28
A la mañana siguiente de su llegada, Dinu cogió una bicicleta y fue a buscar los ruinosos chandis de Gunung Jerai. Siguió un mapa que le había dibujado Alison: el camino de tierra subía por la colina desde Ladera del Alba, y tuvo que montar y desmontar varias veces, empujando la bicicleta por los tramos más empinados. Torció un par de veces por donde no era, pero acabó encontrando el camino y llegó al sitio exacto donde Alison había aparcado aquella vez. El arroyo estaba a sus pies y el paisaje era el mismo que recordaba: en un vado poco profundo, había un paso hecho con piedras planas. Un poco más abajo, el arroyo se ensanchaba formando un remanso bordeado por grandes rocas. Al otro lado, un sendero se adentraba en la selva.
Le había empezado a doler la pierna derecha. Colgó de un árbol los estuches de las cámaras y bajó hacia el remanso. En la orilla había una roca donde uno podía sentarse perfectamente. Se quitó los zapatos sacándoselos con el pie, se remangó los pantalones hasta las rodillas y metió las piernas en la corriente de agua fresca.
Había dudado en ir a Malasia, pero ahora que estaba allí se alegraba de haber salido de Rangún, dejando atrás las tensiones de la casa de Kemendine y la continua preocupación por los negocios. Y era un alivio, también, distanciarse de las luchas intestinas que parecían consumir a todos sus amigos. Sabía que su padre quería que Alison vendiera Ladera del Alba: no podría con todo ella sola, le había dicho; la finca tendría pérdidas. Pero por lo que él alcanzaba a ver, Ladera del Alba iba perfectamente y parecía que Alison lo dirigía todo bastante bien. No tenía la impresión de que necesitara su consejo, pero de todos modos se alegraba de haber ido. Así tendría ocasión de meditar sobre ciertas cosas: en Rangún siempre estaba demasiado ocupado, con la política y la revista. Ya tenía veintiocho años, y era hora de decidir si iba a dedicarse a la fotografía como aficionado o como profesional.
Encendió un cigarrillo y lo fumó hasta el final; luego fue a recoger la cámara y cruzó el arroyo. Esta vez el sendero estaba lleno de maleza, y a veces tenía que aplastarla para seguir avanzando. Cuando llegó al claro se quedó maravillado por la serena belleza del lugar: el color de los chandis cubiertos de musgo era aún más vivido de lo que recordaba; y el panorama, al fondo, aún más amplio. No perdió tiempo en colocar el trípode. Tiró dos carretes y volvió a Ladera del Alba cuando ya se ponía el sol.
Volvió a la mañana siguiente, y al otro día también. La excursión se convirtió en un hábito: salía temprano, provisto de unos rotis para el almuerzo. Cuando llegaba al arroyo, se entregaba a sus fantasías sentado en su roca favorita, con las piernas bien metidas en el agua. Luego se ponía en marcha hacia el claro e instalaba el equipo. Se tomaba su tiempo para almorzar y luego se echaba la siesta, tumbado a la sombra de un chandi.
Una mañana, en vez de quedarse donde los chandis siguió un poco más allá. Adentrándose en la selva, vio un montículo cubierto de vegetación a no mucha distancia. Se abrió paso entre la maleza y se encontró con otra ruina, construida con el mismo material que los dos chandis —laterita— pero de planta diferente: aquélla era octogonal y tenía forma de zigurat o pirámide escalonada. Pese a su configuración monumental, la estructura era relativamente pequeña, sólo un poco más alta que su cabeza. Escaló con dificultad los bloques cubiertos de musgo y en la cima encontró una enorme piedra cuadrada, con una abertura rectangular practicada en el centro. Miró al interior y vio un charco de agua de lluvia. El charco tenía la forma y hasta el destello metálico de un espejo antiguo. Tomó una fotografía —una instantánea— y luego se sentó a fumar un cigarrillo. ¿Para qué sería aquella abertura? ¿Había servido de base para alguna escultura monumental…, un monolito gigantesco, sonriente? No importaba: ahora sólo era un agujero, colonizado por una familia de diminutas ranas verdes. Cuando volvió a mirar su ondulado reflejo, las ranas croaron profundamente ofendidas.
Por la noche, de vuelta en la casa, dijo a Alison:
—¿Sabías que hay otra ruina, una especie de pirámide, un poco más dentro de la selva?
—Sí —contestó ella, asintiendo con la cabeza—, y hay más. Si te internas lo suficiente, las verás.
Al día siguiente comprobó que Alison tenía razón. Subiendo un poco más por la pendiente, Dinu tropezó literalmente con un plataforma de un metro cuadrado hecha con bloques de laterita: los cimientos de un pequeño templo, al parecer. El plano del templo se veía claramente, desplegado en el suelo como el esbozo de un arquitecto, con una línea de hendiduras cuadradas que indicaban el emplazamiento de una hilera de columnas. Unos días después encontró otra ruina, mucho más extraña: una estructura que daba la impresión de estar suspendida en el centro de una explosión, como un objeto de utilería en una fotografía ilusionista. Un banyán había echado raíces en el interior del templo y, al crecer, fue derrumbando muros y arrancando bloques de manipostería. Se veía una puerta hendida en dos, como si hubiese caído una bomba en el umbral. Había una pilastra derrumbada, y otra, entrelazada con la vegetación, yacía a un metro del templo.
A veces, al entrar en el recinto de una ruina, Dinu oía un crujido o un silbido prolongado. De cuando en cuando, las copas de los árboles vecinos se removían como azotadas por una ráfaga de viento. Dinu alzaba la cabeza y veía a un grupo de monos que le examinaban recelosos desde las ramas. En una ocasión oyó una tos áspera que bien podía ser un leopardo.
A medida que aumentaba su intimidad con las ruinas, Dinu descubrió que sus ojos iban directamente al lugar donde una vez estuvo la imagen principal del templo; sus manos se dirigían automáticamente a las hornacinas donde se habrían depositado ofrendas de flores; empezó a reconocer los límites que no podía traspasar sin descalzarse. Cuando cruzaba el arroyo, tras recorrer la finca en bicicleta, ya no era como si entrara de puntillas en un lugar extraño y desconocido, donde la vida y el orden daban paso a la oscuridad y las sombras. Al volver a la pulcra monocromía de la plantación era cuando sentía que entraba en un territorio de ruinas, una decadencia mucho más profunda que el deterioro de los siglos.
Un día, erguido frente al trípode a última hora de la tarde, una conmoción entre los pájaros de la selva le anticipó el ruido de un coche. Bajó rápidamente por el sendero hasta una posición estratégica desde donde se divisaba el arroyo por un hueco en la vegetación. Vio que el Daytona rojo de Alison se aproximaba por el otro lado.
Se habían visto muy poco desde el día que llegó. Alison se marchaba antes de amanecer para asistir a la formación y, cuando volvía, él ya estaba en la montaña haciendo fotos. Por lo general sólo se veían a la hora de la cena, cuando la conversación resultaba inevitablemente forzada por los ausentes silencios de Saya John. Era como si Alison no supiera cómo compaginar la presencia del visitante con los inamovibles hábitos de la vida en la plantación, y Dinu, por su parte, se sentía molesto por la misión que le habían encomendado. Debía encontrar la manera de decirle que su padre quería vender su parte de Ladera del Alba, pero eso parecía imposible en unos momentos en que ella estaba tan agobiada, tanto por el dolor de la muerte de sus padres como por las preocupaciones diarias de mantener a flote la plantación.
Cuando Dinu llegó al final del sendero, Alison ya había cruzado el arroyo. Ahora, al encontrarse frente a ella, no supo qué decir y se puso a buscar a tientas un cigarrillo en los bolsillos.
—¿Vuelves para casa? —dijo al fin, entre dientes, mientras encendía una cerilla.
—Se me ocurrió pasar por aquí, a ver cómo te iba.
—Estaba colocando la cámara…
Caminó a su lado hacia el claro, donde tenía el tríopode frente a uno de los chandis.
—¿Puedo ver cómo sacas las fotografías? —preguntó ella alegremente.
Él vaciló, llevándose el cigarrillo a los labios y entornando los ojos para protegerse del humo.
Como si notara su renuencia, Alison le preguntó:
—¿Te importa? No te estaré molestando, ¿verdad?
—No —repuso él—. No es que… me molestes exactamente… Sino que cuando estoy haciendo fotografías tengo que concentrarme mucho…, si no, no me sale bien… Es como cualquier otro trabajo, ¿sabes?… Y no es fácil si te están mirando.
—Entiendo. —El tono grave de su voz indicaba que había interpretado sus palabras como un rechazo—. Bueno, entonces me voy.
—No —se apresuró a decir Dinu—, quédate, por favor… Pero si te quedas, ¿me dejarás que te haga algunas fotografías…?
Ella no perdió tiempo ahora en expresar su rechazo.
—No. En realidad, no estoy de humor para convertirme en parte de tu…, de tu trabajo.
Giró sobre sus talones y se encaminó sendero abajo, hacia el arroyo.
Dinu comprendió que, sin querer, había creado un problema.
—Alison… Yo no pretendía… —Salió tras ella, pero la muchacha iba deprisa y la pierna le ponía en una situación de desventaja—. Alison…, quédate, por favor… Sólo quería decirte lo que pasa… cuando hago fotografías… No tenía intención de disgustarte… ¿Por qué no te quedas?
—Ahora no —consultó el reloj—. Hoy no.
—Entonces, ¿volverás?
Alison ya había empezado a cruzar el vado. En mitad del arroyo, sin volverse, alzó el brazo y le dijo adiós con la mano.
Poco antes de que el batallón saliera de Saharanpur, llegó nuevo material bélico. Lo que supuso que Arjun y Hardy tuvieron que quedarse la noche en vela, revisando su plan de movilización de la unidad, tan cuidadosamente preparado. Pero al final todo salió bien: el comandante quedó satisfecho y el batallón estuvo en condiciones de embarcar en el tren tal como estaba previsto. Salieron para Bombay a la hora fijada.
En Ajmer se produjo un leve retraso. Cambiaron de vía al Primero de los Jats para dejar paso a un convoy cargado de prisioneros de guerra italianos. Los italianos y los indios cruzaron en silencio la mirada, a través de los barrotes de las ventanillas de sus respectivos vagones. Era su primer atisbo de las fuerzas enemigas.
A la mañana siguiente llegaron a la estación Victoria de Bombay. Les dijeron que embarcarían en el buque de transporte Nuwara Eliya, que esperaba en el puerto. Al llegar al muelle de Sassoon se encontraron con que ya se habían emitido las órdenes de embarque.
Contra todo pronóstico, el muelle estaba abarrotado. Dio la casualidad de que un batallón británico estaba embarcando en otro buque exactamente en el mismo momento. El equipaje y la impedimenta de ambos batallones empezaron a mezclarse, confundiéndose. Los suboficiales se pusieron a gritar, extendiendo el pánico entre los estibadores. Hardy se vio en medio de la confusión; era el oficial encargado del equipaje del Primero de los Jats, y le correspondía restablecer el orden.
Arjun consultó la lista de Hardy y vio que le habían asignado un camarote individual. Nunca había estado en un barco, y apenas era capaz de contener la emoción. Subió apresuradamente por la pasarela en busca de su camarote, seguido de cerca por Kishan Singh, que llevaba su equipaje.
Fueron los primeros en embarcar y se encontraron con que, aparte de la tripulación, el barco estaba vacío. Todo era nuevo y sorprendente: las regalas blancas y las estrechas pasarelas, las escotillas abiertas y el marco redondo de los ojos de buey.
Mientras subían a la cubierta superior, Kishan Singh lanzó una mirada por la borda.
—¡Sahib! ¡Mira!
Llamó la atención de Arjun señalando con el dedo un altercado que se estaba produciendo en el muelle. Arjun vio que Hardy estaba discutiendo a gritos con un descomunal sargento británico. Se encontraban muy cerca uno del otro y Hardy agitaba un montón de papeles en la cara del sargento.
—Quédate aquí.
Arjun bajó corriendo por donde había venido. Por un momento no llegó a tiempo al lugar de los hechos. Se le adelantó otro oficial de su batallón: el capitán Pearson, el ayudante, un inglés campechano, bajo y fornido, con voz de trueno y genio vivo.
Arjun se detuvo a mirar a unos pasos de distancia y vio que Hardy se volvía hacia el capitán Pearson. Estaba claro que se alegraba de ver al ayudante, seguro de que su superior le apoyaría, aunque sólo fuese por lealtad a otro miembro del batallón. Pero el capitán Pearson nunca había ocultado su convencimiento de que Hardy era «difícil» y «demasiado sensible». En vez de apoyarlo, dio rienda suelta a su irritación.
—Pero ¿es que se ha vuelto a meter en otra pelea, teniente…?
Arjun vio cómo la expresión de Hardy cambiaba del alivio a la indignación. Era penoso estar allí, presenciando en silencio la humillación de su amigo. Dio media vuelta y se marchó.
Más tarde, Hardy fue a verlo a su camarote.
—Hay que dar una lección a ese hijoputa de Pearson —afirmó—. Ese sargento cabrón me llamó negro apestoso delante de los hombres. Pearson dejó que se marchara tan campante. ¡Te lo puedes creer, yaar, el maricón me echó la culpa a mí! La única manera de acabar con estas cosas es mantenernos unidos.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Creo que deberíamos boicotearle.
—Se trata del ayudante, Hardy —le recordó Arjun—. ¿Cómo vamos a boicotearle? Sé razonable.
—Hay modos de que le llegue el mensaje —replicó airadamente Hardy—. Pero eso sólo puede hacerse cuando sabes de qué lado estás.
Poniéndose bruscamente en pie, salió del camarote.
El Nuwara Eliya esperó dos días frente a la costa, mientras otros nueve buques se reunían en el puerto. Se rumoreaba que un submarino alemán acechaba en las cercanías y se asignó a los buques una escolta de dos destructores, un mercante armado y un crucero ligero. Cuando al fin zarpó, el convoy puso rumbo oeste, hacia el sol poniente. Su destino seguía siendo desconocido; no tenían idea de si al final iban a Oriente o a Occidente.
En Bombay, el comandante había recibido un sobre cerrado que debía abrir exactamente veinticuatro horas después de zarpar. Llegado el momento, Arjun y el resto de los oficiales se congregaron en un comedor de la cubierta superior del Nuwara Eliya. El comandante abrió el sobre con sus habituales gestos pausados, levantando la solapa con una navaja. Los oficiales esperaban en un silencio expectante. Arjun sintió que las palmas de las manos se le llenaban de una humedad pegajosa.
Entonces, por fin, el comandante alzó la vista con una tenue sonrisa. Puso el papel delante de sus ojos y leyó en voz alta:
—Este buque va rumbo a Singapur.
Arjun salió a cubierta y vio que Hardy ya estaba allí, apoyado sobre la borda, tarareando una melodía en voz baja. Tras ellos, la blanca cinta de la estela del buque había empezado a describir una curva mientras el convoy cambiaba lentamente de rumbo.