina golpeteaba rítmicamente contra el guardabarros de la bicicleta. Los demás tenían la bayoneta calada en el fusil. Las bicicletas pasaron chirriando y rechinando. Alison oyó cómo jadeaban al pasar.
Un poco más adelante, la carretera torcía formando una curva muy cerrada. Aún no habían terminado de doblarla cuando Alison oyó que uno de ellos daba un grito, señalando un punto más allá de la curva. De pronto la asaltó un funesto presentimiento. Pensaba que encontraría a su abuelo en dirección contraria, camino de Sungei Pattani, pero ¿y si, en cambio, había echado a andar hacia adelante?
Miró en ambas direcciones y vio que no pasaba nadie por la carretera. Cruzó corriendo y se ocultó entre las hileras de árboles de enfrente. Avanzando en diagonal entre los árboles, se acercó de nuevo a la carretera: vio a los ciclistas de espaldas, pedaleando hacia una figura diminuta y lejana. Era un hombre, con traje y sombrero, que caminaba despacio por la cuneta. Alison adivinó que era su abuelo. Los soldados se acercaban a él, pedaleando con fuerza.
Echó a correr, deprisa, al abrigo de los árboles. Aún estaba a unos cientos de metros cuando los soldados alcanzaron a Saya John. Vio que se bajaban a toda prisa de las bicicletas, dejándolas caer sobre la hierba. Empezaron a rodearlo y entonces Alison oyo el eco de una voz. Un soldado gritaba, diciendo algo que no pudo entender.
—Por favor, por favor… —murmuraba Alison para sí, sin dejar de correr.
Veía que su abuelo no comprendía a los soldados. Saludó llevándose la mano al sombrero y dio media vuelta intentando pasar a través de ellos. Uno de los japoneses extendió el brazo para detenerlo y el lo aparto con la mano. Ahora empezaron a gritarle todos a coro, pero era como si estuviese sordo. Les hacía gestos con la mano, como quien trata de apartar a unos holgazanes parados en una esquina. Entonces uno de los soldados le atacó, cruzándole la cara con una fuerte bofetada y haciéndole perder el equilibrio. Cayó pesadamente al suelo.
Alison se detuvo, jadeante, apoyándose en un árbol con ambas manos. Si se estuviera quieto, seguro que se marcharían. Se puso a murmurar para sus adentros, rezando para que le hubieran dejado sin conocimiento. No perderían tiempo con él; enseguida verían que no era más que un anciano confuso, sin malas intenciones.
Pero entonces su abuelo, que estaba boca abajo, empezó a moverse. Se incorporó y se quedó con las piernas estiradas, como un niño al despertarse por la mañana. Cogió el sombrero, se lo puso y, con cierto esfuerzo, se levantó. Miró a los soldados con el ceño fruncido y expresión perpleja, frotándose la mejilla con la mano. Y luego les volvió la espalda y echó a andar.
Vio que uno de los soldados se descolgaba el fusil del hombro. Dio un grito y lo amartilló, de modo que la bayoneta apuntaba directamente a la espalda del anciano.
Casi sin pensarlo, Alison abrió el bolso. Sacó el revólver e hincó una rodilla en tierra. Cruzando el brazo izquierdo delante de la cara, afirmó sobre él la muñeca derecha, tal como le había enseñado su padre. Apuntó al soldado de la bayoneta, esperando derribarlo. Pero justo en aquel momento otro soldado se cruzó en su línea de tiro; la bala le alcanzó en las costillas y cayó gritando al suelo. El de la bayoneta se inmovilizó un momento, pero entonces, de pronto, como impulsado por un movimiento reflejo, echó los brazos hacia adelante y hacia atrás en rápida sucesión, clavando la bayoneta en el cuerpo del anciano. Saya John se tambaleó y cayó de bruces en la carretera.
Alison respiraba ahora acompasadamente, muy tranquila. Apuntó con cuidado y volvió a disparar. Esta vez hizo blanco en el soldado de la bayoneta, que dio un grito y soltó el fusil, cayendo de cara contra el suelo. El tercer disparo se desvió, arrancando un terrón de hierba en la cuneta. Los japoneses ya se habían puesto cuerpo a tierra, y dos de ellos se refugiaban tras el cuerpo inerte de Saya John. Los blancos eran cada vez más inciertos, y el cuarto disparo también se desvió. Pero con el quinto acertó a otro, que salió rodando de costado.
Entonces, de pronto, sintió un fuerte golpe que la tumbó de espaldas. No le dolía nada, pero era consciente de que la habían alcanzado. Se quedó quieta, mirando a las arqueadas ramas de los árboles del caucho que la rodeaban. Se mecían en la brisa, como abanicos.
Se alegró de acabar así, descansando la mirada en algo familiar. Recordó lo que Dinu le había contado sobre su madre y las golosinas que había compartido con sus captores. El recuerdo le hizo sonreír; ella no se habría conformado con eso. Se alegraba de habérselo hecho pagar; de no morirse sin llevarse a alguno por delante.
Oyó pasos y comprendió que corrían hacia ella. Se llevó el revólver a la sien y cerró los ojos.