6

PARA Rajkumar y Saya John la época de la crecida de los ríos era la más ajetreada del año. Cada pocas semanas llevaban un cargamento de sacos, cajas y cajones a uno de los barcos de la Flotilla de Vapores del Irawadi: estremecidas embarcaciones con ruedas de paletas, la mayoría de las veces capitaneadas por escoceses y tripuladas principalmente por khalasis de Chittagong, los mismos cuyo ejemplo había querido seguir Rajkumar. Impulsados por las crecidas aguas, salían rápidamente de Mandalay y surcaban el río a tal velocidad que alteraban los horarios de la flotilla. Al atardecer, cuando llegaba el momento de amarrar en la orilla, solían anclar frente a alguna pequeña aldea compuesta únicamente por unas cuantas cabañas con techumbre de juncos, agrupadas en torno a una comisaría de policía.

Por pequeño que fuese el pueblo, siempre se montaba instantáneamente una feria en torno al vapor: vendedores ambulantes, puestos de comida, comerciantes de ribera y destiladores de alcohol rural se apresuraban con sus mercancías, encantados de que aquel inesperado montón de clientes cayera entre sus redes. A veces, la noticia de la aparición del vapor llegaba a un grupo de cómicos itinerantes. Al anochecer, con las ranas croando bajo la lluvia como acompañamiento de fondo, en la orilla se levantaba el tenderete de los titiriteros y las esbeltas y nerviosas marionetas de Bosw y Bayin, Minthami y Minthagyi, Natkadaw y Nan Belu surgían entre las tinieblas tan grandiosas y familiares como las sombras de la luna.

A Saya John le gustaba viajar en primera clase, en un camarote: su negocio prosperaba y tenía dinero de sobra. Se había mudado a una casa grande de la calle Treinta y Tres de Mandalay, una vivienda donde también se alojaban Rajkumar y todos los que tenían alguna relación con su empresa. La ocupación británica había cambiado todo: Birmania se había convertido rápidamente en parte del Imperio, en provincia a la fuerza de la India británica. La distinguida Mandalay era ahora un animado centro comercial; los recursos se explotaban con una energía y eficacia inimaginables hasta entonces. El palacio de Mandalay se había reformado para satisfacer los oscuros placeres de los conquistadores: el ala occidental se había convertido en un club británico; el salón de audiencias de la reina era ahora una sala de billar; junto a las paredes de espejos se alineaban ejemplares del Punch y el Illustrated London News del mes anterior; los jardines se habían aplanado para sustituirlos por pistas de tenis y campos de polo; el pequeño y exquisito monasterio en el que Thibau había hecho el noviciado se había convertido en una capilla donde sacerdotes anglicanos administraban el sacramento a las tropas británicas. Mandalay, se auguraba en tono confidencial, iba a convertirse en la Chicago de Asia; la prosperidad era el destino lógico de una ciudad situada en la confluencia de las dos vías navegables más colosales del mundo, el Irawadi y el Chindwin.

Saya John estaba obteniendo grandes beneficios, llevando suministros y provisiones a los campamentos de teca. Aun sin ser persona con ansias de lujo, consideraba necesario dormir cómodamente cuando emprendía una de sus expediciones de abastecimiento. Al fin y al cabo, un camarote de primera clase en un vapor del Irawadi no era sino una pequeña satisfacción.

En cuanto a Rajkumar, pasaba la noche en la cubierta inferior. Entre los tripulantes había muchachos de su misma edad, cuyo trabajo consistía en inclinarse por la proa de la embarcación, plomada en mano, tal como él hacía antes, vigilando los bancos de arena y anunciando la profundidad: «Ek gaz; do gaz, teen gaz…». Con ellos hablaba en su propia lengua chittagong, y cuando el vapor estaba fondeado le obligaban a levantarse de su esterilla en la cubierta y se lo llevaban a tierra, para enseñarle los sitios adonde iban de noche los barqueros.

Cuando llegaba el momento de desembarcar, al día siguiente, Rajkumar tenía los ojos enrojecidos mientras Saya John, tras desayunar con buen apetito, estaba descansado, deseoso de descargar la mercancía y ponerse en marcha hacia el campamento de turno. La primera parte del viaje solían hacerla en carro de bueyes. Vadeaban ríos de barro mientras avanzaban traqueteando hacia las lejanas montañas.

Cuando todo salía bien, aquellos viajes terminaban en alguna aldea del interior, con una recua de elefantes esperándolos para hacerse cargo de la mercancía y dejarlos libres para volver. Pero muchas veces, cuando llegaban a su punto de encuentro se enteraban de que el campamento no podía enviarles elefantes; de que tenían que contratar porteadores que transportaran la carga hasta las montañas. Entonces Rajkumar tenía que uncirse una cesta de mimbre a la espalda, una pah con una ancha bolsa de lona y una tira para la frente. A su cuidado particular se reservaban los pequeños lujos encargados especialmente por los agentes forestales que dirigían los campamentos: cigarros puros, botellas de whisky, latas de carne, sardinas en conserva y, en una ocasión, incluso un frasco de cristal de roca expedido por Rowe & Co., los grandes almacenes de Rangún.

Salían al amanecer, con Saya John a la cabeza de una larga fila de porteadores y Rajkumar cerrando la marcha; subían de lado, como mulas, por senderos empapados de lluvia, clavando la punta de los pies en el escurridizo barro. Para Saya John era un ritual, una especie de superstición, empezar siempre tales viajes con ropa europea: salacot, botas de cuero, pantalones caqui. Rajkumar iba descalzo, como los porteadores, únicamente con chaleco, longyi y un sombrero campesino de ala ancha.

Pero, por mucho cuidado que tuviese, el atuendo de Saya John no permanecía mucho tiempo intacto: la maleza se agitaba a su paso, con las sanguijuelas desplegándose como zarcillos al calor de los cuerpos. Al ser el que más ropa llevaba de todo el grupo, Saya John era quien invariablemente recogía la más abundante de aquellas cosechas sangrientas. Más o menos cada dos horas ordenaba un alto. Las pistas estaban salpicadas de refugios con techumbre de juncos, levantados por los leñadores a intervalos regulares. Acurrucado bajo las goteras del techo, Saya John buscaba en su bolsa hasta encontrar el paquete de lona donde Rajkumar le había envuelto las cerillas y los puros. Encendía uno y aspiraba profundamente hasta que se formaba un alargado destello en la punta. Luego se inspeccionaba el cuerpo, quemando las sanguijuelas, una por una.

La aglomeración más espesa de sanguijuelas siempre se formaba entre las fisuras del cuerpo, allí donde la ropa llegaba a rozar la piel. Los pliegues y las arrugas guiaban a los bichos a sus destinos favoritos: axilas, ingles, surcos entre piernas y nalgas. Aveces, Saya John se encontraba montones de sanguijuelas dentro de los zapatos, la mayoría pegada a la membranosa piel entre los dedos: para una sanguijuela, el regalo más preciado que podía ofrecer el cuerpo humano. Siempre había algunas que morían aplastadas por la presión de las botas, dejando las ventosas incrustadas en la carne. Esos eran los sitios más atacados, tanto por las sanguijuelas como por los insectos; si no recibían atención, aquellas llagas de la selva se volvían hediondas y purulentas. En esos sitios Saya John se aplicaba kow-yok, un poco de alquitrán de tabaco untado en un papel o un trapo. El emplasto se pegaba a la piel de tal manera que no se desprendía ni con agua, y así quitaba la infección y protegía la herida. En cada parada Saya John se desgarraba una tira de alguna prenda, de manera que en el espacio de unas horas iba vestido como Rajkumar, sólo con longyi y chaleco.

Casi invariablemente empezaban a seguir el curso de un chaung, un impetuoso torrente de montaña. Cada pocos minutos un tronco se precipitaba corriente abajo, en dirección a la llanura. Quien al cruzar el torrente fuera alcanzado por alguno de aquellos proyectiles de varias toneladas, quedaba muerto o paralítico. Cuando el camino pasaba de una orilla a otra del chaung, se apostaba un vigía para anunciar los intervalos con que pasaban los troncos, de modo que los porteadores supieran cuando se podía cruzar sin peligro.

Muchas veces los troncos no pasaban uno a uno, sino en grupos, docenas de toneladas de madera rebotando por el torrente, cuando chocaban entre sí, el impacto se dejaba sentir orilla arriba. En ocasiones se quedaba alguno enganchado, en los rápidos o en la orilla, y al cabo de unos minutos se alzaba una enmarañada presa por encima del agua, taponando la corriente. Uno tras otro los troncos iban chocando, incrementando la presión sobre el cúmulo de madera. Y la masa iba aumentando hasta convertirse en una fuerza irresistible. Entonces algo acababa cediendo; un tronco, de tres metros de circunferencia, se partía como una cerilla. Con un fuerte estampido, la presa se derrumbaba y una enorme oleada de madera y agua inundaba las laderas de la montaña.

—Los chaungs son los vientos alisios de la teca —solía sentenciar Saya John.

En la estación seca, cuando la tierra se cuarteaba y las hojas de los árboles se marchitaban, los torrentes menguaban hasta convertirse en hilillos de agua que humedecían las laderas, apenas capaces de llevar la carga de un puñado de hojas, simples regueros de fango que corrían entre turbios charcos formados en el lecho del río. Era la estación en que los madereros rastreaban la selva en busca de teca. Después de seleccionarlos, había que sacrificar los árboles y dejarlos secar, porque la teca tiene tal densidad que no se mantiene a flote si la médula esta húmeda. Se les sacrificaba con unos tajos finos y profundos, hechos en círculo, a un metro y treinta y siete centímetros del suelo (pues la teca, pese a la agreste topografía donde se desarrollaba, estaba sujeta hasta en los más mínimos detalles a una estricta normativa imperial).

A los árboles sacrificados se les dejaba en su sitio para que se secaran, a veces hasta más de tres años. Solo cuando se les consideraba lo bastante secos para flotar, se les poma una marca para que los talasen. Entonces era cuando iban los hacheros, con sus armas al hombro, guiñando los ojos a lo largo del acero para calcular el ángulo de caída de sus víctimas.

Aunque estaban muertos, los árboles protestaban con sonoros sistemas de alarma, produciendo grandes estallidos que se oían a kilómetros a la redonda y derribando todo lo que encontraban a su paso, macizos de árboles jóvenes, tupidas madejas de mimbre. Densos grupos de bambúes quedaban aplastados en un momento, miles de miembros descuartizados explotaban simultáneamente en mortales andanadas de astillas, lanzando a lo lejos nubes de desechos en forma de hongo.

Los elefantes se ponían a trabajar, conducidos por sus guías, sus oo-sis y pe-sis, embistiendo, empujando, apalancando los troncos. En el suelo se extendían rodillos enganchados, y los pakyeiks de hábiles dedos, especialistas en atar cadenas, correteaban entre las patas de los elefantes, fijando arneses metálicos. Cuando los troncos empezaban por fin a moverse, tal era la fricción que producían a su paso que unos porteadores de agua debían correr a su lado, rociando los humeantes rodillos con cubos de agua.

Arrastrados hasta las orillas de los cauces, los troncos se apilaban en montones y allí se los dejaba hasta el día en que los chaungs despertaban de la hibernación de la estación seca. Con las primeras lluvias, los charcos de las torrenteras se removían, alargando las extremidades hasta tocarse, uniéndose para aumentar de volumen y cumplir la tarea de limpiar los desechos acumulados durante los largos meses de sequía. Luego, en cuestión de días, con las lluvias torrenciales, se erguían en sus lechos centuplicando su estatura: donde una semana antes languidecían bajo el peso de hojas y ramas, ahora lanzaban corriente abajo troncos de varias toneladas, como flechas emplumadas.

Así empezaba el viaje de los troncos hasta las serrerías de Rangún: con elefantes que los empujaban colina abajo, hacia las espumeantes aguas de los chaungs. Siguiendo el trazado del terreno, iban engrosando diversos afluentes hasta desembocar al fin en los desbordados ríos de la llanura.

En años de escasa lluvia, cuando los chaungs eran demasiado débiles para levantar esas grandes masas, los beneficios de las compañías madereras caían en picado. Pero, incluso en años buenos, aquellos ríos de montaña eran déspotas celosos, agotadores. En plena temporada, un solo árbol obstruido podía ocasionar una acumulación de cinco mil troncos e incluso más. El mantenimiento de aquellas aguas era una ciencia por derecho propio, con su núcleo de expertos, cuadrillas de oo-sis y recuas de elefantes que pasaban los meses de monzón patrullando la selva sin cesar: eran las famosas manadas aunging, especialistas en las peligrosas artes de limpiar chaungs.

Una vez, refugiados bajo un árbol de teca moribundo circundado de cortes, Saya John puso a Rajkumar una hoja de menta en una mano y una hoja caída del árbol en la otra. Tócalas, le dijo, frótalas entre los dedos.

La teca es pariente de la menta, Tectona grandis, y pertenece a la misma familia de la planta, pero por una línea materna presidida por la verbena, la más balsámica de las hierbas. Cuenta entre sus parientes cercanos con muchas otras hierbas fragantes y familiares: el sabio y delicioso tomillo, el espliego, el romero y la muy devota albahaca, con su múltiple descendencia de hojas, verdes y púrpuras, suaves y ásperas, acres y aromáticas, amargas y dulces.

En Pegu hubo una vez un árbol de teca cuyo tronco medía treinta y dos metros y treinta centímetros desde el suelo a la primera rama. Habría que imaginarse cómo sería una hoja de menta si tuviera que crecer en una planta que se elevara en línea recta a más de treinta metros del suelo, sin estrecharse ni desviarse, el tallo como la cuerda de una plomada, con las primeras hojas apareciendo casi en la copa, juntas y abiertas, como las manos del buceador que emerge a la superficie.

La hoja de menta era del tamaño del pulgar de Rajkumar mientras que la otra habría tapado la huella de un elefante; una servía para sazonar el caldo, y la otra procedía de un árbol que había hecho caer dinastías, causado invasiones, creado fortunas, alumbrado una nueva forma de vivir. Pero incluso Rajkumar, nada inclinado a permitirse exageraciones ni fantasías, tuvo que admitir que entre la tenue vellosidad de una y el áspero e hirsuto relieve de la otra, había un inequívoco parentesco, unos lazos familiares evidentes.

Los cencerros de los elefantes anunciaban la proximidad de los campamentos de teca. Incluso sofocados por la lluvia o la distancia, su sonido siempre producía un efecto mágico en la hilera de porteadores, que alargaban y apresuraban el paso.

Por prolongada que hubiera sido la marcha y por cansado que estuviera, Rajkumar sentía que se le ensanchaba el corazón cuando el campamento aparecía de pronto a la vista: un claro en la selva con unas cuantas cabañas en torno a una tai, una casa alargada asentada sobre pilotes de madera.

Los campamentos de teca parecían siempre iguales y sin embargo todos eran diferentes. Nunca se construían dos campamentos en el mismo sitio, en temporadas sucesivas. El despeje inicial del bosque se realizaba con elefantes y, en consecuencia, los claros quedaban invariablemente marcados por su paso, con árboles derribados y hoyos desiguales.

En el centro de cada campamento se erguía una tai, siempre ocupada por el comisionado forestal, un agente de la compañía encargado del campamento. A ojos de Rajkumar, las tais eran construcciones de una elegancia incomparable: descansaban sobre plataformas de madera, alzándose unos dos metros del suelo mediante pilotes de teca. Se componían de varias habitaciones amplias, todas comunicadas entre sí, que confluían en una espaciosa terraza siempre con magníficas vistas. En los campamentos, donde el comisionado forestal disponía de un industrioso sirviente, el lugalei, la terraza de la tai estaba cubierta por un emparrado de enredaderas en flor, con capullos que destellaban como brasas sobre el trenzado de juncos. Ahí se sentaba el comisionado al atardecer, con el vaso de whisky en una mano y la pipa en la otra, viendo cómo se ponía el sol al otro lado del valle y soñando con la lejana patria.

Eran personas distantes, sombrías, aquellos agentes. Antes de ir a verlos, Saya John solía vestirse a la europea, con camisa blanca y pantalones de dril. Cuando Saya John se dirigía a una tai para hacer una visita de cumplido, Rajkumar observaba de lejos como permanecía en actitud deferente con una mano apoyada en el primer travesaño de la escalera. Si lo invitaban, subía la escalera despacio, poniendo con cuidado un pie detrás de otro. Luego se sucedía una serie de sonrisas, reverencias y salutaciones. A veces bajaba en cuestión de minutos; otras, el comisionado le ofrecía un whisky y le invitaba a que se quedara a cenar.

En general, los agentes siempre eran de modales muy correctos. Pero hubo una vez en que un comisionado se puso a reprender a Saya John, acusándole de haber olvidado algo que le había encargado.

—Lárgate de aquí con esa sonrisita que tienes… —gritó el inglés—. Y vete al infierno, Johnny Chinito.

Por entonces Rajkumar no sabía mucho inglés, pero la cólera y el desprecio en el tono del agente no dejaban lugar a dudas. Por un momento, Rajkumar vio a Saya John con los ojos del comisionado: de corta estatura, extraña y descuidadamente vestido, con aquel atuendo europeo que no le sentaba bien, su corpulencia acentuada por los remendados pantalones de dril que le caían en gruesos pliegues en torno a los tobillos, y el desgastado salacot precariamente ladeado en la cabeza.

Rajkumar llevaba tres años al servicio de Saya John, y había llegado a considerarle como su guía y mentor. Sintió una oleada de indignación al ver cómo lo trataban. Cruzó corriendo el claro hasta la tai, con la sana intención de subir a la terraza para enfrentarse cara a cara con el comisionado.

Pero en aquel momento, con expresión sombría y apenada, Saya John bajó apresuradamente la escalera.

—¡Sayagyi! ¿Quieres que suba…?

—¿Subir adonde?

—A la tai. A enseñar a ese cabrón…

—No seas tonto, Rajkumar. Ve a ver si encuentras algo útil que hacer.

Con un bufido de irritación, Saya John dio la espalda a Rajkumar.

Iban a pasar la noche en casa del hsin-ouq, jefe de los oo-sis del campamento. Las cabañas donde vivían los leñadores estaban detrás de la tai, bastante retiradas para no entorpecer las vistas del comisionado. Eran construcciones pequeñas, apoyadas en pilotes, viviendas de una o dos habitaciones con una plataforma semejante a un balcón en la parte delantera. Los oo-sis construían las cabañas con sus propias manos, y mientras vivían en el campamento las cuidaban con la mayor diligencia, reparando diariamente desgarrones en los tabiques de bambú, remendando la techumbre de mimbre y erigiendo altares a sus nats. Muchas veces plantaban en torno a las chozas pequeños huertos de verduras, cuidadosamente cercados, para complementar los víveres secos que les enviaban de la llanura. Algunos criaban gallinas o cerdos entre los pilotes de las cabañas; otros hacían represas en los riachuelos de los alrededores y las poblaban de peces.

Como resultado de aquella agricultura de subsistencia, los campamentos de teca solían parecer aldeas de montaña, con viviendas familiares agrupadas en semicírculo detrás de la casa del cacique. Pero eran apariencias engañosas, porque se trataba de asentamientos estrictamente provisionales. Una cuadrilla de oo-sis tardaba un par de días en construir un campamento, sirviéndose exclusivamente de enredaderas, bambú recién cortado y mimbre trenzado. Al final de la temporada, el campamento quedaba abandonado a la selva, sólo para surgir como por arte de magia a la temporada siguiente en otra parte de la jungla.

En todos los campamentos se asignaba al hsin-ouq la cabaña más grande, que era donde Sayah John y Rajkumar solían alojarse. A veces, cuando se encontraban en los campamentos, se quedaban charlando hasta bien entrada la noche en el balcón de la cabaña. Saya John fumaba sus puros y rememoraba los viejos tiempos: su vida en Malasia y Singapur con su difunta mujer.

La noche en que el comisionado reprendió a Saya John, Rajkumar permaneció despierto bastante tiempo, mirando el parpadeo de las luces de la tai. Pese a la reconvención de Saya John, no podía liberarse de la rabia que le había producido el comportamiento del agente.

Justo cuando iba quedándose dormido, oyó que alguien salía sigilosamente al balcón. Era Saya John, provisto de un puro y una caja de cerillas. Rajkumar, despabilándose entonces por completo, se sintió dominado por la misma cólera de aquella tarde.

—Sayagyi —soltó de pronto—, ¿por qué no le has dicho algo a ese hombre cuando te estaba gritando? Me enfadé tanto que quería subir a la tai para darle una lección.

Saya John miró a través del claro hacia la tai del comisionado, donde seguía brillando una luz. Se veía claramente su silueta, recortada entre las tenues paredes de bambú; estaba sentado en una butaca, leyendo un libro.

—No tienes motivos para enfadarte, Rajkumar. En su lugar, tú no serías distinto de él, quizá fueras peor. Lo que me sorprende es que no haya más como éste.

—¿Por qué, Sayagyi?

—Imagínate la clase de vida que llevan aquí estos jóvenes europeos. En el mejor de los casos pueden pasar dos o tres años en la selva antes de que el paludismo o el dengue los afecten hasta el punto de que siempre tengan que estar acudiendo a médicos y hospitales. La compañía lo sabe perfectamente: sabe que al cabo de unos años estos hombres habrán envejecido prematuramente, que serán viejos a los veintiún años; y entonces tendrán que destinarlos a las oficinas de las ciudades. Solo cuando están recién llegados, a los diecisiete o dieciocho años, pueden llevar esta vida, y durante ese breve periodo de tiempo la compañía ha de sacarles todo el provecho posible, así que los envían de un campamento a otro durante meses y meses, sin apenas darles descanso entremedias. Mira éste: me han dicho que ya estuvo una vez muy enfermo de dengue. Ese hombre no es mucho mayor que tú, Rajkumar, no tendrá mas de dieciocho o diecinueve años, pero ahí lo tienes, en plena selva, solo y enfermo, a miles de kilómetros de su casa, viviendo con una clase de gente totalmente desconocida para él. Y fíjate: ahí está, leyendo un libro, sin el menor rastro de miedo en la cara.

—Tú también estás lejos de casa, Sagagyi —objetó Rajkumar—. Igual que yo.

—Pero no lo estamos tanto como él. Y si de nosotros dependiera, ninguno de los dos estaríamos aquí, despojando a esta selva de sus riquezas. Mira los oo-sis de este campamento; fíjate en el hsin-ouq, tumbado en su estera, aturdido por el opio; observa el falso orgullo que ostentan por su destreza para entrenar elefantes. Como sus padres y sus familias trabajaron con elefantes, creen que nadie conoce a esos animales mejor que ellos. Pero hasta que llegaron los europeos a ninguno se le ocurrió utilizar a los elefantes para transportar troncos. Los elefantes sólo se utilizaban en pagodas y palacios, para guerras y ceremonias. Fueron los europeos quienes comprendieron que los elefantes amaestrados podían trabajar en beneficio del hombre. Fueron ellos quienes inventaron todo lo que vemos en este campamento maderero. Esta forma de vivir es obra suya, enteramente. A ellos se les ocurrió ese método de darles un tajo circular a los árboles, esa manera de mover los troncos con elefantes, el sistema de hacerlos bajar flotando por el río. Incluso detalles como la estructura y el emplazamiento de esas cabañas, el plano de la tai, el empleo del bambú y el mimbre en la techumbre no fueron fruto de la vetusta sabiduría de los oo-sis. Todo eso salió de la mente de hombres como el que está sentado en la tai, como ese muchacho que no es mucho mayor que tú.

El comerciante apuntó con el dedo a la silueta de la tai.

—¿Ves a ese hombre, Rajkumar? —dijo—. Puedes aprender cosas de él. Doblegar las fuerzas de la naturaleza a tu voluntad; hacer que los árboles sean útiles al hombre; ¿qué puede ser más admirable, más emocionante que eso? Eso es lo que yo diría a un muchacho que tiene toda la vida por delante.

Rajkumar comprendió que Saya John no estaba pensando en él, su lugalei, sino en Matthew, su hijo ausente, y al darse cuenta sintió una súbita y alarmante punzada de dolor. Pero sólo duró un instante y cuando desapareció Rajkumar se sintió mucho más fuerte, mejor preparado. Al fin y al cabo, él estaba allí, en aquel campamento, mientras que Matthew se hallaba muy lejos, en Singapur.