27

LA guerra había retrasado el viaje de Dinu a Ladera del Alba. La amenaza de movimiento de submarinos en el golfo de Bengala había obligado a las compañías navieras a no hacer público su itinerario. Ahora las salidas se anunciaban sólo unas horas antes del momento de zarpar. Lo que, en efecto, significaba que había que mantener una continua vigilancia en la oficina de las compañías. Dinu se consideró afortunado de conseguir una litera y ni siquiera se le ocurrió mandar un telegrama para anunciar su llegada.

La estación de Sungei Pattani era tan bonita como un juguete: un andén solitario a la sombra de un tejadillo rojo. Dinu vio a Alison cuando entraba el tren: de pie a la sombra del tejadillo, con gafas de sol y un largo vestido negro. Estaba delgada, y tenía un aspecto mustio, marchito: la mecha de una vela en la que ardía el dolor como una llama.

Al verla sintió una momentánea oleada de pánico. Cualquier emoción le inspiraba miedo, pero ninguna tanto como una pena profunda; fue literalmente incapaz de levantarse del asiento hasta unos minutos después de que parara el tren. No se dirigió a la puerta hasta que el jefe de estación agitó el banderín verde.

Al bajar del tren, Dinu intentó recordar las frases de pésame que había ensayado para aquel momento. Pero ahora, con Alison acercándose por el andén, la idea de unas palabras de consuelo parecía una impertinencia intolerable. ¿No sería más amable, sin duda, comportarse como si nada hubiera pasado?

—No tenías que haber venido —le dijo con brusquedad, bajando los ojos—. Habría cogido un taxi.

—Me alegro de haberlo hecho —repuso ella—. Me viene bien salir un poco de Ladera del Alba.

—Aun así.

Poniéndose al hombro las cámaras guardadas en sus estuches de cuero, le entregó la maleta a un mozo.

—¿Está mejor tu padre? —le preguntó ella, sonriendo.

—Sí —contestó Dinu fríamente—. Ya está bien… y Manju y Neel van a tener un niño.

—Son buenas noticias —repuso ella, sonriendo y asintiendo con la cabeza.

Salieron de la estación y entraron en un recinto a la sombra de un árbol enorme, como una cúpula. Dinu se detuvo a observarlo. De las ramas envueltas en moho colgaba un vistoso despliegue de enredaderas y flores silvestres.

—¡Vaya! —exclamó Dinu—. ¿No es un padauk?

—Aquí los llamamos angsana —contestó Alison—. Mi padre plantó éste el año que yo nací. —Hizo una pausa y concluyó—: Mejor dicho, el año que nacimos nosotros.

—Ah, sí… Claro… Nacimos el mismo año —dijo Dinu sonriendo, con cierta vacilación, sorprendido tanto por el hecho de que lo recordara como por el comentario.

El Daytona estaba aparcado cerca de allí, con la capota echada. Alison se instaló en el asiento del conductor mientras Dinu esperaba a que cargasen su equipaje en la parte de atrás. Salieron de la estación y pasaron por la plaza del mercado, con sus largos soportales llenos de tiendas revestidas de azulejos. A las afueras de la ciudad bordearon un campo con una cerca de alambre de espino. En el centro había unas hileras de cabañas attap perfectamente ordenadas, con tejado de chapa ondulada.

—¿Qué es eso? —preguntó Dinu—. No me acuerdo de nada de esto.

—Es nuestra nueva base militar —explicó Alison—. Ahora hay muchos militares en Sungei Pattani, por la guerra. Es un aeródromo, con una guarnición de soldados indios.

La carretera empezó a ascender y Gunung Jerai se irguió ante ellos, con la cumbre ensombrecida por la habitual calima. Dinu se retrepó en el asiento, enfocando la montaña con un objetivo imaginario. La voz de Alison le sorprendió.

—¿Sabes lo que es más difícil?

—No…, ¿qué?

—Que todo está desdibujado.

—¿A qué te refieres?

—Es algo que no percibes hasta que se ha borrado…, el contorno que tienen las cosas y la forma que les da la gente que te rodea. No me refiero a las cosas grandes, sino a las pequeñas. A lo que haces por la mañana cuando te levantas…, la multitud de ideas que te pasan por la cabeza cuando te cepillas los dientes: «Tengo que decirle a mamá lo del nuevo parterre»… Esas cosas. En estos últimos años me había ido encargando en Ladera del Alba de un montón de pequeñas cosas de las que antes se ocupaban papá y mamá. Ahora, cuando abro los ojos por la mañana, esas cosas se me vienen a la cabeza como si no hubiese pasado nada: tengo que hacer esto o aquello, para que no lo hagan mamá o papá. Y entonces me acuerdo: no hay ninguna necesidad; no tiene sentido hacerlo. Y resulta extraño, pero en esos momentos no se siente tristeza exactamente, sino una especie de decepción. Lo que no deja de ser horrible, porque te preguntas: ¿Es esto todo de lo que eres capaz? No, lo que haces no es suficiente. Debería llorar…, todo el mundo dice que llorar es bueno. Pero no es fácil definir lo que sientes por dentro: no es exactamente dolor, ni pena…, no llega a eso. Es más como la sensación de cuando te sientas de golpe en una silla: el aliento se te escapa del pecho y te entra como un vahído. Resulta difícil de entender…, no se comprende por qué. Es preferible que el dolor te asalte de forma simple y directa, y que no te tienda una emboscada dando todos esos rodeos por la mañana, cuando te levantas de la cama y vas a hacer algo: lavarte los dientes o tomar el desayuno…

El coche giró bruscamente hacia la cuneta. Dinu agarró rápidamente el volante para equilibrarlo.

—¡Cuidado, Alison! Frena.

Ella siguió conduciendo por la hierba que bordeaba la carretera y se detuvo bajo un árbol. Alzó las manos y, en un gesto de incredulidad, se las llevó a las mejillas.

—Mira —dijo—. Estoy llorando.

—Alison.

Sintió deseos de ponerle la mano en el hombro, pero dar muestras de efusión no era propio de él. Ella apoyó la cabeza en el volante, sollozando, y en aquel momento las vacilaciones de Dinu se disiparon.

—Alison.

Le puso la cabeza en su hombro, y sintió que las cálidas lágrimas le empapaban la tenue camisa de algodón. El roce de su pelo en las mejillas era como de seda y tenía un leve olor a uvas.

—Tranquila, Alison…

Lo que acababa de hacer le causó un profundo asombro. Era como si alguien le hubiese recordado que gestos de esa clase no eran normales en él. El brazo con el que le sujetaba la cabeza contra su hombro se le empezó a dormir y se sorprendió murmurando torpemente:

—Alison…, sé que lo estás pasando mal…

Le interrumpió bruscamente el rugido de un camión pesado que pasó por la carretera. Alison se apartó rápidamente de su lado y se incorporó. Dinu se volvió a mirar el camión. En la parte de atrás, con turbantes y pantalones cortos de color caqui, iba en cuclillas un pelotón de soldados indios.

El estrépito del camión se fue apagando y la situación perdió intensidad. Alison se limpió el rostro y se aclaró la garganta.

—Ya es hora de ir a casa —anunció, haciendo girar la llave de contacto—. Debes estar cansado.

A mediados de febrero llegaron al fin las órdenes de movilización, tan esperadas. Hardy fue uno de los primeros en saberlo y se dirigió corriendo a la habitación de Arjun.

—¿Te has enterado, yaar?

Era a primera hora de la tarde y Hardy no se molestó en llamar a la puerta. La abrió de un empujón y asomó la cabeza al interior.

—¿Dónde estás, Arjun?

Arjun estaba en el vestidor que, mediante una cortina, separaba el cuarto de baño de la sala de estar. Acababa de lavarse después de jugar un partido de fútbol y sus botas y calzones, manchados de barro, estaban tirados por el suelo. Era jueves y, según la tradición, por la noche había que ir de etiqueta al comedor, pues era el día de la semana en que la noticia de la muerte de la reina Victoria había llegado a la India. Kishan Singh andaba muy atareado por el cuarto, colocando la ropa de Arjun para la velada: la chaqueta, los pantalones y la faja del esmoquin.

Hardy cruzó apresuradamente la estancia.

—¿Arjun? ¿Te has enterado? Hemos recibido las órdenes.

Arjun descorrió la cortina, apareciendo con una toalla atada a la cintura.

—¿Estás seguro?

—Sí. Me lo ha dicho el sahib ayudante.

Se miraron sin saber qué decir. Hardy se sentó al borde de la cama y se dedicó a apretarse los nudillos hasta hacerlos crujir. Arjun empezó a abotonarse la camisa almidonada flexionando las piernas para verse en el espejo. A su espalda vio fugazmente a Hardy, que miraba al suelo con aire taciturno.

Haciendo un esfuerzo por resultar gracioso, dijo:

—Así sabremos si esos puñeteros planes de movilización que hemos elaborado sirven o no para algo…

Hardy no contestó y Arjun volvió la cabeza.

—¿No te alegras de que se haya acabado la espera? ¿Hardy?

Hardy tenía las manos firmemente cruzadas entre las rodillas. Alzó la vista bruscamente.

—He estado pensando…

—¿En qué?

—¿Te acuerdas de Chetwode Hall? ¿En la Academia Militar de Dehra Dun?

—Claro que sí.

—Había una inscripción que decía: «La seguridad, el honor y el bienestar de tu país son lo primero, siempre y en cualquier circunstancia. El honor, el bienestar y la comodidad de los hombres que están a tu mando vienen después…».

—«… Y tu propio bienestar, tu comodidad y tu descanso vienen en último lugar, siempre y en cualquier circunstancia.» —rió Arjun al concluir la cita por Hardy—. Claro que me acuerdo. Estaba grabada en el podio; la teníamos justo delante de los ojos cada vez que entrábamos en Chetwode Hall.

—¿Nunca te intrigó esa inscripción?

—No. ¿Por qué?

—Bueno, ¿nunca te has parado a pensar: ese país cuyo honor, bienestar y seguridad son lo primero…?, ¿cuál es? ¿Dónde está? El hecho es que tú y yo no tenemos país. Así que ¿dónde está ese sitio cuyo honor, bienestar y seguridad son lo primero, siempre y en cualquier circunstancia? ¿Y por qué no hemos prestado juramento a un país, sino al rey…, comprometiéndonos a defender el Imperio?

Arjun se volvió para mirarlo.

—¿Qué quieres decir, Hardy?

—Sólo eso. Si efectivamente mi país es lo primero, ¿por qué me mandan al extranjero, yaar? Ahora mismo mi país no está amenazado; y si lo estuviera, mi deber sería quedarme aquí para defenderlo.

—Si te quedas aquí —repuso Arjun en tono ligero—, no harás carrera, Hardy…

—Carrera, carrera. —Hardy chasqueó la lengua con repugnancia—. ¿Es que nunca piensas en otra cosa, yaar?

—Hardy —repuso Arjun, lanzándole una mirada de advertencia para recordarle la presencia de Kishan Singh.

Hardy se encogió de hombros y consultó el reloj.

—Vale, me callare —dijo, poniéndose en pie—. Será mejor que yo también vaya a arreglarme. Luego hablaremos.

Hardy se marchó y Kishan Singh llevó los pantalones de Arjun al vestidor. Arrodillándose en el suelo, los abrió por la cintura. Arjun metió una pierna y luego otra, con cuidado de no estropear el lustroso filo de las frágiles rayas. Poniéndose en pie, Kishan Singh empezó a dar vueltas alrededor de Arjun, remetiéndole los faldones de la camisa en los pantalones.

Arjun sintió que la mano del ordenanza le rozaba la rabadilla y se encogió; estuvo a punto de decirle bruscamente que se apresurase, pero se contuvo. Le molestaba pensar que dos años después de su ascenso a oficial seguía sin estar cómodo con las forzosas intimidades de la vida militar. Sabía que era una de las muchas cosas que le separaban de los verdaderos faujis, de los militares de casta como Hardy. Una vez le observó mientras se sometía a aquella misma operación de vestirse para la noche de gala con ayuda de su ordenanza: era totalmente ajeno a la presencia del subalterno, al contrario que él con Kishan Singh.

El ordenanza habló de improviso, sorprendiendo a Arjun.

—Sahib —le dijo—, ¿sabe adonde va el batallón?

—No. Nadie lo sabe. No lo sabremos hasta que hayamos embarcado.

Kishan Singh empezó a envolver la faja en torno a la cintura de Arjun.

—Sahib, los suboficiales dicen que vamos a Oriente…

—¿Por qué?

—Al principio nos daban instrucción para el desierto, y todo el mundo decía que nos iban a enviar al norte de África. Pero el material que nos han mandado hace poco es más bien para la lluvia…

—¿Quién te ha dicho todo eso? —inquirió Arjun, sorprendido.

—Todo el mundo, sahib. Incluso en las aldeas lo saben. Mi madre y mi mujer vinieron a verme la semana pasada. Habían oído rumores de que estábamos a punto de marcharnos.

—¿Qué te dijeron?

—Mi madre me dijo: «Kishan Singh, ¿cuándo vas a volver?».

—¿Y qué le contestaste?

Kishan Singh estaba de rodillas frente a Arjun, comprobando si tenía bien abotonada la bragueta y alisándole los pantalones, tirando de la raya para enderezar las perneras. Arjun sólo alcanzaba a verle la coronilla y las espirales que describía la raíz de sus cabellos, cortados casi al cero.

De pronto, el ordenanza alzó la cabeza hacia él.

—Sahib, le contesté que usted se encargaría de que yo volviera…

Arjun, sorprendido una vez más, sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas. Había algo inexplicablemente conmovedor en la absoluta candidez de aquella manifestación de confianza. No sabía qué decir.

Una vez, en las conversaciones que mantenían en Charbagh, el teniente coronel Buckland le dijo que, para los ingleses de la generación de su padre, la recompensa de servir en la India eran los lazos que se establecían con la tropa. Esa relación, afirmó, era completamente distinta de la que se daba en el ejército regular británico, porque la lealtad mutua que se establecía entre el soldado indio y el oficial inglés era a la vez tan firme e inexplicable que sólo podía entenderse como una especie de amor.

Arjun recordó lo extrañas que le habían parecido aquellas palabras en los reticentes labios del oficial y lo cerca que estuvo de burlarse de ellas. Era como si en aquellas historias «la tropa» sólo fuese una abstracción, una colectividad sin rostro aprisionada en una infancia permanente: malhumorada, imprevisible, fantásticamente valerosa, desesperadamente leal, con tendencia a extraordinarios excesos de emoción. Sin embargo, era cierto que para él también había veces en que los atributos de aquella colectividad sin rostro —«la tropa»— se fundían en los rasgos de un soldado concreto: Kishan Singh; que los lazos establecidos entre ellos dos eran verdaderamente una especie de amor. Resultaba imposible adivinar cuánto de todo eso era cosa de Kishan Singh y cuánto se debía a la peculiar proximidad impuesta por las circunstancias; ¿o se trataba, quizá, de algo completamente distinto, de que Kishan Singh, en su propia individualidad, se había convertido en algo superior a sí mismo: en un pueblo, en un país, en una historia, en un espejo en el que Arjun viese reflejos de sí mismo?

Por un extraño momento, Arjun se vio en el sitio de Kishan Singh: de ordenanza, arrodillado frente a un oficial de esmoquin, sacándole brillo a los zapatos, metiéndole la mano en los pantalones para colocarle la camisa, comprobando si tenía la bragueta bien abrochada, alzando la vista de sus pies separados, solicitando amparo. Hizo rechinar los dientes.