Capítulo 12

—PAREN las dos.

—Parando las dos, señor.

El ruido del motor y el repiqueteo del vibrante acero cesaron. En su puesto, cerca de la vanguardia de la fuerza de asalto, el Bravo se balanceó con más fuerza mientras perdía gobierno y la brisa del norte lanzaba un oleaje agitado contra su costado de babor. Había más oleaje del que había cuando zarparon, pero gracias a Dios la visibilidad se había reducido por fin. Las nubes ocultaban la luna y la llovizna formaba una cortina.

La flota de setenta y seis embarcaciones del almirante Keyes permanecía detenida mientras las ML embarcaban dotaciones excedentes de los buques de bloqueo. Fogoneros, en su mayoría, que habían sido necesarios para construir el corredor a través del canal de la Mancha, pero a los que había que sacar antes del ataque. Cuantos menos hombres hubiera a bordo de los buques de bloqueo cuando los llevaran a la entrada del canal y los hundieran, menos habría que rescatar.

Que intentar rescatar. Nadie tenía muchas dudas acerca de cómo estaban las apuestas. Y sin embargo había un rumor —el fogonero jefe del Bravo se lo había mencionado a Elkington— de que muchos de esos marineros de las salas de máquinas no pensaban desembarcar en ese momento. Decididos a participar en el ataque, estaban planeando intentar pasar inadvertidos hasta que los buques volvieran a ponerse en marcha.

Nick se trasladó al ala de babor de la plataforma del doce libras, que era una extensión del puente, y apuntó con los prismáticos hacia popa. La CMB que habían estado remolcando debería soltarse ahora y York, el alférez de navío, debería estar encargándose de ello.

—Estamos soltándola, señor. Aleta de estribor —murmuró Elkington a su lado.

Mientras hablaba, las toses y los resoplidos del motor de la CMB demostraron que tenía razón. Por toda la masa de barcos silenciosos y bamboleantes, otras CMB estarían soltando amarras y alejándose utilizando su propia potencia. Las habían traído tan lejos a remolque para ahorrar combustible. Pudo ver a unas cuantas en los espacios entre los oscuros contornos de los buques más grandes, escabullándose como lobos, para juntarse en sus manadas.

Serían las primeras embarcaciones en entrar; extenderían humo ante las narices de los defensores alemanes para cubrir la aproximación de las fuerza de ataque. Luego las ML, tapando los huecos más despacio —las de Bell y Treglown entre ellas—, se encargarían de la mayor parte de la tarea de extender el humo.

—¡Señal de avanzar, señor!

El señalero de primera Tremlett lo había estado esperando.

—Avante media las dos —ordenó Nick.

—¡Avante media las dos, señor!

Clark, el contramaestre, empujó los telégrafos de latón. Había mucha obra de latón en el Bravo y cada pieza relucía como oro. Elkington y su contramaestre en jefe, el suboficial Russell, compensaban la antigüedad del buque manteniéndolo tan impecable que cualquiera podría pensar que lo habían preparado para una inspección del almirante, no para la guerra. Por ejemplo, todos los ventiladores —y la cubierta superior estaba salpicada de ellos— tenían un borde de latón que deslumbraba al mirarlo al sol. El Bravo estaba iniciando la arrancada, respondiendo de nuevo al timón, y el suboficial mayor, Horace Garfield, lo mantenía exactamente en el centro de la estela de su matalote de proa. Como de costumbre, la gorra de Garfield estaba inclinada a la derecha mientras que su ceja izquierda —también como de costumbre— permanecía levantada. Si llevaba la gorra ladeada así para hacerle sitio a la ceja que solía alzarse o si empujaba la ceja hacia arriba para llenar parte del espacio que dejaba la gorra torcida, probablemente ni siquiera él mismo lo supiera.

El Grebe, el treinta nudos situado delante del Bravo, iba a ser su compañero en la patrulla costera. A modo de contraste con esas dos reliquias, por delante de ellos navegaban el North Star y el Phoebe, dos nuevos destructores que debían patrullar el área cercara al extremo del malecón, y delante del Phoehe, la enorme bandera de seda del vicealmirante Roger Keyes exhibía su Cruz de San Jorge sobre el conductor de la flotilla, el Warwick.

Se habían colocado boyas indicadoras con gran precisión para guiar a la fuerza de ataque y señalar las fases de aproximación. Acababan de detenerse en la posición «D» y ahora se dirigían hacia la «G», a sólo unas millas más al este.

A popa de este grupo de buques —la Unidad «L» en las órdenes de Keyes—, la Unidad «M» estaba compuesta de dos destructores más que remolcaban a los submarinos C1 y C3. Vistos de proa —desde allí, claro está, resultaban completamente invisibles en medio de la oscuridad y de todas formas quedaban ocultos por los barcos de remolque— o vistos de popa no se parecían a nada que nadie hubiera visto nunca. Se habían fijado palos sobre la parte superior de las torres de mando y a cada lado colgaban botes a motor de los palos. Parecían alforjas colgando del lomo de un burro. Las embarcaciones tenían como objetivo que las dotaciones de los submarinos escaparan en ellas después de haber cumplido su labor de volar el viaducto por los aires. Sin embargo, sólo un optimista podría haber creído que tendrían muchas posibilidades de echar esos botes al agua, menos aún de alejarse en ellos para ponerse a salvo.

Tim Rogerson iba en el C3.

El oscuro grupo de buques surcaba el mar a ritmo constante y en silencio hacia el este. El Bravo traqueteaba, crujía, zumbaba y gemía mientras atravesaba las olas. El viento silbaba en lo alto de las jarcias. A su edad tenía derecho a hablar y mascullar solo, pensó Nick. Ya se había acostumbrado al buque, y lo amaba. Como les había sucedido a otros antes que él. De pronto se preguntó —el pensamiento surgió de la oscuridad y la tensión de saber que dentro de poco la noche se transformaría en llamas y truenos— si alguien más lo haría después de él.

Conjeturas inútiles y peligrosas. Las desechó. Estaba apuntando con los prismáticos hacia la popa del Grebe y le pareció que el Bravo se estaba acercando un poco, metiéndose en su posición.

—Baje diez revoluciones, Bailey.

—¡Bajar diez, sí, señor!

A popa de la Unidad «M» avanzaba otro par de destructores, uno de los cuales remolcaba una motora con cubierta cuya función consistiría en rescatar a los submarinistas después de que se hubieran trasladado a sus botes. El capitán de Rogerson en el C3 era un teniente de navío llamado Sandford, y era el hermano mayor de ese Sandford, que formaba parte del estado mayor de Keyes, el que había traído la motora.

La columna central, la hilera de pesos pesados, la guiaba el Vindictive. Se trataba de un viejo crucero —de la misma clase que el Arrogant—, pero lo habían modificado de manera considerable para su papel de buque de asalto. Transportaba el grueso principal de la fuerza de desembarco: marineros e infantes de marina que iban a tomar por asalto el malecón y neutralizar las baterías de cañones que había allí —en particular en la parte final, a la que se hacía referencia en las órdenes como «la prolongación del malecón»—, para que los buques de bloqueo pudieran pasar y atravesar el puerto hacia la entrada del canal. El resto de la brigada de bombas y bayonetas iba en el Iris y el Daffodil, dos viejos transbordadores de vapor clase Mersey. No eran apropiados para viajes largos en mar abierto, así que el Vindictive los estaba remolcando.

Tras ese grupo de asalto venían los buques de bloqueo de Zeebrugge, los viejos cruceros Thetis, Intrepid e Iphigenia. Los habían estado equipando durante los últimos meses en Chatham. Se había duplicado todo su equipo de mando, con puestos de mando y dirección alternativos protegidos con chapado de acero y empalletados antiesquirlas. Se había añadido hormigón para salvaguardar las calderas, la maquinaria y el equipo de gobierno, y se habían colocado cargas, para volar el fondo de los buques, con interruptores de disparo en ambos puestos de mando. Les habían sacado los palos, al igual que todos los cañones, salvo aquellos justo a proa que podrían utilizar para abrirse paso y entrar. Se habían guardado veinte proyectiles para cada cañón en armeros de emergencia. Todo el equipo innecesario se había eliminado, así como todas las piezas de cobre o latón, puesto que se sabía que a los alemanes les escaseaban ambos. En las carboneras sólo llevaban suficiente carbón para el viaje y, por último, todo espacio accesible y adecuado bajo cubierta se había llenado de bloques de cemento y cemento en bolsas, escombros y hormigón.

Todas las dotaciones de los buques de bloqueo y los submarinos eran voluntarios, y se había producido una intensa competencia para conseguir un puesto en las naves. Al mando del Iphigenia habían puesto a un teniente de navío de la misma edad que Nick, veintidós años, un hombre llamado Billyard-Leake; Keyes había dado su visto bueno al nombramiento por el mismo motivo por el que había autorizado el de Nick: los tenientes de navío Billyard-Leake y Everard habían adquirido fama de actuar con frialdad, criterio y liderazgo en combate. Lo había dicho. ¡Como oficial al mando, Nick había llegado a conocer a almirantes y a hablar con ellos!

Sarah había escrito:

¿Te has vuelto muy vanidoso y te das importancia con tu medalla y tu barco, mi famoso hijastro? ¡Si no es así, yo lo haré por ti! ¡Ya lo hago! En tanto que tu querido tío —que perdió los papeles hasta el punto de dignarse a venir a visitarnos la semana pasada— está tan orgulloso de su sobrino que apenas puede hablar de él con coherencia.

Aunque Sarah había tenido otro motivo aparte de ése para escribir. El contenido principal de la carta había consistido en noticias de ella, tristeza y reflexión, y una necesidad de hablarle de ello. La misiva lo había dejado igual de reflexivo, aunque tal vez —injustamente, pensó— menos triste. ¿Mucho menos triste? No tenía sentido ocultárselo a sí mismo: la carta lo había hecho feliz.

No por la muerte de un hombre, trató de convencerse a sí mismo. Por el hecho de que Sarah hubiera acudido a él para confiarse. Y, sin embargo, era un desconocido entre los miles que morían...

A popa de los tres buques de bloqueo de Zeebrugge avanzaba la pareja que iría a Ostende: el Brilliant y el Sirius.

—¡Acercándonos a la posición «G», señor!

Bailey, el guardiamarina de la reserva que había dado la impresión de ser tan medroso, estaba convirtiéndose en un navegante muy válido. El anterior capitán —un capitán de corbeta de la reserva de voluntarios al que se le habían presentado problemas cardíacos— se habría ocupado de todo el pilotaje él mismo, pero a Nick le había parecido mejor dejar que el guardiamarina se ganara el sustento y adquiriera experiencia.

El «G» era el último control antes de que comenzaran el trayecto hasta las zonas objetivo. También se trataba del punto en el que se dividirían las dos fuerzas. Las naves de Ostende virarían cinco puntos a estribor y se dirigirían casi derecho al sur para encontrarse con el comodoro Lynes, que llegaría con una pequeña embarcación desde Dunkerque. Lynes estaba al mando de la base de Dunkerque, a las órdenes de Keyes, y la operación de Ostende se iba a dejar en sus manos.

Por delante, una luz protegida destelló brevemente. Ahora los buques de Ostende estarían girando, pasando a popa de esa columna de estribor y desapareciendo en la noche. Nick observaba al Grebe, que parecía que no podía mantener sus revoluciones constantes.

—Suba diez revoluciones, guardiamarina.

—Sí, señor.

Oyó cómo Bailey gritaba la orden por el tubo.

—Brilliant y Sirius pasando a popa, señor —informó Elkington.

—Guardiamarina, ¿qué hora es?

—Diez treinta, señor.

Perfecto. Y la visibilidad seguía reduciéndose mientras la llovizna se hacía más densa. Esa era la hora «X» y exactamente dentro de noventa minutos, a medianoche, el Vindictive debería encontrarse junto al malecón de Zeebrugge con su fuerza de asalto desembarcando en tropel. Lo habían equipado con planchas especiales con bisagras por toda su longitud, que se bajarían para apoyarlas contra el borde superior de aquel macizo muro de piedra.

—Parece que el viento se mantiene, señor —comentó Elkington.

—Sí. Toquemos madera.

Un cambio del viento de norte a sur había obligado a Keyes a cancelar la operación y hacer regresar la fuerza a Inglaterra cuando zarparon la primera vez, el 11 de abril. Un viento del norte era una condición climatológica esencial: las pantallas de humo, fundamentales para todo el asunto, tenían que ser arrastradas hacia la costa, no disiparse o volver al mar. Se había llevado a cabo un segundo intento el día 13, pero también se había abandonado: el viento y el oleaje habían aumentado hasta tal punto que habría resultado imposible desembarcar en el malecón.

Esta era la tercera vez, y a la tercera va la vencida, pensó Nick. Ésta era la última oportunidad que tendrían, con la marea alta bajando en las horas adecuadas de oscuridad, y si había que cancelarlo por tercera vez el Almirantazgo no dejaría que Keyes volviera a intentarlo. Estaba la cuestión de la seguridad, para empezar: no podías estar siempre haciéndote a la mar y regresando otra vez y mantener una fuerza de asalto encerrada en sus buques en el estuario del Támesis sin que parte de esa información se filtrase por fin al enemigo.

Ya podría haber sucedido. En este preciso momento, los alemanes podrían estar esperándolos.

—¿McAllister lo tiene todo preparado a popa? —le preguntó Nick a Elkington.

—Es un espectáculo tremendo, señor. No reconocería su camarote.

Había conseguido que designaran a McAllister, que había sido el médico del Mackerel, al Bravo. Éste no contaba con médico y Andy McAllister había demostrado su valía después de aquel combate en Nochebuena. McAllister se había quedado en Dover cuando el Mackerel zarpó rumbo al astillero de Londres y, durante una visita al barco hospital para ver a los heridos del Mackerel, Nick lo había encontrado allí, cuidando todavía de ellos y esperando conseguir un nuevo puesto en un destructor.

Por muy bien que salieran las cosas en las próximas horas, ningún barco hospital serviría para nada. Tenían preparadas salas enteras de grandes hospitales en Londres y otros lugares, y se habían encargado trenes especiales dotados de médicos. Incluso si el éxito era absoluto, los necesitarían a todos.

La estratagema de aquella carta del almirante Wemyss a Keyes sobre una posible evacuación de Calais y Dunkerque y tal vez tener que bloquear esos dos puertos, había funcionado a la perfección. Hasta el momento de las últimas órdenes, todos lo habían creído. Y la ofensiva alemana por tierra que Ludendorff había lanzado un mes antes —con preocupante éxito— había dado la impresión de justificar y apoyar los temores de tener que retirarse. Ahora, mientras el ejército alemán seguía atacando y ganando terreno, decididos a aprovechar al máximo su superioridad numérica antes de que llegaran suficientes tropas estadounidenses para inclinar la balanza, ese ataque desde el mar supondría una diversión oportuna además de una necesidad naval.

Nick recorrió su puente con la mirada y observó el nuevo chapado de acero que se había soldado a las barandillas. Había empalletados antiesquirlas por fuera de ese acero protector. A los cañones —de seis libras— de la cubierta superior y a los tubos de torpedos también se les había proporcionado protección adicional. El Bravo y el Grebe estarían dentro del malecón apoyando a las CMB y ML que se situarían cerca de la costa para tender el humo y rescatar a las dotaciones de los buques de bloqueo. Lo más probable era que las cosas se pusieran bastante difíciles en el malecón.

—Ahí van.

El Warwick —el buque insignia de Keyes— con el Phoebe y el North Star a su popa y el Whirlwind y el Myngs por el través de babor de estos últimos estaban cogiendo velocidad, adelantándose para servir de vanguardia y ocuparse de cualquier patrulla enemiga que pudieran encontrarse entre ese punto y Zeebrugge. Todo se estaba desarrollando exactamente según lo planeado y programado en las órdenes, y mientras se alcanzaba cada fase, existía cierto grado de alivio en el hecho de avanzar hacia la siguiente.

La voz de Elkington se hizo eco de los pensamientos no expresados de Nick, cuando dijo:

—Me alegraré cuando le hinquemos el diente.

Nick se preguntó cómo debían sentirse los hombres de los destacamentos de desembarco encerrados allí en el Vindictive, el Iris y el Daffodil. Para ellos, esa incursión se parecería a una ruleta rusa... con cinco de las seis recámaras cargadas.

Bajó los prismáticos y le respondió a Elkington:

—Es mejor que quedarse sentado sobre ese maldito campo minado, ¿no?

—Procure asarlos, ¿eh?

En el Vindictive, Edward Wyatt saludó con la cabeza a Brock, el teniente coronel de las fuerzas aéreas navales británicas, cuyo humo, boyas de humo, lanzallamas y otros productos pirotécnicos iban a tener un papel decisivo durante la batalla que se avecinaba. Brock también planeaba desembarcar en el malecón con los destacamentos de asalto para tratar de encontrar algún nuevo aparato de localización por sonido que se creía que los alemanes habían instalado allí. Había sonreído ante la propuesta de Wyatt, así que éste la aumentó:

—O hervirlos en aceite, ya que está.

Brock estaba haciéndole ajustes al lanzallamas posterior. Wyatt lo dejó en el refugio de acero que habían levantado para el aparato, bajó por la escala y cruzó hasta el lado de estribor de la cubierta superior. Quedaba mucho tiempo y aún podría estar en la cámara de oficiales del viejo crucero, donde había café y sándwiches; pero había descubierto que le resultaba difícil quedarse sentado sin hacer nada. La tensión y la expectación le ponían los nervios de punta, le hacían querer moverse, contar chistes, flexionar los músculos. Muchos otros hacían lo mismo: rondar de un lado a otro, bromear, reír; o permanecían solos, callados y absortos en sus pensamientos. Caminó hacia proa por el costado de estribor; allí había espacio, sitio para moverse, a diferencia del costado de babor, que era una masa de accesorios y equipo para la operación de abordaje del malecón.

Se podían ver las formas de los destructores a estribor y los blancos rizos de sus olas de proa. Se detuvo, se apoyó en un hombro contra la serviola posterior del bote y clavó los ojos en la columna de estribor de la fuerza de ataque, al otro lado de un mar que saltaba y se balanceaba. Las siluetas de esos dos destructores eran inconfundibles, con o sin luz: eran treinta nudos. Para labores cerca de la orilla, supuso... prescindibles. Por detrás de ellos, un poco a popa del través del Vindictive, había dos embarcaciones mucho más modernas —el Trident y el Mansfield— remolcando a los submarinos. Entrecerrando los ojos, los miró detenidamente a través de la oscuridad. Podía distinguir los destructores perfectamente, pero sólo a un submarino. El de cabeza estaba allí, a remolque del Trident; pero el otro parecía haber desaparecido.

Cuanto más atentamente miraba, menos veía. Se necesitaban prismáticos. Los dos debían encontrarse allí. Si no, no estarían ambos destructores.

Se apartó del húmedo acero pintado de gris y continuó paseando hacia proa. El buque apenas se movía, pero emitía numerosos chirridos y traqueteos. Bueno, el Vindictive había visto bastantes cosas en su época.

¡Nada comparado con lo que vería en la siguiente hora u horas!

Arriba, a la altura de la falsa cubierta, a su izquierda, se erguía uno de los obuses de siete pulgadas y media que se habían instalado para bombardear posiciones de cañones en el malecón después de que el buque se hubiera asegurado al costado. El barco estaría por debajo del nivel del parapeto, así que los obuses eran la elección lógica por su trayectoria alta. Había uno de once pulgadas en la toldilla y otro de estas siete pulgadas y media en el castillo.

Junto a ese malecón iba a haber un ruido de mil demonios.

Se había construido una cubierta falsa en los pescantes —los soportes en los que normalmente se apoyaban los botes— por todo el costado de babor, desde el castillo a la toldilla. Anchas rampas subían hasta allí desde ese lado de estribor; eran tres y proporcionaban un acceso amplio y fácil a ese nivel superior que sería casi igual de alto que el parapeto del malecón. Aunque no del todo: también habría una gran brecha que salvar, así que se habían asegurado con bisagras dieciocho planchas a la cubierta falsa y se habían ajustado. Al soltarlas, caerían sobre el parapeto. La cubierta falsa también proporcionaba protección; mientras esperaban que les ordenaran subir por las rampas y cruzar las planchas, los destacamentos de asaltos podrían refugiarse debajo.

Wyatt acarició con la palma de la mano la culata del revólver que llevaba al costado. Le gustaría estar ya en marcha; guiar a su compañía, compuesta por cincuenta marineros con sus granadas, fusiles y ametralladoras, en una carga veloz y salvaje contra el malecón y por el techo de aquel tinglado, hasta los cañones. Lo importante era la velocidad; velocidad, impiedad y a la mierda con lo que pudiera venírsete encima. Atacar, y no pensar en nada más. Parecido a una carrera de rugby, en cierto sentido, y como antiguo jugador de rugby del equipo de la Armada, Edward Wyatt lo sabía todo sobre el tema.

Aunque aquello no era tan caballeroso como el rugby. Balas, frío acero, explosivos de alta potencia, y tampoco había apretones de manos antes ni después. El adiestramiento en Chatham había sido riguroso e intensivo. Los hombres eran duros de corazón y no harían prisioneros.

Vio a Harrington Edwards dando un paseo hacia popa con Peshall, el capellán. Venían hacia él. No le apetecía sumarse a su conversación, así que se apartó y subió por la rampa de la cubierta falsa situada más cerca. El capellán Peshall desembarcaría con los destacamentos de asalto: había jugado al rugby con la selección inglesa y era poco probable que limitara sus actividades a salvar almas. Edwards, un barbudo y tuerto capitán de corbeta de la reserva de voluntarios, había participado en toda la campaña de Gallipoli y en el ínterin había resultado herido en Francia. Wyatt pensó que era extraño que un oficial de la Armada se encontrara en situación de poder reivindicar tres años de experiencia de combate en trincheras. Pero era un buen hombre. Todos lo eran, gallos de pelea cuidadosamente seleccionados. Lo que pasaba era que en ese momento no se sentía de humor para charlas.

A cada extremo de esa cubierta falsa, una escala subía hasta una caseta con un lanzallamas. Y por toda su longitud estaban las pasarelas, las planchas con barandillas y travesaños transversales para apoyar los pies. Se encontraban en vertical sobre sus bisagras, se inclinaban un poco fuera del buque y se sostenían allí mediante perigallos amarrados a cáncamos en la superestructura de la medianía. El malecón sería unos dos metros más alto que esa cubierta elevada y las pasarelas conducirían hasta allí arriba a través de una brecha de seis o nueve metros. Además de los flammenwcrfcrs y obuses, había tres cañones antiaéreos, diez ametralladoras Lewis y dieciséis morteros Stokes en ese costado del barco; en la cofa de trinquete, que naturalmente quedaría muy por encima del parapeto del malecón, había tres cañones antiaéreos más y otras seis ametralladoras Lewis para disparar hacia abajo y despejar la superficie del malecón de alemanes mientras los ingleses desembarcaban a toda prisa.

El costado de babor del Vindictive se había forrado de enormes defensas para protegerlo cuando chocara al costado; le habían sacado el palo mayor y lo habían cruzado en horizontal por la toldilla con el pie enterrado en hormigón y el extremo sobresaliendo sobre la aleta de babor. Desviaría la popa y mantendría la hélice de babor lejos del saliente submarino del malecón.

Wyatt oyó a alguien subiendo por la rampa a su espalda. Miró hacia atrás y vio que se trataba de Cross, su segundo en la Compañía «E».

Frunció el entrecejo.

—¿Me buscaba, Cross?

—La verdad es que no, señor.

Jimmy Cross sonrió. Era uno de los hombres del contingente que la Gran Flota de Scapa le había cedido a la operación. Beatty había apelado a los oficiales generales al mando de las escuadras de la flota de combate para que proporcionaran voluntarios seleccionados. Debían ser «hombres aguerridos, activos y entusiastas con los que se pudiera contar en una emergencia; que respetaran la arriesgada naturaleza de la empresa y, siempre que se pudiera, solteros y sin cargas familiares». Los oficiales debían ser aquellos de los que se supiera que disponían de elevadas capacidades de iniciativa y liderazgo. Los oficiales generales elegirían a los capitanes, a los suboficiales y marineros. Y uno de aquellos escogidos había sido Cross, que era oficial de artillería y campeón de boxeo de la Armada. Se detuvo al lado de Wyatt.

—Es sólo que el ambiente se está cargando un poco abajo, señor.

Se quedó mirando la tracería de cables, nervios de envergue y perigallos por encima de sus cabezas. Paralelos, negros, sobre un fondo de nubes nocturnas que presentaban una tonalidad algo más clara porque tenían la luna llena detrás.

—Los alemanes no creerán que seamos tan idiotas como para atacar con una luna que podría asomar en cualquier momento que le apetezca, ¿no le parece?

A Wyatt no le gustó mucho eso. Sonó como si criticara a Keyes. Soltó un gruñido y clavó la mirada un par de cientos de metros de mar más allá, hacia todo el grupo de ML que mantenían posición por el través. Había otra multitud de esas embarcaciones para crear pantallas de humo más atrás. Cross estaba mirando hacia popa, al enorme arpeo de abordaje suspendido de su pescante; había otro a proa.

—Han hecho un trabajo muy concienzudo desfigurando esta pobre reliquia, señor.

—Los alemanes aportarán su toque —gruñó Wyatt.

—De todas formas —el más joven suspiró—, no tendremos que esperar mucho más... Parece que los hombres tienen la moral muy alta, señor.

—¿Por qué no deberían tenerla alta, por el amor de Dios?

Vaya andanada... Nunca sabías con Edward Wyatt. Era muy fácil decir lo que no debías, caerle mal. Era un cabrón malhumorado; valía lo que pesaba —que no era poco—, claro, pero... Cross no dejó que lo afectara. Todos estaban tensos en ese momento. Wyatt añadió como si quisiera justificar aquel arrebato:

—Todos han pedido estar aquí, ¿no?

Todos y cada uno de los hombres de los destacamentos de asalto, ya fueran infantes de marina o marineros, habían expresado su deseo personal de tomar parte en lo que se había descrito únicamente como una «empresa arriesgada». Luego, a principios de ese mes, el almirante Keyes había visitado los buques en su fondeadero en el Swin, el estuario del Támesis; había descrito la operación detalladamente y les había dicho que cualquiera de ellos que estuviera casado o que tuviera otros motivos para querer retirarse podría hacerlo sin que se pensara mal de ellos. Ninguno había expresado tal deseo.

—Voy a hablar con Halahan. —Wyatt se apartó—: Me reuniré con usted allí abajo en un momento.

—Sí, señor.

No dentro de mucho, pensó Cross. Eran más de las once. En menos de una hora, estarían guiando a sus hombres por esas planchas.

Les dio la espalda y bajó a ver si alguno de la Compañía «E» tenía dudas de última hora. Mientras descendía por la rampa, levantó la mirada de nuevo hacia las nubes. Si el viento lo arrastraba y había que llevar a cabo el ataque bajo una luna llena y brillante como si fuera de día, uf... Contarían con las pantallas de humo, por supuesto, y de cualquier modo eran necesarias a causa de las bengalas iluminadoras y los proyectores; pero con la luna iluminando toda la zona, el humo del viejo Brocky tendría que ser cinco veces más denso de lo que se hubiera visto nunca. Y el viento debía mantenerse... Había circulado una anécdota, filtrada por uno de los oficiales subalternos del estado mayor de Keyes, acerca de que, después de que se hubieran abandonado los dos primeros intentos de lanzar la operación, el Almirantazgo había estado a punto de suspender todo el asunto, desarmar los buques, disolver el batallón de infantería de marina y enviar a los destacamentos de la Gran Flota de regreso a Scapa. Keyes le había suplicado a sir Rosslyn Wemyss, el Primer Lord del Almirantazgo, su apoyo para permitir una tercera salida. Wemyss había contestado:

—¡Pero usted quería una noche sin luna, además de marea alta a medianoche!

—No, señor. —Había repuesto Keyes—: Quería luna llena. No veía la hora de que llegara, sólo eso.

Wemyss se lo había quedado mirando con incredulidad. Luego había sonreído.

—¡Roger, menudo mentiroso está hecho!

Wyatt encontró al capitán de navío Halahan con el coronel Elliot de la infantería de marina y Carpenter, que comandaba el Vindictive pero no sus fuerzas de desembarco, en la cámara de derrota del crucero, justo a popa del puente.

Halahan estaba al mando de la fuerza de desembarco naval. Hasta que se había presentado voluntario para esa misión se había encargado de los cañones de sitio en la costa belga. Durante los últimos tres meses, Elliot y él habían trabajado en estrecha colaboración con Keyes, planeando el ataque al malecón. Los Marines Reales de Elliot se habían adiestrado en Deal y los marineros de la Royal Navy de Halahan, en Chatham. Habían construido una maqueta del malecón en Deal y lo asaltaban día tras día, difundiendo la historia de que era una réplica de cierta posición en Francia que atacarían en su debido momento.

Aunque Carpenter actuaba ahora como capitán del Vindictive, ante todo era un navegante y oficial de estado mayor que había trabajado con Keyes en la División de Planes en Londres y que desde entonces había sido el promotor y coordinador principal de toda la planificación.

Su rostro huesudo y de rasgos muy marcados reflejaba preocupación cuando levantó la mirada, vio a Wyatt y volvió a mirar a Halahan.

—¿Pasa algo? —le preguntó Wyatt a Elliot.

—Los monitores no han abierto fuego. Deberían haberlo hecho hace varios minutos.

El Erebus y el Terror, al noreste de Zeebrugge, deberían haber comenzado su bombardeo cuarenta minutos después de la hora «X». Y cuando lo hicieran, aquellos grandes cañones se oirían.

—Cuando venía hacia aquí, vi a tres CMB salir zumbando —dijo Wyatt.

—Las Unidades «A» y «B». —Carpenter asintió con la cabeza—. Extienden humo por delante de nosotros mientras nos acercamos. Tres oleadas.

—Ah, sí que sabe usted —murmuró Halahan. Le echó una mirada a Wyatt—. ¿Problemas?

—Ninguno, señor.

—Bien. Es demasiado tarde para que haya problemas.

Carpenter había salido al puente. El capitán de corbeta Rosoman, su primer teniente, estaba en la bitácora y Wyatt oyó la carcajada de Rosoman ante algún comentario que había hecho su capitán. Ese Rosoman era un tipo alegre. Y estaba lleno de entusiasmo, otra de las elecciones que Keyes había hecho en persona. Él había asumido la responsabilidad de equipar al Vindictive, puesto que Carpenter había estado ocupado con toda la planificación.

Entró Osborne, el oficial de artillería del buque.

—¿Los monitores no deberían estar haciendo algo a estas alturas?

Halahan levantó la mirada, asintió y regresó a su conversación en voz baja con Elliot. Estaban estudiando un plano del malecón, repasando los detalles sobre qué compañía haría qué y cuándo. Osborne miró a Wyatt, enarcó las cejas y volvió a salir indignado. Wyatt observó el plano del malecón por encima del hombro de Elliot.

El objetivo más esencial era la captura o destrucción de los cañones situados en el extremo del mismo, por donde tendrían que pasar los buques de bloqueo. Sin embargo, había otros cañones aquí y allá, y una plaza con alojamientos y otros edificios; aparte de una base para hidroaviones con cuatro hangares, una estación de ferrocarril, dos grandes tinglados de mercancías y un refugio para submarinos. El malecón propiamente dicho era una maciza estructura de piedra de un poco más de un kilómetro y medio de largo que se comunicaba con el paso elevado de la orilla mediante un viaducto de 300 metros, una construcción hecha con vigas de acero bajo las cuales pasaban rápidas las corrientes y que llevaba una línea de ferrocarril doble y una calzada hasta el malecón. Era ese viaducto lo que se quería que volaran los submarinos, para que los alemanes no pudieran llevar refuerzos a toda prisa a través de él.

El malecón tenía ochenta metros de ancho. El lado de fuera, donde amarrarían los buques de asalto, tenía un muro exterior de seis metros de altura; encima de él había una calzada de tres metros protegida por un parapeto de un metro. De modo que los atacantes tendrían que pasar por encima de aquel pequeño muro hasta la calzada y luego bajar cinco metros hasta la ancha superficie pavimentada con hormigón, salpicada aquí y allá de cañones, edificios, etcétera.

Cerca del extremo del malecón se había levantado un largo edificio hacía bastante poco y su techo plano parecía estar más o menos al nivel de la calzada elevada. Ese era el lugar que se había elegido para el ataque. Los destacamentos de desembarco podrían correr por encima de su techo plano y acercarse a los cañones del final del malecón, evitando así la alternativa de un doloroso avance por el propio malecón contra alambre de espino y ametralladoras bien emplazadas. (Al parecer también había trincheras en el malecón, protegidas con terraplenes de piedra.) Los cañones situados en el extremo y en la prolongación —después de que todo el ancho del malecón terminara, la calzada de tres metros continuaba otros 360 metros hasta un faro en la punta— se encontraban en una situación sumamente expuesta, y una vez que estuvieran sobre el tejado plano del largo edificio, la fuerza de desembarco debería estar bien situada para atacarlos.

Se creía que los cañones eran de 4,7 pulgadas. En cuanto los hubieran tomado, se produciría un avance hacia el oeste por el malecón: los infantes de marina cubrirían a un destacamento de demolición compuesto por marineros expresamente entrenados, cuyas órdenes consistían en causarles el mayor daño posible a las grúas, cañones, la estación de hidroaviones y a cualquier buque o draga que hubiera atracados. Sandford, el oficial del estado mayor de Keyes que había planeado el ataque de los submarinos y que ahora iba en la motora de rescate, también había planeado el trabajo de demolición; lo había hecho tan minuciosamente que le había pedido prestadas cestas de mimbre con ruedas a la Dirección General de Correos de Londres para llevar las cargas explosivas.

De pronto se oyeron truenos al noreste...

Elliot y Halahan levantaron la mirada y sonrieron.

—Más vale tarde que nunca —murmuró Halahan.

Elliot se pasó un dedo por el bigotito recortado.

—¡Gracias a Dios, de todos modos!

Los monitores habían abierto fuego con quince minutos de retraso. El capitán de navío Carpenter atravesó la entrada procedente del puente.

—¿Oyen eso?

—Tarde. —Halahan hizo un gesto afirmativo con la cabeza—: Qué desastre de planificación.

Carpenter abrió la boca para responder, pero un estruendo cerca, parecido a un aeroplano, hizo que hablar resultara imposible y ahogó el ruido sordo de los motores del crucero y los múltiples traqueteos de su estructura. Cuando el ruido disminuyó, el coronel Elliot preguntó:

—¿Qué ha sido eso?

—CMB —Carpenter había urdido todo el asunto, conocía cada movimiento, minuto a minuto—. Las Unidades «C», «D» y «E», para ser precisos.

—Está presumiendo, Alfred —repuso Halahan, tomándole el pelo otra vez.

Los ojos hundidos de Carpenter sonrieron.

—La «C» coloca una boya de humo cerca de Blankenberg y la renueva con otra cada veinte minutos —continuó Carpenter—. La «D» va a toda máquina hasta el malecón y sitúa boyas de humo en la sección occidental, y patrulla ese frente hasta que la releve la Unidad «I»...

—Ah, por el amor de Dios...

—... que consta de ocho CMB. Y la «E» hace exactamente lo mismo en la sección oriental. —Se inclinó ante Halahan—. Ahora, si me disculpan...

—Quién no... —Halahan se volvió hacia los demás—. Pero... —le echó un vistazo al reloj del mamparo— será mejor que bajemos. La diversión empieza en media hora.

Tim Rogerson se detuvo junto al suboficial Harner. Harner se encontraba en el taburete detrás del timón del C3, en la cabina de mando, poco iluminada, aunque no estaba haciendo nada en cuanto al gobierno.

—Timonel, permiso para subir, por favor —pidió Rogerson.

Harner se inclinó hacia el tubo acústico.

—¿Teniente Rogerson en el puente, señor?

—¡Espere un momento!

La voz del Calvo Sandford. John Howell-Price, el primer teniente del submarino, se encargaba del gobierno desde el puente; allí abajo, Harner sólo permanecía junto a un timón desconectado. En la sala de máquinas, el técnico Roxburgh y el fogonero Bindall acababan de poner en marcha el motor de gasolina de la embarcación; una fortísima ráfaga de aire atravesaba la cámara de mando, era aspirada por la escotilla y llegaba a popa hasta el motor.

—¡Embraguen el motor, avante media! —gritó Sandford.

Rogerson se acercó al telégrafo, situado en el mamparo posterior, y le pasó la orden al técnico de la sala de máquinas. Escuchó de nuevo la voz de Dick Sandford por el tubo:

—Timonel, ¿qué hora es?

—¡Once y veintiséis, señor!

—Muy bien.

Rogerson se preguntó qué estaba sucediendo arriba. Se habían soltado del remolque, eso era evidente, basándose en el hecho de que ahora avanzaban utilizando su propia potencia. Estaban virando a estribor, a juzgar por la sensación, la leve escora. Una vez lejos de la fuerza principal de asalto, se suponía que debían esperar a que el C1 y la motora se unieran a ellos cuando se hubieran soltado de sus remolques.

—¡Paren el motor!

Harner repitió la orden mientras Tim hacía girar el brazo del telégrafo. «Ahora nos detenemos a esperar las órdenes, pensó. Y luego seré un telegrafista de primera...» La verdad era que él sobraba. Si algo le ocurría a Howell-Price, él ocuparía su puesto o si alcanzaban a Sandford y Howell-Price asumía el mando... Sin embargo, el C1 sólo contaba con dos oficiales, y Rogerson se preguntaba si Sandford no lo habría invitado a la fiesta antes de saber que Howell-Price lo acompañaría.

El submarino estaba detenido, bamboleándose y oscilando como una cáscara de nuez. Era una embarcación prehistórica. Los C, construidos en 1906, eran casi réplicas de los B anteriores. Una sola hélice, 200 caballos de un motor de gasolina de 16 cilindros, 40 metros de largo y 300 toneladas de desplazamiento. «Totalmente apropiados para convertirse en bombas flotantes», pensó.

Tenía plena conciencia del amatol, una mezcla de amonio y trinitrotolueno, que estaba arriba a proa. De lo que podría ocurrir, por ejemplo, si lo golpeaba un proyectil. Pero era más fácil cuando pensaba en otra cosa, y había suficientes problemas que podrían producirse sin tener en cuenta la posibilidad de accidentes, la pura mala suerte. Para protegerse de tales desgracias contaban con dos submarinos en lugar de uno sólo; uno bastaría para hacer el trabajo, pero el segundo era el respaldo, la forma de asegurarse. Sólo una cosa era segura, pensó: que dentro de muy poco todo esto se haría pedazos, volaría por los aires. Recorrió con la mirada la reducida cabina de mando, parecida a una cueva. Los dos periscopios estaban bajados y asegurados; la rueda de latón del mando del timón de inmersión relucía como oro. Venía bien que esos viejos C y B no tuvieran timones de proa; habría sido necesario quitárselos para no dificultar la penetración de la embarcación en el viaducto.

La idea era que la parte de proa se incrustara entre las vigas e impactara justo en medio.

—¿Hora, timonel?

—¡Once y media y treinta segundos, señor!

Un momento de pausa, un intercambio entre murmullos, arriba, en el puente. Después:

—Avante media. Y dígale al teniente Rogerson que puede subir.

—¡Sí, señor!

Las botas del marinero de primera Cleaver aparecieron en ese momento, pisando fuerte, escala abajo. Bajó de allí, se encontró con la mirada inquisitiva del timonel y anunció:

—Estamos más solos que la una. No hay rastro del C1 ni tampoco de la maldita motora. Ni por asomo.

Se sacudió agua del chubasquero. Había estado abajo, en el revestimiento de proa, soltando el remolque. Rogerson pasó tras él y subió por la escala; se alzó por la escotilla inferior y luego por el oscuro tubo con olor a sal de la torre de mando y desde allí al bamboleante puente.

Sandford se apoyaba en la curva delantera del puente junto a Howell-Price, se volvió y lo saludó con la cabeza.

—¿Todo va bien abajo?

—Sin problemas, señor.

—Bueno, nosotros tenemos uno aquí arriba, amigo. Los otros se han equivocado de camino o qué sé yo. ¡Idiotas!

El estruendo de un cañoneo llegó de algún lugar a popa. Al darse la vuelta, vio fogonazos iluminando un horizonte nublado a unas millas de distancia por la aleta de babor.

—El Erebus y el Terror aguijoneando a los alemanes para cuando lleguemos —masculló Sandford con una carcajada—. Pero están acostumbrados, no pensarán que sea nada especial. La idea es que mantengan la cabeza agachada un rato.

El aire nocturno era húmedo a causa de la llovizna y la pegajosidad de la sal del mar. Se oía el rumor del agua al correr hacia popa, sobre los tanques de lastre, y arrastrarse por debajo de ese puente a salvo de inundación. El motor retumbaba mientras los gases de su tubo de escape se ahogaban en la espumosa estela blanca. Rogerson pensó: Así que estamos solos. Todo depende de nosotros.

¿Cuánto faltaba?

De repente se dio cuenta de que todo era real. No era una idea, un plan, algo emocionante en lo que agradecía que le hubieran permitido participar. ¡Estaba pasando!

Y aún más dentro de veinte minutos...

Dadas las circunstancias, ahora todo el asunto estaba en sus manos únicamente, no creía que el Calvo utilizara el mecanismo de dirección giroscópica. Ambos submarinos habían sido equipados con él. Cuando se encontraran a unos cien metros más o menos del viaducto podrían, si querían, meterse en los botes y dejar que el submarino se gobernase solo, siguiendo el rumbo programado.

De todas formas, no creía que Sandford lo empleara. Nadie había hablado nunca de hacerlo. Y resultaba impensable acercarse tanto y luego dejarlo todo librado a un artilugio que podría fallarles.

—Hace un tiempo buenísimo para una visita al continente. ¿Eh, amigos?

—Precioso. —Howell-Price seguía concentrado en el gobierno, y al mirar la blanca estela a popa se podía comprobar que la trayectoria de la embarcación era recta como una regla—. Esta especie de llovizna te hace sentir que no te has ido de casa.

Sandford comenzó a gorgoritear el canto marinero de Eton. Rogerson se planteó qué diablos podría haberles ocurrido a los otros. ¿Quizá la motora se había inundado? Tenía muy poco franco bordo. La gente del C1 eran amigos, antiguos camaradas de a bordo o de rancho. Se disgustarían muchísimo si se quedaban fuera del asunto. Problemas con el motor, probablemente. Era bastante sensato utilizar viejas embarcaciones para trabajos de usar y tirar, pero existía esa desventaja, la poca fiabilidad.

Se preguntó cómo le estaría yendo a Nicholas Everard en su vieja aceitera grasienta. ¡Ese sí que era un trabajo de usar y tirar! Y al pensar en Nick, sus pensamientos pasaron a su hermana, Eleanor, que estaba —o pensaba que estaba— enamorada de él. No sabía por qué, pero Nick se contenía. Se veía que Eleanor lo atraía y que se llevaban muy bien, incluso flirteaban un poco a veces; pero él se mostraba, bueno, un tanto distante, se comportaba como un hombre enamorado de otra persona o incluso casado... Era un tipo extraño, en cierto modo. Y hoy en día la Armada lo volvía loco, casi se podría decir que de remate.

—Huelo a vapor del de Brock —dijo Howell-Price de pronto.

—Menos mal. —Sandford había dejado de cantar, lo que era de agradecer. Aseguró—: Vamos a necesitar ese humo suyo. A menos que no lleguen a descubrirnos, claro. Y podría ocurrir, ¿saben?

Howell-Price asintió con la cabeza, vigilando el rumbo.

—Sí, cuando las ranas críen pelo —repuso entre dientes.

—¿No se supone que a estas alturas los pájaros deberían estar bombardeándolos? —comentó Rogerson.

—Así es. —Sandford se quitó la gorra y se rascó la cabeza. Incluso en medio de esa oscuridad se veía de dónde le venía su apodo—. El tiempo, probablemente. Les moja las plumas o qué sé yo. A mí no me parece que importe mucho. —Se agachó hacia el tubo—. Timonel, ¿qué hora es?

—¡Menos catorce, señor!

—Gracias.

Estaban adentrándose en el límite. El humo era acre, hediondo. Sería peor dentro de un minuto. Por delante se podía ver una especie de oscura masa compacta. Una CMB lo había causado al echar algún producto químico por el tubo de escape y privar a todas las señoras de casa de su sucedáneo de azúcar favorito. El Vindictive también estaría acercándose a la barrera de humo, pensó Rogerson. Al otro lado, encontrarían el malecón. El humo, espeso, rodeaba al C3.

—¡Eh! Vaya... ¿Sienten eso? —exclamó Howell-Price.

—¿El qué? —Sandford se quedó inmóvil, luego se inclinó para escuchar lo que fuera que su primer teniente tenía que decir—. ¿Qué ocurre, John?

—Viento. Brisa. Juraría que viene... ¡de tierra!

—Oh, no puede ser...

Rogerson también lo sintió. Y comprendió lo que significaba.

Todo el humo que las CMB y ML estaban lanzando para cubrir el avance y el asalto flotaría hacia el mar, lo que implicaría una exposición total a los artilleros alemanes situados en la orilla y el malecón... Aunque el cambio de dirección del viento podría no ser permanente; podría tratarse de una casualidad, una falsa alarma. Sandford llamó por el tubo acústico:

—Timonel, haga subir a Cleaver, por favor.

La voz de Harner sonó débil en el tubo de cobre:

—¡Marinero de primera Cleaver al puente!

Llegó casi al instante, una figura oscura que se izó por la escotilla.

—¿Señor?

Rogerson se fue situando de lado y a popa, apretándose alrededor del soporte posterior del periscopio, para hacerle sitio.

—Cleaver, baje al revestimiento de proa y abra los botes de humo. Espere allí y vea hacia dónde va —ordenó Sandford.

—Sí, señor.

El marinero de primera levantó una pierna por encima del costado del puente, pasó al otro lado y descendió por las varengas soldadas al exterior del mismo. Sandford comenzó a decir dirigiéndose a Howell-Price:

—Si pudiéramos convencer a nuestro propio humo de que volara con nosotros...

Cañones pesados retumbaron y refulgieron en dirección oeste. El humo hacía que resultara confuso y difícil localizarlos con exactitud; pero eran disparos violentos y continuos que habían surgido de pronto del silencio, como si los hubieran estado conteniendo, acumulando y ahora los hubieran liberado de repente. El humo formaba espirales y remolinos y seguía empañando los haces de luz; sin embargo, se oían explosiones de obuses además de ráfagas más agudas; el fragor que causaban se extendía, aumentaba y se hacía más denso. Un estrépito desgarrador, como un trueno cercano y feroz, hizo que todos levantaran la mirada. En lo alto, por encima del humo envolvente, una bengala estalló en medio de una fuente de fulgor que iluminó las nubes como si fuera de día. El humo pasaba a su lado más rápido de lo que ellos atravesaban el mar. Rogerson estaba seguro, el viento había rolado. Pensó en el Vindictive, que había quedado expuesto de pronto mientras se acercaba a tiro de piedra del malecón. Sandford estaba gritando por encima de la parte delantera del puente:

—¡Pare ya, Cleaver!

Levantó los brazos, con los antebrazos cruzados, la señal visual que significaba «amarrar». Cleaver agitó la mano en respuesta y se inclinó hacia el bote para cerrarlo. El humo había estado flotando hacia el mar, inservible. Sandford se encontraba ahora junto al tubo acústico.

—¿Timonel?

—¡Señor!

El cañoneo era terrible a babor. El Vindictive debía estar recibiendo una buena paliza. Pero fuera quien fuera a quien estaban disparando, no era al C3. Todavía no.

—¡Suban todos! —gritó Sandford.

—¡Sí, señor!

La cabeza de Cleaver apareció por encima del borde del puente. Sandford ordenó:

—Revestimiento de popa, muchacho. Protéjase detrás del puente. Después de que choquemos, encárguese de la beta de proa del bote de babor.

—El bote de babor ha desaparecido, señor.

—¿Desaparecido?

Un gran destello estalló a babor, como una cortina de relámpagos. Entre el estruendo de los cañones grandes, se podía oír el tableteo de las ametralladoras y el golpeteo constante de las baterías antiaéreas.

—El bote de estribor, entonces —le dijo Sandford a Cleaver.

Cleaver desapareció pasarela abajo y siguió hacia popa, alrededor de la torre de mando, hasta el revestimiento que había detrás. El fogonero Bindall apareció por la escotilla con Roxburgh, el armero, tras él. Mientras miraba por los prismáticos buscando el viaducto, Sandford le indicó a Rogerson:

—Envíalos al revestimiento de popa y luego reúnete allí con ellos, ¿de acuerdo?

De pronto todo se iluminó. Las bengalas estallaban en lo alto, flotaban e inundaban toda el área con su fuerte fulgor de magnesio. El humo se alejaba de ellos, se movía hacia popa, dividiéndose en jirones y dejándolos al descubierto ante los ojos alemanes. El mar saltaba, los rociones de los obuses brotaban justo delante del submarino mientras éste se abría paso hacia tierra, iluminado un blanco fácil para los artilleros del malecón y del viaducto. Los fogonazos de los cañones formaron una cascada de brillantes llamaradas al oeste de donde debía encontrarse el malecón; ¡el malecón, por Dios! Podía verlo, la gran mole negra, y también el viaducto, con tanta claridad como si fuera mediodía. Howell-Price estaba cambiando de rumbo unos cinco grados, dirigiendo el sumergible para golpearlo en el centro y en ángulo recto. Cayeron más proyectiles —por el través, esta vez, a estribor—, chorros grises se levantaron, flotaron y volvieron a desplomarse creando círculos negros en el mar; una nueva avalancha se deslizó por lo alto. A continuación, surgió el haz de luz de un proyector —desde el viaducto—, giró hacia ellos y se fijó. Se sumó una segunda luz. Arponearon al C3 con sus puntas, lo sostuvieron entre ellas como si se tratara de un trozo de pollo y los haces, dos palillos. Sandford le gritó a Howell-Price al oído:

—¡Aguante un momento, John! ¡Péguele en el centro!

Otro obús se hundió en el mar a estribor y luego, para gran asombro y alivio de todos, los proyectores se apagaron. El cañoneo a babor iba in crescendo, era un bramido continuo y creciente. Sandford le agarró el brazo a Tim.

—¡Maldita sea, te dije que bajaras!

—¡Lo siento!

No sólo se habían apagado los proyectores —lo que podría haberse debido a un corte en el suministro eléctrico, ésa era la explicación más probable—, sino que aquella batería de cañones al oeste había interrumpido los disparos. No tenía una explicación fácil. El C3 seguía una trayectoria completamente recta, a través del mar, hacia el viaducto. Una bengala estalló de pronto para quedar suspendida sobre el otro extremo del puerto, perfilando sus puntales y vigas, y la alta calzada que llevaba; era una enorme estructura imponente y entrecruzada, y había hombres moviéndose por la parte superior. Aún no habían hecho nada. ¿Qué pensaban? ¿Que el submarino era inofensivo, que había confundido el viaducto con una brecha por la que esperaba pasar, de modo que quedaría atascado y lo harían picadillo? Mientras trepaba al costado del puente, Rogerson vio aquel altísimo enrejado de acero grabado en negro sobre el resplandor de la bengala, creciendo y extendiéndose por el cielo mientras descollaba hacia ellos, y hombres corriendo por la calzada como hormigas de pie. Pensó: «Vamos a hacer picadillo de alemanes...»

El C3 seguía reduciendo la distancia hasta el viaducto entre los traqueteos de su motor de gasolina. Los alemanes miraron hacia abajo, lo vieron acercarse y no hicieron nada en absoluto para detenerlo. Faltaban unos cien metros.

—¡Dígales que esperen allí hasta que los mandemos a buscar! ¡Todavía no hay forma de subir! —le gritó Wyatt a Cross.

Se encontraba en la cubierta falsa, había estado allí todo el tiempo, y aunque estaba llena de cuerpos y resbalaba a causa de la sangre ahora era más segura, la protegía el muro vertical del malecón. El Vindictive aún resonaba con el ruido de sus propios cañones y el estruendo de los obuses alemanes al estrellarse contra él y hacer explosión, arrojando sobre las cubiertas esquirlas de acero, que a su vez repiqueteaban sobre el acero y rebotaban con un chillido; sin embargo, por la misma razón —la protección del malecón—, ahora sólo sucedía en el acastillaje. El muro de piedra suponía un escudo sólido para las tripas del buque, que bien sabía Dios que había sufrido bastante mientras recorría los últimos cientos de metros de mar en medio de una lluvia de proyectiles. Ahora se sacudía como si sufriera, subía y bajaba y se balanceaba contra el muro, acercándose a él y luego alejándose otra vez, aunque aún no estaba lo bastante cerca del costado. Había entrado a toda máquina y el oleaje lo había acompañado, así como el rastro de su propia estela y el empuje del agua desde el fondo metiéndose a la fuerza entre la nave y el malecón: una vorágine que él mismo había creado y de la que no podía escapar. La mitad de las planchas se había destrozado contra el muro y tres cuartas partes de las otras habían quedado hechas trizas antes de acercarse tanto, durante aquellos últimos y peligrosísimos trescientos metros. Cuando salieron del humo estaban demasiado al este; Carpenter había girado el timón y aumentado a toda máquina para evitarles al buque y a los hombres que transportaba más castigo. Con ello, al gobernarlo desde la caseta del lanzallamas de babor, había rebasado la marca, se había pasado casi cuatrocientos metros. Wyatt se fijó en que ahora los motores iban a atrás toda y estaban aumentando las turbulencias y el movimiento. A esa distancia no iba a resultar nada fácil alcanzar los cañones al final del malecón: estaban a otros cuatrocientos metros de distancia y habría que cubrir otros cuatrocientos de hormigón expuesto y destrozado por los disparos... Bueno, de algún modo lo harían, la Compañía E lo haría; por la sencilla razón de que había que hacerlo, para eso había venido. Y lo primero era desembarcar... Otro proyectil acababa de estallar en el puente; sin embargo, los cañones de la cofa de trinquete seguían escupiendo balas y los obuses hacían otro tanto. (El de proa, no. El obús del castillo había perdido dos dotaciones completas y luego el propio cañón.) Al mirar hacia arriba, mientras el barco se balanceaba alejándose de nuevo del malecón, Wyatt cayó en la cuenta de que los pescantes que transportaban los ganchos de abordaje no eran lo bastante altos: el gancho en este de proa no lograría —no podría— descender para agarrarse al parapeto, que era para lo que estaba diseñado. Si lo pudieran pasar por encima conseguían amarrar el barco —con el de popa también, desde luego—, y el único modo de llevarlo a cabo sería ponerlo allí: ¡subir allí y hacerlo!

Pasó haciendo a un lado a Cross, esquivó a un equipo de camilleros que venía corriendo —debajo, los médicos ya estaban saturados de trabajo—, llegó al pescante y comenzó a escalarlo. La superestructura del buque estaba hecha jirones, desgarrada y destrozada, parecía un colador, y resonaba como un gong —un gong agrietado— debido al incesante vapuleo que estaba recibiendo. Un pandemonio, un matadero erizado de gritos. Todo saldría bien en cuanto pudieran desembarcar y organizar un poco las cosas, se dijo tranquilizándose; eso no era más que el intervalo difícil, lo previsible en realidad. Un marinero que descendía corriendo por la escotilla procedente de la caseta flammenwerfer salió despedido de pronto, cayó, rebotó una vez, chocó contra la cubierta de abajo y se quedó tendido sin moverse en medio de un charco de sangre cada vez más grande. Cuanto más alto te encontrabas, más expuesto estabas, claro. Estaban llegando a la curva del pescante, y ésa era la parte peliaguda. Él no era un peso ligero, ni un mono, maldita sea. Pero saldría bien, todo se arreglaría. Un par de planchas seguían intactas y se podían usar, y era probable que varias de las otras se pudieran reparar; cuando la embarcación estuviera debidamente asegurada contarían con suficiente protección para hacerlo, debajo del muro del malecón. Sintió un crujido y un escozor en la nuca. Una astilla o una bala al pasar. Llevaban contra el muro e intentando amarrar... ¿cuánto? ¿Dos minutos? ¿Tres? Había sido mucho peor antes de acercarse. El puente había recibido el primer impacto a los pocos segundos de que los alemanes abrieran fuego; aquel obús había matado tanto a Elliot, de la infantería de marina, como a su segundo, Cordner. El capitán de navío Halahan había muerto menos de un minuto después. Wyatt se encontraba a menos de un metro de él en ese momento, en la cubierta falsa. La mayoría de los hombres de alto rango, jefes de compañía y otros, estaban allí, esperando, listos para guiar a sus hombres a tierra en cuanto hubiera una plancha por la que cruzar. Halahan había caído y a Edwards le habían disparado en ambas piernas; Harrison, que para entonces había heredado el mando de la fuerza de desembarco naval, había recibido un disparo en la mandíbula. Ahora estaba abajo, inconsciente.

Wyatt recorrió poco a poco el pescante: resultaba desagradable pensar que si lo alcanzaban caería entre el costado del buque y el malecón, y acabaría aplastado. La cofa de trinquete debía haber recibido unos cuantos impactos, pero los tipos de allí arriba seguían disparando sin tregua con sus cañones antiaéreos y ametralladoras Lewis y, quiera el cielo, matando alemanes. Aquí estaba en penumbra, puesto que la parte inferior del barco quedaba ensombrecida por el malecón; pero casi un metro por encima de su cabeza el resplandor de los proyectores alemanes iluminaba el acastillaje. Los obuses estallaban sobre la nave y contra ella varias veces por minuto, los disparos de las ametralladoras y las armas ligeras eran ininterrumpidos. La línea divisoria, grabada con nitidez, entre la sombra inferior y el resplandor superior, suponía el margen entra la vida y la muerte, y mientras Wyatt se arrastraba a lo largo del pescante y el buque se balanceaba sobre las montañas de agua, a veces llegaba a centímetros de él. Mantenía las piernas detrás del cuerpo, con los tobillos cruzados, sobre la curva del pescante mientras los brazos soportaban la mayor parte del esfuerzo de tirar de su propio peso hacia los cables de los que colgaba el gancho. De pronto se produjo un estruendo que no tenía nada que ver con el cañoneo y un bandazo tremendo, el barco se sacudió hacia el parapeto, y Wyatt y el pescante también; al mismo tiempo, el buque salió disparado hacia arriba, alzándose sobre el oleaje. Wyatt pensó que estaba a punto de salir despedido, pero un segundo después vio su oportunidad y la aprovechó: se balanceó y giró impulsando el cuerpo para quedar colgando de los brazos, se columpió con los pies y las piernas extendidas hacia el gancho de abordaje, y lo agarró...

Filaron el cable sobre cubierta mientras él pasaba el gancho a la fuerza. Cayó por encima del parapeto. El resplandor del proyector cegó a Wyatt mientras oía las balas de una ametralladora pasando junto a su oreja; no esperó a que el artillero afinara su puntería, sino que se deslizó por el pescante de cabeza y terminó con una enorme voltereta sobre la cubierta. Cross comenzó a intentar ponerlo en pie, agarrándolo por los hombros mientras balbuceaba felicitaciones o algo por el estilo; Wyatt se sacó a aquel imbécil de encima y le gruñó que bajara y viera cuántas bajas habían sufrido. Sabía que se habrían producido muchas al entrar; si alguna compañía llegaba a la mitad de sus efectivos a estas alturas, tendría suerte. Muchos obuses habían penetrado y estallado en lugares llenos de gente. Pudo ver qué había ocurrido para provocar aquel repentino bandazo: el Daffodil había llegado por fin; había apoyado su proa grande, redondeada y con numerosas defensas contra el costado del Vindictive y lo había empujado contra el malecón. Aquel gancho lo sostenía en ese extremo de proa. Se oyó un traqueteante sonido metálico, que podría haber sido un estruendo si no hubiera sido por el caos de ruidos que lo ahogaba, cuando Carpenter soltó el ancla de babor. El Daffodil iba a quedarse donde estaba, apretando al crucero contra el muro. Aunque ambos buques seguían moviéndose mucho. ¿Dónde diablos estaba el Iris? Aquellas dos pasarelas cayeron con gran estrépito. Wyatt oyó una ovación, ahogada entre el cañoneo, y vio a Bryan Adams —el jefe de la Compañía «A» y que ahora, tras la muerte de Halahan y la herida de Harrison, estaba al mando de toda la fuerza de marineros de la Royal Navy— guiando a sus hombres por la pasarela hasta el malecón. Corrían y gritaban entusiasmados. Wyatt se volvió para ordenarle a Cross que hiciera subir a los hombres, pero Cross ya se había marchado; entonces volvió a aparecer con Wheeler y unos veinte hombres tras él.

—Todo lo que nos queda, señor.

Dos docenas como mucho, de cincuenta. Los marines subían en tropel por la segunda de las dos pasarelas que quedaban.

—¡Adelante! —rugió Wyatt.

Desenfundó su revólver y se lanzó en medio de ellos; no era momento para los «después de usted». Cuando llegó a la parte superior, Adams conducía a un grupo de hombres directamente por la calzada mientras otros descendían hasta la superficie del malecón, más bajo y ancho. Brock iba con los de la calzada. Los cañones de la cofa de trinquete del buque disparaban rápido para cubrir la avalancha de hombres que corrían hacia el malecón y bajaban por él. A continuación, un obús llegó de sabe Dios dónde y estalló justo en la cofa; llamaradas y objetos cayeron zumbando y soltando humo. Y ya no había fuego de cobertura. Lo que habrían hecho falta eran los lanzallamas. Brock incluso había jurado que si el Vindictive hubiera amarrado en el lugar correcto —lo que todo el mundo había supuesto que sucedería— aquellos flammenwerfers suyos habrían aniquilado a las dotaciones de los cañones situados en el extremo del malecón sin ninguna ayuda de cañones ni destacamentos de desembarco. En realidad, los disparos alemanes habían cortado las líneas de suministro de gasoil que les llegaban a ambos minutos antes de que el barco hubiera chocado contra el muro. Así que no había lanzallamas. El cuerpo principal de infantes de marina se dirigía hacia el oeste, tenía que asegurarse de que ningún alemán pudiera subir por allí desde el final del viaducto y hacerse con el control del malecón, cerca de donde se encontraba el Vindictive; si ocurría eso, los destacamentos de desembarco quedarían aislados. Adams se había detenido para ayudar a Rosoman, el primer teniente del crucero, a fijar el gancho de abordaje de popa al otro lado del parapeto. No estaban teniendo mucha suerte. Pero la avalancha iba aminorando, empantanándose, mientras los morteros estallaban aquí y allá y las ametralladoras de los edificios situados más arriba barrían el hormigón. Se destinó a las compañías «A», «B», «D» y «E» para que asaltaran los cañones del final del malecón; sin embargo, recorrer trescientos cincuenta metros de hormigón abierto y plano enfilado por ametralladoras y fuego de mortero desde media docena de lugares y direcciones diferentes —la mayoría por el momento desde el tinglado n.° 3, en el lado interior del malecón, y desde detrás incluso de las compañías (lo que quedaba de ellas), donde había dos destructores alemanes fondeados en la curva interior del malecón, casi enfrente del Vindictive—, no iba a ser coser y cantar, reconoció Wyatt para sí. El ruido era indescriptible. Adams estaba avanzando hacia un pequeño blocao que había en la calzada elevada; Wyatt decidió ir a por el tinglado n.° 3 para intentar destruir aquellas ametralladoras. El fuego de mortero también podría estar llegando de algún lugar un poco detrás de allí. Si la Compañía «E» podía ocuparse de ésos, otros —la Compañía «A» de los infantes de marina, por ejemplo, que estaban avanzando para apoyar a Adams— podrían seguir abriéndose camino hacia el este.

Wyatt estaba ahora al mismo nivel que una de las escalas de hierro que bajaban al malecón propiamente dicho; esquirlas de piedra salían volando del muro cerca de ella y del parapeto. Miró hacia atrás y vio que Cross se sujetaba el vientre con ambas manos, se desplomaba y se doblaba. Wyatt agitó su revólver y gritó:

—¡Compañía «E», conmigo!

Se acercó agachado a la escala, medio bajó y medio cayó, chocó contra el hormigón al pie y comenzó a correr en zigzag hacia el tinglado n.° 3. Tenía unos noventa metros de largo y él apuntaba más o menos al centro. A su espalda, el teniente de navío Wheeler cojeaba al correr mientras se agarraba la zona de la cadera con ambas manos y les gritaba a los hombres que iban tras él. La metralla de dos disparos de mortero consecutivos pasó aullando. Wyatt se encontraba a mitad de camino y se decía a sí mismo: «No pueden alcanzarnos a todos. Cuantos más seamos, más posibilidades tendremos de que lleguen algunos.» Pobre Cross, no era mal tipo, un poco corto de entendederas a veces pero... Casi había llegado. Justo delante tenía una ventana abierta o una tronera con el cañón de una ametralladora escupiendo disparos hacia un grupo de infantes de marina que estaban con la gente de Adams. Los infantes estaban montando un mortero detrás de aquel pequeño blocao en la zona más alta; bueno, lo habían estado montando, porque ahora el artillero alemán los estaba dispersando: había derribado a dos y los otros tres se habían lanzado al suelo para protegerse. Wyatt se agachó mientras corría, dejó de zigzaguear y se dirigió directamente hacia la ametralladora; sacó una granada del gancho del cinto y tiró de la anilla con los dientes y una sacudida lateral de la cabeza. Ya estaba allí, se tiró al suelo y luego se volvió a levantar para lanzar la granada dentro de la ventana. Se quedó tendido, la oyó explotar y un grito de dolor o miedo; luego envió otra más para asegurarse. Allí ya no crecería nada. Se pegó bien a la pared mientras un humo azul salía por la ventana formando remolinos. Wheeler seguía renqueando, moviéndose pesadamente de aquí para allá; lo acompañaba un suboficial llamado Shrewsbury, media docena de hombres de la Compañía «E» y un grupo heterogéneo, que incluía a un infante de marina con una ametralladora. Wyatt sonrió y agitó la pistola, haciéndoles señas para que se reunieran con él. «Cuantos más, mejor —pensó—. ¡Lo conseguiremos! ¡Juro que sí!» Se levantó llevado por un impulso, con la cabeza y los hombros a la altura de la ventana. Se trataba de una especie de barracón. Pudo ver dos hombres muertos tumbados contra la pared del fondo; debajo de él, otro gimió y dijo algo en su jerigonza alemana. Wyatt se inclinó hacia dentro y lo vio: un chico de unos dieciséis años, rubio y de rostro sonrosado, muerto de miedo. Le disparó en la cabeza, volvió a deslizarse y se dio la vuelta, para encontrarse con Wheeler, que se encontraba a tan sólo una docena de metros. Fue en ese momento cuando lo vio.

En dirección oeste —a un kilómetro y medio de distancia más o menos—, se alzaba la mayor cortina de llamas que había visto en su vida. Las bengalas ya iluminaban el lugar, pero aquella gran lengua de fuego atenuaba todo con su propio e intenso resplandor. Ahora, mientras se debilitaba, el humo ascendió hacia lo alto: negro, formando columnas, y las columnas se torcían y el viento las arrastraba hacia el norte. Pero no llegaba ningún sonido; había tanto ruido allí cerca y por todas partes que no se había oído nada por separado, y sin embargo esa cortina de llamas debía haber producido un estallido como si hubiera llegado el día del Juicio Final. Wyatt rugió de placer y júbilo, sólo podía haber sido una cosa: el viaducto. ¡Los submarinos lo habían machacado, que Dios se lo pagara! Estaba gritando a voz en cuello cuando Wheeler llegó a su lado y se desplomó al final de un rastro de sangre que había dejado por el hormigón.

—¡Bien hecho, sí señor, bien hecho!

—Va a resultar difícil bajar de este muro, señor —apuntó Sherewsbury.

—¿Qué?

El suboficial señaló. Dos hombres del grupo de Adams acababan de intentar cruzar corriendo para reunirse con ellos llevando un mortero entre los dos. Ambos estaban en el suelo: uno permanecía inmóvil, tendido de bruces, y el otro intentaba avanzar a rastras, tirando del mortero y usando sólo los codos para impulsarse mientras le manaba sangre de un negro tajo en el cuello. A continuación, mientras miraban, la ametralladora lo localizó otra vez y el torrente de la siguiente ráfaga de balas lo dobló, el muchacho se hizo un nudo, como una anguila. La ametralladora se detuvo, siguió adelante y dejó que el cuerpo se desenrollase lentamente como un resorte roto en medio de una creciente mancha de color escarlata. Otros hombres se estaban reuniendo con Wyatt allí, contra la pared; esquivaban el fuego mientras corrían, avanzaban como podían hacia el refugio y se lanzaban, se dejaban caer allí. Una bomba de mortero cayó en el otro lado, en la calzada elevada, y estalló en el tejado del blocao detrás del que se estaban congregando los marineros de Adams. Wyatt los vio agacharse, intentar obtener más protección del edificio de la que éste podía proporcionarles. Adams envió a un mensajero para pedir refuerzos o fuego de cobertura. ¿Y si Osborne podía utilizar su obús de popa para dejar caer unos cuantos proyectiles sobre el malecón justo aquí al este de ellos?, pensó Wyatt. ¿O si podían hacer avanzar algunos infantes de marina con morteros? Frunció el entrecejo mientras miraba a su alrededor: él no era de los que se quedaban allí sentados esperando. Estaban perdiendo el tiempo, no los habían adiestrado durante meses y meses y luego los habían traído hasta allí para quedarse sentados... Clavó los ojos en Wheeler.

—¿Está en condiciones? ¿Eh?

—No es más que un rasguño, señor.

Wheeler estaba cubierto de sangre de cintura para abajo. Wyatt asintió con la cabeza.

—Así me gusta. —Recorrió a los otros con la mirada—. Vamos a movernos otra vez. Tenemos que llegar a esas malditas trincheras, eso es lo primero. Lo único que tenemos que hacer es movernos rápido, sorprenderlos y hacerlos salir como ratas...

Desde el puente del Bravo, Nick vio las llamaradas cuando el viaducto estalló. Enfocó los prismáticos hacia allí y eso —lo que estaba viendo— tenía que ser algún tipo de espejismo... Hombres en bicicletas por el aire. Luego, cuando se arremolinaron como hojas en un vendaval y cayeron como piedras en medio del creciente chorro de humo, se dio cuenta de lo que había visto: una sección ciclista del ejército alemán apresurándose a reforzar a los defensores del malecón y que había pedaleado hacia una muerte repentina y demoledora. Ahora toda aquella zona estaba cubierta de humo, bajo el resplandor de las bengalas, que estallaban de manera intermitente. Miró a Garfield:

—Veinte grados a estribor.

—¡Veinte grados a estribor, señor!

Garfield tenía la forma de un buzón de correos. Si pintabas uno de azul marino y le ponías una gorra inclinada encima, tendrías a Horace Garfield, o casi. Para derribarlo necesitarías atar algo así como una carga de amatol a sus piernas, un tanto cortas y parecidas a troncos. Nick había pensado brevemente en Rogerson; pero ahora su atención se concentraba por completo en las maniobras del Bravo, en el humo que surgía de la punta del malecón y en aquella batería de cañones con la que el Bravo y el Grebe ya habían entablado combate al pasar, antes de encontrarse con la gabarra amarrada con el cañón y hundirla...

—¡A la vía!

—A la vía, señor.

La gorra seguía inclinada a la izquierda y la ceja levantada mientras hacía girar la rueda. El Bravo seguía girando a babor, dejando el obstáculo de redes flotantes por su través de estribor y situando la popa hacia él mientras se desplazaba. El Thetis, el primero de los tres buques de bloqueo, debería aparecer en cualquier momento en medio de aquel humo que habían extendido las CMB de Welman y Annesley. Había CMB por todas partes, entrando y saliendo a toda velocidad de sus pantallas y las de las ML, cambiando las boyas de humo cuando se apagaban o los artilleros alemanes las hundían. Había que renovar esas pantallas constantemente, ya que el viento había cambiado y estaba obrando a favor del enemigo.

El Grebe se encontraba cerca de la costa, a tres o cuatro cables al sur del Bravo, entablando combate con la batería del Goeben y recibiendo sus disparos. El roción de los proyectiles lo rodeaba casi constantemente. Sus propios cañones eran juguetes comparados con los de la batería, pero era un blanco pequeño para ellos e iba constantemente a rumbo, dando vueltas y zigzagueando, entrando y saliendo rápidamente, poniendo a los artilleros alemanes hechos una furia. «Insensato —pensó Nick—, está demasiado cerca.» A Hatton-Jones le gustaba jugar al póquer y estaba llevando eso como si también fuera un juego de azar. Aunque, a la misma vez, cumplía una función. Toda esa operación tenía un único objetivo: llevar los buques de bloqueo a la entrada del canal. Y, si se podía, mantener ocupados a los cañones que podían desbaratar ese propósito, en especial ahora que la fase decisiva podía comenzar en cualquier momento... El roción de los obuses saltó cerca de la popa del Bravo. Nick le ordenó a Garfield:

—Quince grados a babor. —Le preguntó a Elkington—: ¿De dónde han venido ésos?

—¡Creo que del extremo del malecón!

—A la vía.

—A la vía, señor.

Navegaban hacia el norte, más o menos. El extremo del malecón se encontraba a cincuenta grados por la amura de babor y a unos ochocientos metros. El humo se alejaba de él; bolas de fuego —bengalas alemanas— estallaban por encima del humo donde éste era más denso, a cierta distancia de la costa. Aunque no eran lo bastante brillantes para atravesar el humo de Brock. Vio los fogonazos de los cañones y luego los proyectiles de los obuses del Vindictive, que explotaban como setas negras con bordes rojos. Lo que creaba aquellos fuegos artificiales era la descarga de misiles del Vindictive, misiles que había diseñado Brock y que se lanzaban casi en horizontal desde las portas de popa para iluminar el final de la prolongación del malecón, donde el buque de bloqueo tendría que virar. Muy ingenioso, la verdad: mostrarles dónde virar y al mismo tiempo proporcionarles una espesa cobertura de humo a pocos metros de dicho punto.

—Derecho como va... ¡Número uno, alto el fuego! —le indicó Nick a Garfield.

El Thetis estaba saliendo del humo. Nick lo apuntaba con los prismáticos. Eso era lo que de verdad importaba, de lo que trataba todo el asunto. Una CMB pasó veloz entre el Thetis y la prolongación del malecón escupiendo humo por la popa. Humo al estilo Brock. ¿Qué diablos estarían haciendo sin Brock? En ese momento no podía saber que Brock había muerto, que lo habían matado en el malecón. Todos los cañones del final del malecón refulgían y el Thetis les devolvía los disparos. El capitán de aquella CMB —tenía que tratarse de Welman o Annesley— era un valiente. Welman, que sólo era dos años mayor que Nick, estaba al mando de todas las CMB. El Thetis había doblado la punta y ahora estaba virando a babor, fuera para evitar la barrera de gabarras o por haber recibido el impacto de la corriente, que se dirigía al este. Nick se preguntó si el capitán, Sneyd, sabía que había una barrera de redes a poca distancia de su proa.

—Quince grados a estribor.

—¡Quince grados a estribor, señor!

Un roción de proyectiles por la aleta, a cuarenta metros. Probablemente desde la batería del Goeben.

—¡Han alcanzado al Grebe, señor! —exclamó Elkington.

—A la vía.

—¡A la vía, señor!

—Derecho al norte veinte oeste. —Quería acercarse más al extremo del malecón. No mucho, pero... Le ordenó a Elkington—: Cuando el Thetis ya no esté a tiro, intente unos cuantos disparos contra los cañones del malecón.

—Sí, señor.

Elkington trataba de parecer impasible. No le resultaba fácil: tenía la clase de rostro de piel blanca y huesos delicados que solía dejar ver el estado de ánimo de su dueño. El Grebe, cerca de la costa, tenía una nube de humo —¿o era vapor?— flotando sobre el combés y había disminuido la velocidad. Podría deberse a un impacto en una de las dos cámaras de calderas. Si eso era vapor, no podía ser otra cosa. Sin embargo, estaba moviéndose de nuevo, ganando velocidad, y sus cañones seguían disparando.

—¡Tremlett!

—¿Sí, señor?

—Envíele al Grebe: «¿Están bien?»

—A la orden, señor.

Los proyectiles rodeaban por completo al Thetis. Algunos —demasiados— daban en el blanco. Y el buque seguía virando a babor. En cualquier momento estaría en aquella red. Los cañones del extremo del malecón hacían fuego contra él casi tan rápido como los podían volver a cargar. A esas alturas los destacamentos de desembarco ya deberían haberlos tomado. Enfocó al Thetis con los prismáticos. ¡Estaba en la red! La estaba arrastrando. Eso les venía bien a los dos que lo seguían, pero si se le enredaba en las hélices... Vio que uno de los dos destructores alemanes atracados en el malecón le estaba disparando y le gritó a Elkington:

—¡Número uno!

El primer teniente se volvió con una mano en la oreja para oír mejor; había estado observando el extremo del malecón y al Thetis, esperando una oportunidad para poner el cuatro libras en acción. El Thetis ya estaba bastante lejos, pero había una ML allí con él, siguiéndolo, su embarcación de rescate. Nick señaló al destructor alemán y le indicó a Elkington:

—¡Intente un disparo de torpedo!

—¡Sí, señor!

El señalero de primera Tremlett informó:

—Del Grebe, señor: «Gracias, pero los hombres del Grebe tenemos el pellejo duro.»

—De acuerdo... Número uno. No dispare hasta que el Thetis haya pasado. Me acercaré más y dispararemos a estribor.

Elkington fue hasta el tubo acústico del control de torpedos y comenzó a gritarle órdenes a Raikes, el artillero. Nick había pensado guardar los dos torpedos del Bravo por si llegaban buques alemanes de otras bases, y también porque se suponía que las CMB iban a encargarse de cualquier destructor que hubiera dentro del malecón. Pero si esos alemanes iban a dispararles a los buques de bloqueo mientras pasaban ante ellos, ahora parecía un buen momento para utilizar los torpedos.

—Veinte grados a estribor —le ordenó a Garfield.

El Thetis estaba cruzando en ese momento, se encontraba aproximadamente a medio camino entre el extremo del malecón y la entrada del canal. Había recibido numerosos impactos, la mayoría procedentes de los cañones situados en la prolongación del malecón; presentaba una escora a estribor y parecía estar reduciendo la velocidad.

—¡Veinte grados de timón a estribor, señor! —le informó Garfield.

Nick le echó un vistazo al Grebe; le pareció que lo habían vuelto a alcanzar, a proa esta vez. Quizá Hatton-Jones pensara que tenía el pellejo duro, pero definitivamente estaba demasiado cerca de la batería de aquel Goeben. Por el otro lado, si le estaban disparando a él, no podrían atacar también al pobre Thetis.

—¡A la vía! ¡Preparado, número uno!

Elkington se encontraba junto al tubo acústico, en contacto con Raikes. Tenían un blanco inmóvil allí, sólo hacía falta un torpedo bien recto. No podían dispararles a esos destructores porque podrían herir a los marineros e infantes de marina que se encontraban en el malecón, tras ellos. El Thetis pasó y se dirigió directamente hacia el canal; la escora era más pronunciada, se movía bastante despacio y seguía recibiendo impactos. De pronto, Nick vio fogonazos en una nueva posición, un poco más atrás de la zona intermareal, pero al oeste de la batería del Goeben y bastante cerca del brazo oriental de la entrada del canal. Estaba claro que destruirlos sería una buena idea.

—¡Derecho!

—Derecho, señor. Sur diez oeste...

Estaban invirtiendo el timón. Nick oyó que Elkington gritaba:

—¡Fuego!

Al mirar a popa, vio la salpicadura de la entrada del torpedo.

—Mantenga el rumbo —le indicó a Garfield.

A poca distancia de la prolongación del malecón, el Intrepid salió del humo.

De regreso en la bitácora, Nick le hizo una seña a Elkington.

Señaló la posición de aquella nueva batería; le estaban disparando al Thetis y los fogonazos eran fáciles de ver. El Thetis se encontraba casi en el canal, justo antes de los dos rompeolas que hacían que el acceso tuviera forma de embudo. Nick estaba pensando que era un milagro que siguiera a flote cuando vio que estaba oscilando a estribor.

—Ataque esos cañones. A ver si logra darle a uno o dos... —le dijo a Elkington.

Había visto un brote de llamas y un penacho de humo negro en el Grebe. Si se quedaba donde estaba mucho más, lo acribillarían. Elkington había corrido a proa, hasta el cañón. Habría estado bien contar con el cuatro pulgadas del Mackerel en lugar de esas cerbatanas, pensó Nick. El Intrepid se había alejado de la barrera de gabarras y ya no había barrera de redes allí para obstaculizarlo, puesto que el Thetis la había arrastrado. Miró atrás, hacia el Thetis: se había detenido, encallado, en el lado de estribor del paso, a cierta distancia de la entrada del canal. «¡Uno fuera, quedan dos!» Aquella batería levantaba columnas de agua alrededor del buque. El doce libras de Bravo abrió fuego con un estruendo sorprendentemente fuerte y penetrante para un calibre tan pequeño.

—¡Capitán, señor!

Tremlett estaba señalando a estribor.

Había una gran masa de humo junto al malecón y restos volando por los aires. El destructor alemán: el torpedo del Bravo lo había golpeado justo en el combés, bajo la segunda chimenea. Los hombres gritaban entusiasmados en el puente y en la cubierta de cañones.

—¡Bien hecho, número uno! —exclamó Nick.

El cuatro libras disparó de nuevo y retrocedió; casi a la vez, se alzaron rociones cerca del costado de babor del buque. La batería estaba respondiendo al ataque, y para bien, incluso podría hacer que el Intrepid entrara sin problemas.

—Han vuelto a alcanzar al Grebe, señor.

Fue Garfield quien lo dijo, pero ahora estaba mirando de nuevo la rosa. Habían golpeado al Grebe otra vez en el combés, como si supieran dónde le dolería más y atacaran siempre el mismo punto, como un boxeador cruel infligiendo el máximo castigo.

—Tremlett, envíeles: «¿Siguen bien?»

—¡Nos están llamando, señor!

Tremlett saltó hasta el proyector y les envió un destello de respuesta. El cuatro libras disparó una vez más.

—Le estamos dando a los cañones, señor. La última vez, vi volar tierra —informó Garfield.

—Del Grebe, señor: «Nos han tocado. Ayudaría que nos remolcaran.»

—¡Número uno! —Gritó por el tubo acústico de la sala de máquinas—. ¡Avante toda las dos! —Elkington fue rápido a popa. Nick le indicó a gritos mientras el cañón disparaba de nuevo—: Prepárese para remolcar al Grebe. Tendrá que darse prisa porque estaremos muy cerca de esa maldita batería. Que los otros cañones entablen combate en cuanto enfilen. Diez grados a estribor, timonel.

El Intrepid había recorrido más de la mitad del camino hasta la entrada del canal. Intacto, en plena forma, sin apenas daños. El Thetis tenía dos botes en el agua llenos de hombres y dos ML se acercaban a ellos. Elkington había bajado.

—Diríjase hacia la popa del Grebe —le ordenó Nick a Garfield.

—Sí, señor.

El Grebe no debería estar allí, pensó Nick, menos aún inmovilizado, que suponía que era lo que Hatton-Jones había querido decir con «tocado». Se encontraba justo enfrente de esa batería, como a un kilómetro y medio de distancia, y sólo un poco más lejos de los cañones del Goeben. Lo estaban golpeando de lo lindo, y el mar a su alrededor era una masa de columnas de agua provocadas por los proyectiles. A Hatton-Jones —que en su vida civil era una especie de experto en arte y regatista internacional— se le podría conceder, con toda razón, una tercera descripción: imbécil de mierda. No era únicamente su cuello el que había puesto en el tajo del verdugo.

—Diríjase hacia su aleta, timonel.

—¡Sí, señor!

—Me temo que tal vez empiecen a maltratarnos un poco en un momento.

—Yo no apostaría en contra, señor.

El C3 había golpeado el viaducto a nueve nudos y medio, justo en el centro de una sección entre dos hileras de pilares. El capitán era el único que se encontraba en el puente cuando chocaron; había hecho que todos los demás fueran al otro revestimiento, detrás del puente.

Al golpear, la nave se había levantado del agua apoyándose en una de las vigas horizontales sumergidas, rompió las abrazaderas transversales y penetró hasta el borde anterior del puente. Ese había sido el punto de impacto verdaderamente sólido, cuando la parte delantera del puente había chocado con el enrejado de acero y éste lo había detenido. De este modo, la carga de amatol se había hundido en el interior de la estructura del viaducto, justo en medio y bajo el centro de la calzada. Cuando la proa golpeó la viga submarina, la nave saltó y vibró; los hombres que estaban en el revestimiento habían tenido que agarrarse mientras oían la arremetida y el chirrido cuando los puntales de acero se partieron y se rasgaron; luego el frenazo les hizo perder el equilibrio y buscar nuevas zonas a las que agarrarse. Por encima de ellos, en medio de la oscuridad, hubo gritos en alemán, órdenes a voz en cuello, después luces de antorchas, disparos de fusil, balas que repicaban y zumbaban al rebotar en el revestimiento. Tim Rogerson recordaba una sensación de confusión, de casi no saber qué había ocurrido ni qué estaba ocurriendo.

La voz de Sandford se abrió paso:

—¡Pongan el bote en el agua! ¡Rápido, ya!

Cleaver se encontraba en la beta de proa. Rogerson soltó la de popa, el bote descendió con un rápido movimiento y la popa rebotó contra la curva del tanque de lastre principal n.° 3. La pequeña y frágil embarcación se deslizó en el agua casi sobre las cabezas de bao, luego se enderezó y flotó.

—¡Todos a bordo!

Ahora llegaban muchos disparos directamente desde encima de sus cabezas. Entonces un proyector iluminó hacia abajo y los disparos fueron más consecutivos. Se subieron como pudieron al pequeño y bamboleante bote; había seis a bordo y Roxburgh intentaba arrancar el motor. Sandford bajó por el costado del puente como un trapecista, se balanceó y aterrizó de pie sobre la parte superior del tanque, donde el mar lo bañaba. El submarino estaba bien clavado, pero el oleaje seguía moviéndolo, raspándolo contra las vigas que lo sujetaban y sostenían la proa explosiva. Ahora tenían plena conciencia de aquella carga de cinco toneladas, Sandford había encendido la mecha antes de dejar el puente. Este subió al bote y gritó:

—¡Vamos, larguen amarras!

El proyector resultaba cegador, aterrorizante. Una ametralladora abrió fuego y lanzó una larga ráfaga de balas que aullaron, repiquetearon y rebotaron a través de las vigas. El mar saltó alrededor del bote y salieron volando astillas, de las grandes, del costado de babor. Rogerson se oyó decir:

—Tiene una brecha. Hay una gran...

El motor se puso en marcha. La ametralladora no había vuelto a disparar, pero los fusileros estaban al pie del cañón. Las balas silbaban a través de los puntales y las vigas, repicaban contra los tanques y los costados del C3, y se estrellaban contra los tablones del bote. El motor zumbó y soltó un chillido que no era normal mientras se sacudía de una manera rara en el yugo. Roxburgh lo apagó.

—La hélice está dañada. —Le gritó a Sandford—: Es la maldita hélice, señor. No sirve una mierda.

Al notar agua alrededor de los tobillos, Rogerson le preguntó al técnico de sala de máquinas:

—¿Dónde están las bombas de achique? ¿Podemos...?

Una sección entera de la regala saltó por los aires. Sandford gritó por encima del ruido de una nueva descarga de disparos: —¡Saquen los remos! Tim...

A Rogerson le zumbaban los oídos debido a los disparos de los fusiles. Estaba buscando a tientas los remos, inclinado, tratando de sacar las botas de en medio; tiró del guión de uno de ellos. Empujó las piernas de otro que estaban en la luz, agarró el remo y lo levantó. Le dio la impresión de que su propio antebrazo derecho explotaba delante de su cara. Fue como si lo hubieran golpeado muy fuerte con un martillo, pero la piel y la carne se habían abierto, los tendones y el hueso habían salido volando como si fueran las varillas de un paraguas destrozado; se lo quedó mirando mientras pensaba distraídamente: «balas dum-dum», casi de manera impersonal, como si lo que estaba viendo no fuese su propio brazo. Cleaver había cogido rápidamente el remo y lo había montado en el tolete del lado de babor; Harner había sacado el otro a estribor y empujaba contra el costado negro y bañado por las olas del C3 con la pala del suyo, intentando desatracar. Había mucha agua en el bote que entraba por los agujeros de bala que plagaban los tablones, pero Roxburgh acababa de poner en marcha la segunda de las dos bombas de achique especiales y parecía que por el momento el agua no estaba subiendo más. El bote empezó a girar, alejándose, mientras ambos remeros intentaban hacer que avanzara contra la pleamar; una labor difícil en cualquier momento. Harner lanzó un gruñido, soltó el remo y rodó de lado; estaba cubierto de sangre, y Rogerson sospechaba que muerto. Intentó ocupar su lugar, pues no veía ningún motivo por el que no pudiera remar con un brazo sano; pero Bindall lo cogió y se deslizó en el sitio del timonel.

El bote comenzó a alejarse del viaducto mientras los disparos silbaban a su alrededor, los rebotes de las balas gemían, el agua saltaba y se abrían más agujeros en los lados de la embarcación. Bindall soltó una maldición, cayó hacia atrás y soltó el remo. Roxburgh agarró el guión justo antes de que desapareciera, resbalándose del tolete. Curiosamente, no había remos de repuesto y tenían un paquete de cinco toneladas de amatol a unos cuantos metros de distancia con una mecha que iba quemándose a ritmo constante, y sólo les quedaban unos minutos. Roxburgh y Cleaver lo sabían y remaban como si fueran los campeones de la Armada en una regata. Howell-Price estaba apartando a los heridos y a los muertos de los bancos, y Sandford estaba en la caña del timón. Rogerson sintió dos rápidos martillazos, uno en lo alto del hombro izquierdo y el otro más abajo, en las costillas del mismo lado. Después recordó que en ese momento no había sentido dolor pero que sabía que le habían disparado dos veces más y que lo tenían todo en contra para que cualquiera de ellos sobreviviera a esto, y había pensado: «Bueno, ya está, sabíamos que no teníamos muchas probabilidades...»

Empujaban el bote contra la corriente, medio lleno de agua, ambos remeros sufrían y gruñían por el esfuerzo de mover la embarcación, su lastre de agua y el peso de siete hombres. Otro proyector se unió al primero y la ametralladora abrió fuego otra vez; la mayor parte de la roda y la regla de estribor salieron volando como astillas saltando de un torno de alta velocidad. Howell-Price se estaba haciendo cargo de uno de los remos, en la caña del timón. Sandford había resultado herido y una segunda ametralladora les disparó.

—Sigan así medio minuto más, muchachos, y esos cabrones volarán en... —gritó Sandford.

Lo habían alcanzado de nuevo. Estaba todo cubierto de sangre y no pudo completar la frase, pero mantenía el bote en su rumbo con los dientes apretados y los ojos cerrados. Lo que le hizo abrirlos fue el amatol al estallar. Fue como si el aire, toda la noche a su alrededor, fuera inflamable y alguien le hubiera prendido fuego: un fragor ensordecedor y una envolvente barrera de fuego. Aturdido, aunque ligeramente consciente de que estaba gritando, entusiasmado, Rogerson vio un montón de hombres en bicicleta cayendo al vacío. Dio la impresión de que algunos ardían. Pensó que tal vez estaba muerto o delirando. Ahora no había proyectores: los cables de energía que llegaban hasta ellos habían volado en mil pedazos. Caían cosas por todas partes, cosas pesadas y cosas pequeñas, por todo su alrededor. Una ola llegó a contra corriente, levantó el bote y lo arrastró. Ya no había más disparos. Sólo una pequeña embarcación yéndose a pique con hombres muertos o casi muertos en su interior.

—¡Lo hemos logrado! ¡Miren! —exclamó Sandford con voz ahogada.

Había una brecha de treinta metros en el viaducto. El malecón estaba aislado de la orilla. Howell-Price le sonrió de lado a Roxburgh, el técnico de sala de máquinas.

—¡Vamos, bogue!

—Yo no soy marinero, señor... —se quejó Roxburgh Howell-Price, Sandford, Rogerson, Roxburgh y Cleaver se rieron a carcajadas o emitieron sonidos que podían pasar por carcajadas.

—No gasten saliva, idiotas. Boguen —les dijo Sandford a los remeros.

Veían bengalas y bolas de fuego procedentes de ese extremo del malecón, pero nada lo bastante cerca ni brillante para apreciar detalles. «Mejor así —pensó Rogerson—. Nos daríamos un susto de muerte si pudiéramos vernos. Todos deberíamos estar muertos.» Desde el momento en el que los haces de luz de aquellos asquerosos proyectores los habían deslumbrado, Rogerson tenía grabado en la memoria el aspecto de los demás. El de Sandford en particular, al que había alcanzado y vuelto a alcanzar, y, aunque pareciera mentira, seguía agarrando la caña del timón y manteniéndola recta. Sandford, el Calvo, debería recibir una Cruz Victoria, pensó, y cuando la llevara la luciría por todos ellos. Se le estaba pasando el entumecimiento y estaba comenzando a sentir, a dolerle; si empeoraba mucho más podría resultarle difícil mantenerse callado. Sin embargo, también experimentaba una sensación de profundo cansancio, y, en contraposición, la certeza de que no debería dejarse vencer por el sopor, que era imprescindible que se mantuviera despierto. El mar estaba bastante agitado, y se preguntó adonde iban. El bote se movía despacio con todo el peso que llevaba y debía haberse hundido más porque las olas pasaban por encima de la amura, por detrás de Rogerson.

—¡Bote a la vista!

Una luz los enfocó, el haz danzaba sobre el agua. Pensó: Estoy delirando... En la motora, el mayor de los Sandford le gritó a su maquinista:

—¡Pare! ¡Atrás poca!

Corrió a proa, no cabía en sí de entusiasmo y alivio, y lanzó un cabo al bote. Roxburgh lo cogió. Howell-Price explicó a gritos:

—Tenemos varios hombres con heridas bastante graves. El capitán necesita atención urgentemente. También el...

—La recibirá, no se preocupe.

El hermano mayor del capitán se puso de rodillas y agarró la regala del bote; había marineros a su espalda preparados para cruzar y subir a los heridos a la embarcación más grande. Dick Sandford indicó con una voz sorprendentemente fuerte:

—Que se ocupen primero de los otros. El timonel está peor que yo.

—Muy bien, chico. Así, tranquilo...

—¿Qué te pasó?

—El remolque se rompió. Casi vuelca. A muchas millas, en medio del mar... No importa, ahora estamos aquí. Os llevaremos a un destructor con un médico. Dios santo, qué trabajo tan magnífico habéis...

—¿Y el C1?

—También se le rompió el remolque. Aunque están bien. Disgustados por habérselo perdido, seguro. De todas formas, a quién le importa, ¡lo habéis logrado! ¡Lo has logrado, Dick!

—¡El remolque está asegurado, señor!

Nick se inclinó hacia el tubo acústico mientras los proyectiles llegaban zumbando a través del humo, cada vez menos espeso, y se levantaban rociones a babor.

—Avante poca las dos.

El doce libras disparó otro proyectil, el objetivo era la batería del Goeben. Los obuses del Vindictive también estaban arremetiendo contra aquella batería. Sin su ayuda las cosas podrían haber sido mucho peores.

—¡Avante poca las dos, señor!

—Mantenga el timón a la vía, timonel.

—Sí, señor.

Otra salva pasó por lo alto, los proyectiles salpicaron por delante, luego uno llegó tarde y corto, y estalló en el castillo del Bravo. El cabrestante se levantó en vertical, giró como una enorme peonza y cayó al agua, a un metro de la proa, mientras el Bravo luchaba por avanzar arrastrando el peso muerto del Grebe a popa. El Bravo había perdido el palo mayor y el seis libras de la toldilla; la superestructura en la que estaba construida la cubierta de cañones, que también era la puerta de acceso a la cámara de oficiales, estaba destrozada y se había incendiado, aunque ya habían apagado el fuego, y Elkington había informado de que no había daños internos. Menos mal... y por suerte: McAllister tenía muchos heridos allí abajo, en la cámara de oficiales. Al mirar atrás, por encima de la popa, mientras el cable volvía a tensarse, Nick vio al Intrepid iluminado por las bengalas, asentándose en el interior de la entrada del canal; dos botes y una embarcación más pequeña —un esquife, probablemente— se alejaban de él y se dirigían al puerto. Había mucho fuego de ametralladora procedente de la orilla y rociones de proyectiles que debían llegar del extremo interior del malecón o de aquella batería de la orilla. Una ML lanzaba humo allí y otras dos iban a encontrarse con los botes del barco de bloqueo. Habían abandonado el Thetis, pero habían dejado una luz verde encendida a modo de guía para ayudar a pasar a los otros dos. El Iphigenia había rodeado el extremo del malecón y se encontraba a medio camino del Thetis. Parecía que estaba entrando sin problemas.

El cable estaba tenso, estirado al máximo. Dos obuses cayeron a poca distancia de la amura de estribor del Grebe lanzando una pesada cortina de agua fétida sobre los dos buques. Una bengala estalló justo sobre sus cabezas; como el humo había desaparecido, ahora volverían a castigarlos. Los artilleros del Goeben querrían recuperar el tiempo perdido y no les gustaría ver que su presa escapaba. El cable tembló, alcanzando la tensión límite, y la proa del Grebe todavía no se había movido.

—Cinco grados a estribor.

—¡Cinco grados a estribor, señor!

Estaban virando a babor —o intentándolo— para salir sesgados, hacer girar la proa del Grebe y situarlo en la dirección en la que tenían que ir. Los motores del Bravo sólo estaban a avante poca, pero emplear más potencia sería arriesgarse a romper el cable de remolque. Entonces, tendrían que empezar de cero otra vez.

—Joder...

Lo había susurrado para sí mientras un proyector se fijaba sobre ellos. La chimenea central del Grebe explotó en medio de una lluvia de acero. Aquella maldita luz... Pero el buque se estaba moviendo, sólo un poco, y lo que contaba era el comienzo. En cuanto contara con algo de impulso y hubiera superado la inercia, podría aumentar las revoluciones. Lo que había que evitar era una tensión repentina en el cable.

—¡Contramaestre!

Clark se adelantó de un salto.

—¿Señor?

—Dígale a Maynard que le dispare a esa luz hasta que le dé.

—¡Sí, señor!

El marinero de primera Maynard era el apuntador del doce libras.

—A la vía.

—A la vía, señor.

—Uno cinco cero revoluciones.

A toda máquina, para un cascarón grasiento, eran unas trescientas cincuenta. Ciento cincuenta sólo le proporcionarían ocho o diez nudos. Cuatro o cinco tal vez con el Grebe a remolque. Mientras se enderezaba junto al tubo acústico, Nick se estremeció cuando volvieron a alcanzar al Grebe justo a popa. Empezó a salir humo de la toldilla. El doce libras disparó arremetiendo contra el proyector. Lo que necesitaban era humo, aunque no de esa clase. Algo hediondo y cegador que flotara hacia el mar. El Iphigenia estaba pasando por delante del Thetis y estaba siendo atacado; por los cañones del Goeben, probablemente, lo que explicaría por qué ahora les bombardeaban. Otro impacto en el Iphigenia: los alemanes habían practicado demasiado durante la última hora y estaban comenzando a cogerle el tranquillo, ¡así se pudrieran! Habían roto una tubería de vapor o algo así en el Iphigenia, se podía ver cómo salía, blanco a la luz del proyector. El Grebe estaba virando perfectamente.

—¡Cinco grados a estribor, timonel!

—Cinco grados a estribor... ¡Cinco grados de timón a estribor, señor!

Lo hacían girar poco a poco. Aumentaban la tensión paulatinamente, lo ponían en marcha y con ello lo desplazaban para ofrecerles un blanco más pequeño a los cañones de la orilla. El proyector los abandonó; recorrió el puerto iluminando zonas de humo empujado por la brisa, el bote abandonado de un buque y siguió adelante; se fijó en una ML que salía de popa de la entrada del canal, con trazadoras lloviéndole desde todas direcciones y remolcando un bote por la proa. Tanto el bote como la lancha estaban llenos de hombres. El Iphigenia se encontraba en el interior de la entrada del canal, desde ese ángulo él y el Intrepid eran una compacta masa negra recortada contra la luz de las bengalas.

—A la vía.

—A la vía, señor.

Elkington trepó al puente.

—Todo bien por el momento, señor.

—¿Qué?

—¡El cable de remolque está aguantando por el momento, señor! —gritó.

—Lo ha hecho muy bien.

Era un hecho. Elkington había pasado la línea, luego el cabo de abacá y el pesado cable en la mitad de tiempo que solía costar. En medio de un intenso cañoneo eso no era tan fácil como parecía en el Manual de navegación Vol. 1.

—¿Y las bajas?

—Fatal, señor. Nueve muertos y... —titubeó— unos dieciséis heridos.

Casi la mitad de la tripulación del buque. Y aún quedaba mucho para salir de este aprieto.

Los cañones del combés estaban en silencio. El Grebe estaba en marcha y no había blancos que pudieran enfilar. El doce libras envió un último proyectil retumbando hacia la oscuridad y luego ése también quedó fuera del combate, oculto a los ojos de sus enemigos por el buque humeante y en llamas a popa.

—Ponga rumbo noreste, timonel.

—Rumbo noreste, señor...

Eso debería llevarlos lejos del extremo del malecón, hacia la línea de patrulla del Phoebe y el North Star, al este y noreste de él. Nick levantó los prismáticos para comprobar si alguno de ellos estaba a la vista o los fogonazos de sus cañones. Se le cortó la respiración: a no más de cuatrocientos metros del faro, uno de ellos —imposible ver cuál— permanecía inmóvil. Mientras él miraba, un proyector que recorría la zona lo enfocó. Estallaron obuses por toda su extensión y a su alrededor; por un momento quedó oculto tras las columnas de agua y Nick pensó: «Está perdido...» ¿Cómo diablos había quedado atrapado en esa posición? Tal vez se había perdido en medio del humo o... Entonces vio a su compañero, su buque gemelo, avanzando rápidamente y tendiendo una pantalla de humo para ocultarlo de aquel proyector y de los cañones situados en la prolongación del malecón. Nick había permanecido encorvado sobre el tubo acústico mientras lo observaba, todo en el lapso de unos cuatro segundos: aquel humo podría salvarlo, si no estaba ya acabado... Llamó a la sala de máquinas:

—Doscientas revoluciones.

—¡Doscientas revoluciones, señor!

—Número uno, creo que...

Unos proyectiles descendieron silbando e hicieron explosión por la popa del Bravo. Dio la impresión de que la nave se convulsionaba, se encogía y se estremecía; las llamas saltaron y se apagaron, el humo aumentó y voló hacia proa con el viento.

—¡El cable se ha soltado, señor! —informó Elkington.

Algo parecido a un ladrillo lo había golpeado en el hombro derecho. Lo había hecho retroceder, lanzándolo contra la bitácora, y Garfield había estirado un brazo para sujetarlo. Se oyó a sí mismo ordenar:

—¡Quince grados a estribor!

Había estado a punto de decirlo cuando aquella cosa lo había alcanzado.

—Quince grados a estribor, señor... —Garfield hizo girar la rueda—. ¿Está bien, señor?

—Sí... Pare a babor. Número uno... —No podía sentir el brazo derecho ni moverlo...—. Voy a volver a lanzar humo entre el Grebe y la orilla, luego nos abarloaremos a su estribor y lo amarraremos a nosotros. Esté preparado en la cubierta superior, por favor.

—¡Sí, señor!

—Y quiero un informe de cómo va todo abajo... Avante media a babor, dos cinco cero revoluciones en ambas máquinas...

¡Aquel maldito proyector otra vez! Oyó que Garfield le preguntaba:

—¿Está seguro de que está bien, señor?

—A la vía... Timonel, no esté de cháchara conmigo.

—A la vía. Lo siento, señor.

El doce libras estaba de nuevo en acción. Nick esperaba que estuviera disparándole al proyector. La verdad era que odiaba aquella luz, de forma feroz, como si fuera algo personal. Se inclinó sobre el tubo acústico.

—¡Sala de máquinas, suelten humo!

—¡Soltar humo, señor!

El Bravo estaba ardiendo a popa. Pero aún no estaba tan mal como el Grebe. Nick tuvo que emplear la mano izquierda para levantar los prismáticos. Tenía todo el lado derecho del cuerpo empapado, sentía cómo gimoteaba. Se dijo a sí mismo, su sentido de la orientación y sus prioridades: «Los buques de bloqueo están dentro, hemos hecho nuestro trabajo, en este estado no podemos serles de mucha utilidad a las ML, así que lo apropiado es salir de aquí, con el Grebe...» El proyector los dejó y pasó al Grebe; le estaban disparando con cañones antiaéreos desde la playa. Una bengala estalló en lo alto, sobre el centro del malecón. Vio un bote dirigiéndose hacia el mar, dos ML encaminándose en la misma dirección y otra detenida con un esquife a su lado y subiendo hombres a bordo. Dejó caer los prismáticos de la correa y le ordenó a Garfield:

—Diez grados a estribor.

Había empezado a salir humo negro de ambas chimeneas. La parte superior de la de popa estaba rota y en el humo se podía ver el resplandor de la caldera. Para un viejo cascarón grasiento a carbón, soltar humo no suponía ninguna novedad; sólo que por lo general no era a propósito y hacía que los oficiales superiores maldijeran y enviaran señales. Todos los cañones que le quedaban al Bravo estaban disparando mientras viraba hacia la orilla. Nick pensó: «Será mejor tender dos líneas, una paralela a la otra...» Así podría durar.

—A la vía.

—A la vía, señor.

De pronto se sintió mal. Una debilidad enfermiza se le extendía por todo el cuerpo desde las tripas. Ojalá pudiera vomitar, sería de ayuda. El barullo de los cañones era apabullante, entorpecía los sentidos. Algo en el interior de su cabeza le dijo: «Hora de virar y lanzar humo detrás de ese otro...»

—Quince grados a babor.

—Quince grados a babor, señor.

Garfield permanecía muy seguro, muy tranquilo. El Bravo tenía suerte con su timonel, pensó Nick. Russell también era un buen marinero. No tan buen contramaestre como lo había sido Swan, pero...

No se mencionaba a Swan en la lista de condecoraciones de la tripulación para el Mackerel. No es que hubiera supuesto la más mínima diferencia para el pobre Swan; pero por sus padres, su gente... debería habérseles ofrecido algún símbolo, algún reconocimiento del carácter de aquel hombre. Ahora era demasiado tarde y todo parecía haber sucedido hacía mucho. Los proyectiles aullaban por lo alto y había llamas en la cubierta del Grebe. Las bajas del otro buque debían ser espantosas, mucho peores que las del Bravo. Entonces desapareció, la primera línea de humo se interpuso entre ellos. Debería resultar igual de cegadora para los artilleros alemanes. A Nick le pareció que se estaba cayendo: se agarró con el brazo izquierdo alrededor de la bitácora, flexionó las rodillas y se deslizó hasta que la esfera de corrección que tenía al costado quedó bajo su axila. Dejó que sostuviera su peso inclinándose hacia ella y descansando un momento con los ojos cerrados. Resultaba asombroso cómo las ganas de vomitar iban desapareciendo. Garfield lo llamó con voz resonante:

—¡Capitán, señor!

—¿Sí?

Abrió los ojos y se irguió.

—¡Seguimos teniendo quince grados de timón a babor, señor!

—¡A la vía! —Comprobó la rosa rápidamente—. ¡Firme ese timón!

—Aguantando, señor...

Ahora se veían fogonazos en tierra. El Bravo se encontraba dentro de su propio humo, que flotaba hacia el mar mientras manaba como melaza negra de las chimeneas. Probablemente ya hubieran creado suficiente. Lo siguiente era localizar de nuevo al Grebe.

—Diez grados a babor.

—Diez grados a babor, señor.

Garfield parecía estar observándolo constantemente, y Nick lo encontraba irritante. Aprovechó la oportunidad de volver a descansar mientras se apoyaba contra el tubo acústico:

—¡Poca las dos!

—Poca las dos, señor...

El olor del tubo acústico le aumentó las náuseas. El Bravo estaba virando a estribor en medio de su humo negro y asfixiante. Elkington ya debería tener listos los cables y las defensas allí abajo. Cuando atravesaran el humo, debería resultar bastante fácil encontrar al Grebe, sobre todo si seguía ardiendo. Oyó proyectiles pasando por lo alto, aquel ruido de desgarro que causaban los grandes al pasar a la altura de los palos o más. Debían de estar disparando a ciegas.

—A la vía.

—A la vía, señor.

—Contramaestre. —Clark se acercó a él—. Baje y dígale al primer teniente que se prepare.

—¡Sí, señor!

—Caña a la vía, señor.

El marinero de primera Clark sólo había llegado hasta la parte superior de la escala. Estaba regresando. Lo acompañaba el alférez York.

—El primer teniente dice que está listo y a la espera, señor.

—Bien. —Recorrió el puente con la mirada—. ¿Dónde está nuestro guardiamarina?

—A popa, señor. Tiene esquirlas en la espalda.

York observaba el brazo y el hombro de Nick con los ojos desorbitados; éste lo miró con el ceño fruncido y se apartó. Tener sensibilidad sólo en la mitad del cuerpo y no poder controlar un brazo y una mano resultaba una sensación extraña y muy desagradable. La extremidad simplemente le colgaba. El Bravo se encontró de pronto en el despejado nocturno, las bengalas iluminadoras flotaban sobre el puerto y una bola de fuego se elevó por encima de la entrada del canal. Vio proyectiles estallando en la prolongación del malecón y supuso que debían de ser los obuses del Vindictive.

—¡A cuarenta grados por la amura, señor!

Garfield estaba señalando. El Grebe parecía los restos de un naufragio, todo quemado.

—¡Tremlett! —exclamó Nick.

—Acaban de alcanzarlo, señor, lo han llevado abajo —respondió el timonel.

Era como un sueño que ya había tenido: ¿no le había gritado Wyatt a un señalero muerto? Pero él, Nick, no sabía nada de Tremlett.

—¿Ha muerto?

—Me parece que no, señor.

Entonces no era tan malo.

—¿Señor? —preguntó el señalero Jowitt.

—Envíele al Grebe: «Por favor, prepárense para coger nuestros cables por su costado de estribor.»

—A la orden, señor.

—Alférez, baje y ayude al primer teniente... ¡Contramaestre!

—¿Si, señor?

—Baje a la cámara de derrota y tráigame un taburete.

Se dirigió al lado de babor del puente, enganchó el codo izquierdo sobre el nuevo chapado de protección —abollado y quemado en algunos sitios, ahora parecía menos nuevo, y la mitad de los empalletados habían sido arrancados o se habían chamuscado— y apoyó su peso sobre él. Llamó a Garfield:

—Quince grados a babor. Pare a estribor.

Oyó el repiqueteo del proyector a su espalda mientras le enviaban su mensaje al Grebe. Se alegraba de haberlo comenzado con las palabras «por favor»: Hatton-Jones era un hombre susceptible, no habría aceptado una señal de un subalterno que pareciera una orden. Nick volvió la cabeza hacia el malecón; ése era un sonido completamente nuevo... el agudo chillido de la sirena de un buque.

¿La retreta?

La señal del Vindictive para la fuerza de desembarco. La orden de comenzar a replegarse hacia el barco. Significaba que se había completado el bloqueo, que la retirada comenzaría ahora.

Y, por consiguiente, que la paliza que los obuses le estaban infligiendo a la batería del Goeben se interrumpiría. ¡Joder!

—Reduzca a cinco. Pare a babor.

Observó con atención cómo se cerraba el espacio entre los dos buques.

—A la vía.

—¡A la vía, señor!

Garfield seguía sereno, impasible.

Al mirar el casco abollado y lacerado del Grebe, Nick pensó: «Entonces, ¿lo hemos logrado? ¿De verdad?» Pero se trataba de una cavilación más bien puramente teórica. El humo se alejaba flotando, rodeándolos; el Grebe quedaba medio oculto en él. Muy bien, había otra masa subiendo detrás de ésta, pero eso les daba... ¿cuánto? ¿Cinco o diez minutos? ¿Para amarrar dos buques y ponerlos en marcha arrastrándolos fuera de alcance?

—Aguanta, maldita sea... —soltó Wyatt con voz ronca.

Se arrastraba hacia adelante con el cabo de infantería de marina a la espalda. Parecía que a éste le habían disparado en los pulmones. Sus propias heridas eran superficiales en su mayor parte, pensó Wyatt... Tenía la pierna izquierda destrozada desde el tobillo a la rótula, eso sí era malo... Cada vez que el dolor le llegaba al cerebro tenía que detenerse, tenderse en el suelo, apretar la cara contra el hormigón y... había perdido el conocimiento dos o tres veces. Llegaba a rachas y cuando disminuía Wyatt exclamaba en voz alta:

—¡A la mierda!

En el hombro... no había forma de saber si había sido metralla o una bala, y tenía una cuchillada de bayoneta en el cuello. Ésas eran heridas superficiales. Sangraban mucho, pero... no eran nada. Lo habían acuchillado cuando había conducido a una avalancha de marineros por encima de una alambrada —le habían lanzado planchas encima y las habían atravesado— y habían despejado un extremo del primer grupo de trincheras. ¡Los alemanes ya habían regresado allí, maldita fuera su sombra! Parecía como si hubiera pasado mucho tiempo, pero no podía ser, sólo llevaban una hora en el malecón. Le dijo al hombre que llevaba a la espalda:

—¡No se preocupe, vivirá para volver a acabar con ellos! ¡Y yo también, lo juro!

Hablar ayudaba, de vez en cuando. Su propia voz lo tranquilizaba. Casi tanto como ver el pabellón de Keyes ahora. Allá, por encima del humo, a tiro de piedra del malecón, había visto pasar el tope del palo del Warwick con aquel pabellón de vicealmirante de enormes proporciones ondeando en él —grande porque lo habían hecho para que flameara desde un acorazado, el buque insignia de la escuadra de Keyes en Scapa—, con la Cruz de san Jorge y la esfera roja en el cantón superior. El pabellón había pasado flotando por encima el humo, aunque el destructor situado bajo ella quedaba oculto. Los hombres habían gritado entusiasmados al verlo, alguien había exclamado:

—¡Ahí viene Roger!

Eso había sucedido unos minutos antes de la señal de retirada y ahora, por un acuerdo tácito, sin que les hubieran dado ninguna orden, estaban trayendo a los muertos y heridos. Dondequiera que se hubieran metido, pero a algunos no podían alcanzarlos.

Wyatt se había cruzado con el capellán Peshall media docena de veces. Peshall, que por el momento no había sufrido ni un rasguño —¿tal vez el Señor cuidaba de sus hombres?—, tenía un extraño modo de correr, agachado y arrastrando los pies, como un oso con un hombre sobre los hombros. No dejaba de traerlos y regresar a buscar más. Wyatt estaba haciendo lo mismo, como muchos otros, aunque él no se podía mover tan rápido como el capellán con esa maldita pierna. Había salvado a tres, éste sería el cuarto. No sería apropiado dejar a los muertos para que los alemanes se ocuparan de ellos, y había que sacar a los heridos, por supuesto. Wyatt pensó que durante la última hora había visto todo lo bueno que había por ver: había llegado a comprender que el valor y el arrojo de los marineros e infantes de marina británicos no tenían rival. Por ejemplo, Harrison, al que aquel disparo en la mandíbula había dejado sin sentido y medio muerto: había vuelto en sí, había corrido a tierra de inmediato y había sustituido a Adams al mando. Para aquel entonces Adams, que había guiado un ataque contra la alambrada y las trincheras situadas más allá del tinglado n.° 3, había recibido varios impactos y perdido a tres cuartas partes de sus hombres. Los había reforzado con algunos miembros de la Compañía «B», cuyos oficiales habían muerto todos, y había encabezado otra carga a lo largo del parapeto; sin embargo, una ametralladora los había inmovilizado y otra en un destructor amarrado en el interior del malecón los había atrapado en un fuego cruzado. Habían tenido que retirarse de nuevo, dejando a muchos muertos por delante. Cuando asumió el mando, Harrison envió a Adams atrás, a pedir refuerzos de infantería de marina, y el comandante Weller, el marine más antiguo que había sobrevivido —a estas alturas los infantes de marina habían despejado doscientos metros de malecón hacia el oeste del buque y estaban aguantando, allí abajo, ataques particularmente violentos— envió una sección. Entre tanto Harrison, que no podía hablar debido a la mandíbula destrozada, había conducido otra embestida a lo largo de la calzada. El, y todos y cada uno de los hombres que lo acompañaban, acabaron muertos o heridos. Wyatt, que en aquel momento estaba tumbado, incapacitado temporalmente por el dolor de la herida en la pierna, había visto lo ocurrido y había ayudado a algunos de ellos a regresar. Él, medio muerto, guiando a los que estaban casi muertos. El marinero de primera Eaves había intentado llevar el cuerpo de Harrison, pero el propio Eaves había perdido el conocimiento mientras lo hacía. Otro marinero, McKenzie, un ametrallador, había continuado disparando su arma mucho después de resultar gravemente herido; había atrapado a un grupo de alemanes que iban corriendo de un blocao al destructor —que poco después había saltado por los aires, cuando lo alcanzó un torpedo salido de sabe Dios dónde— y los había liquidado a todos como si fueran una hilera de bolos, uno tras otro. Wyatt le preguntó al hombre que tenía detrás:

—Conoce al capitán Bamford, ¿a que sí?

El cabo no respondió. No pudo; lo más probable es que no pudiera oír. Sin importarle mucho que lo escuchara o no, Wyatt le dijo:

—Es un hombre increíble. Nunca he visto nada igual. No sabe que las balas matan a los hombres... o le importa un...

—¿Cómo le va, Edward? —El capellán se agachó a su lado mirándolo con preocupación. Probablemente pensara que estaba hablando solo, que había perdido la cabeza o algo parecido. Sonrió—. ¿Le echo una mano con este hombre?

—No. Vaya a buscarse uno.

A Wyatt le pareció divertido. Lo repitió porque Peshall no se había reído. El capellán le aconsejó:

—Debería dejarlo ya, Edward. Deje que lo suban a bordo. Ya ha sonado la retirada, ¿la oyó?

Wyatt continuó su avance hacia el buque. Una sección de marines mantenía un pequeño perímetro y proporcionaba fuego de cobertura. Había escalas para llegar hasta la calzada más elevada. Los marineros subían a los muertos y heridos mientras los traían de todas direcciones, los llevaban al otro lado y los bajaban por las pasarelas. Ahora había cuatro pasarelas en servicio. Wyatt quería ir a buscar a otro tipo más; tenía que hacerlo, la verdad era que le había dicho que volvería a por él. Lo había visto semisentado, desmadejado, en la entrada de un blocao o almacén cerca de la alambrada alemana que comenzaba más allá del tinglado n.° 3. Había unos vagones de ferrocarril puestos en lila allí que proporcionarían suficiente protección para que un hombre solo se arrastrara bajo ellos y lo sacara. Los alemanes estaban muy cerca, puesto que habían ocupado aquella trinchera; pero si permanecía en silencio e iba todo lo rápido que le permitiera aquella maldita pierna... Wyatt casi había podido tocar al herido: había dejado al cabo de la infantería de marina en el suelo, se había arrastrado bajo los vagones y lo había observado a no más de tres metros de distancia. Un marinero de primera con tres insignias por buena conducta. Estaba gravemente herido, tenía el rostro cubierto de negro por un lado, con sangre reseca. Wyatt le había gritado:

—Aguante un momento... ¡Volveré a por usted!

La retreta no era una orden que se debía obedecer de inmediato, sólo avisaba de la retirada. No podías darlo por concluido y desentenderte sin más. Se tendió en el suelo mientras una ametralladora llameaba y repiqueteaba a la izquierda; contaban con demasiada luz, una de sus condenadas bolas de fuegos. «Dios —pensó—. ¡Cómo odio a estos malditos alemanes!»

Había un grupo bastante numeroso de hombres en el refugio del tinglado n.° 3. Un joven sargento de la infantería de marina los dirigía, haciéndolos cruzar el malecón en pequeños grupos, entre ráfagas de ametralladora. Solo, manteniéndose en las sombras y avanzando despacio, tan despacio como lo requería el estado lamentable en el que se hallaba, contaba con cierta ventaja respecto a los hombres que corrían en grupo. Sonrió y masculló:

—Son unos tipos formidables. ¡Gracias a Dios, soy inglés!

Sería mejor cruzar ahora. Había tenido suerte con ese gancho del parapeto, pensó. Aquella subida del buque, justo cuando el Daffodil lo habían empujado, lo había logrado. De lo contrario, no habrían podido. Habían esperado una marea como de un metro más alta que la de esa noche. La de anoche. El Vindictive había golpeado el malecón un minuto después de la medianoche. El joven Claud Hawkins, de la Compañía «D», no había tenido tanta suerte mientras luchaban por atracar el Iris al costado: Hawkins había utilizado una escala y había trepado al parapeto para subir el gancho a pulso; estaba trabajando en ello cuando abrieron fuego sobre él. Hawkins había comenzado a devolverles los disparos con su revólver y lo habían matado sin haber llegado a colocar el gancho. Luego George Bradford, el jefe de la compañía de Hawkins, había intentado subir por la grúa y una ametralladora que disparaba desde el otro lado del malecón lo había derribado. El cuerpo de Bradford había caído entre el malecón y el viejo transbordador; uno de sus suboficiales había bajado a buscarlo y ése había sido su final también. De todas formas el gancho se soltó en cuanto el peso del vapor se apoyó en él. Pero se sentía orgulloso de haber tenido compañeros así...

Casi había llegado. La sombra debajo de aquellos vagones era densa; en cuanto se metiera allí debajo, estaría... Se tumbó mientras un mortero caía ruidosamente en algún lugar a su espalda. La metralla azotó los vagones astillando la madera y levantando chispas del metal, y se alejó silbando hacia la llameante noche. Ese era el último viaje. Los buques no seguirían atracados mucho más tiempo. Estaba avanzando a rastras de nuevo. «No te preocupes porque duela, gallina, los médicos lo arreglarán. Para eso están. Y a estas alturas ya han practicado lo suficiente para saber cómo hacerlo.» Esa retreta no había sonado en la sirena del Vindictive, sino en la del Daffodil. La razón: al viejo Vindictive le habían arrancado el silbato de un disparo. Lo habían hecho pedazos, por encima del nivel del parapeto era un espantajo destrozado con forma de barco. «¡Que Dios lo bendiga! Y a Carpenter, Rosoman, Osborn, Bramble... ¡qué grupo! Hilton Young con un brazo semiarrancado, Walker saludando sin una mano... Keyes sabe seleccionar hombres, sí señor. Cualquier hombre al que Roger Keyes escoja para un trabajo es digno de conocer.» Ya estaba debajo del segundo vagón... Si pegaba la cara al frío hormigón entre las vías podía ver luz —el resplandor de bengalas a lo lejos y balizas más cerca, cambiando constantemente pero siempre allí— y el negro perfil del edificio destrozado en el que estaría esperándolo su tres insignias. «Amigo, le dije que volvería, ¿no?» Movimiento, el roce de una bota sobre el hormigón, y luego un chasquido metálico. Algo rebotó y resbaló hacia él por debajo del vagón. Le rozó la cara. En el medio segundo que le quedó se dio cuenta de que se trataba de una granada.

El Grebe estaba ardiendo otra vez, y le habían machacado todos los cañones. Vio a un único hombre moviéndose por la parte trasera. La popa propiamente dicha estaba hecha añicos, las chimeneas estaban partidas y agujereadas y el puente era un montón calcinado de chatarra en el que Hatton-Jones —reconocible por un vendaje alrededor de la cabeza— tenía a un timonel y a un guardiamarina con él. Los fuegos a popa proporcionaban suficiente iluminación para que las esporádicas bengalas resultaran innecesarias para los artilleros de la orilla. El Grebe era un peso muerto para el Bravo; probablemente se debiera únicamente al hecho de que estaba muy hundido por la proa, con la popa levantada por tanto, de modo que no se había inundado a popa.

El doce libras del Bravo había sido reducido a pedazos por un impacto directo que también había matado a toda su dotación; era un milagro que el proyectil no hubiera matado a todos los del puente. Por lo menos, con el cañón destrozado, no estaba obligado a seguir haciendo subir hombres: estar allí fuera, delante del puente, y con la malla metálica de protección arrancada, era una de las posiciones más expuestas que se podía imaginar. Cada disparo que golpeaba el castillo lanzaba esquirlas sobre aquella zona. Más obuses pasaron por lo alto. Nick se tensó, esperando nuevas llamas, explosiones, destrucción, muerte: no se produjeron. Esta vez no. Todos habían pasado por encima. «Esos cabrones tienen que fallar a veces...» La peor herida del Bravo había sido un impacto en la cámara de calderas de proa. El jefe de máquinas, Joseph, la había desconectado; siempre que el agua de alimentación durase, podrían arreglárselas con las calderas posteriores. El buque podía alcanzar unos cuantos nudos, y mientras pudiera moverse y flotar, y el Grebe pudiera flotar y moverse con él, había vidas en ambos buques que podía intentar salvar.

—Cinco grados a babor, timonel.

—Cinco grados a babor, señor...

Para mantener los cables de proa tensos. Cuando estaban flojos, el movimiento del mar empujaba los dos barcos uno contra otro, golpeándose, raspándose... Vio fogonazos procedentes de la batería del Goeben: la había estado apuntando con los prismáticos, sosteniéndolos en la mano izquierda, con el codo apoyado en el borde superior del chapado del costado de babor, mientras miraba hacia atrás, por encima de la popa hecha pedazos del Grebe. Ahora que nada les disparaba a aquellos cañones de la orilla —ya hacía tiempo que el Vindictive y los demás se habían marchado del malecón—, estaban utilizando a los dos treinta nudos para hacer prácticas de tiro.

Descargando algo de venganza, tal vez, por la humillación que habían sufrido con el ataque a su bastión.

«¿Quizá me estoy comportando como un tonto? ¿Quizá esto ya no tiene sentido?»

Aunque no había alternativa. Los hombres con heridas graves se ahogaban cuando un barco se hundía. El Bravo y el Grebe tenían ahora más muertos y heridos que hombres sanos. Menos de la mitad de la tripulación de sesenta del Bravo se tenía en pie.

Otra salva llegó a toda velocidad. Nick se encontró con la mirada imperturbable de Garfield. Detrás del timonel se hallaba el joven York. Éste había sustituido a Elkington, que había muerto. No se podía hacer nada, excepto seguir luchando. ¿A cuánto...? ¿Dos nudos? El único milagro que se le ocurría, por el que quizá no había rezado nadie, era que los cañones del Goeben se quedaran sin munición. La verdad es que no era muy probable.

—Bueno... tendrán que darnos un buque nuevo después de esto —comentó Nick.

La ceja levantada de Garfield logró subir otro centímetro, luego volvió a bajar.

—Ya no los hacen como éste, señor —masculló el timonel.

—¿Cree que eso es malo?

Jowitt soltó una carcajada. Los proyectiles descendieron con una ronca arremetida que terminó con burbujeantes chorros de mar negro y una llamarada sobre ambas embarcaciones, el retumbo de un trueno bajo sus pies y en el interior de sus cráneos, y el hedor a explosivo y metal achicharrado. Llamas amarillas danzaban por el costado de estribor a popa del puente, chisporroteando a borbotones, saltando para recortar la silueta del trinquete. La verga había desaparecido y la mayor parte de las jarcias con ella, el resto colgaban formando una maraña de cable de acero, drizas y antenas; el palo, sin embargo, seguía en pie. Nick se dio cuenta de que las llamas amarillas las producía la cordita; las chispas saltaban por el aire, aterrizaban en otro sitio y seguían ardiendo. Había cartuchos de emergencia en el seis libras de proa a estribor. 1 Jamó a York:

—Alférez, vaya a los cañones y tire toda la munición de emergencia. Los cartuchos sobre todo. Por la borda.

—¡Sí, señor!

—¡Ah del Bravo! —Hatton-Jones vociferaba por un megáfono mientras el viento alejaba el hedor de los proyectiles. Nick encontró el suyo a sus pies. Moverse le resultaba un tanto extraño: obligaba a sus extremidades a desplazarse en la dirección deseada, pero cuando comenzaba era como si flotara, como si careciera de apoyo o contacto con lo que lo rodeaba. Se irguió de nuevo, con el megáfono.

—Aquí Everard. ¿Están bien?

—Más vale que nos dejen. Desamarren y salgan de aquí —gritó Hatton-Jones.

—¿Y sus heridos?

Le dolía gritar. Miró a popa.

—¡Alférez, espere!

York regresó de la escala; había una brecha considerable en la malla metálica del puente en la parte delantera. Le preguntó a Hatton-Jones:

—¿Pueden enviárnoslos?

—¡Capitán, señor! —exclamó Garfield.

Nick se volvió y lo miró. El timonel estaba señalando hacia babor, a través del combés humeante y hecho añicos del Grebe. A la luz de las bengalas, Nick vio una veta blanca. Mar agitado, una especie de...

—¡Una CMB, señor!

Dejó caer el megáfono y levantó los prismáticos. El brazo izquierdo hacía todo el trabajo. Era una CMB. Su mente se movía despacio, como aletargada; tenía que empujarla, instigarla. ¿Qué podría...? Bueno, sacar a algunos heridos o...

¡Humo!

Salía a chorros del tubo de escape de aquella lancha que corría y saltaba: ¡precioso y denso humo de Brock! Jowitt gritó de pronto, una exclamación de júbilo como si fuera un vaquero.

—Silencio, idiota... —gruñó Garfield.

—Alférez. —Nick le indicó a York—: Baje y vacíe todos los armeros de emergencia. Luego encárguese de los cables, vea si hace falta ajustar algo o afirmarlo. Busque desgastes, y asegúrese de que las defensas están en su sitio. ¿De acuerdo?

Hubo unos destellos de claridad. York sonreía mientras se apartaba mirando a la CMB, que pasaba por la popa a toda velocidad para extender su maravilloso humo entre esos destructores y la orilla, muy cerca de la costa, con mucho margen para que flotara tras ellos mientras se alejaban arrastrándose como animales lisiados. La CMB incluso podría quedarse por allí, seguir cerca para levantar otra cortina de humo si ésa se dispersaba.

Eso era lo único que necesitaban. No había esperanzas de conseguirlo, todas las ML habían estado muy ocupadas sacando a las tripulaciones de los buques de bloqueo. Las lanchas habían ido llenas hasta los topes, y era evidente que muchos de los fogoneros de la tripulación temporal de los buques de bloqueo habían desacatado las órdenes y se habían quedado a bordo... Saltaron rociones de proyectiles a bastante distancia por la aleta: los artilleros alemanes estaban intentando acabar con la CMB.

—¡Ah del Grebe!

—¿Sí, Everard?

—¿Seguimos adelante, señor?

Mientras esperaba la respuesta, se apoyó contra el chapado, cerró los ojos y susurró mentalmente: «Gracias, Dios...»

El movimiento era mayor ahora, mientras los buques unidos avanzaban con dificultad hacia el mar, en medio de una brisa cada vez más fuerte. Chocaban, daban bandazos, se rozaban...

—Como dos depósitos de chatarra peleándose —había gruñido Garfield.

York casi se parte de risa. El alférez dijo mirando por los prismáticos:

—Parece que el Warwick está volviendo a entrar, señor. El almirante.

Nick estaba en el taburete. Lo habían atado a la bitácora para que pudiera sentarse. Se bajó, fue al costado del puente y levantó los prismáticos. No estaba seguro, pero tenía la sensación de que podría haberse quedado dormido. ¿Tal vez sólo un segundo? De otro modo seguramente se hubiera caído del taburete.

Era el Warwick, sí señor.

—Viene a reunir a las ovejas descarriadas, señor. Está juntando a su rebaño —dijo Garfield con satisfacción.

Nick estaba recordando que un mes atrás aproximadamente, cuando estaba empezando a conocer a su nuevo timonel y a simpatizar con él, le había preguntado un día:

—¿En qué año se alistó en la Armada?

—Mil novecientos tres, señor.

Nick había pensado: «Cuando yo tenía siete años...» Le había planteado otra pregunta:

—¿Por qué lo hizo? ¿Qué lo llevó a alistarse?

El timonel se había mirado las botas, había fruncido el entrecejo y había vuelto a levantar la mirada. Había respondido con una sola palabra:

—El hambre, señor.

La Armada estaba hecha de hombres como Garfield.

El Warwick estaba pasando cerca... El amanecer se aproximaba rápidamente, la costa belga era una baja línea negra con una aurora teñida de malva tras ella. Nick había regresado a la bitácora, pero el taburete parecía medir unos tres metros. Se dejó caer, se sentó en el escalón y se apoyó contra la redonda solidez de la bitácora. Cerró los ojos. Garfield dijo en voz baja:

—Alférez, señor.

El Warwick había enviado: «Le estoy ordenando al Moloch que lo apoye. ¿Cuál es su situación?» Jowitt estaba utilizando una lámpara de mano; el veinte pulgadas había salido volando por la borda hacía mucho tiempo. Raikes, el artillero, estaba en cuclillas junto a Nick.

—¿Está bien, señor?

York bajó los ojos hacia él.

—¿Tendría la bondad de ir a buscar a McAllister y una camilla, artillero? —Se volvió hacia Jorwitt y le ordenó—: Envíele al Warwick: «El Bravo remolcando al Grebe. Creemos que podemos llegar a Dover si el tiempo se mantiene. Bajas muy numerosas. El capitán acaba de sucumbir a las heridas. El alférez de navío York asume el mando.»

Jowitt quería saber cómo deletrear «sucumbir».

Sarah había dicho en su carta:

Hay algo que debo contarte, porque debo compartirlo con alguien y creo que tú, mi querido Nick, al menos intentarás comprenderlo. ¿Por favor? Quizá recuerdes que te presenté aquí hace unos meses a un viejo amigo, Alastair Kinloch-Stuart, comandante en uno de los regimientos de las Highlands. Desde entonces ha estado varias veces de visita por esta zona, y no puedo negar que su intención era estar cerca de mí. Lo admito y suplico que comprendas las circunstancias, pero no he sido tan firme como sé que debería haberlo sido a la hora de impedir esto. Era un amigo de hace muchos años, mi familia y la suya se trataban casi como pacientes cercanos cuando él y yo éramos niños. Pero —Nick, cielo, me gustaría estar hablándote de esto, no luchando para describirlo de forma tan poco adecuada en una carta— se enamoró de mí, y yo siempre le he tenido gran estima y afecto. Era una persona buena y honorable, y no tenía intenciones viles; es más, fue en ciertos sentidos un martirio para ambos, y aún peor. Me resulta muy difícil decir eso, al menos a... Oh, Nick, sólo te estoy confesando lo que tú ya sabes tan bien: que tu padre y yo no hemos hecho de nuestro matrimonio el gran compromiso que yo había esperado que hiciéramos y quisiéramos. No debo seguir divagando, aunque podría garabatear y garabatear, y aun así no contarte la mitad de lo que guardo en mi corazón y en mi mente, de mis sentimientos y mi profunda tristeza. Pero no hice nada malo, Nick, nunca. Te lo prometo. Y ahora el pobre Alastair ha muerto en combate. Fue el 22 de marzo cuando el enemigo abrió una brecha al sur del Somme. Alastair me había escrito una carta, y me la trajo su hermana, a quien se la había confiado. Ya he vuelto a llorar. Nick, tú eres la única persona en cuya solidaridad y amor deposito mi confianza. Por favor, ven lo antes que puedas... Por favor, mi querido Nick, ¿lo harás?

McAllister se había agachado a su lado. Dos marineros abrieron la camilla plegable y la situaron donde podrían levantarlo.

Garfield preguntó sin apartar los ojos del compás:

—¿Se pondrá bien, señor?

El cirujano en prácticas levantó la mirada. Les hizo señas a los camilleros. Mientras se ponía en pie, respondió lenta y enérgicamente:

—Si no se pone bien, puede pegarme un tiro, timonel.

El timonel lo miró y asintió.

—Lo ha dicho usted, señor. Algunos podrían tomarle la palabra.

—Sarah. Ah, Sarah —murmuró Nick.

McAllister y York se miraron. Nick habló de nuevo; había ido a algún lugar, pero ahora estaba de vuelta:

—Alférez.

—¿Sí, señor?

—Se supone que tenemos que reunimos en la rada de Thornton. Al noroeste durante quince millas. No olvide la corriente. Transfiera el remolque cuando tenga ocasión.

—A la orden, señor. —Estaban levantando la camilla con Nick encima. York añadió—: Pero usted... tómeselo con calma, señor, no...

Garfield soltó una carcajada. A continuación, era él mismo otra vez: impasible, sin sonreír siquiera. McAllister y York se lo habían quedado mirando, preguntándose qué había provocado aquella inusitada explosión de alborozo. No iba a molestarse en explicarlo.