CAPÍTULO 2
Clases particulares
—¿En serio lo has hecho?
—En serio.
—Pero… ¿de verdad?
—¡Que sí!
—Pero… ¿defensa personal?
—Bueno, no sé exactamente qué arte marcial aprenderé.
—¿Y vas a hacerlo de verdad?
—Que te he dicho que sí. ¿Azúcar? —le pregunto, alzando el azucarero.
—Estoy a dieta. ¿Pero en plan, digo que voy, pero luego me desinflo y al final se me pasa la tontería? ¿O en plan verdad verdadera?
—¿A dieta? ¿Tú? Verdad verdadera.
Me mira fijamente mientras sorbe su café, escudriñando mi expresión, buscando cualquier indicio de flaqueza.
—Estoy controlando los niveles de azúcar. No serás capaz…
—¿Y qué me dices del donut que te has zampado hace cinco minutos? Sí seré capaz.
—He decido controlarme hace cuatro minutos. ¡Qué fuerte! ¡¿Y cuándo empiezas? —me pregunta cuando parece haberse convencido.
—Aún no lo sé. Simon me tiene que llamar.
—¿Quién es Simon?
—El profesor que me va a enseñar…
—¿Y te va a llamar el profesor? No es muy normal, ¿no?
—Es que el tipo de clases que quiero, no existen como tal, así que tendré que tomar algo así como… clases particulares, y Simon me tiene que llamar para decirme cuando le viene bien y…
—¡Ah, amiga! ¡Ahora lo entiendo todo!
—¿Perdona?
—¿Qué tipo de clases quieres tú? —me pregunta casi gritando, mientras mueve las cejas arriba y abajo
—Nat, corta el rollo —le pido, echando rápidos vistazos a Mike, que desayuna mirando la televisión, aparentemente ajeno a nuestra conversación, hasta que gira la cabeza de sopetón y nos mira.
—No os preocupéis por mí… Hace tiempo que aprendí a pasar de vosotras cuando os ponéis a parlotear.
—¿Ves qué bien? —me pregunta Nat, justo antes de dar unas palmadas en la cabeza de Mike, como si fuera un perro—. Buen chico…
—No estoy muy segura de que sea normal que un niño de catorce años le hable así a su madre…
—Yo tampoco tengo claro que sea muy normal que una madre se apunte a clases particulares de defensa personal para ligarse al profe.
—¡Míralo él, qué listo! ¡Lo atento que está cuando quiere…! —comenta Nat.
—¡¿Atento?! ¡Pero si no se ha enterado de nada! —digo señalándole mientras veo cómo se levanta, mete el bol vacío dentro del fregadero y se pierde por el pasillo, sin inmutarse—. Me odia desde que le conté la verdad acerca de su padre.
—Es solo una fase.
—¿Así que no niegas que me odie?
—Odiar es una palabra algo fuerte… Quizá sería mejor decir que le caes algo gorda…
—¿Crees que hice bien contándole la verdad acerca de su padre?
—¡Pues claro que hiciste lo correcto! ¡No podía pasarse la vida entera teniéndole en un pedestal y creyendo que el motivo por el que no le veía era porque trabajaba mucho! No era justo que ese malnacido se llevara ningún mérito…
—Pero quizá sí era justo para Mike…
—Lo superará. Ahora, descríbele.
—¿Qué?
—Que le describas.
—¿A quién?
—¡A quién va a ser! ¡A Simon!
—Ah… Pues es… No sé… Normal… Treinta o treinta y pocos… Alto… No sé…
Mi teléfono móvil empieza a sonar, obligándome a desviar la atención hacia él.
—¿Quién te llama a estas horas de la mañana?
—Ni idea… Será alguna alumna de mis clases… —digo justo antes de descolgar—. ¿Diga?
—Hola. ¿Chloe?
—Eh… Sí… ¿Quién eres?
—Soy Simon, del gimnasio.
En cuanto escucho esas palabras, abro los ojos como platos y giro la cabeza hacia Nat, a la que pillo con el segundo donut a medio camino de su boca.
—Ah… Hola… —le saludo con el mejor tono de indiferencia que puedo poner.
—La llamaba por el tema de las clases…
—Ajá…
—¿Está interesada aún…?
—¡Sí, sí, por supuesto! —contesto de forma precipitada, echando por tierra mis intentos de no parecer una loca desesperada.
—Pues esta tarde tengo un hueco… Pero tendría que ser sobre las siete de la tarde… ¿De siete a ocho le va bien?
—De siete a ocho… —Es algo tarde, y tendría que dejarle la cena preparada a Mike, pero no quiero perder esta oportunidad… de aprender defensa personal, claro está— Hoy es viernes, ¿verdad?
—Sí —me contesta él al otro lado mientras veo que Nat asiente también con la cabeza, aún no muy interesada en mi conversación, seguramente pensando que hablo con alguna de mis clientas.
—Vale, a las siete estoy libre.
—Genial, entonces.
—¿Nos vemos en el gimnasio?
En cuanto las palabras salen de mi boca, Nat me mira. Incluso se le resbala el donut de la mano.
—Allí estaré. Venga con ropa cómoda.
—De acuerdo.
—Ah, y… El número desde el que le llamo, es el mío… Por si se lo quiere guardar… Por si le surgiera algún problema, o duda, o… lo que sea.
—Muy bien. Me apunto su número —digo a conciencia de que ese comentario rematará a Nat—. Nos vemos luego. Adiós.
—Adiós.
Cuelgo y me levanto de la silla. Enjuago mi taza vacía y la meto dentro del lavaplatos. Luego hago lo mismo con el vaso de Mike, con toda la parsimonia del mundo. Incluso limpio con un trapo húmero algo de leche derramada sobre el mármol. Hasta que me doy la vuelta y me topo con Nat, que me espera con cara de mala leche y los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Y bien…?
—Nada, que esta tarde empiezo mis clases de defensa personal…
—Qué rápido te ha hecho un hueco en su apretada agenda, ¿no?
—Bueno… Eso dice mucho de él…
—Ya lo creo que sí.
—No todo el mundo tiene la misma mente sucia que tú.
—No, claro que no… ¿Y no es un poco temprano para llamarte?
—Se querría asegurar de que no hiciera planes…
—Claro, claro… —contesta poniendo los ojos en blanco.
En ese momento, Mike aparece con la mochila colgada de un hombro y el monopatín en una mano.
—¿Te vas ya, cariño? —le digo mientras me acerco a él, huyendo de las preguntas inquisitivas de Nat.
—Ajá.
—¿Tienes dinero para el almuerzo?
—Me queda algo de lo de ayer…
—Toma algo más —digo tendiéndole otro billete de diez dólares. Últimamente parece que intento comprar las sonrisas de mi hijo, y es así, aunque en realidad no me sirve de nada—. Oye… Esta tarde tengo que dar una clase a las siete… Llegaré algo más tarde… Te dejaré la cena hecha… ¿Hace falta que llame a Sally o te apañas hasta que yo llegue…?
—Me apaño.
—De acuerdo, cariño. Adiós. —Me da un beso, o lo que es lo mismo, acerca su mejilla a mi cara para que yo se lo dé, y enseguida se marcha—. ¡Te quiero!
La puerta se cierra a su espalda segundos después. Agacho la vista al suelo y resoplo resignada.
—¿Esta tarde tengo que dar una clase? —me pregunta Nat, mirándome con una ceja levantada—. ¿En serio? Pues no serán tan inocentes tus intenciones cuando le mientes a tu hijo…
—No tengo ganas de darle explicaciones… Ya has visto qué opinión tiene acerca de que su madre reciba clases de defensa personal…
—A su edad, todo lo que hace su madre le parece bochornoso…
—¡Déjale de defenderle ya! ¡Que soy tu amiga!
—¡Y él mi sobrino postizo!
—¡Aaaah! —Doy un grito desesperado al sentirme impotente—. Me voy a dar mi primera clase.
—¿Dónde te toca?
—En la Residencia de la Tercera Edad de Chelsea.
—Ah, ahí paso de acompañarte. No hay nadie aprovechable —comenta dejándose caer en mi sofá con el mando a distancia en la mano.
—No te creas… Hay bastante viudo…
—¿Alguno menor de sesenta años?
—Me temo que no.
—Pues paso.
—Oye… ¿Y no tienes nada que hacer? —le pregunto, ya con mi esterilla debajo del brazo y las llaves en la mano.
—No.
—¿En serio no tienes ningún perro que sacar a pasear?
—Sí, pero sus dueños no están en casa para comprobar si llego a las ocho o a las diez, y mis clientes no se van a quejar…
≈≈≈
No he parado en todo el día, yendo de un lado a otro para llegar a tiempo de dar todas mis clases. Me desplazo a residencias de la tercera edad, a colegios, a empresas que quieren para sus empleados un rato para relajación o incluso a casas particulares… Ese es el secreto de mi éxito, pero también la causa de que acabe el día tan agotada.
Lo bueno es que, con tanto ajetreo, no me ha dado tiempo de prepararme mentalmente para esto, y ahora que estoy a punto de llegar al gimnasio, reconozco que estoy nerviosa. Nerviosa por las clases, claro está. No por otra cosa…
A través de los auriculares del teléfono, escucho que me llega un mensaje y saco el móvil del bolsillo del chaleco.
“Exijo una foto del profesor karateca”
“Sí, claro. Entro y le digo que pose para enviarle una foto a mi amiga… ¡No te jode!”
“También puedes hacerte una selfie…”
“Voy a aprender defensa personal, no a ligar. Me lo voy a tomar en serio”
“Has pasado por casa a ducharte y cambiarte de ropa. A mí no me mientas”
“Es una simple cuestión de higiene personal”
“¿Ducharse para volver a sudar? Seguro que te has puesto hasta perfume”
“Piensa lo que quieras. Te dejo que estoy en la puerta”
“Sobre todo, que te agarre bien… Tú verás si luego quieres aprender a zafarte o hacerte la tonta…”
Guardo el teléfono en el bolsillo, chasqueando la lengua al tiempo que, sin pensarlo, entro en el gimnasio. Cuando me doy cuenta de ello, me freno en seco. El ruido de la puerta al cerrarse a mi espalda me delata, y Simon y Melissa me miran. Los dos están detrás del mostrador, charlando. Ella ya lleva puesta la chaqueta, con el bolso colgado del hombro, a punto para irse. Él va con un pantalón de chándal gris y una sudadera negra con capucha, sin el uniforme blanco que me impuso tanto respeto.
—¡Hola! Ya pensaba que se rajaba…
—Ni lo sueñe… —contesto.
Nos mantenemos la mirada durante unos segundos, hasta que Melissa nos interrumpe.
—Nos vemos mañana, Sy. Acuérdate de poner la alarma.
—Hasta mañana, preciosa.
En cuanto ella, sale por la puerta, algo que le lleva más tiempo del que cabría esperar, Simon me mira sonriendo y, con las manos en los bolsillos de la sudadera, mueve la cabeza hacia una de las salas.
—¿Empezamos?
—Soy toda suya.
Al instante, levanta una ceja y asiente con la cabeza. Gracias a Dios, se da la vuelta y empieza a caminar mientras yo le sigo de cerca, maldiciéndome. ¿Soy toda suya? Por el amor de Dios… Es tal mi afán de aparentar que la situación no me afecta nada de nada, que digo las cosas sin procesarlas antes.
Entramos en una sala con el suelo de madera, cuyo centro está acolchado, formando una especie de tatami. En una esquina hay un saco enorme colgado del techo. Es de esos con los que me parece que entrenan los boxeadores. Cuando lo toco, me doy cuenta de que es bastante más duro y pesado que como me lo imaginaba. Luego camino al lado contrario de la sala, hacia una especie de tronco de madera del cual sobresalen unos cuantos palos. Es rígido y está desgastado en algunos puntos.
—Por ahora nos lo tomaremos con calma… —le escucho que dice a mi espalda.
Me doy la vuelta y le descubro en mitad suelo acolchado, aún con las manos metidas en los bolsillos, señalando hacia el tronco de madera con la cabeza. Me acerco a él, recogiéndome el pelo con una goma.
—De acuerdo. ¿Y ahora qué…? —le pregunto, muy resuelta.
—Pues teniendo en cuenta que nos vamos a dar de hostias, empezaremos por tutearnos. ¿Qué te parece, Chloe?
—Me parece bien, Simon —contesto con una sonrisa tímida.
—Simon o Sy, como prefieras.
—Como aún no nos hemos pegado, empezaremos con Simon.
—Me parece bien.
—¿Por dónde empezamos? —insisto.
—Explicándome qué te pasó.
—¿Perdona?
—Sí… ¿Qué te pasó exactamente para tomar la decisión de tomar unas clases?
—Ya te lo expliqué…
—Muy por encima. Quiero que me lo cuentes dándome detalles.
—No he venido aquí para charlar…
—Si no sé de qué te quieres proteger, no sé qué enseñarte… Necesito saber qué pasó, qué desencadenó todo…
—Pero…
—Chloe, si no confías en mí, no sé cómo puedo ayudarte. —Rehúyo su mirada por un rato, sopesando sus palabras y decidiendo qué hacer—. Tampoco hace falta que me expliques qué estabais haciendo ni nada por el estilo, no necesito tantos detalles…
—Estábamos en una reunión de antiguos alumnos del instituto… Y me lo estaba pasando bien. Charlamos durante mucho rato, congeniamos como hacía años… Él fue mi novio en el instituto durante… dos cursos o así… Entonces me besó, pero la cosa se puso muy… intensa y le pedí que me sacara a bailar. Pero entonces volvió a la carga y le quise detener poniendo la excusa de que no era el lugar adecuado y me llevó fuera… Y allí me… arrinconó contra el coche y…
—Vale. Entendido —dice sacándose la sudadera por la cabeza. La camiseta se le sube un poco, mostrando parte de su estómago. Si Nat estuviera aquí, diría algo así como que podría rallar queso en él. A mí no se me ocurre nada ingenioso que decir, bastante tengo con no salivar—. Vamos a calentar un rato.
Hacemos varios estiramientos con los brazos y luego con las caderas y piernas. Empiezo a sudar, y solo estamos calentando, así que casi colapso cuando vuelve a hablar:
—De acuerdo, ahora quiero que empieces a correr en círculos y a mi señal, cambiarás el sentido. ¡Ya! —Tardo un rato en reaccionar—. ¡¿A qué esperas?! ¡Corre!
Lo hago, al principio lento, pero sus gritos constantes me apremian y me hacen aumentar el ritmo.
—¡Cambio! —De nuevo, tardo un rato en hacer lo que me pide—. ¡He dicho cambio! ¡Tienes que estar más atenta, Chloe! ¡Porque ahora te pediré que te agaches cuando te lo ordene! ¡¿Me has oído?!
—¡Sí, sí, sí! —contesto mientras cambio el sentido sin dejar de correr.
—¡Abajo! —Me agacho de inmediato, o casi—. ¡Arriba! ¡Sigue, sigue!
—¡No entiendo…!
—¡No malgastes tu aliento hablando! ¡Te entrará flato! ¡Cambio!
Llevo un buen rato corriendo, agachándome cuando me lo pide, cambiando de sentido. A pesar de mi trabajo, no estoy acostumbrada a tanto esfuerzo físico, así que ya empieza a faltarme el aliento.
—¡Abajo! ¡Arriba! ¡Cambio!
Y de repente, siento cómo me levantan en volandas y mi espalda toca contra la pared. En un acto reflejo, cierro los ojos y me cubro la cara con ambas manos. Los oídos se me taponan hasta el punto de que solo puedo escuchar mi respiración jadeante y los ecos de los latidos desbocados de mi corazón.
—¿Así? —Escucho su voz a lo lejos—. ¿Así fue cómo te arrinconó?
—Déjame… —le imploro casi susurrando.
—No.
—Por favor…
—No.
En vez de alejarse, agarra mis manos y me fuerza a ponerlas contra la pared, a ambos lados de mi cabeza. Entonces siento su aliento muy cerca y, aún con los ojos cerrados, giro la cabeza.
—Chloe, yo no voy a hacerte daño, pero tu deberías habérmelo hecho a mí —me dice entonces, justo antes de soltarme.
Me abrazo el torso y entonces me doy cuenta de que mis piernas no pueden aguantar el peso de mi cuerpo, y me dejo resbalar por la pared hasta quedarme hecha un ovillo. Simon se agacha frente a mí, apoyando los codos en sus rodillas.
—Te he sometido a una situación de estrés para luego cogerte despistada. Y me sabe mal decirte que lo he conseguido muy fácilmente. A ver, no me malinterpretes, mi entrepierna te agradece que no hayas podido actuar, pero lo suyo sería que lo hubieras hecho. De cualquier forma, con una patada en la entrepierna o en la espinilla, un empujón, o incluso un escupitajo. ¿Me entiendes?
Asiento y levanto la cabeza lentamente, con timidez, hasta que nuestras miradas se encuentran. Sin decir nada, me tiende su mano y cuando se la agarro, me ayuda a levantarme.
—Cuando te veas en esa situación, cuando te sientas acosada, o cuando no te apetezca hacer algo y un tipo te fuerce a hacerlo, no puedes reaccionar cerrando los ojos y girando la cara. Tienes que darle duro.
—Lo sé… Pero no me sale… —contesto mirando al suelo de nuevo. Me cuesta mantenerle la mirada durante largo rato.
—Pues entonces, tal y como yo lo veo, tienes dos opciones: dejar que te enseñe algunas cosas, o llevarme contigo a todas partes —Le miro a los ojos, sorprendida, y entonces, cuando ve que tiene toda mi atención, vuelve a la carga—: Y que conste que a mí no me importaría, pero no creo en eso de que un hombre y una mujer pueden ser simplemente amigos, y entonces tendríamos que salir juntos… O acostarnos, si no quieres llegar a ciertos niveles de compromiso…
Se calla y me mira apretando los labios y levantando las cejas. Se encoge de hombros en un gesto cómico, y entonces se me escapa la risa. Es liberadora, porque de repente siento como si toda la tensión se esfumara de mi cuerpo. Simon sonríe satisfecho.
—Yo no voy a hacerte daño de forma deliberada, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Pero sí voy a emplearme a fondo y no voy a ponerte las cosas fáciles, porque los tipos de los que te quieres defender tampoco lo van a hacer. ¿Entendido?
—Estoy preparada.
—Bien. Vamos a empezar con cosas básicas. Agarres. Por regla general, nosotros tenemos más fuerza que vosotras, y si te agarran de la muñeca con fuerza, por ejemplo —dice mientras me la agarra—, por más que tires, no podrás zafarte. ¿Qué se te ocurre que puedes hacer?
—¿Rodillazo en la entrepierna?
—Inténtalo.
—¿Cómo…?
—Hazlo. —Le obedezco, aunque sin mucha convicción. Simon se pone de lado y me esquiva sin dificultad. Además, aprovecha para retorcerme el brazo en la espalda y rodear mi pecho con su brazo libre—. Error.
Vuelve a soltarme y a colocarse como al principio. Pienso mi respuesta durante un rato, moviendo el brazo para intentar ver cómo zafarme, hasta que él dice:
—¿Y si intentas retorcer mi brazo? Es decir, si giras tu cuerpo rápidamente, retorcerás mi brazo y me obligarás a aflojar mi agarre y… —Le hago caso y consigo escapar. Orgullosa de mí misma, le miro ilusionada—. Perfecto. Vamos a hacerlo de nuevo…
≈≈≈
Para mi asombro, la hora de clase me pasa volando. Incluso cuando nos damos cuenta, pasan diez minutos de las ocho. Debería volver a casa lo antes posible, ya que Mike debería irse a la cama en breve.
—¿Y bien? ¿Qué te ha parecido? —me pregunta mientras se pone la sudadera de nuevo.
—Bien. Me ha gustado.
—¿Querrás repetir?
—¡Claro! Pero no me has dicho cuánto me vais a cobrar por las clases, ni cuándo puedo venir…
—Bueno… Digamos que puedes venir cuando yo esté libre, y como eso no sucede siempre el mismo día y a la misma hora, tendremos que adaptarnos, si a ti no te importa…
Pienso en mi único inconveniente para ese plan: Mike.
—Bueno, siempre y cuando me avises con algo de antelación para podérmelo montar con… —lo sopeso durante unos segundos, pero entonces me doy cuenta de que, si aún no le tengo la suficiente confianza como para llamarle Sy, tampoco la tengo para confesarle que tengo un hijo—, el trabajo.
—De acuerdo. ¿De qué trabajas?
—Soy instructora de yoga.
—¿De veras? Pues debes explotar tu elasticidad.
—¿Dónde? —pregunto, arrepintiéndome al instante, aunque tarde.
—Se me ocurren varios lugares donde la elasticidad es un punto a favor, pero mejor voy a responder que me refiero al ámbito de la defensa personal. Para que no te lleves una mala impresión de mí…
Consigo disimular la rojez de mi cara porque le doy la espalda rápidamente, caminando hacia la salida, mientras él va apagando todas las luces del gimnasio. Cuando sale, ya estoy algo más serena y dispuesta a no darle más opciones a pensar en dobles sentidos, incluso no abriendo más la boca, si fuera necesario.
—¿Vives cerca?
—Sí. A menos de diez minutos.
—Si quieres, no me cuesta nada acompañarte.
—No, tranquilo. No hace falta —contesto mientras me abrazo el cuerpo con ambos brazos. Me los froto, como si de repente tuviera algo de frío.
—De acuerdo…
—¿Me llamas, entonces?
—Claro.
—Bien —contesto mientras doy un par de pasos hacia atrás. Levanto la palma de la mano y luego señalo calle abajo—. Yo me voy por aquí.
—Qué casualidad… Yo también —me informa entonces.
—Ah, pues vale…
Se coloca a mi lado y caminamos en silencio. Cada vez que llegamos a una esquina, le miro de reojo, pero parece seguir la misma ruta que yo.
—Entonces… ¿eres soltera…? Espera, ¿tenemos la suficiente confianza para poder preguntarte eso?
—No sé… —contesto pensándolo durante un rato, siguiendo su juego—. Supongo que sí.
—¿Supones que puedo preguntártelo o que estás soltera?
—Sí. Definitivamente. —Río a carcajadas—. Estoy soltera. ¿Y tú?
—Supongo que también —contesta encogiéndose de hombros y dibujando una expresión escéptica en la cara.
—Asegúrate de que ellas lo tengan algo más claro que tú.
—Gracias por el consejo.
Avanzamos unos metros más, en silencio, hasta que empiezo a ver mi edificio.
—Vivo ahí.
—Vale.
—¿Y tú? ¿Te queda mucho para llegar a la tuya?
—Un rato. Vivo como a unos… veinte minutos de aquí, en esa dirección —me contesta cuando nos detenemos frente a mi portal. Mete las manos en los bolsillos del pantalón de chándal y mira en la dirección por donde hemos venido.
—¡Pero te dije que podía venir sola!
—Lo sé, pero…
—Sé que es pronto para confiar en mis habilidades ninja, pero créeme, llevo treinta y cinco años arreglándomelas sin ti.
—Unas veces mejor que otras, según tengo entendido —me replica mientras yo me cruzo de brazos, algo cabreada—. Y ya que sacas el tema, ¿treinta y cinco años?
—Sí, ¿algún problema?
—No, para nada. Siempre me gustaron mayores.
—No cambies de tema —le pido, aún con sus últimas palabras resonando en mi cabeza.
—Me apetecía caminar. ¿Contenta?
—No.
—Vale, pues… Mis padres me enseñaron a ser caballeroso con las damas. ¿Mejor? —Sigo de brazos cruzados, aparentando seriedad, pero su aspecto de pícaro caradura, me desarma—. Digamos que las clases incluyen el servicio de acompañamiento también.
—¿Y tienen algún extra más que no me hayas comentado? —me atrevo a preguntarle.
—Puede que se me ocurra alguno más sobre la marcha, pero no te preocupes, entran en el precio.
—Precio que, por cierto, no me has dicho aún…
—Aún tengo que calcularlo… Ya sabes… No sé cuántas clases voy a poder darte, y también tengo que contar el plus de nocturnidad…
—¿Quieres decir que cuanto más tarde, más caro me va a salir?
—No necesariamente —contesta moviendo las cejas arriba y abajo.
Se me vuelve a escapar la risa, y aunque al principio intento disimularla mordiéndome el labio inferior, al rato desisto y decido mostrársela abiertamente. Simon me observa durante un buen rato. Veo cómo pasea su vista por toda mi cara, hasta que al final agacha la mirada al suelo.
—Te llamaré.
—Esperaré tu llamada. ¿Puedo salir de casa sin ti? Lo digo porque tengo que dar varias clases…
—Está bien, pero tienes que estar de vuelta antes de que se ponga el sol…
—¿Me impones un toque de queda?
—Sí, al menos hasta estar seguro de que tus rodillazos en las pelotas son temidos en toda la ciudad.