36

AUN cuando seguía atentamente las noticias por la radio, Dinu no llegaba a entender del todo lo que pasaba en el norte de Malasia. Los partes de guerra mencionaban un combate importante en la región de Jitra, pero las informaciones eran inconcluyentes y confusas. Entretanto, había otras indicaciones del sentido que iba tomando la guerra, y ninguna de ellas presagiaba nada bueno. Una era el comunicado de prensa que anunciaba el cierre de determinadas estafetas de correos en el norte. Otra, el creciente volumen del tráfico en dirección sur: un torrente de evacuados inundaba la carretera que atravesaba el país en dirección a Singapur.

Un día que fue a Sungei Pattani, Dinu tuvo ocasión de observar el éxodo. Los evacuados parecían consistir principalmente en familias de colonos e ingenieros de minas. Sus coches y camionetas iban atestados de enseres domésticos: muebles, baúles, maletas. Vio una camioneta cargada con una nevera, un perro y un piano vertical. Habló con el conductor: era holandés, administrador de una plantación de caucho cerca de Jitra. Su familia iba apretujada en la cabina: la mujer, un niño recién nacido y dos hijas. El holandés dijo que había escapado de los japoneses por un pelo. Aconsejaba a Dinu que se marchara cuanto antes, que no cometiera el error de esperar hasta el último momento.

Por la noche, en Ladera del Alba, Dinu repitió exactamente a Alison lo que le había dicho el holandés. Se miraron en silencio; ya habían hablado varias veces de la cuestión. Sabían que no teman muchas opciones. Si se iban por carretera, uno de ellos tendría que quedarse allí: los vehículos de la plantación no estaban en condiciones de hacer un viaje tan largo, y el Daytona no podía llevar a más de dos pasajeros hasta Singapur. La alternativa era ir en tren; pero el servicio ferroviario se había suspendido temporalmente.

—¿Qué vamos a hacer, Alison? —preguntó Dinu.

—Esperar a ver qué pasa —contestó ella, en tono esperanzado—. ¿Quién sabe? A lo mejor no tenemos ni que marcharnos.

De madrugada los despertó el ruido de una bicicleta que subía por el camino de grava.

—Señorita Martins… —gritó una voz desde abajo.

Alison se levantó y fue a la ventana. Aún era de noche. Abriendo las cortinas, sacó la cabeza y enfocó la vista hacia el camino. Dinu miró al reloj de la mesilla y vio que eran las cuatro de la mañana. Se incorporó.

—¿Quién es, Alison?

—Ilongo. Viene con Ah Fatt…, el del restaurante de Sungei Pattani.

—¿A estas horas de la noche?

—Creo que quieren decirme algo. —Alison soltó las cortinas—. Voy a bajar.

Se puso una bata y salió corriendo de la habitación. Momentos después, Dinu salió tras ella. La encontró sentada en corrillo con los visitantes. Ah Fatt hablaba en tono apremiante, en rápido malayo, agitando el dedo en el aire. Alison se mordía el labio, asintiendo con la cabeza, Dinu observó una creciente ansiedad en los fruncidos rasgos de su rostro.

Al cabo de un tiempo, Dinu le dio en el codo.

—¿De qué estáis hablando? Dímelo.

Alison se puso en pie y le llevó aparte.

—Ah Fatt dice que el abuelo y yo tenemos que marcharnos…, a Singapur. Dice que en el frente van mal las cosas. Puede que los japoneses logren pasar en un par de días. Cree que la kempeitai, su policía secreta, tiene informes sobre nosotros…

—Tiene razón —asintió Dinu—. No sirve de nada esperar más. Debes irte.

A Alison se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No quiero irme, Dinu. Sin ti, no. De verdad que no.

—Tienes que hacerlo, Alison. Piensa en tu abuelo…

—Señorita Martins… —los interrumpió Ah Fatt.

El dueño del restaurante les informó de que un tren especial de evacuación saldría de Butterworth aquella misma mañana. No estaba seguro de que pudieran cogerlo, pero valía la pena intentarlo.

Dinu y Alison intercambiaron una sonrisa.

—No se presentará otra oportunidad como ésta —afirmó Alison.

—Vamos a despertar a tu abuelo —dijo Dinu—. No perdamos tiempo.

Se marcharon temprano en una de las camionetas de la finca. Conducía Ilongo, y detrás iba Dinu con el equipaje. Alison iba delante, con Saya John. Había poco tráfico, debido a la hora, y llegaron a Sungei Pattani en la mitad de tiempo que de costumbre. En la ciudad reinaba el silencio; muchas de las tiendas y casas estaban cerradas o con tablas clavadas en puertas y ventanas. Algunas habían puesto letreros fuera.

A poca distancia de la ciudad entraron en la carretera principal. La cuneta estaba llena de vehículos aparcados. Familias enteras dormían dentro de los coches, intentando descansar un poco antes de que amaneciera. A intervalos, camiones militares pasaban disparados por la carretera, en dirección sur. Se echaban encima de repente, apartando a la cuneta a los demás coches, deslumbrando con los faros, tocando el claxon. Dinu veía soldados de cuando en cuando, acurrucados en las plataformas de los camiones, cubiertas con lonas.

En las proximidades de Butterworth se encontraron con un atasco de coches y camiones. La estación de ferrocarril estaba justo al lado de la terminal de la línea de transbordadores que comunicaba el continente con la isla de Penang. Aquella zona había sido objeto de varios bombardeos durante las últimas incursiones aéreas y reinaba la confusión en las calles llenas de escombros. Se veía a gente que se dirigía a pie a la estación, cargada de bolsas y maletas.

Ilongo aparcó en una calle lateral y dejó a Alison, Dinu y Saya John en la camioneta mientras él se adelantaba para hacer averiguaciones. Volvió una hora después, informándoles de que tenían una larga espera por delante. Corrían rumores de que el tren no arrancaría hasta después de medianoche. Penang también estaba siendo evacuada y, al amparo de la noche, se enviaría a la isla una flota de transbordadores. El tren no saldría hasta que los barcos hubieran vuelto a Butterworth con los evacuados de Penang.

Alison tomó una habitación en un hotel para que Saya John pudiera descansar. Pasaron el día turnándose para salir a hacer averiguaciones. Cayó la noche y a las diez seguía sin haber noticias. Luego, poco después de medianoche, Hongo llegó corriendo al hotel con la información de que habían avistado a los transbordadores, que volvían de Penang. Poco después entró un tren en el andén de la estación.

Alison despertó a Saya John y Dinu pagó la habitación. Salieron del hotel a la calle oscura, donde se unieron a la muchedumbre que se dirigía apresuradamente a la estación.

A pocos metros de la entrada, Hongo decidió volverse. Se acercó a Saya John y le dio un fuerte abrazo.

—Adiós, Saya.

Saya John, con la mirada perdida, le brindó una sonrisa cariñosa.

—Conduce con cuidado, Hongo.

—Sí, Saya —rió Hongo.

Se volvió a Dinu y Alison, pero antes de que pudieran despedirse los separó el agolpamiento del gentío, que empujaba hacia adelante.

—Voy a pasar la noche en la camioneta —gritó tras ellos—. Allí me encontraréis, por si acaso. Buena suerte.

—Adiós… —respondió Dinu, agitando el brazo—. Buena suerte a ti también.

Había una pareja de guardias a la entrada del andén, indios los dos. Llevaban uniforme verde y fusiles al hombro. No revisaban billetes; los guardias inspeccionaban a los evacuados antes de dejarlos pasar.

Llegaron a la verja, con Saya John apoyándose pesadamente en Alison. Dinu iba tras ellos, llevando las maletas. Justo cuando iban a entrar, un guardia paró a Alison con un brazo extendido. Hubo una apresurada consulta entre los dos guardias. Luego hicieron un gesto para que Dinu, Alison y Saya John se apartaran.

—No obstruyan la puerta…, por favor.

—¿Qué sucede? —preguntó Alison a Dinu—. ¿Qué ocurre?

Dinu se adelantó para encararse con los guardias.

¿Kya hua? —les preguntó en indostánico—. ¿Por qué no nos dejan pasar?

—Ustedes no pueden entrar.

—¿Por qué?

—¿Es que no tiene ojos? —le espetó uno de los guardias—. ¿No ve que este tren es sólo para europeos?

—¿Cómo?

—Ya me ha oído…, sólo europeos.

Dinu tragó saliva, intentando guardar la compostura.

—Oiga —dijo con diplomacia—, no puede ser cierto… Estamos en guerra. Nos habían dicho que éste era un tren de evacuación. ¿Cómo puede ser sólo para europeos? Ha de haber algún error.

El guardia le miró fijamente mientras señalaba al tren con el dedo pulgar.

—Tiene usted ojos, ¿no? —le espetó—. Dekh lo, eche un vistazo.

Alzando la cabeza sobre el hombro del guardia, Dinu recorrió el andén con la mirada, fijándose en las ventanillas del tren: no vio un solo rostro que pareciese malayo, chino o indio.

—Es imposible… Es de locos.

—¿Cómo? ¿Qué es imposible? —Alison le tiró del brazo—. Dime, Dinu, ¿qué pasa?

—Los guardias dicen que este tren es sólo para blancos…

—Sí —asintió Alison—. Tenía ese presentimiento. Así son las cosas…

—¿Cómo puedes decir eso, Alison? —Dinu estaba frenético, y la cara le chorreaba de sudor—. Esto no se puede tolerar… Ahora no… En tiempo de guerra no…

Dinu vio a un inglés uniformado que venía por el andén comprobando una lista. Empezó a suplicar a los guardias.

—Oigan…, déjenme pasar… sólo un momento… Quiero hablar con ese oficial… Se lo explicaré a él, estoy seguro de que lo entenderá.

—No es posible.

Dinu perdió los estribos.

—¿Y cómo va a impedírmelo? —gritó a la cara del guardia—. ¿Con qué derecho?

De pronto apareció un tercero. Iba vestido con el uniforme del ferrocarril y parecía indio. Los apartó de la entrada y los condujo a unas escaleras que llevaban a la calle.

—¿Qué se le ofrece? —le dijo a Dinu—. Soy el jefe de estación. Dígame, por favor, ¿cuál es el problema?

—Señor… —Dinu hizo un esfuerzo por no alzar la voz—. No nos dejan pasar… Dicen que el tren sólo es para europeos.

—Sí —dijo el jefe de estación, con una sonrisa de disculpa—. Eso es lo que nos han dado a entender.

—Pero ¿cómo puede ser…? Estamos en guerra… Este es un tren de evacuación.

—Qué puedo decirle. Mire, en Penang, al señor Lim, el juez, lo rechazaron, aunque tenía en su poder una carta oficial de evacuación. Los europeos no le permitieron subir al transbordador porque es chino.

—No lo entiende… —Dinu empezó a suplicarle—. No son sólo los europeos quienes corren peligro… No pueden hacer esto… No está bien…

El jefe de estación hizo una mueca, encogiéndose de hombros con actitud desdeñosa.

—No veo lo que tiene de malo. Al fin y al cabo es de sentido común. Ellos son los que mandan, los que más tienen que perder.

—¡Eso es una estupidez! —gritó Dinu—. Si se enfocan así las cosas, entonces la guerra ya está perdida. ¿Es que no lo ve? Admite usted la derrota sin luchar por las cosas que merecen la pena…

—No hay razón para gritar, señor. —El jefe de estación le fulminó con la mirada—. Yo sólo cumplo con mi trabajo.

Dinu alargó los brazos y cogió del cuello del uniforme al jefe de estación.

—Desgraciado —le dijo, zarandeándolo—. Pedazo de cabrón. Los tipos como tú… que se limitan a cumplir con su trabajo… Vosotros sois el enemigo.

—¡Dinu! —gritó Alison—. ¡Cuidado!

Dinu sintió que una mano lo cogía del cuello y lo separaba del jefe de estación. Le dieron un puñetazo en la cara que lo derribó al suelo. Las aletas de la nariz se le llenaron de un metálico olor a sangre. Alzó la cabeza y vio a los dos guardias, que lo miraban con rabia. Alison y Saya John los estaban conteniendo.

—¡Déjenlo en paz! ¡Déjenlo!

Alison se agachó y ayudó a Dinu a ponerse en pie.

—Venga, Dinu, vámonos.

Alison cogió las maletas e hizo que Dinu y Saya John bajaran las escaleras delante de ella. Cuando estuvieron de nuevo en la calle, Dinu se apoyó en una farola y puso las manos en los hombros de Alison.

—Alison —le dijo—. Alison, quizá te dejen entrar a ti sola. Eres medio blanca. Tienes que intentarlo, Alison.

—Chsss —repuso ella, tapándole la boca con la mano—. No digas eso, Dinu. Ni siquiera se me pasaría por la cabeza.

Dinu se limpió la sangre de la nariz.

—Pero tienes que marcharte, Alison…, Con tu abuelo. Ya has oído lo que ha dicho Ah Fatt. Tienes que irte, como sea… No puedes quedarte por más tiempo en Ladera del Alba…

En el interior de la estación sonó un penetrante silbido. A su alrededor, la gente echó a correr, agolpándose en la entrada, empujando la verja. Dinu, Alison y Saya John se abrazaron, sujetándose a la farola.

Por fin oyeron que el tren se ponía en marcha.

—Se ha ido —dijo Saya John.

—Si, baba —repuso Alison con voz queda—. Se ha ido.

Dinu se volvió y cogió una maleta.

—Vamos a buscar a Ilongo —sugirió—. Mañana volveremos a Ladera del Alba.

—¿Y nos quedaremos allí?

—Yo me quedaré allí, Alison —contestó Dinu, moviendo la cabeza—. A mí no me harán nada, yo no tengo nada que temer especialmente. Pero tu abuelo y tú…, con vuestros orígenes… norteamericano y chino… Imposible adivinar lo que podrían haceros. Tenéis que iros…

—Pero ¿cómo, Dinu?

Finalmente, Dinu pronunció las palabras que ambos temían.

—El Daytona… Es la única manera, Alison.

—No —exclamó ella, arrojándose en sus brazos—. Sin ti, no.

—Todo irá bien, Alison. —Dinu procuró hablar despacio, fingiendo una confianza que estaba lejos de sentir—. Me reuniré contigo enseguida… En Singapur, ya verás. No estaremos separados mucho tiempo.

Había oscurecido cuando Arjun recobró el conocimiento. La pierna le dolía menos, ahora sólo tenía una sensación punzante y molesta. Cuando se despejó un poco, Arjun se dio cuenta de que estaba en medio de una corriente de agua y de que en la alcantarilla había un tamborileo sordo y resonante. Tardó unos minutos en comprender que estaba lloviendo.

Justo cuando empezaba a removerse, Arjun sintió la mano de Kishan Singh, que le apretaba el hombro.

—Aún siguen por aquí, sahib —musitó Kishan Singh—. Han dejado piquetes en la plantación. Están a la espera.

—¿Están cerca? ¿Nos pueden oír?

—No. Con la lluvia no nos oyen.

—¿Cuánto tiempo he estado sin conocimiento?

—Más de una hora, sahib. Le he vendado la herida. La bala le ha atravesado limpiamente la corva. Se pondrá bien.

Con mucho cuidado, Arjun se tocó el muslo. Kishan Singh le había desenvuelto las polainas y, tras remangarle los pantalones, le había aplicado un apósito de campaña. También había preparado una especie de cabestrillo para mantenerle la pierna fuera del agua, apuntalando unos palos contra las paredes de la alcantarilla.

—¿Qué hacemos ahora, sahib?

La pregunta dejó confuso a Arjun. Trató de mirar al frente, pero aún tenía la mente nublada por el dolor y no podía pensar claramente en ningún plan.

—Tendremos que esperar a que se vayan, Kishan Singh. Mañana por la mañana, ya veremos.

Han, sahib —dijo Kishan Singh, con algo parecido al alivio.

Tumbado sin moverse en medio de la corriente, de varios centímetros de profundidad, Arjun tuvo plena conciencia de lo que le rodeaba: de los húmedos pliegues de tejido que se le clavaban en la piel, de la presión del cuerpo de Kishan Singh, echado junto a él. Sus propios olores llenaban la alcantarilla: la mohosa emanación de los uniformes, empapados de lluvia y manchados de sudor, el efluvio metálico de la sangre.

Se le iba la cabeza, obnubilada por el dolor de la pierna. De pronto recordó la mirada que Kishan Singh le había lanzado aquel día en la playa, cuando volvía de la isla en la que había estado con Alison. ¿Era desprecio lo que había visto en sus ojos…, un juicio de alguna especie?

¿Habría sido Kishan Singh capaz de hacer lo mismo que él? ¿Tener relaciones con Alison; aprovecharse de ella; traicionar a Dinu, que era algo más que un amigo? Él mismo ignoraba lo que le había impulsado a hacerlo; por qué la deseaba tanto. Algunos camaradas le habían dicho que eran cosas que sucedían en tiempos de guerra, en el frente. Pero Kishan Singh también estaba en el frente, y era difícil pensar que él hiciera algo así. ¿Era ésa una de las cosas que diferenciaban a un oficial de un jawan…, el tener que dominar, que imponer la propia voluntad?

Se le ocurrió que le habría gustado hablar de eso. Recordó que Kishan Singh le había dicho una vez que se había casado a los dieciséis años. Le habría gustado preguntarle: ¿Cómo fue tu boda? ¿Conocías a tu mujer de antes? ¿Cómo empezaste a tocarla la noche de bodas? ¿Te miró a la cara?

Intentó formular mentalmente la frase y se dio cuenta de que no conocía los términos indostánicos adecuados; ni siquiera sabía en qué tono de voz debía hacer ese tipo de preguntas. Ignoraba cómo debían decirse esas cosas. En realidad había muchas cosas que no sabía cómo decir, en ningún lenguaje. Había algo vergonzoso, incluso impropio de un hombre, en aquel deseo de saber lo que había dentro de la cabeza de uno. ¿Qué era aquello que Hardy había dicho la noche anterior? ¿Algo sobre la relación entre el corazón y la mano? Se quedó perplejo al oírlo; un camarada no andaba diciendo esas cosas por ahí. Pero al mismo tiempo era interesante pensar que Hardy —o cualquiera, qué más daba, incluso él mismo— podría desear algo sin saberlo. ¿Cómo era posible? ¿Quizá porque nadie les había enseñado las palabras adecuadas para expresarlo? ¿El lenguaje apropiado? ¿Porque podría resultar demasiado peligroso? ¿O porque no eran lo suficientemente maduros para saberlo? Era extraño y agobiante pensar que carecía de los instrumentos más simples para conocerse a sí mismo…, que no tenía una ventana a la que asomarse para ver lo que había en su interior. ¿A eso se refería Alison cuando dijo que él era un arma en la mano de otra persona? Curioso que Hardy hubiera dicho lo mismo también.

Esperando a que pasara el tiempo, se dio cuenta de que su atención se centraba cada vez más en la pierna herida. El dolor crecía continuamente, subiendo de intensidad hasta saturarle la conciencia, apartando de su mente cualquier otro pensamiento. Empezó a respirar entrecortadamente, con los dientes apretados. Entonces, entre la cegadora bruma de dolor, sintió la mano de Kishan Singh que le apretaba el brazo, sacudiéndole del hombro para darle ánimos.

Sabar karo, sahib; se le pasará.

Se oyó decir a sí mismo:

—No sé cuánto tiempo podré soportarlo, Kishan Singh.

—Lo soportará, sahib. Sólo aguante. Tenga paciencia.

Arjun tuvo la súbita premonición de que perdía de nuevo el sentido para caer boca abajo en la corriente, ahogándose allí mismo, en el sitio donde estaba. Llevado por el pánico, cogió del brazo a Kishan Singh, agarrándose a él como si fuera una tabla de salvación.

—Di algo, Kishan Singh. Habla. No dejes que vuelva a perder el conocimiento.

—¿Hablar de qué, sahib?

—No importa. Sólo habla, Kishan Singh…, de cualquier cosa. Háblame de tu pueblo.

Con cierta vacilación, Kishan Singh empezó a hablar.

—Nuestro pueblo se llama Kotana, sahib, y está cerca de Kurukshetra, no lejos de Delhi. Es un pueblo de lo más corriente, pero hay algo que siempre decimos de Kotana…

—¿Y qué es?

—Que en todas las casas de Kotana hay un objeto de una parte diferente del mundo. En una es una hookah de Egipto; en otra, una caja de China…

Hablando a través de un muro de dolor, Arjun preguntó:

—¿Y a qué se debe eso, Kishan Singh?

—Durante generaciones, sahib, cada familia jat de Kotana ha enviado a sus hijos a servir en el ejército del sarkar inglés.

—¿Desde cuándo?

—Desde los tiempos de mi bisabuelo, sahib…, desde el Motín.

—¿El Motín? —Arjun recordó la voz del teniente coronel Buckland hablando de lo mismo—. ¿Qué tiene que ver el Motín con tu pueblo?

—Cuando era niño, sahib, los ancianos del pueblo nos contaban una historia. Era sobre el Motín. Cuando el levantamiento acabó y los ingleses volvieron a entrar en Delhi, corrió la noticia de que se iba a celebrar un gran espectáculo en la ciudad.

Desde Kotana se envió una delegación de ancianos. Salieron al amanecer y se dirigieron a pie, junto a otros varios centenares de delegados, hacia la puerta más meridional de la vieja capital. Incluso de lejos vieron que el cielo de la ciudad estaba lleno de pájaros negros. El viento llevaba un olor que se hacía más fuerte a medida que se aproximaban. La carretera era recta y el terreno llano, se alcanzaba a ver muy lejos. Un poco más allá, vieron algo que los dejó perplejos. De pronto parecía que soldados muy altos flanqueaban la carretera. Era como si hubieran enviado a un ejército de gigantes a montar guardia frente a los delegados. Al acercarse más, vieron que no eran gigantes sino hombres: rebeldes a los que habían empalado en estacas afiladas. Las estacas estaban alineadas en hileras que llegaban hasta la ciudad. El hedor era horrible. Cuando volvieron a Kotana, los ancianos convocaron al pueblo. Dijeron: «Hoy hemos visto la cara de la derrota, y nunca será la nuestra». Desde aquel día, las familias de Kotana decidieron enviar a sus hijos al ejército del sarkar inglés. Eso es lo que nuestros padres nos dijeron. Ignoro si esa historia es verdadera o falsa, sahib, pero es la que me contaron cuando era pequeño.

Entre la confusión del dolor, Arjun no había entendido bien.

—¿Qué quieres decir entonces, Kishan Singh? ¿Que los habitantes de tu pueblo se enrolan en el ejército por miedo? Pero eso no puede ser, nadie los obliga, ni a ellos ni a ti. ¿De qué hay que tener miedo?

—Hay muchas clases de miedo, sahib —repuso el ordenanza con voz queda—. ¿Qué clase de miedo es el que nos tiene escondidos aquí, por ejemplo? ¿El miedo a los japoneses o a los británicos? ¿O es miedo de nosotros mismos, porque no sabemos a quién temer más? Sahib, un hombre puede tener tanto miedo de la sombra de un arma como del arma misma, ¿y quién puede decir cuál es más real?

Por un momento, Arjun pensó que Kishan Singh hablaba de algo muy extraño, de un producto de su imaginación: un terror que modificaba la personalidad, que cambiaba la idea que uno tenía de su lugar en el mundo…, que hacía perder la conciencia del miedo originario. La idea de un terror de esa magnitud parecía ridícula, como esas informaciones de hallazgos de criaturas extintas hace tiempo. Esa era la diferencia, pensó, entre la tropa y los oficiales; los soldados eran ajenos a los instintos que les hacían actuar; no poseían vocabulario con el que formular la conciencia que tenían de sí mismos. Estaban destinados, como Kishan Singh, a no conocerse a sí mismos, a estar siempre dirigidos por otros.

Pero en cuanto aquella idea tomó forma en su pensamiento, quedó transformada por el delirio del dolor. Tuvo una súbita visión, una alucinación. Tanto Kishan Singh como él mismo estaban presentes en ella, pero transfigurados: ambos eran dos pedazos de arcilla que giraban en el torno de un alfarero. Arjun fue el primero en ser tocado por el invisible alfarero; una mano lo cogió, lo palpó, lo pasó a otra; lo moldearon, le dieron forma: se convirtió en un objeto aparte, ajeno a la mano del alfarero, olvidando incluso la presión de sus dedos. En otra parte, Kishan Singh seguía dando vueltas en el torno, aún sin formar: barro húmedo y maleable. Su falta de forma constituía precisamente el núcleo de su resistencia frente al alfarero y su contacto moldeador.

Arjun no podía arrancarse aquella imagen de la mente: ¿cómo era posible que Kishan Singh —sin educación, ignorante de sus propios motivos— fuese más consciente que él de la carga del pasado?

—Dame agua, Kishan Singh —pidió con voz ronca.

Su ordenanza le dio una botella verde y Arjun bebió, con la esperanza de que el agua disipara el resplandor alucinatorio de las imágenes que le pasaban frente a los ojos. Pero tuvo exactamente el efecto contrario. Su imaginación se inflamó de visiones, de dudas. ¿Era posible —incluso como hipótesis— que su vida, sus decisiones, siempre hubieran estado moldeadas por miedos de los que él no era consciente? Pensó en el pasado: Lankasuka, Manju, Bela, las horas que había pasado sentado en el alféizar de la ventana, la eufórica sensación de liberación cuando se enteró de que lo habían admitido en la Academia Militar. El miedo no había tenido nada que ver en todo aquello. Nunca había pensado que su vida fuese diferente de cualquier otra; nunca había sentido la más leve duda sobre su soberanía personal; nunca se había figurado que no procediera con la plena libertad de elección de todo ser humano. Pero si era cierto que habían moldeado su vida actos de poder de los que no era consciente, de eso se desprendería que nunca habría actuado por voluntad propia, que siempre habría vivido sin conocerse verdaderamente a sí mismo. Todo lo que siempre había supuesto sobre su personalidad era una falacia, una ilusión. Y, de ser eso cierto, ¿cómo iba a encontrarse ahora a sí mismo?