29
MANJU nunca había sido tan feliz como en los primeros meses de su embarazo. La entusiasmaba cualquier síntoma de su cambiante estado: los tirones y movimientos tantas veces imaginarios; los retortijones de hambre, que nunca quedaba adecuadamente satisfecha; hasta la náusea con que se despertaba todas las mañanas y el ácido cosquilleo entre los dientes.
La casa de Kemendine había cambiado mucho en los dos años que llevaba en Rangún. Dinu se había marchado, desde luego, y sus habitaciones de la planta alta seguían vacías. Neel y Rajkumar estaban fuera a menudo, preparando la venta de las propiedades de la familia o comprando nuevas existencias de teca. Durante gran parte del tiempo, Manju y Dolly tenían la casa para ellas solas. El recinto estaba descuidado; el césped se había convertido en hierbajos que llegaban a la rodilla. Se habían cerrado muchas habitaciones y dependencias; buena parte de los muebles se había vendido. Las docenas de empleados que una vez poblaban el recinto se habían marchado: los criados, vigilantes, jardineros y sus familias. Incluso U Ba Kyaw, el chófer, había vuelto a su pueblo. El Packard era una de las pocas propiedades vendibles que Rajkumar había conservado, aunque ahora era Neel quien lo conducía casi siempre.
Ni Manju ni Dolly lamentaban que se hubiera vaciado la casa. Al contrario, era como si hubiesen limpiado un enorme cúmulo de telarañas, concediéndoles a ellas nuevas e insólitas libertades. En el pasado Manju consideraba a Dolly lejana e inabordable, pero ahora se habían hecho aliadas, compañeras, camaradas que trabajaban juntas para mejorar la situación de la familia. Entre las dos no les resultaba difícil llevar la casa. Al despertarse por la mañana, Manju encontraba a Dolly de rodillas, vestida con un longyi viejo y deshilachado, fregando el suelo con trapos viejos. Trabajaban juntas, limpiando cada día un par de habitaciones, haciendo una pausa cuando llegaban los monjes a hacer su visita diaria.
Para Manju, aquellos descansos a media mañana constituían el mejor aspecto de la vida cotidiana de Rangún. Siempre había sabido que los monjes budistas vivían de pedir limosna, pero la sorprendió el modo en que ese principio, más o menos abstracto, se trasladaba a la mundana práctica de la vida diaria, a la realidad cotidiana de un grupo de jóvenes y muchachos de aire fatigado que caminaban por una calle polvorienta con largas vestiduras de color azafrán y cestillos a la cadera. Había algo mágico en el hecho de que la interrupción se producía siempre en el momento del día en que las tareas domésticas eran más apremiantes; cuando en la cabeza apenas había espacio suficiente para pensar en lo que debía hacerse a continuación. Y entonces, en plena faena, se abría la puerta y uno se encontraba con los monjes allí parados, esperando pacientemente, con el sol cayendo de plano sobre sus cráneos rapados: ¿qué mejor modo de desestabilizar la realidad cotidiana?
Calcuta parecía ahora muy lejos. El servicio de correos con la India había sufrido trastornos por la amenaza de submarinos en el golfo de Bengala. El tráfico de vapores entre Calcuta y Rangún se había hecho tan irregular que las cartas tendían a amontonarse.
En uno de esos montones vinieron noticias tanto de la marcha de Arjun como de su llegada a Malasia. Dolly se alegró mucho al enterarse.
—A lo mejor Arjun puede averiguar lo que ha sido de Dinu —aventuró—. Hace tanto tiempo que no sabemos de él…
—Sí, claro. Le escribiré…
Manju remitió una carta a la dirección que su padre le había facilitado: al cuartel general en Singapur. Pasaron muchas semanas y la respuesta no llegaba.
—No te preocupes —dijo Manju a Dolly—. Estoy segura de que Dinu se encuentra bien. Si hubiese pasado algo, nos habríamos enterado.
—Quizá tengas razón.
Pero pasó un mes y luego otro y Dolly pareció resignarse al prolongado silencio de su hijo.
Manju sentía las urgentes patadas del niño en las paredes del vientre y no podía prestar atención a otra cosa aparte de su estado. Con la proximidad de los monzones, los días se volvieron más cálidos y el esfuerzo de llevar al niño se hizo mucho más grande. Sin darse cuenta, se les echó encima la fiesta de Waso. Dolly llevó a Manju de excursión en un taxi contratado para todo el día. Pararon en un bosque, junto a la carretera de Pegu, y recogieron montones de fragantes flores de padauk. Al volver a Rangún, Manju empezó a marearse y acabó desmayándose en el asiento trasero.
Después de aquel episodio, el médico la obligó a guardar cama. Dolly le sirvió de enfermera: era quien le llevaba la comida, la ayudaba a vestirse y, de cuando en cuando, a dar una vuelta por el recinto. Los días pasaban en una especie de trance; Manju adormilada en la cama, con un libro a su lado, abierto pero sin leer. Permanecía horas enteras sin hacer nada, aparte de escuchar el golpeteo de la lluvia torrencial.
Ya habían entrado en el periodo del thadin, el trimestre que todos los años había que dedicar a la meditación y la abstinencia. Dolly solía leer a Manju en voz alta, sobre todo de las escrituras, en las traducciones que podía encontrar, pues su nuera no sabía ni pali ni birmano. Un día, Dolly eligió un sermón que Buda dirigió a su hijo, Rahula. Y leyó lo siguiente:
Consigue un estado de ánimo como la tierra, Rahula, porque a la tierra se arroja toda suerte de cosas, limpias y sucias, estiércol y orines, babas, sangre y pus, y la tierra no siente aborrecimiento, ni asco ni repugnancia…
Manju observaba a su suegra mientras leía: Dolly tenía la larga cabellera negra salpicada de gris, y el rostro surcado por una maraña de arrugas. Pero en su expresión había una juventud que desmentía las marcas de la edad: resultaba difícil creer que era una mujer de sesenta y tantos años.
… consigue un estado de ánimo como el agua, pues al agua se arroja toda suerte de cosas, limpias y sucias, y el agua no siente aborrecimiento, ni asco ni repugnancia. Y lo mismo con el fuego, que quema todas las cosas, limpias y sucias, y con el aire, que sopla sobre todo ello, y con el espacio, que en ninguna parte se establece…
Dolly apenas parecía mover los labios, y sin embargo cada palabra estaba claramente articulada; Manju nunca había conocido a nadie que pareciese tan en reposo cuando en realidad no podía estar más vigilante, más alerta.
Cuando Manju llegó al octavo mes de embarazo, Dolly prohibió a Neel que saliera más de viaje: estaba en casa cuando su mujer se puso de parto. La ayudó a subir al Packard y la condujo al hospital. Ya no podían permitirse la habitación privada que Dolly y Rajkumar habían ocupado en el pasado, y Manju fue, en cambio, al pabellón de maternidad. Dio a luz a la tarde siguiente: una niña sana, de aguda voz, que empezó a mamar en el momento en que Manju le acercó el pecho. A la niña le pusieron dos nombres: Jaya sería su nombre indio y Tin May el birmano.
Agotada por el parto, Manju se quedó dormida. Se despertó al amanecer. La niña estaba de nuevo en su cama, buscando ávidamente su alimento.
Al dar el pecho a su hija, recordó un pasaje que Dolly acababa de leerle unos días antes: era del primer sermón de Buda, pronunciado en Sarnath dos mil quinientos años antes:
… el nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la enfermedad es dolor, la muerte es dolor; el contacto con lo desagradable es dolor, la separación de lo agradable es dolor, todo deseo insatisfecho es dolor…
Aquellas palabras le habían causado entonces gran impresión, pero ahora, con su hija recién nacida a su lado, parecían incomprensibles: el mundo nunca había sido tan luminoso, tan prometedor, tan magnánimo en recompensas, tan generoso en alegría y perfección.
Durante las primeras semanas en Singapur, el Primero de los Jats tuvo su base en el campamento del parque Tyersall. Era precisamente el sitio del que había hablado Kumar, el amigo de Arjun, donde un soldado había matado de un tiro a un oficial para luego suicidarse. En Nueva Delhi la historia les había parecido improbable y traída por los pelos; una situación extrema, como la de una madre que levanta un coche en vilo para salvar a sus hijos. Pero ahora que estaban en Singapur, con la India a medio continente de distancia, ya nada parecía imposible; todo estaba patas arriba. Parecía que ya no sabían quiénes eran, que habían olvidado cuál era su lugar en el mundo. Cuando se aventuraban más allá de las familiares convicciones del batallón, parecían perderse en un laberinto de sentidos ocultos.
Dio la casualidad de que Kumar se encontraba en Singapur cuando llegó el Primero de los Jats. Una tarde llevó a Hardy y Arjun a bañarse a un club muy selecto. La piscina estaba atestada de gente, llena de expatriados europeos y sus familias. Era un día de calor pegajoso, y el agua tenía un aspecto refrescante y tentador. Siguiendo el ejemplo de Kumar, Arjun y Hardy se zambulleron en el acto. Al cabo de unos minutos se encontraron solos; la piscina se había quedado vacía en cuanto ellos se metieron en el agua.
Kumar fue el único que no se sorprendió. Hacía más de un año que su batallón estaba en Malasia, y él ya se había recorrido toda la colonia.
—Os lo tenía que haber advertido —dijo Kumar, con una maliciosa sonrisa—. Ocurre lo mismo en toda Malasia. En las ciudades pequeñas, los clubs llegan a poner un cartel en la puerta que dice: «Se prohíbe la entrada a los asiáticos». En Singapur nos permiten bañarnos en la piscina…, sólo que todo el mundo sale del agua. Y ahora, como andan por aquí tantas unidades del ejército indio, han tenido que suavizar un poco lo del derecho de admisión. Pero será mejor que os vayáis acostumbrando, porque os encontraréis con eso en todas partes: en restaurantes, clubs, playas, trenes. —Soltó una carcajada, movió la cabeza con pesar y, encendiendo un cigarrillo, concluyó—: Se supone que debemos morir por esta colonia, pero no podemos bañarnos en las piscinas.
Al cabo de poco, su batallón fue destinado al norte. La campiña malaya fue una revelación para los oficiales indios. Nunca habían visto tal prosperidad, carreteras tan cuidadas, ciudades tan pulcras y bien trazadas. Muchas veces, cuando se detenían, los residentes indios de la localidad los invitaban a sus casas. Solían ser gente de clase media y ocupaciones modestas: médicos y abogados de provincia, funcionarios y tenderos. Pero en sus hogares había tales signos de riqueza que dejaban pasmados a Arjun y a sus camaradas. Parecía que en Malasia hasta la gente corriente podía comprarse coches y neveras: algunos tenían incluso teléfono y aparato de aire acondicionado En la India, sólo los europeos y los indios más acaudalados podían permitirse tales lujos.
Recorriendo las carreteras comarcales, los oficiales descubrieron que en Malasia la única parte de la población que vivía en la más absoluta y lamentable pobreza eran los trabajadores de las plantaciones, la mayoría de los cuales era de origen indio. Les chocó la diferencia entre la cuidada vegetación de las explotaciones y la miseria que se veía en los poblados de los culis. Hardy hizo un comentario sobre la crudeza del contraste y Arjun respondió diciendo que, de haber estado en la India, esa pobreza les habría parecido completamente normal; que el único motivo por el que allí les llamaba la atención era por su contigüidad a las prósperas ciudades malayas. Esa reflexión los avergonzó. Era como si por primera vez en la vida se hubieran puesto a analizar sus propias circunstancias; como si la impresión del viaje hubiese sacudido la indiferencia que les habían inculcado desde su más tierna infancia.
Y aún les aguardaban otras sorpresas. Sin uniforme, Arjun y sus amigos descubrieron que muchas veces los tomaban por culis. En los mercados y bazares, los tenderos los trataban con brusquedad, como a personas de poca importancia. En otras ocasiones —y eso era peor aún—, se encontraban con que los miraban con algo parecido a la lástima. Una vez, Arjun se puso a discutir con un tendero que le dejó perplejo llamándole klang. Después, haciendo averiguaciones sobre el significado de aquel término, descubrió que se trataba de una referencia despectiva al ruido de las cadenas que arrastraban los primeros trabajadores indios traídos a Malasia.
No pasó mucho tiempo sin que ni un soldado del batallón hubiera sufrido algún desagradable encuentro de una u otra especie. Una tarde, Kishan Singh estaba engrasando en cuclillas el revólver de Arjun, cuando de pronto alzó la vista y preguntó a Arjun:
—Sahib, ¿puedo preguntarte lo que quiere decir una palabra?
—Sí, ¿cuál?
—Mercenario…, ¿qué significa?
—¿Mercenario? —repitió Arjun, sorprendido—. ¿Dónde has oído esa palabra?
Kishan Singh le explicó que en uno de sus últimos desplazamientos, el convoy de camiones se había detenido en un quiosco de té junto a la carretera, cerca de la ciudad de Ipoh. En el quiosco había unos indios de la localidad sentados a una mesa. Se presentaron como miembros de un partido político, la Liga Autonomista India. Comoquiera que fuese, se suscitó una discusión. Los civiles les dijeron que los del Primero de los Jats no eran verdaderos soldados, sino simples asesinos a sueldo: mercenarios. Si el convoy no se hubiera puesto de nuevo en movimiento habría estallado una pelea. Pero después, de vuelta en la carretera, empezaron a discutir de nuevo —entre ellos esta vez— sobre la palabra mercenario y su significado.
Instintivamente, Arjun estuvo a punto de dar un grito a Kishan Singh, ordenándole que cerrara la boca y siguiera con lo que estaba haciendo. Pero conocía a su ayudante lo bastante bien como para saber que ninguna orden le impediría insistir hasta que contestara a su pregunta. Enseguida se le ocurrió una explicación: los mercenarios eran simples soldados que cobraban por sus servicios, le dijo. En ese sentido, todos los soldados, en todos los ejércitos modernos, eran mercenarios. Siglos atrás, los soldados luchaban por sus creencias religiosas, por fidelidad hacia su tribu o para defender a su rey. Pero esos tiempos ya habían pasado a la historia; ahora, el servicio militar era un trabajo, una profesión, una carrera. Hasta el último soldado cobraba una paga, y no había nadie que no fuese mercenario.
Aquello pareció satisfacer a Kishan Singh, que no hizo más preguntas. Pero fue el propio Arjun quien se quedó preocupado por la explicación que había dado a su ordenanza. Si era cierto (y de eso no cabía la menor duda) que en la actualidad todos los soldados eran mercenarios, entonces ¿por qué sonaba a insulto aquella palabra? ¿Por qué le molestaba utilizarla? ¿Porque en el fondo el servicio militar no era un trabajo, tal como él se obstinaba en creer? ¿Porque matar sin convicciones iba en contra de un profundo e inalterable instinto humano?
Una vez, Hardy y él se pasaron hablando de esa cuestión hasta altas horas de la noche mientras se bebían una botella de brandy. Hardy convenía en que resultaba difícil explicar por qué sentiría vergüenza si le llamaran mercenario. Y fue él quien finalmente dio en el clavo.
—Es porque las manos del mercenario obedecen a la cabeza de otro; porque esas dos partes de su cuerpo no guardan relación entre sí. —Hizo una pausa y sonrió—. Porque, en otras palabras, yaar, un mercenario es un buddhu, un necio.
Arjun se negó a seguir el tono jocoso de Hardy.
—Así que, según tú, somos mercenarios, ¿no?
—Hoy día todos los soldados son mercenarios —repuso Hardy, encogiéndose de hombros—. En realidad, ¿por qué limitarnos al terreno militar? De un modo u otro todos somos como aquella mujer con la que estuviste en Delhi…, bailando al son de otro, cobrando dinero. No hay mucha diferencia.
Soltó una carcajada y apuró la copa.
Arjun buscó la ocasión de trasladar sus dudas al teniente coronel Buckland. Le contó el incidente del quiosco de té y recomendó que se ejerciera un mayor control sobre los contactos de la tropa con la población india del país. El teniente coronel Buckland le escuchó pacientemente, interrumpiéndole sólo para asentir con la cabeza y decirle:
—Sí, Roy, tiene razón, hay que hacer algo.
Pero aquella conversación dejó a Arjun más preocupado que antes. Tenía la impresión de que su superior era incapaz de entender por qué le ofendía tanto que le llamaran «mercenario»; en su tono de voz había percibido la sorpresa de ver que alguien tan inteligente como él se ofendía por algo que en realidad no era más que un hecho consabido. Parecía como si el teniente coronel supiese algo que Arjun ignorase sobre sí mismo o no estuviese dispuesto a reconocer. Ahora se sintió molesto al pensar que se había metido en demasiadas honduras. Como si fuese un niño agraviado ante el descubrimiento de que nunca había dicho más que trivialidades.
Aquellas peculiares experiencias producían emociones tan incómodas que Arjun y los demás oficiales rara vez se atrevían a hablar de ellas. Siempre habían sabido que su país era pobre, pero nunca se les había ocurrido que ellos formaban parte de aquella pobreza: eran los privilegiados, la selecta minoría. El descubrimiento de que ellos también eran pobres fue como una revelación. Parecía que una mugrienta cortina de esnobismo les hubiera impedido ver lo que tenían justo delante de los ojos: que si bien nunca habían pasado hambre, también a ellos les empobrecían las circunstancias de su país; que la impresión que tenían de su propio bienestar era pura ilusión, exagerada por la inconcebible miseria de su patria.
Lo extraño era que, más que a Arjun, a quienes más afectaban aquellas experiencias era a los faujis de pura cepa: los militares de abolengo, los soldados de segunda o tercera generación.
—Pero tu padre y tu abuelo estuvieron aquí —recordó a Hardy—. Fueron ellos quienes contribuyeron a la colonización de estos países. Debieron de ver las mismas cosas que nosotros. ¿Nunca hablaban de ellas?
—No veían las cosas como nosotros —repuso Hardy—. Eran analfabetos, yaar. No olvides que somos la primera generación de soldados indios que han recibido educación.
—Bueno, pero tenían ojos, oídos, alguna vez hablarían con la gente de por aquí, ¿no?
Hardy se encogió de hombros.
—Lo cierto es, yaar, que no les interesaba; les importaba un bledo; para ellos el único lugar verdadero era su propio pueblo.
—Pero ¿cómo es posible…?
Durante las semanas siguientes, Arjun pensó mucho en aquello: era como si a él y a sus camaradas los hubieran elegido para realizar una penosa introspección.
Cada día que pasaba en la ladera de la montaña, Dinu notaba cambios en sus fotografías. Era como si sus ojos se estuvieran habituando a insólitas líneas de visión; como si su organismo se estuviera adaptando a nuevos ritmos temporales. Sus primeros retratos de los chandis eran angulosos y estaban llenos de cosas, enmarcados en amplios panoramas. Para él, aquellos parajes rebosaban dramatismo visual —la selva, la montaña, las ruinas, la brusca línea ascendente de los árboles en contraste con la horizontal del mar, interminable y lejana—, y procuraba encajar la totalidad de los elementos en cada fotografía. Pero cuanto más tiempo pasaba en la montaña, menos interés iba teniendo el fondo. La vastedad del paisaje tenía el efecto de reducir y a la vez agrandar el claro de la selva donde estaban los chandis: se hacía pequeño e íntimo, aunque empapado de una sensación de tiempo. Pronto dejó de ver las montañas y la selva o el mar. Notó cómo se aproximaba cada vez más a los chandis, siguiendo la veta de la laterita y el dibujo del musgo que cubría su superficie, tratando de encuadrar las curiosas y voluptuosas formas de los hongos que crecían en los intersticios de la piedra.
El ritmo de su trabajo fue cambiando hasta el punto de que ya escapaba a su control. Pasaban horas antes de que hiciera una sola toma; avanzaba y retrocedía docenas de veces entre la cámara y la imagen; empezó a cerrar cada vez más el diafragma, experimentando con aberturas que requerían bastantes minutos de exposición, a veces hasta media hora. Era como si utilizase la máquina para imitar los punteados ojos de los lagartos que tomaban el sol en el empedrado de los chandis.
A lo largo del día, inexplicables perturbaciones recorrían muchas veces la selva circundante. Bandadas de pájaros se elevaban bulliciosamente de los árboles, rebotando por el cielo hasta volver a posarse exactamente en el mismo sitio del que se habían levantado. Para Dinu, cada uno de aquellos alborotos era ya como un augurio de la llegada de Alison, y tratando de adivinar su procedencia —unas veces el tubo de escape de un camión de la finca, otras un avión que aterrizaba en la cercana pista— sus sentidos pronto aprendieron a reconocer los ruidos de la selva. Cada vez que se agitaban los árboles, dejaba de trabajar y aguzaba el oído para distinguir el motor del Daytona. Con frecuencia bajaba corriendo la colina hasta el hueco en la vegetación por donde, más abajo, se veía el vado. A medida que aumentaban las decepciones, más se irritaba consigo mismo: era una solemne idiotez pensar que Alison fuese a desviarse de nuevo de su camino, después de lo que había pasado la última vez. Y en cualquier caso, ¿para qué se molestaría en ir hasta allí, cuando siempre podía verle en casa a la hora de cenar?
Pero un día hubo un auténtico destello rojizo al otro lado del arroyo y pudo verse perfectamente al Daytona a la sombra de un árbol, medio oculto por una cortina de vegetación. Dinu volvio a mirar, incrédulo, y vio a Alison. Llevaba un vestido de algodón azul oscuro, con un ancho cinturón ciñéndole las caderas. Pero, en vez de dirigirse al vado, Alison siguió arroyo abajo, hacia la roca donde él se sentaba por las mañanas, con las piernas metidas en la corriente. Por la facilidad con que llegó a sentarse —levantando las piernas y girando luego el cuerpo para meterlas en el agua—, Dinu comprendió que era un sitio familiar, un lugar al que acudía sola con frecuencia.
Al introducir los pies en el agua, Alison cogió con la punta de los dedos el borde de la falda y se la remangó. El agua le subió por los tobillos y le llegó a las rodillas al mismo tiempo que la falda, que luego ascendió despacio por la larga línea de sus muslos. Y entonces, para su sorpresa, Dinu descubrió que no la estaba mirando directamente, sino a través del cristal esmerilado del visor, de manera que la imagen, separada de su entorno, cobraba una asombrosa frescura y luminosidad. Las líneas eran limpias, puras, hermosas: la curva del muslo cruzando el visor en diagonal, describiendo una suave elipsis.
Alison oyó el clic y alzó la vista, sobresaltada, los dedos soltando al instante la falda, de modo que el tejido cayó en el agua hinchándose a su alrededor, agitándose en la corriente.
—¿Dinu? —gritó—. ¿Eres tú?
Dinu, consciente de que no tendría otra oportunidad, fue incapaz de contenerse. Salió de la vegetación y echó a caminar por el sendero, con el paso lento y deliberado de un sonámbulo, sosteniendo la cámara inmóvil entre las manos.
—¿Dinu?
Ni siquiera contestó, siguió andando, poniendo un pie delante de otro con todo cuidado, hasta salir de la espesura. Al otro lado del arroyo, ella lo miró a los ojos y contuvo las palabras de saludo que estaba a punto de pronunciar.
Dinu continuó avanzando. Dejó caer la cámara sobre la hierba, cruzó la arenosa orilla y se metió en el agua, justo enfrente de la roca donde ella seguía sentada. Al vadear la corriente, el agua le subió a las rodillas, luego a la ingle, las caderas, casi hasta el pecho. El agua empezó a tirarle de la ropa y las zapatillas de lona se le llenaron de chinitas y arena. Aminoró el paso para no perder el equilibrio y entonces vio los pies de Alison, inmersos en la corriente, haciendo ondas en el agua. Sin apartar la vista de la deslumbrante superficie, encontró sus piernas con las manos y sintió que un hondo suspiro se le escapaba de los pulmones. Era el agua quien hacía posible todo aquello, estaba seguro; la corriente, que había arrastrado todas las barreras de miedo y vacilación que antes le encadenaban las manos. Empezó a mover los dedos, pasándoselos por la curva del tobillo, subiéndolos por la afilada espinilla. Y luego sus manos cobraron vida propia, arrastrándolo con ellas, llevándolo entre las rodillas abiertas de Alison, hasta que de pronto tuvo sus muslos frente a la cara. Como si fuera lo más natural del mundo, siguió con la boca el trayecto de las manos, pasándole los labios por la línea elíptica del muslo, recorriéndolo entero hasta llegar al punto en que la línea se desviaba. Ahí se detuvo, el rostro hundido en ella, los brazos alzados a la altura de los hombros, abrazándola por la cintura.
—Alison.
Ella se deslizó por la piedra y se metió en el agua hasta el cuello, frente a él. Cogiéndolo de la mano, lo llevó por la corriente, exactamente por donde había venido, hacia la otra orilla. Subieron de la mano, completamente vestidos y chorreando agua, por el camino que conducía a los chandis en ruinas. Ella lo condujo por el claro hasta un sitio donde el empedrado estaba cubierto por un denso lecho de musgo.
Entonces, tirándole de la mano, le obligó a tumbarse.