CAPÍTULO 5
Malgastando el tiempo a tu lado
Llevo cerca de una hora intentando conciliar el sueño. Intento dejar de pensar y relajarme, pero me resulta imposible. Recuerdo una y otra vez todas sus palabras, todas las frases que hemos intercambiado, todas las miradas que nos hemos echado… Incluso tengo grabados en mi memoria los silencios que se han formado entre los dos.
Siento que esta experiencia me está cambiando, pero no solo por la gente de aquí, capaz de ser feliz con prácticamente nada, sino también por Max. Su capacidad para preocuparse solo de lo verdaderamente importante, su generosidad a cambio de nada, su manera de sobrellevar su enorme hándicap y no hacerse el mártir por culpa de ello… Max me abruma en el buen sentido de la palabra y, aunque hago verdaderos esfuerzos por no parecer vulnerable frente a él, un simple gesto suyo me desarma, un inocente desaire me mosquea hasta límites insospechados, una sonrisa hace temblar todo mi cuerpo…
Lo peor es que, conforme le conozco, me enamoro más y más de él. Y eso no es bueno, porque se acerca el día en el que tenga que despedirme de él, seguramente para no verle más, y me veré obligada a tener que olvidarle.
Entonces, escucho el ruido de un coche en el exterior, seguido de un fuerte frenazo y unos gritos. Me incorporo justo en el momento en el que Max, vestido con un pantalón largo y una camiseta sucia de manga corta, traspasa la cortina que separa la tienda de la enfermería donde él duerme.
—No te muevas… —me dice señalándome con un dedo mientras se precipita al exterior.
Le escucho hablar en francés, y luego los mismos gritos de antes. Me pongo en pie lentamente, acercándome sigilosamente a la entrada de la tienda. Miro a través del hueco de la cremallera y veo a Max con los brazos alzados, apostado frente a un todoterreno tipo ranchera desde la cual le apuntan tres hombres con un rifle cada uno. Dentro de la cabina hay un par de hombres más, ambos con mirada amenazante. Ahogo un grito, llevándome una mano a la boca, justo en el momento en que se empiezan a escuchar llantos de fondo. Los hombres parecen cada vez más nerviosos, y amenazan empuñando el rifle hacia algunas de las casas.
—¡S'il vous plait…! ¡Je vous prie…! —grita Max—. ¡Il n'y a rien ici qui pourraient vous intéresser…!
Los hombres gritan de nuevo, empuñando el arma hacia él, al tiempo que algunos de los hombres del poblado se acercan para intentar ayudar a Max. Este les pide rápidamente que se alejen, y entonces una de las armas se dispara. Como un resorte, doy un paso al frente y salgo de la tienda.
—¡No! —grito.
Max gira la cabeza hacia mí y, con expresión de puro pavor, me grita:
—¡Ash, vuelve dentro!
—¡No les hagáis nada! —insisto, totalmente fuera de mí.
Uno de los tipos se baja del todoterreno y empieza a acercarse a mí, pero entonces Max se interpone en su camino. Le pide algo, justo antes de recibir un golpe en la cara con la culata del rifle.
—¡No…! —vuelvo a gritar.
El tipo, al ver que Max no se rinde y sigue intentando frenarle, le golpea en la boca del estómago, provocando que se incline hacia delante, para luego volver a pegarle de nuevo en la cara. No contento con ello, cuando yace en el suelo, le patea sin descanso. Max se las apaña para mirarme y negar con la cabeza, prohibiéndome hacer nada. El miedo me atenaza y me impide moverme, o puede que sea porque le obedezco ya que confío plenamente en él. Lo único que soy capaz de hacer es llorar. Afortunadamente, el tipo se cansa de golpearle y, con una sonrisa de superioridad en la cara, se acerca a mí.
—Bonne nuit ma chérie —me susurra, echándome el aliento.
—Por favor… No le haga daño... —le pido—. ¿Qué quieren?
—Vous êtes très intelligent, plus que votre ami…
—No le entiendo… Je ne comprends pas… —digo, recordando las pocas palabras que sé decir en francés.
—Queremos medicina —me informa en un inglés bastante correcto—. Toda.
—Pero… No… —balbuceo mirando a Max, que empieza a incorporarse con mucho esfuerzo—. Las necesitamos.
—Nosotros también.
—No… Toda no… —consigue articular Max, caminando hasta nosotros. A pesar de la oscuridad, gracias a los faros del coche veo que tiene la cara ensangrentada—. Os daremos la mitad.
Los tipos ríen a carcajadas mientras Max aprovecha para colocarse frente a mí, protegiéndome. En un acto reflejo, alargo los brazos para agarrarle de la camiseta.
—Todas o les ordeno que disparen… —contesta, apuntando a las casas de adobe con el rifle.
Max resopla con fuerza y entonces se rinde. Siento cómo su cuerpo se desinfla y agacha los hombros. El tipo lo nota y le empuja hacia el interior de la tienda, conmigo aún agarrada a su camiseta.
—Chica se queda aquí —dice el tipo que lleva la voz cantante, presumiblemente el cabecilla de todos ellos.
Hace una señal con la cabeza y al instante se apea del coche uno de sus compañeros, que se coloca a mi lado, agarrándome del brazo. Observo cómo el tipo conduce a Max hacia la tienda, mientras este se gira para comprobar que yo estoy bien. Entorna los ojos y hace un leve movimiento de cabeza, negando tímidamente para quitarme de la cabeza cualquier posible idea de hacerme la heroína.
Cuando les pierdo de vista, miro discretamente alrededor. Nadie sale de sus casas, e incluso los llantos de los niños y algunas mujeres se han acallado ya. Parecen acostumbrados a este tipo de sucesos, algo que, por otra parte, no me parecería descabellado a tenor de la rápida reacción de Max en cuanto se oyó el ruido de los neumáticos en la tierra.
En cuanto veo a Max de nuevo, caminando con esfuerzo mientras se agarra el estómago, me doy cuenta de que he estado aguantando la respiración hasta ese momento. Ladeo la cabeza y siento cómo el labio inferior me tiembla hasta el punto de que me lo tengo que morder para frenarlo. El tipo camina detrás de él, apuntándole con el arma, con la mochila de Max colgada de uno de sus hombros.
—¿Estás bien? —me pregunta Max cuando se detiene a mi lado.
A pesar de todo, Max me agarra del antebrazo y se pone frente a mí, empeñado en protegerme a pesar de estar malherido.
—Un plaisir —nos dice el tipo, inclinando la cabeza de forma burlona mientras se aleja de nosotros de espaldas.
≈≈≈
En cuanto los tipos se largan, todo a nuestro alrededor cobra vida. La gente sale de sus casas y se arremolinan a nuestro alrededor. Max parece de repente agotado, como si hubiera estado haciendo ver que no estaba tan mal como está en realidad. Y me asusto, mucho, sobre todo cuando sus rodillas ceden y cae de bruces al suelo.
Entre varios hombres le llevan a la enfermería y le tumban en una camilla. A falta de médico, el cual yace estirado y malherido, Mariam, la anciana a la que todos le otorgan poderes sobrenaturales, se erige como la voz cantante. Echa a muchos de los que están en la enfermería para trabajar de forma más cómoda.
—¿Où ça fait mal? —le susurra a la oreja.
—La costilla… —balbucea Max, con los ojos cerrados y la frente empapada en sudor.
Le da unas cuantas consignas a su sobrina, la cual corre hacia fuera, justo antes de volverse a acercar a Max. Luego, demostrando una agilidad inusitada, Mariam rasga la camiseta de Max dejando a la vista unos feos hematomas que empiezan a aparecer en su pecho y sus costillas.
—Viens ici —me pide.
A pesar de que estoy aterrada, le hago caso de inmediato. Me pone en la mano una toalla empapada en agua y me indica con gestos que la pase por su cara. Lo hago, empezando por su frente, hasta ahora empapada en sudor, para luego seguir por sus pómulos. Aquí froto con más delicadeza cuando veo que hace una mueca de dolor.
—Shhhh… Tranquilo… —susurro mientras los dedos de mi mano libre acarician su frente con cariño—. Te vas a poner bien…
Una mujer me acerca un cuenco para que vaya mojando la toalla.
—Merci —digo sin pensar, volviendo enseguida a mi tarea encomendada.
Después de limpiar sus pómulos, me dirijo a la nariz, la cual sangra de forma abundante, y a la boca, donde observo un labio partido. Le miro preocupada mientras le limpio con cuidado. Entonces, Mariam se coloca a mi lado, junto a su sobrina, y unta su estómago con un ungüento parecido al barro. Es algo poco ortodoxo, pero ella parece bastante segura de sí misma. Además, después de echar un vistazo y ver vacías las estanterías donde Max guardaba los medicamentos y utensilios médicos, tampoco es que tengamos muchas más opciones.
—Mariam está aquí y te va a curar… —le informo sin dejar de acariciarle la frente.
Después de aplicarle el ungüento, se acerca a un armario y saca unas pocas vendas, las pocas que parecen haber sobrevivido al saqueo. Pide ayuda a unos hombres del exterior para incorporar levemente a Max, y tras vendarle todo el torso, pide que le estiren de nuevo.
—Il doit reposer —me informa apoyando una mano en mi antebrazo, en un gesto cariñoso.
Acto seguido, las dos salen de la tienda y nos dejan solos. Acerco una silla y me siento a su lado. Le tapo con una fina manta y le observo. Me limito a eso, a eso y a acariciarle el pelo y la frente. Poco después, me quedo algo más tranquila al escuchar que su respiración se ha vuelto más pausada y relajada, signo inequívoco de que se ha dormido. Y entonces, quizá movida por un impulso, o puede que bajando la guardia después de un momento de tensión, le susurro:
—Te quiero a tú.
≈≈≈
Me he tirado los dos últimos días sentada al lado de Max. Remojando su cara cuando le subía la fiebre, ayudando a Mariam durante las curas, o simplemente acariciándole para que se sienta acompañado.
—Hola… —escucho su voz ronca.
—Eh… —le respondo sonriente, apartando la mano de su frente y dejándola en mi regazo.
—¿Cuánto llevo aquí?
—Dos días.
—¿Cuánto llevas tú aquí?
—Bueno…
—Deux jours —interviene Mariam, confesando la verdad que a mí me daba vergüenza admitir.
—Qué manera de desperdiciar tus últimos días aquí… —dice mientras esboza una mueca de dolor al intentar moverse.
—No sé si es buena idea que… —intento decirle al ver que empieza a incorporarse, hasta que tanto Mariam como yo nos damos cuenta de que no va a desistir en el intento y decidimos acercarnos para ayudarle.
Se queda sentado encima de la camilla y mueve la cabeza a un lado y a otro. Luego se palpa las costillas, como si se estuviera haciendo un reconocimiento a sí mismo.
—¿Qué mierda es esta, Mariam? —le pregunta al olerse la mano.
—Ce que vous a fait —le responde ella.
—¿Estás segura de que esto me ha curado?
Mira a Mariam, la cual asiente con una sonrisa. Para su sorpresa, yo asiento también, convencida completamente del poder milagroso de ese ungüento con aspecto y olor de abono. No hay más que ver el cambio sustancial que ha sufrido la salud de Max en dos días.
—Es verdad, olvidaba tu inclinación hacia lo esotérico… —asegura guiñándome un ojo al tiempo que se pone en pie.
Le sostenemos mientras se tambalea, y caminamos a su lado cuando él lo hace. Una vez fuera de la tienda, se protege los ojos de la claridad con una mano, mientras pasa el otro brazo por encima de mis hombros, para apoyarse en mí. Mariam se aleja sonriéndome, mientras que el resto de los habitantes del poblado se acercan para interesarse por su estado. Muchos de ellos le cogen de la mano e inclinan su cabeza, agradeciéndole que les salvase de esa gente.
—Necesito sentarme —me dice al cabo de un rato.
—Es que vas tú de valiente, y no puede ser…
—¿Qué será de mí sin tus cuidados cuando te marches?
En cuanto nos sentamos en un improvisado banco fabricado con algunos troncos y piedras, las mujeres se organizan para traerle comida.
—Me parece que te las apañarás bien —le contesto mientras le acerco un plato de arroz.
Le observo engullir, literalmente, hasta que se acaba todo el cuenco, y luego beber un vaso de agua. Llevo dos días memorizando su rostro en mi cabeza, así que puedo asegurar que las heridas de la cara tienen mucho mejor aspecto. Quizá el hematoma del pómulo es el que tiene peor aspecto, y puede que un escáner o resonancia revelaran alguna fisura en el hueso, pero parece que sobrevivirá.
—¿He sido un buen paciente? ¿O me he quejado mucho?
—Bueno… —digo, haciéndome de rogar.
—Oh, Dios… No me digas que has sido testigo de alguno de mis sueños eróticos…
—No, de esos no —contesto riendo.
—Menos mal.
—Tienes mucho mejor las heridas —digo para intentar redirigir la conversación hacia otros derroteros.
—Parece que tus caricias dieron resultado —afirma de repente, dejándome sin habla.
¿Habrá sentido realmente mis caricias? Y si es así, ¿habrá escuchado todo lo que le he dicho? Sin querer, mi expresión se ensombrece de golpe, preocupada y algo avergonzada.
—Tranquila. No suelen venir muy a menudo.
—¿Cuánto es “no muy a menudo”?
—Una vez cada dos o tres meses.
—¿Y siempre es así?
—Casi. Hubo una vez que mataron a un hombre que se quiso interponer en su camino. Así que tengo bien aprendida la lección. Claudicas y les das lo que quieren.
—Pero eso no es justo…
—Tampoco lo es que muera alguien por culpa de un antigripal o una vacuna.
—Pero te han quitado todos los suministros…
—Casi todos. Siempre guardo algo escondido en la tienda donde duermes. Allí nunca buscan porque siempre vienen con prisas y cogen todo lo que está a la vista en la enfermería. Y el resto, se vuelven a pedir.
En ese momento, la pequeña Fati se planta frente a nosotros con un dibujo en las manos.
—Bonjour, ma petite princesse —la saluda Max.
Se acerca y le da un beso en la mejilla. Luego me mira a mí y me tiende el dibujo que llevaba en las manos. En él ha dibujado a dos personas cogidas de la mano y rodeadas de niños. Encima de las cabezas de los dos adultos, están mi nombre y el de Max, escritos con letra mayúscula, bastante pulcra.
—¿Para mí? —le pregunto emocionada mientras ella asiente con la cabeza—. Merci.
—La tienes en el bote —dice Max cuando la vemos alejarse corriendo, parafraseando algo que dije el mismo día que llegué aquí.
—Ella me tiene a mí. De hecho, todos ellos. Todos vosotros, en realidad…
≈≈≈
Todos se han enterado de mi marcha y no paran de hacerme regalos, desde collares y pendientes hechos por las mujeres, hasta dibujos hechos por niños. Algunos hombres me han querido regalar una cabra, la cual he tenido que rechazar por razones obvias… Hemos llegado a entablar una relación bastante cordial a pesar de haber empezado con mal pie, pero no creo que la pobre se acostumbrara a vivir en Nueva York.
—Esto está siendo mucho más duro de lo que yo pensaba… —le digo a Max cuando una de las niñas se aleja después de regalarme un dibujo.
—Me alegro.
—¡Oye…! ¡Pues muchas gracias…! —le increpo dándole un suave golpe en el brazo.
Intenta esquivarme, pero sus movimientos son bastante menos ágiles por culpa del vendaje en las costillas, así que lo único que consigue hacerse es daño.
—Me refería a que me alegro de que te cueste irte —aclara con una mueca de dolor dibujada en la cara—, porque eso querrá decir que esta gente y que este sitio, te han llegado al corazón.
—No te quepa la menor duda… —sonrío.
Nos miramos en silencio, hasta que giro la cabeza y miro alrededor. Hoy es mi último día aquí, así que, como tengo que encargarme de que a Max no se le ocurra hacer locuras como la de ponerse a cavar o a arreglar la débil fachada de alguna de las casas, llevamos un rato sentados fuera de la enfermería, limitándonos a contemplar a los niños jugar. Les hago algunas fotos, y ellos corren automáticamente hacia mí para verla. Es algo que se han acostumbrado a hacer y que les encanta.
—Oye… Mañana no te voy a poder llevar a Bamako… —dice entonces Max—. No puedo conducir…
Tiene razón. No se me había ocurrido hasta ahora. Llevo unos días imaginando cómo será nuestra despedida, y cada vez que lo he hecho, se me encoge el estómago. Incluso he soñado que él me llevaba al aeropuerto y, como en las películas, antes de que yo traspasara las puertas de embarque, él corría a mi encuentro y me daba un beso de los que hacen historia.
—Tranquila, no pongas esa cara que cogerás el vuelo de vuelta a casa. Lo tengo todo arreglado.
De repente, mi última preocupación es coger ese avión de vuelta. Mi cara refleja la tristeza que siento al no poder dejar de pensar en que ese hipotético beso, no se hará posible… Era solo un sueño, pero era mi sueño…
—Mañana temprano vendrán a reponer las medicinas que nos robaron y el mismo chico te llevará al hotel para que cojas las cosas que dejaste allí —prosigue—, y luego te acompañará al aeropuerto.
—Fantástico… —digo esbozando una sonrisa de circunstancias.
—¡Ashley! ¡Ashley! —me llama Fati, corriendo hacia mí.
Se pone a hablarme en francés, muy rápido, tanto que no soy capaz de entender ninguna palabra. Miro a Max en busca de ayuda, el cual la mira sonriendo.
—Quieren prepararte una fiesta de despedida esta noche. Lo que en nuestra sociedad conoceríamos con un “cena, copa y baile” al estilo de aquí. —Entonces vuelve a mirar a Fati y charla con ella, para luego traducírmelo—. Fati está emocionada porque van a dejar que los niños se vayan a dormir más tarde. Y quiere que la veas bailar. Y que te pongas alguno de los collares que habéis hecho.
—Dile que me encantará. —Él se lo dice a ella, y antes de alejarse, me da un beso en la mejilla—. ¿Cena, copa y baile?
—Sí, a su estilo. O sea, arroz con cordero para cenar, dabileni para beber, y baile alrededor de la hoguera mientras las mujeres cantan.
—¿Dabileni?
—Sí, es un té que se hace con hojas secas de hibisco. No hay problema de que te tenga que acompañar borracha a casa —dice guiñándome un ojo.
—Bueno es saberlo… —Y entonces caigo en la cuenta de algo—. Oh, Dios mío. No me digas que van a matar otro cordero en mi honor…
—No creo que les haya dado tiempo de ir al supermercado, así que eso me temo…
—Me odiarán…
—Las supervivientes también harán una fiesta, pero al verte partir mañana.
≈≈≈
La fiesta está resultando muy divertida. Todos se han acercado en algún momento a hablar conmigo, agradeciéndome que haya pasado estos días con ellos. Lo que no saben es que soy yo la que les tengo mucho que agradecer.
Max está algo apartado de mí, hablando con algunos de los niños que le cuentan algo muy emocionados. Entonces, nuestras miradas se cruzan. Sonrío, al menos hasta que el pensamiento de que es mi última noche aquí, cae encima de mí como una losa.
—¡Ashley! ¡La musique! —grita Fati, saltando a mi alrededor.
Y entonces me acuerdo de los altavoces que me traje del hotel. Sabía que a los niños les iban a encantar, y así fue cuando, al llegar al poblado, los conecté vía bluetooth con mi teléfono móvil y escucharon por primera vez canciones que no fueran las cantadas por sus madres. Así pues, me acerco a la tienda a cogerlos y en cuanto salgo, todos los niños se arremolinan a mi alrededor. En cuanto la música empieza a sonar a través de los pequeños altavoces, empiezan a bailar de forma muy cómica. Los adultos les miran divertidos, y algunos de ellos, se les unen.
Max me mira levantando las cejas, y yo le contesto encogiendo mis hombros. Entonces, uno de los niños tira de mi mano y me anima a bailar con ellos. Lo hago durante un rato, incluso cuando varias canciones después, suenan algunas baladas lentas.
Entonces, siento la presencia de Max a mi lado. Le acompaña Mariam, que parece haberle arrastrado tirando de su mano, la cual aún sostiene. Entonces, agarra también la mía y las junta, alejándose segundos después.
—Me parece que quiere que te saque a bailar. ¿Estás libre o tengo que pedir la tanda…?
—Bueno, no quiero hacer enfadar a Mariam…
—Claro… Pero prométeme que no te arrimarás demasiado…
—No sé si podré resistirme… —Aún no sé cómo consigo que el comentario suene irónico, porque en realidad no tengo ni puñetera idea de cómo voy a conseguir no caer en redondo al suelo.
—Por mis maltrechas costillas, digo…
Enseguida siento sus brazos rodeando mi cintura, y sus manos en la parte baja de mi espalda. Intento no titubear mientras rodeo su cuello con las mías, simulando que esto no me está afectando para nada. Cuando su boca se acerca a mi oreja, me veo obligada a agarrarme de su camiseta.
—Tengo que confesarte que se me da fatal bailar, así que no me pidas mucho más que cambiar el peso de un pie a otro…
—Qué desilusión…
—El sentido del ritmo se lo llevaron mis hermanos. Lo siento… Estás bailando con el tipo equivocado…
Ni por asomo, pienso… Estoy justo donde quiero estar, haciendo lo que quiero hacer… O casi. Y, aunque me encantaría besarle y sentir su abrazo, ahora mismo, dejarme mecer en los brazos de Max, en un poblado de Mali, mientras la voz de Aretha Franklin nos envuelve, es justo donde quiero estar y lo que quiero hacer.
—¿Ya lo tienes todo preparado para mañana? —me pregunta. Yo empiezo a asentir bajo su atenta mirada. Sentir sus ojos mirándome de tan cerca es realmente abrumador, así que como no puedo hablar, me conformo con asentir con la cabeza—. Espero que lo tengas más preparado que el reportaje…
Frunzo el ceño, sorprendida, y entonces él se ve obligado a aclararlo:
—Lo digo porque no te he visto tomar notas ni nada por el estilo… Has tomado algunas fotos, pero poco más…
Esta vez, por extraño que parezca, no me tomo el comentario como un ataque contra mí. Tiene razón, no he tomado notas, pero tengo una muy buena razón.
—Tienes razón, pero estaba demasiado ocupada disfrutando de la experiencia como para contarla en un papel. Supongo que decidí… no sé… memorizar cada momento, vivirlo al máximo, para luego, una vez en casa, poder contársela a todo el mundo sin dejarme nada. Me gustaría que, cuando lean el reportaje, la gente llegue a amar este sitio tanto como yo…
De repente, Max se detiene. Levanto la cabeza, le miro a los ojos y le encuentro con una expresión de confusión en el rostro. Me empiezo a preocupar cuando, al rato, agacha la vista al suelo.
—¿Pasa algo? —le pregunto.
—No… —contesta al cabo de un rato—. Es solo que… Es igual… Déjalo…
Me gustaría insistir, pero su cuerpo se pega aún más al mío mientras empieza a mecerme de nuevo, lentamente, y pierdo toda capacidad de raciocinio. De repente, no recuerdo qué quería decirle, y todo el mundo que nos rodea, desaparece. Solo soy plenamente consciente de sus latidos del corazón, los cuales siento rebotar en mi pecho, o de su aliento acariciando mi oído.
—Ash… —susurra a mi oído mientras siento sus dedos apretarse contra mi piel.
No dice nada más, pero no hace falta. Es su manera de darme las gracias por este fantástico mes… Es su manera de decirme que me va a echar de menos… Es su forma de asegurarme que no me va a olvidar… O al menos, eso es lo que mi silencio significa.
≈≈≈
Es muy temprano, poco después de salir el sol, y llevo algo más de media hora despidiéndome de todos. Todos han querido estar presentes, y no paran de abrazarme y acariciarme. Todos menos Max, que está en la enfermería con el tipo que ha venido a reponer los medicamentos, y que luego será mi chófer.
—S’appelle amour.
Mariam se ha plantado frente a mí. Cuando la miro, señala hacia le enfermería. Quiero hacer ver que no la he entendido, pero sí lo he hecho, y ella lo sabe.
—Lo que sientes aquí —dice señalándome el pecho con un inglés poco ortodoxo, pero haciéndose entender a la perfección—. Max te ama. Dile que tú también…
—¿Que yo también…?
—Sí. Que tú también le amas.
Giro la cabeza hacia la enfermería y le observo moverse por ella, con la carpeta del inventario bajo el brazo. Ríe mientras habla con su compañero, y luego charla con uno de los ancianos del poblado, al que le da una pastilla. El hombre se lo agradece con una suave palmada en la nuca. Luego parece que le pregunta por sus heridas, porque se levanta la camiseta para enseñarle el vendaje, mientras le explica su satisfactoria evolución. Y entonces me doy cuenta de que este es su sitio, y que, por lo tanto, no tiene sentido que le confiese mis sentimientos. Él puede que me ame, como dice Mariam, pero siempre estaré por detrás de todos ellos. Así pues, niego con la cabeza y empiezo a subir las maletas al todoterreno que me devolverá a la realidad.
Tan solo media hora después, con todo listo y mi chofer ya sentado detrás del volante, me estoy despidiendo de algunos de los niños cuando escucho su voz a mi espalda.
—Espero que no pensaras irte sin despedirte de mí.
No le voy a confesar que es algo que he estado valorando durante toda la noche: huir corriendo para no tener que decidir cómo despedirme.
Me doy la vuelta lentamente, para descubrirle mirándome con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos. Esboza una sonrisa, aunque en sus ojos ya no veo la misma intensidad de brillo. O soy yo, que quiero que sea así, que le duela mi marcha, que me eche de menos.
—Supongo que ahora ya no tiene sentido robar ese todoterreno y largarme, ¿verdad? —contesto, siempre intentando hacer ver que todo esto no me afecta.
—Sí, sobre todo porque seguro que en pocos kilómetros tendría que ir a rescatarte y te saldría el tiro por la culata.
—En realidad, no soy tan cruel —digo después de unos segundos—. Se lo mucho que vas a echar de menos lavar mis tangas.
—Oh, sí, no sabes cuánto… No puedo con tanta crueldad… —Reímos durante un rato, demasiado, intentando quizá alargar esto algo de forma innecesaria—. Oye, ¿me enviarás una copia del reportaje…?
—¡Claro! ¡Dame un correo electrónico dónde…! —contesto quizá de forma demasiado entusiasta, moviéndome nerviosa de un lado a otro en busca de un bolígrafo donde apuntar la información mientras siento sus ojos clavados en mí.
Cuando consigo hacerme con todo y me doy la vuelta para encararle, Max da unos pasos hacia mí, hasta quedarse a una distancia peligrosa para mi integridad psíquica. Me quita el papel y el bolígrafo de las manos y escribe su dirección de correo y su teléfono móvil. Tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no parecer muy entusiasmada cuando me devuelve al papel. Me siento como Gollum con el anillo, y casi estoy a punto de encorvar la espalda y gritar: “¡mi tesoro…!”
—Te he apuntado mi teléfono. Cuando me lo hayas enviado, mándame un mensaje y cuando vaya a la ciudad comprobaré mi correo.
—¡Genial! ¡Perfecto! ¡Sí, me parece genial!
Vale, ya está bien con el entusiasmo, bonita… Que te estás pasando…
—Bueno… Pues parece que… Se acabó… Al final, no resultó tan duro, ¿no?
Niego con la cabeza, con la vista fija en el suelo, mientras siento cómo se me humedecen los ojos. Y entonces, sobrepasada por la emoción del momento, a la vez que encabezonada en no demostrar mis verdaderos sentimientos, actúo de forma impulsiva y me lanzo a sus brazos. Sollozo y tiemblo sin parar mientras me agarro de su camiseta. Me tiro así un rato, hasta que, cansada de esperar su abrazo, me despego y, sin mirarle a la cara, corro hacia el todoterreno.
—¡Arranca! ¡Rápido! —le grito al chico en cuando me subo.
Segundos después, cuando se disipa la polvareda que han levantado las ruedas, me atrevo a mirar a través del espejo interior del coche. Le encuentro casi en la misma postura que le dejé, mirando fijamente el coche, sin intención de moverse. Quiero pensar que mientras le observo, nuestros ojos se miran fijamente, tal y como hacían hace unas horas mientras bailábamos, o hace unos días durante nuestra excursión a recoger mis cosas a la ciudad, o hace unas semanas mientras disfrutábamos juntos de esas bellas puestas de sol. Y como quiero pensar eso, no paro de repetir una y otra vez lo mucho que he disfrutado de esta experiencia, lo mucho que voy a echar de menos este sitio en general, y a él en particular, y lo enamorada que estoy de él.