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EN Ratnagiri muchos creían que el rey Thibau siempre era el primero en saber si el mar se había cobrado una nueva víctima. Todos los días pasaba horas en el balcón, escrutando el horizonte con sus binoculares dorados. Los pescadores ya reconocían el característico reflejo doble de los prismáticos del rey. Al volver a la bahía, por la tarde, levantaban la vista hacia el balcón de la colina, como para quedarse tranquilos. Nada ocurría en Ratnagiri, decía la gente, sin que el rey fuese el primero en enterarse.

Sin embargo, nadie había visto nunca al rey desde el día en que desembarcó con su familia y subió al carruaje en el puerto. Por las calles de la ciudad solían verse los coches reales, con su tiro de caballos pintos y sus mostachudos cocheros. Pero el rey nunca montaba en ellos. Y si lo hacía, era imposible verlo. La familia real tenía dos gaaris: uno ligero, abierto, de dos ruedas, y un cupé con cortinas en las ventanillas. Corrían rumores de que el rey salía en secreto en el cupé pero, debido a las gruesas cortinas de terciopelo, nadie podía estar seguro.

En cambio, a las princesas se las veía tres o cuatro veces al año, cuando iban al muelle de Mandvi, al templo de Bhagavati o a las casas de los oficiales británicos a quienes se les permitía visitar. Los habitantes de la ciudad las conocían de vista a todas: la primera, la segunda, la tercera y la cuarta princesa (la última había nacido en Ratnagiri, en el segundo año de exilio del rey).

Al principio de su estancia en la India, las princesas solían vestirse a la birmana: aingyis y htameins. Pero a medida que pasaban los años fueron cambiando de indumentaria. Un día, nadie recordaba cuándo, aparecieron vestidas con saris, no de un tejido caro ni de colores suntuosos, sino de algodón, con los verdes y rojos típicos de la comarca. Empezaron a llevar trenzas, que untaban con aceite como las colegialas de Ratnagiri; aprendieron a hablar marathi e indostánico tan bien como cualquiera de por allí. Ahora sólo hablaban birmano con sus padres. Eran muchachas de aspecto simpático y actitud franca, sin afectación. Cuando salían a dar un paseo en carruaje, no desviaban la vista ni apartaban la cabeza. En sus ojos había una viva curiosidad, un deseo vehemente, como si pensaran en lo que sería darse una vuelta por el bazar de Jhinjhinaka, entretenerse en las tiendas y regatear el precio de los saris. Iban sentadas con la espalda erguida, en actitud alerta, fijándose en todo, y haciendo preguntas de cuando en cuando al cochero: ¿De quién es esa tienda de saris? ¿Qué clase de mangos son los de ese árbol? ¿Qué pescado es ese que tienen colgado en aquel tenderete?

Mohán Sawant, el cochero, era un muchacho de la región, de un poblado de la ribera próspero en otro tiempo. Tenía docenas de parientes trabajando en la ciudad: culis y conductores de tongas y rickshaws. Todo el mundo lo conocía.

Estaba muy solicitado, y la gente iba a su encuentro en el bazar: «Dale estos mangos a la segunda princesa. Son de mi huerto». «Dale a la niña pequeña un puñado de estos kokum secos. He visto que te preguntaba lo que eran».

Los ojos de las princesas conmovían a todo aquel en quien se fijaban. Eran unas niñas: ¿qué habían hecho ellas para que tuvieran que vivir así? ¿Por qué no podían visitar a gente de la ciudad, ni entablar amistad con niños marathis bien educados? ¿Por qué tenían que hacerse mujeres sin conocer mas compañía que la de sus sirvientes?

Una o dos veces al año la reina acompañaba a sus hijas, el rostro una máscara blanca, los labios impregnados del intenso y cadavérico malva de sus puros. La gente se agolpaba en la calle para verla pasar, pero ella nunca parecía fijarse en nada ni en nadie, tiesa como un palo, la expresión severa e indiferente.

Y luego estaba la señorita Dolly, con su larga melena negra y rasgos finamente dibujados, tan bella como una princesa de cuento de hadas. A lo largo de los años, todos los que al principio acompañaron a Ratnagiri a la familia real se habían acabado marchando: doncellas, parientes, nobles y cortesanos. Sólo quedaba la señorita Dolly.

El rey sabía lo que la gente decía de él en Ratnagiri, y si lo alarmaban los poderes que le atribuían también le parecía divertido y hasta se sentía más bien halagado. A pequeña escala procuraba cumplir con el papel que le habían asignado. A veces había mujeres en las azoteas, levantando en brazos a sus hijos recién nacidos con la esperanza de atraer las imaginarias bendiciones de su mirada. Mantenía los binoculares en aquellas crédulas madres durante unos minutos. Le parecía una petición insignificante: ¿por qué denegar algo que estaba en su mano conceder?

Y de hecho no todo lo que se decía de él era incierto. La cuestión de los marinos, por ejemplo. Todos los días, cuando salía al balcón al amanecer, veía las cuadradas velas blancas de la flota pesquera pegadas a lo ancho de la bahía como una hilera de sellos. Eran catamaranes de gran calado y un solo balancín, horis de Karla, un pueblo de pescadores en la embocadura del río. Por la tarde, cuando el sol se ensanchaba sobre el horizonte, volvía a ver los mismos barcos, que viraban con el viento en popa para entrar suavemente en la bahía. Nunca se acordaba de contar las embarcaciones que salían por la mañana, pero en cierto modo siempre estaba seguro de cuántas eran. Un día, cuando los catamaranes se encontraban en alta mar, vio que una borrasca se abatía súbitamente sobre ellos. Al atardecer, cuando la flota volvía desordenadamente, supo que no estaban todos, que faltaba uno.

El rey mandó llamar a Sawant; sabía que el pueblo de pescadores no estaba lejos de la aldea donde vivía la familia del muchacho. Por entonces Sawant no era cochero; tenía catorce años y todavía era un syce, un mozo de cuadra.

—Sawant —dijo el rey—, ha habido una tormenta en el mar.

Le explicó lo que había pasado. Sawant bajó corriendo la colina y la noticia llegó al pueblo de pescadores antes que los barcos. Así empezó la leyenda del rey vigía de Ratnagiri.

Desde el mirador de su balcón, el rey disfrutaba de las mejores vistas al mar de toda la región, así que era lógico que viera ciertas cosas antes que nadie. No lejos del muelle había un pequeño barracón para las barcas, un cobertizo con techumbre de mimbre junto a un almacén. Aquel local tenía su historia. Se contaba que un general británico, Lord Lake, había entrado a caballo en Ratnagiri con una unidad de tropas de primera clase conocida como Batallón Real. Sucedió tras una larga campaña en que se había puesto en fuga a varios gobernantes nativos. Su Señoría estaba muy animado y una noche, tras una larga velada de festejos, organizó una regata. Requisaron barcas a los pescadores de la localidad y los oficiales del Batallón Real surcaron bamboleándose la bahía en canoas y piraguas, remando frenéticamente, vitoreados por la tropa. Según la leyenda, Su Señoría ganó por un largo.

Posteriormente, cruzar a remo la bahía se convirtió en una especie de tradición entre las autoridades de Ratnagiri. Otros centros administrativos de la India brindaban diversiones tales como el polo y la caza del jabalí: la bahía era lo único que Ratnagiri podía ofrecer. A lo largo de los años, el cobertizo de las barcas había adquirido su propio panteón de héroes del remo y leyendas de la vela. El más famoso era un tal señor Gibb, un remero con derecho a llevar el azul de Cambridge y funcionario de gran reputación en el distrito. El señor Gibb era un remero tan consumado que, según se contaba, había surcado con su larga y estrecha embarcación de competición el angosto y turbulento canal de la bahía, y había salido luego a mar abierto. El rey fue quien por primera vez observó aquella asombrosa proeza; a través de él se enteró toda Ratnagiri.

Y al rey era a quien los habitantes de Ratnagiri se dirigían para recabar información fidedigna sobre la llegada del monzón. Todos los años, al levantarse una mañana veía un tenue pero inequívoco oscurecimiento en el color de la luz que pasaba entre las hojas de su ventana. Aquella mancha en el horizonte, tan fina como una raya de antimonio en el párpado, iba creciendo rápidamente hasta convertirse en una cortina de lluvia. Situada en lo alto de la colina, la Casa Outram era el primer punto de la costa donde descargaba el monzón; el temporal se abatía violentamente contra el balcón, se filtraba bajo la puerta y entre las grietas de las ventanas, y formaba un charco de varios centímetros debajo de la cama del rey.

—¡Sawant! Ya han venido las lluvias. Rápido, echa los postigos, pon los cubos y quita todo lo del suelo.

En cuestión de minutos la noticia llegaba como una tromba al pie de la colina.

—¡El rey ha visto las lluvias!

Abajo se producía una gran agitación; las abuelas se precipitaban a quitar los encurtidos del sol, los niños salían a la calle dando gritos de alegría.

También era el rey quien primero avistaba los vapores cuando entraban en la bahía. En Ratnagiri, las entradas y salidas de los buques de línea marcaban el paso del tiempo, lo mismo que los cañonazos o las torres del reloj hacían en otras ciudades del distrito. Los días en que se esperaba la llegada de un vapor, desde por la mañana se congregaba gran número de personas en el muelle de Mandvi. Al amanecer aparecían barcos de pesca en la bahía, cargados de pescado seco. Acudían comerciantes con las carretas llenas de pimienta y arroz.

Nadie esperaba la llegada de los vapores con mayor impaciencia que el rey Thibau. Pese a las advertencias del médico, no había sido capaz de poner freno a su antojo de comer cerdo. Como en Ratnagiri no había, todas las semanas le enviaban panceta y jamón de Bombay; de Goa recibía el sabroso chorizo portugués, sazonado con guindillas.

El rey trataba de combatir lo mejor posible aquella indecorosa afición. A veces pensaba en su lejano predecesor, el rey Narathihapati de Birmania, famoso comilón de cerdo. Por la infamia de abandonar la capital a los ejércitos de Kubilai Khan, Narathihapati se ganó para siempre el ignominioso título de «El rey que huyó de los chinos». De manos de su propia mujer y de su hijo recibió el veneno que pondría fin a su vida. La afición al cerdo no era un buen augurio para un rey.

El rey solía avistar el vapor cuando aún se encontraba en alta mar, a una hora del muelle.

—¡Sawant! ¡El barco!

En unos minutos el cochero se ponía en camino, con el cupé. La gente ya no tenía que pasarse el día esperando en el muelle: cuando veían bajar al cupé, sabían que llegaba el barco. De ese modo, la tarea de marcar el paso de los días se fue trasladando de los buques de línea al cupé negro con penacho de pavo real: era como si el tiempo mismo hubiera pasado al cuidado de Thibau. Invisible en su balcón, Thibau se convirtió en el espíritu guardián de la ciudad, volviendo a ser rey.

El año en que Dolly cumplió quince años hubo un brote de peste en la costa. Ratnagiri resultó especialmente afectada. Las hogueras ardían día y noche en el crematorio. Las calles estaban desiertas. Muchos se marcharon de la ciudad; otros se encerraron en casa.

La Casa Outram se encontraba muy lejos de los focos de la epidemia, a suficiente distancia de los principales centros de población para escapar al contagio. Pero a medida que el terror se extendía por la provincia se hizo evidente que aquel aislamiento tenía sus propios riesgos: la Casa Outram se vio completamente abandonada. A falta de alcantarillado y de suministro de agua corriente, los barrenderos tenían que limpiar a diario los excrementos de los servicios, y los culis acarreaban agua de un riachuelo cercano. Pero, al declararse la peste, los barrenderos dejaron de ir a la casa y los cubos de los culis permanecían boca abajo junto a la cocina.

Era Dolly quien hacía de intermediaria entre el conjunto de empleados y la familia real. Por defecto, con el paso de los años, había recaído sobre ella un cúmulo de tareas domésticas. No era fácil tratar con la multitud de sirvientes que trabajaban en la casa: porteadores, mozos de cuadra, jardineros, doncellas, cocineros. Incluso en las mejores épocas, siempre había problemas para encontrar sirvientes y convencerlos de que se quedaran. El caso era que nunca había dinero suficiente para pagarles el estipendio. El rey y la reina habían vendido casi todo lo que se llevaron de Mandalay: salvo por algunos recuerdos, todas sus riquezas habían desaparecido.

Ahora, con la ciudad paralizada por el miedo a la enfermedad, Dolly comprobó lo que significaba llevar la casa sin disponer de servicio. Al final del primer día, los retretes emanaban un olor insoportable, los depósitos se estaban quedando vacíos y no había agua para bañarse ni lavarse siquiera.

Los únicos criados que permanecían eran la media docena que vivía en la propiedad, Sawant entre ellos. El muchacho había ascendido rápidamente de la posición de syce a la de cochero, y pese a su juventud, gracias a su naturaleza imperturbable y su carácter alegre se había ganado cierta autoridad en su entorno. En momentos críticos, todo el mundo se dirigía a él.

Durante los dos primeros días, con la ayuda de Sawant, Dolly logró encargarse de que los depósitos de agua de la habitación de la reina estuviesen llenos. Pero no había agua para el rey, y los servicios casi estaban inutilizables. Dolly recurrió a Sawant.

—Haz algo, Mohanbhai, kuchh to karo.

Sawant encontró una solución: si la reina permitía que los trabajadores de la casa construyeran unas viviendas provisionales en torno a los muros del recinto, no correrían peligro de contagio. Todos volverían y, además, siempre estarían a mano para hacer lo que fuese. Ya no habría que enviar mensajeros corriendo de acá para allá entre el recinto y la ciudad, para que llamaran a un cocinero o una doncella; nadie hablaría más de marcharse. Pasarían a ser un poblado autosuficiente, en lo alto de la colina.

—¡Mohanbhai! —exclamó Dolly, dándole un apretón en el brazo en señal de agradecimiento.

Por primera vez en varios días podía respirar tranquila. Siempre podía contarse con él, para todo se le ocurría una solución. ¿Qué harían sin él?

Pero, ahora, ¿cómo conseguiría la aprobación de la reina? Siempre se estaba quejando de lo pequeño que era el recinto, del poco sitio que había, de lo mucho que se parecía a un presidio. ¿Qué diría ante la perspectiva de que todos los empleados vivieran en la colina? Pero se estaba acabando el tiempo. Dolly se dirigió a la habitación de la reina.

—Mebya.

—¿Sí?

Dolly levantó la cabeza del suelo y se puso en cuclillas.

—Los sirvientes han dejado de venir por la enfermedad que hay en la ciudad. Dentro de unos días huirán al campo. No habrá nadie en Ratnagiri. Pronto nos quedaremos sin agua. Los servicios rebosarán. Nosotros mismos tendremos que llevar la porquería colina abajo. Dice Mohanbhai que por qué no permitís que construyan unas viviendas en torno al recinto, al otro lado de los muros. Se marcharán cuando pase el miedo. Eso lo resolverá todo.

La reina dio la espalda a la muchacha arrodillada y se puso a mirar por la ventana. Estaba harta de tratar con los sirvientes; desagradecidos, condenados desagradecidos, qué otra cosa podría decirse de ellos. Cuanto más se les daba, más querían; sí, hasta los buenos, incluso aquella niña, Dolly. Por mucho que recibiesen siempre pedían algo más; siempre venían con alguna otra exigencia: más ropa, otro collar. Y en cuanto a los demás, cocineros, barrenderos y doncellas, ¿por qué eran cada vez más difíciles de encontrar? No había más que poner el pie fuera del recinto para ver a miles de personas de brazos cruzados, mirando, sin nada que hacer aparte de andar merodeando por allí. Pero cuando se buscaban criados se tenía la sensación de vivir en un mundo de fantasmas.

Y ahora, con aquella enfermedad propagándose así, seguro que morirían a millares. ¿Y entonces qué? Los que estaban dispuestos a trabajar serían aún más raros…, como los elefantes blancos. Mejor que se fueran a otro sitio cuando aún había tiempo. Era cierto lo que había dicho la niña: resultaba más seguro que vivieran en la colina, lejos de la ciudad. Si no, podrían llevar la enfermedad a su propia casa. Y no faltarían ventajas que compensaran la incomodidad de su presencia. Se les podría llamar siempre que fuera necesario, de día o de noche.

—Ya lo he decidido —anunció la reina, volviéndose hacia Dolly—. Que construyan sus viviendas en la colina. Dile a Sawant que les avise de que ya pueden empezar.

En cuestión de días surgió un basti en torno al recinto, un poblado de casuchas y chabolas. El agua empezó a fluir en los cuartos de baño de la Casa Outram; los servicios volvieron a estar limpios. Los habitantes del basti daban diariamente las gracias a la reina. Ahora le tocaba a ella ser deificada: de la noche a la mañana se convirtió en una diosa guardiana, protectora de los desgraciados, la encarnación de una devi que había salvado a centenares de personas de los estragos de la peste.

Al cabo de un mes, el brote de peste cedió. Para entonces había unas cincuenta familias viviendo en torno al recinto. No tenían prisa por volver a sus casas en las atestadas callejuelas de la ciudad: era más agradable vivir en la colina, donde corría una suave brisa. Dolly habló de la cuestión con la reina y decidieron permitir que se quedaran en la colina.

—¿Y si hubiera otra epidemia? —dijo la reina—. Al fin y al cabo, no estamos seguros de que se haya terminado del todo.

A las princesas les encantó que las chabolas siguieran allí: hasta entonces nunca habían tenido amigos de su edad. Ahora tenían docenas. La primera princesa había cumplido ocho años, y la más pequeña, tres. Pasaban el día correteando por el recinto con sus amiguitos, descubriendo juegos nuevos. Cuando tenían hambre, iban al chamizo de sus amigos y pedían algo de comer; por la tarde, cuando hacía demasiado calor para jugar fuera, se quedaban dormidas en el suelo de tierra de las chabolas.

Cuatro años después hubo otro brote de peste. Más gente se fue a vivir a la colina. Tal como Sawant había predicho, el basti que rodeaba el recinto se convirtió en un poblado por derecho propio, con callejuelas serpenteantes y tiendas en las esquinas. Las viviendas ya no eran sólo casuchas y chabolas: una a una, empezaron a aparecer casas con cubierta de tejas. Pero el pequeño poblado carecía de alcantarillado y de otras instalaciones. Cuando la brisa cambiaba de dirección, un olor a excrementos y basura se elevaba por el barranco al otro lado del acantilado, envolviendo a la Casa Outram.

Un funcionario del distrito se preocupó por la educación de las princesas y se encargó de contratar a una institutriz inglesa. Sólo una de las princesas mostró ciertas aptitudes para el estudio, la pequeña. Ella y Dolly fueron las que más aprovecharon la estancia de la institutriz. Pronto hablaron inglés con soltura y Dolly incluso empezó a pintar acuarelas. Pero la institutriz no se quedó mucho tiempo. Estaba tan indignada por las condiciones de cautiverio de la familia real que empezó a pelearse con los funcionarios británicos de la administración local. Acabaron enviándola de vuelta a Inglaterra.

Las princesas ya habían crecido, lo mismo que sus compañeros de juegos. A veces los chicos tiraban de las trenzas a las niñas y tenían encontronazos con ellas cuando correteaban en torno al recinto. A Sawant le correspondió la tarea de defenderlas y se convirtió en su paladín. Entraba en el basti hecho una furia y salía con moratones en la cara y cortes en el labio. Dolly y las princesas se congregaban a su alrededor con silenciosa admiración: sin hacer preguntas, sabían que tenía aquellas heridas por defenderlas.

Por entonces Sawant era un joven alto de tez morena, pecho ancho y bigote negro bien cuidado. No era solo cochero, sino guarda también. En esa calidad, se le había asignado como vivienda la caseta que había junto a la verja. Se componía de una habitación pequeña con una sola ventana y una cama de cuerdas, y su único adorno era un cuadro de Buda, muestra de la conversión de Sawant por influencia del rey.

Normalmente, la caseta de Sawant estaba prohibida para las chicas, pero eran incapaces de no entrar sabiendo que él estaba dentro curándose las heridas que le habían infligido por su culpa. Se les ocurrían maneras de entrar subrepticiamente, sin que las vieran, con bandejas de comida y paquetes de golosinas.

Una calurosa tarde de julio, al entrar en la caseta de Sawant para darle un recado, Dolly lo encontró dormido en la cama de cuerdas. Estaba completamente desnudo menos por un taparrabos blanco, un langot de algodón anudado entre las piernas. Sentándose a su lado, le observó el pecho, que subía y bajaba con la respiración. Con idea de despertarlo, alargó el brazo hacia su hombro, pero en cambio le puso la mano en el cuello. Tenía la piel escurridiza, cubierta con una fina capa de humedad. Le pasó el dedo pulgar por el centro del pecho, en cuyo declive se le había formado un charco de sudor, y se detuvo en el pozo en espiral del ombligo. Una línea de fino vello serpenteaba hacia abajo, desapareciendo entre los húmedos pliegues del langot. Tocó los filamentos con la punta del dedo, echándolos hacia atrás, en sentido contrario al que crecían, erizándolos. Sawant se removió y abrió los ojos. Dolly sintió en el rostro los dedos del muchacho, que le trazaban la línea de la nariz, le abrían los labios, rozándole la punta de la lengua, siguiendo la curva de su barbilla hasta la garganta. Cuando le llegó al cuello, ella le detuvo la mano.

—No.

—Tú me has tocado primero —la desafió él.

Ella no pudo responder. Se quedó quieta mientras él, torpemente, intentaba desatarle los cordones y desabrocharle los prendedores. Tenía los pechos pequeños, de tardío desarrollo, acabados en unos pezones diminutos, puntiagudos y florecientes. La pinchaba con sus manos de cochero, llenas de callos, y la raspaba con el canto de las manos en la tierna punta de los pechos. Ella le pasó las manos por los costados, sobre las costillas. Se le soltó un rizo de la sien, y unas gotas de sudor se deslizaron en círculo por sus cabellos, cayendo despacio al llegar a la punta, hasta los labios de él.

—Dolly, eres la chica más bonita del mundo.

Ninguno sabia qué hacer. Parecía imposible que sus miembros estuvieran hechos para encajar el uno en el otro. Sus cuerpos resbalaban, se buscaban a tientas, se restregaban. Y entonces, de pronto, ella sintió una llamarada de dolor entre las piernas. Dio un fuerte grito.

Sawant desenrolló el langot y le enjugó la sangre con él, limpiándole los muslos. Cogió un extremo del paño y se limpió las manchas de sangre del enrojecido glande. Le puso la mano entre las piernas y le limpió el pubis. Se pusieron en cuclillas, de frente, remetiendo las rodillas uno entre las del otro. El extendió el húmedo paño blanco sobre sus piernas entrelazadas: la luminosidad de la sangre contrastaba con la opacidad del semen. Contemplaron con asombro el refulgente paño: era obra suya, la bandera de su unión.

Ella volvió a la tarde siguiente y muchos días después. Tenía su cuarto en un vestidor de la planta alta. En la habitación contigua dormía la primera princesa. Junto a la cama de Dolly había una ventana, y fuera, al alcance de la mano, las ramas de un mango. Dolly se escabullía de noche y volvía al amanecer, trepando por el árbol.

Una tarde, en la caseta de Sawant, se quedaron dormidos, sudando sobre las húmedas cuerdas de la cama. Entonces un grito resonó en la habitación y se despertaron sobresaltados. Era la primera princesa que, con las manos en las caderas, se erguía sobre ellos, los ojos echando chispas. En la pasión de su cólera, aquella niña de doce años se había transformado en mujer.

—Tenía curiosidad, y ahora ya lo sé.

Ordenó a Dolly que se vistiera y saliera de la caseta.

—Si vuelvo a veros solos a los dos, se lo diré a Su Majestad. Sois sirvientes. Os echarán a la calle.

Casi desnudo, Sawant se hincó de rodillas, entrelazando con fuerza las manos.

—Ha sido un error, princesa, una equivocación. Mi familia depende de mí. Tened compasión, princesa. Ha sido un error. No volverá a ocurrir.

De aquel día en adelante, los ojos de la primera princesa los siguieron a todas partes. Dijo a la reina que había visto a un ladrón subiéndose por el mango. Talaron el árbol y pusieron rejas en el marco de las ventanas.

Al fin decidieron que en la Casa Outram se podían recibir los periódicos de Bombay, junto con los pedidos de cerdo del rey. En la primera remesa venía información sobre un tema de sumo interés: una crónica de la gira europea del rey Chulalangkorn de Siam. Era la primera vez que un soberano asiático viajaba a Europa en visita oficial. La gira duró varias semanas y en ese tiempo ninguna otra cuestión suscitó el interés del rey Thibau.

En Londres, el rey Chulalangkorn se alojó en el Palacio de Buckingham; el emperador Francisco José le dio la bienvenida en Austria; el rey de Dinamarca le ofreció su amistad; el presidente de Francia le agasajó en París. En Alemania, el káiser Guillermo esperó de pie en la estación de ferrocarril hasta que llegó su tren. El rey Thibau leía las crónicas una y otra vez, hasta sabérselas de memoria.

No hacía tanto tiempo que su bisabuelo, Alaungpaya, y su abuelo, Bagyidaw, habían invadido Siam, aplastando a sus ejércitos, derrocando a sus gobernantes y saqueando Ayuttaya, su ciudad principal. Tras la invasión, los nobles derrotados eligieron un nuevo dirigente y Bangkok se convirtió en la nueva capital del país. Era a los reyes de Birmania, a los antepasados de Thibau, a la dinastía Konbaung a quienes Siam debía su actual dinastía y su monarca.

—Cuando nuestro antepasado, el gran Alaungpaya, invadió Siam —contó Thibau un día a sus hijas—, envió una carta al rey de Ayuttaya. En los archivos de palacio había una copia, que decía. «Nuestra gloria y nuestro karma no tienen rival; colocaros junto a nosotros es como comparar al gran Galón de Visnú con una golondrina; al sol con una luciérnaga; al divino hamadryad de los cielos con una lombriz; a Dhatarattha, el rey hamsa, con un escarabajo pelotero». Eso es lo que nuestro antepasado dijo al rey de Siam. Pero ahora los alojan en el Palacio de Buckingham, mientras que a nosotros nos han sepultado en este estercolero.

No podía discutirse la verdad de sus palabras. Con el paso de los años, la Casa Outram se parecía cada vez más a las insalubres viviendas que la rodeaban. El viento había arrancado las tejas, que nadie repuso. El enlucido se había desprendido de los muros, dejando al descubierto grandes vetas de ladrillo. Entre las grietas habían arraigado ramas de ficus, que pronto se convirtieron en robustos arbolillos. Dentro, la humedad ascendente daba la impresión de que las paredes estaban revestidas de cortinajes de terciopelo negro. El deterioro se había convertido en estandarte de la rebeldía de la reina.

—Nosotros no somos responsables del mantenimiento de esta casa —afirmaba—. Decidieron que fuese nuestro presidio, pues que la cuiden ellos.

Los nuevos gobernadores del distrito a veces hablaban de arrasar el basti y hacer que los sirvientes volvieran a la ciudad. La reina reía: qué ridículos resultaban aquellos hombres, con toda su arrogancia, creyendo que en un país como la India podían tener a una familia prisionera y aislada en una colina. ¡La tierra misma se rebelaría contra ello!

Las raras personas autorizadas a ir de visita se quedaban horrorizadas ante la vista del basti, el olor a basura y excrementos, la densa cortina de humo que flotaba en el aire. Muchas veces bajaban de los carruajes con expresión de asombro y perplejidad, incapaces de creer que la residencia del último rey de Birmania se hubiese convertido en el núcleo de una barriada de chabolas.

La reina las saludaba con una orgullosa sonrisa en sus finos labios. Sí, mire alrededor, fíjese cómo vivimos. Sí, nosotros, que gobernamos la tierra más rica de Asia, ahora nos vemos reducidos a esto. Esto es lo que han hecho de nosotros, en esto es en lo que convertirán a Birmania entera. Nos arrebataron nuestro reino, prometiéndonos carreteras y ferrocarriles y puertos, pero recuerden lo que les digo, así es como terminará todo. Dentro de unos decenios, las riquezas se habrán agotado —las piedras preciosas, la madera y el petróleo— y entonces empezarán a marcharse. En nuestra próspera Birmania, donde nadie pasaba hambre y nadie era demasiado pobre para no saber leer y escribir, sólo quedará miseria e ignorancia, hambre y desesperación. Hemos sido los primeros a quienes han confinado en nombre de ese progreso suyo; después serán millones. Esto es lo que nos espera, así terminaremos todos: prisioneros entre chabolas nacidas de la peste. Dentro de cien años leeréis la condena de la avariciosa Europa en la diferencia entre el reino de Siam y la situación de nuestro reino esclavizado.