Capítulo 11

MIENTRAS miraba fijamente por la ventana del vagón los conocidos rasgos de la estación marítima de Dover, Edward Wyatt aguardó a que el tren se hubiera detenido para levantarse y sacudirse los faldones del sobretodo. La Compañía Ferroviaria del Sureste y Chatham era una organización maravillosamente eficiente, y había habido ocasiones en las que sus empleados habían obrado milagros —por ejemplo, cuando se produjo la ofensiva en el Somme habían puesto en funcionamiento veinte trenes hospital especiales al día, además de los servicios habituales—; pero no contaba con el personal para mantener los trenes tan resplandecientes como lo estaban antes de la guerra.

Wyatt se preguntó qué iba a decirle el almirante. Apenas había tenido tiempo de dejar el Mackerel en el astillero, arriba en el Támesis, antes de recibir el telegrama comunicándole que el almirante Keyes deseaba verlo en persona lo antes posible.

Quizá para entregarle un nuevo buque. ¡Y puede que un ascenso! Si iban a convertirlo en un mandamás, ¿tal vez le dieran un buque líder de flotilla?

Bajó hasta el andén. Había cerca de kilómetro y medio hasta el cuartel general y el paseo le sentaría bien. No había visto a Keyes desde los Dardanelos, dos años atrás. Keyes era comodoro en aquel entonces. Ahora era vicealmirante interino, ascendido desde contralmirante para superar en rango a Dampier, que era el almirante al mando del astillero de Dover. La última vez que Wyatt se había encontrado con Keyes había sido cuando el almirante Robeck, el jefe de Keyes en ese entonces, lo había mandado a buscar para felicitarlo por la toma de aquella batería turca, por el destacamento de desembarco que había guiado.

Esta vez, ¿qué? ¿Un ascenso, un nuevo buque y un galón para su Cruz al Servicio Distinguido? ¿Puede que incluso una Orden del Servicio Distinguido?

Tim Rogerson también acababa de bajar de un tren, aunque en Portsmouth. Estaba allí para almorzar en Blockhouse, el cuartel general de los submarinos, con un viejo camarada, el Calvo Sandford. No tenía ni la más mínima idea de para qué; ni por qué uno de los hermanos mayores del Calvo, que era un capitán de corbeta con una Orden del Servicio Distinguido y que al parecer acababa de llegar a Dover para unirse al estado mayor del nuevo almirante, lo habría mandado a buscar y le habría dado esa mezcla de orden e invitación.

Por parte del Sandford mayor había parecido una orden; pero del más joven, del Calvo, una invitación. Esperaba poder descubrir durante la comida de qué diablos iba todo.

Rogerson salió de la estación y bajó al embarcadero del puerto. Había una motora atracada cuyo patrón era un marinero de primera con una cinta en la gorra de los «H.M. Submarinos».

—¿Teniente de navío Rogerson, señor?

Correspondió al saludo y se subió a la zona de popa de la embarcación.

Recordó que el Calvo Sandford era hijo de un archidiácono. Y miembro de una numerosa prole: de hecho, era el séptimo hijo. Lo que le hacía preguntarse a qué dedicaban su tiempo libre los archidiáconos, y también resultaba asombroso que semejante hombre de la iglesia tuviera un hijo tan poco piadoso. El bueno del Calvo no hacía distinciones entre personas; era un tipo muy divertido y jovial, un compañero fantástico. Y resuelto como el que más. De los tozudos. Si el Calvo quería que se hiciera algo, se hacía.

Aunque tuviera que hacerlo él mismo.

Saludó a Rogerson en el embarcadero de Blockhouse con un afectuoso apretón de manos que casi le rompe los huesos.

—¡Qué alegría que pudieras venir!

—Ah, no nos tienen precisamente muy ocupados en Dover, ¿sabes?

—¿No?

—A los submarinos, no.

—¿Qué estáis haciendo?

—Nada en particular. Nos hemos amarrado a redes de barrera antisubmarinas fingiendo que son boyas y esperamos a que vengan submarinos alemanes y se sitúen delante de nuestros tubos. Y hemos investigado mucho las amplitudes de marea cerca de los puertos alemanes: gráficos de subida y bajada, todo eso... Supongo que podría ser útil algún día.

Sandford asintió.

—Desde luego que sí. —Su expresión volvió a ser de diversión—. Pero estás más aburrido que una ostra, ¿no?

—Bastante.

—Yo puedo ofrecerte algo tan poco aburrido que podría hacer que se te pusiera de punta esa mata de pelo pelirroja.

Le preocupaban un poco las «matas de pelo» de otros hombres. Rogerson asintió.

—Acepto a ciegas.

—¿Tercer oficial de un viejo C?

—Ahora sí que me estás tomando el pelo.

Los submarinos clase C eran viejos, prácticamente inútiles, se reservaban para la defensa costera... y dentro de poco para el desguace. Mientras paseaban por el embarcadero, pudo ver una pareja de ellos fondeados en el lodo de Haslar Creek. Allí, atracados, había dos submarinos K y un E. Sandford señaló las dos embarcaciones ancladas.

—Ahí están... Ahora escucha esto. ¿Qué te parece un submarino clase C con una tripulación de seis o siete hombres seleccionados y con la proa abarrotada de cinco toneladas de Amatol?

Rogerson se acarició la barbilla.

—Suena... explosivo —murmuró.

—Ah, mucho.

—¿Qué haríamos con eso?

—No puedo decírtelo concretamente. Quiero decir que no me lo permiten. Pero ¿sabes que mi hermano, el que se puso en contacto contigo, ahora trabaja para Roger Keyes?

—He oído que Keyes está reuniendo un estado mayor bastante numeroso. —Rogerson hizo un gesto de asentimiento con la cabeza? ¿Y bien?

—Esto en lo que estoy forma parte de una gran estratagema de nuestro antiguo comodoro. Algún tipo de ataque descabellado.

—Me apunto.

Sandford le echó una mirada, sorprendido por la repentina decisión.

—Me apunto. No intentes impedirme participar —insistió Tim.

—Bueno, hay un pequeño preámbulo que estoy obligado a ofrecerte. Será más arriesgado de lo habitual. La cuestión de si alguno de nosotros escapará o no o terminará siendo prisionero de guerra o saltará en pedazos o... bueno, el hecho es que probablemente sea lo más cerca que uno puedes ir de suicidio sin poner en peligro su alma inmortal. ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?

—Nunca he estado más seguro de nada.

—¡Bueno, bien hecho! —Sandford tendió la mano—. Cuánto me alegro.

—Nada comparado con lo que me alegro yo. —Rogerson le dijo con sinceridad—: Me hace muchísima ilusión. Joder, muchas gracias por dejarme participar.

Wally Bell vio al capitán Edwards, que tenía el mando general de las ML de la patrulla, acercándose a él a grandes zancadas por el embarcadero. Wally desembarcó para recibirlo.

—Buenos días, señor.

—Buenos días, Bell. ¿Es probable que su lancha esté en condiciones de hacerse a la mar pronto?

—Están volviendo a montarla, señor. Los fontaneros dicen que quedará como nueva.

—Más vale que sea así. —Graham Edwards se quedó mirando con cierta desaprobación el montón de trastos de la sala de máquinas desparramados por ¡a cubierta de la ML—. Tiene mucho trabajo duro por delante.

Bell volvió la cabeza hacia su lancha.

—Para empezar, no fue el quedarse tirada sin hacer nada lo que la destrozó, señor —respondió.

—Trabajo de una clase en concreto, Bell. —Edwards le explicó—: Voy a retirarlos a usted y a otros cuantos de las labores de patrulla de rutina y voy a pasárselos al teniente coronel Brock para su programa de experimentos. Se dedicarán a poner a prueba mecanismos de humo en la costa, en su mayor parte.

—Ah.

«Aquellos malditos quemadores. Lo manchaban todo de negro...»

—Brock tiene un nuevo sistema que quiere perfeccionar. Nada que ver con ese lío de los quemadores. Consiste en utilizar ácido clorosulfónico en el tubo de escape de su lancha. Por lo visto es mucho más efectivo, además de más limpio en todos los sentidos.

—¿Ácido clorosulfónico, señor?

—Se emplea en la fabricación de sacarina. El sucedáneo del azúcar, ¿sabe? Pero ahora se le va a poner fin a eso. Todo el ácido clorosulfónico que puedan hacer —o cultivar, lo que coño sea que hagan— se enviará aquí, a Brock.

—¡Suena como si esperásemos tender un montón tremendo de pantallas de humo costeras!

—Sí, ¿verdad?

Reaper felicitó a Nick:

—Lo hizo bien, Everard. Realmente bien.

—Gracias, señor.

—Lamento lo de Underhill.

—Sí.

Nadie sabía todavía qué le había ocurrido a la CMB 14. La teoría más probable era que el destructor la había hundido, o más bien hecho saltar por los aires, y luego se había quedado por allí, buscando supervivientes o tratando de pescar los restos para su personal de inteligencia.

—Dadas las circunstancias, tomó la mejor decisión posible.

—¿Los prisioneros están resultando útiles, señor?

Reaper enarcó las cejas.

—¿Cómo dice?

—Me preguntaba si los prisioneros que traje habían demostrado su valía, señor.

—¿Por qué habría de imaginarse que tenían alguna... alguna utilidad?

—Bueno, señor, fueron lo único que traje. Ha expresado su satisfacción por el resultado de la operación. Y antes de que saliéramos me pareció entender que decía... bueno, que indicaba...

—Perdió una CMB y a su tripulación. Considerando que tuvo la mala suerte de tropezarse con un destructor y de tener que hacerle frente a luz de luna en lugar de oscuridad total, puedo felicitarlo con toda razón por haber sacado el máximo provecho de una situación peliaguda. Y puesto que era su primera experiencia al mando...

—No, señor.

Había traído al Lanyard de Jutlandia.

Reaper alzó una mano y la volvió a dejar caer.

—La primera vez que se lo había asignado para estar al mando, entonces. Teniendo eso en cuenta, el modo en el que condujo el asunto fue... impresionante.

—Gracias, señor.

—No sólo en mi opinión, podría añadir.

Le echó un vistazo a su reloj y frunció el entrecejo mientras lo volvía a guardar en el bolsillo.

—Qué tarde... ¿Qué quiso decir acerca de esos prisioneros, Everard?

—Willie el Cansado tenía su base en Zeebrugge. Opino —con todo respeto, señor— que lo que de verdad buscábamos eran prisioneros. Los alemanes no tenían que pensar eso, así que era mejor si no nos dábamos cuenta... —Reaper simplemente estaba allí sentado mirándolo fijamente, escuchando. Prosiguió—: Ha habido rumores de una ofensiva. Y... bueno, desde el punto de vista antisubmarino tendría sentido atacar Zeebrugge, volarlo o capturarlo o bloquear el canal. Ostende también, supongo. Pero si...

—Es buena idea. Y naturalmente se ha sugerido más de una vez en los últimos dos años. —Un momento antes Reaper había dado la impresión de estar tremendamente alerta, ahora se había relajado. Sonrió—: Tiene una poderosa imaginación. Pero... no divulgue sus ideas, por favor.

Nick estaba casi seguro de que había dado en el clavo. Una operación contra Zeebrugge y Ostende: bloquear los canales fuera de Brujas y eliminarlas como base. Reaper murmuró:

—Ha errado el tiro. Pero no queremos que circulen rumores.

Estaba mirando de nuevo su reloj. Preocupado por que pudiera levantarse de un salto y marcharse corriendo, Nick comentó:

—En cuanto a cuál va a ser mi siguiente puesto, señor...

Reaper parecía sorprendido, como si creyera que era un tema extraño. Nick pensó con desaliento que también había acertado en eso: había hecho el trabajo de Willie el Cansado y ahí se había acabado el interés de ese hombre por él.

—¿Debo permanecer en el Arrogant?

Una negativa de la cabeza estrecha...

—Tengo algo más que decirle, y sobre lo cual trasmitirle la enhorabuena del almirante Keyes. A raíz del combate del Mackerel el día de Navidad, va a recibir una Cruz al Servicio Distinguido.

Estaba estupefacto. Encantado, cuando la idea caló en su mente, pero tan sorprendido como contento.

—Es un gesto muy generoso de parte del... del almirante.

¿De verdad habría enviado Keyes felicitaciones? ¿Habría oído hablar siquiera de Nicholas Everard?

—El capitán de corbeta Wyatt ha recibido una Orden del Servicio Distinguido.

—¿Hay una lista completa disponible, señor?

Estaba pensando en Swan. En todos ellos, pero en particular en Swan. Reaper hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Todavía no. —Otra mirada al reloj—. Me temo que tengo que interrumpir esto. —Cerró los ojos como si tratara de centrar sus pensamientos, luego los abrió de nuevo y alargó la mano para coger el teléfono—. Crosby. Telefonee al primer teniente del Arrogant. Salúdelo de mi parte y pídale que haga que recojan las cosas del teniente de navío Everard y las envíen de inmediato al Bravo.

Nick se lo quedó mirando. No podía haber dicho el Bravo, ¿verdad? Reaper parecía esquivar su mirada.

—Si no puede ponerse en contacto con el primer teniente, el oficial de turno servirá.

Colgó el teléfono. Nick no podía creerlo. ¿Un «treinta nudos», apropiado para nada salvo labores defensivas de patrulla? ¡Y el Bravo ya contaba con un primer teniente: Elkington, el amigo de Tim Rogerson! A menos que hubieran trasladado a Elkington a otra parte; ésa debía ser la respuesta... Pero tener que patrullar sobre el campo minado de Varne o rondar por los Downs, sin ninguna esperanza de combate ni animación. ¡Si tenías muchísima suerte tal vez pudieras intentar enfrentarte a un submarino; pero, claro, un arrastrero también podría!

Reaper se había puesto en pie. Nick también se levantó. Sentía náuseas a causa de la decepción. ¡Te elogiaban, te daban una medalla y luego te quitaban de en medio!

—Estoy seguro de que se alegrará de estar en un puesto marítimo. Si se hubiera quedado en el Mackerel habría pasado meses enteros en un astillero de Londres. Le estaba dorando la píldora...

—Aunque si en el futuro se proyectase alguna operación ofensiva, me imagino que le gustaría tomar parte, ¿no? —añadió Reaper.

—Sí, señor. Me gustaría.

¿Qué estaba diciendo, que el Bravo sólo sería un alojamiento temporal? ¿Hasta el ataque a los puertos belgas? ¿O quizá el Bravo tomara parte en ello? Seguro que no... Su mente saltaba de una idea a otra como un pez tras las moscas... Y una cruda realidad permanecía: «Patrullar el campo de minas. Esto es cosa de Wyatt...»

—Mire, la verdad es que tengo que marcharme, —dijo Reaper. Hizo una pausa y miró a Nick con socarronería—. No es usted un tipo muy confiado, Everard.

—Yo... creo que no entiendo...

—Es evidente que no. —Reaper sonrió—. No se preocupe. —Le ofreció la mano—. Gracias de nuevo por un trabajo bien hecho. Y... ¡feliz Año Nuevo!

Fin de Año...

No lo parecía. Tampoco había parecido Navidad. Estrechó la mano de Reaper.

—Siéntese, Wyatt. —El almirante acercó más su silla al escritorio—. Por lo que recuerdo, la última vez que usted y yo nos encontramos también fue para felicitarlo. —Indicó con la cabeza el galón en el hombro de Wyatt—. Esa Cruz al Servicio Distinguido, por supuesto. Pero ¿no le habían hecho un corte con una bayoneta turca?

—Un rasguño, señor.

—Hum... Grandes tiempos mientras duraron, ¿eh?

—Un verdadera lástima que nos viéramos obligados a retirarnos, señor.

—Así es.

Cabeceos de asentimiento. Sus pensamientos regresaron a los Dardanelos y a su propia convicción de que la Armada podría haber forzado el estrecho, que debería haberlo hecho. Su rango de comodoro no había hecho mucha mella en aquel entonces.

—Pero en lo que debemos pensar es en el presente y el futuro, Wyatt. No en las partidas que hemos perdido. —Tamborileó un momento con los dedos sobre la mesa—. Su buque está fuera de servicio, se enfrenta a un período de inactividad y eso no es precisamente de su gusto. ¿Tengo razón?

Wyatt asintió.

—Sus talentos al mando en el mar son indudables —continuó el almirante. Pero también demostró ser un soldado útil ahí fuera—. No estaba conversando simplemente; observaba a su visitante con atención para evaluar su reacción—. ¿Le apetece volver a hacer algo parecido?

Wyatt comenzó con prudencia:

—Si tiene un trabajo de ese tipo para mí, señor...

—Estoy planeando... cierta empresa, Wyatt. —Keyes abrió un cajón, sacó una hoja de papel doblada y la pasó por la mesa—. ¿Me hace el favor de leer eso?

Se trataba de una carta dirigida a él de parte del almirante Wemyss, que había sustituido a sir John Jellicoe como Primer Lord del Almirantazgo. Wyatt leyó:

En vista de la posibilidad de que el enemigo penetre en las líneas de combate en la costa norte de Francia y ataque Calais y Dunkerque, se pondrán a su disposición un batallón especial de infantes de marina y una compañía de marineros de la Royal Navy a modo de refuerzos y para servir de destacamentos de demolición, etc., y destruir cañones y almacenes. Debe llevar a cabo todos los preparativos necesarios para bloquear los puertos de Calais y Dunkerque en el último momento posible con los buques cuyos nombres se le han comunicado verbalmente para privar al enemigo del uso de esos puertos si es necesario.

Wyatt levantó la mirada.

—Ya veo, señor.

Devolvió la carta. Keyes lo contradijo con una sonrisa:

—No, no lo ve. Este es un gran secreto que dejaremos que se filtre. Les explicará a los excesivamente curiosos por qué se les están practicando extrañas modificaciones a ciertos buques y por qué estamos adiestrando a muchos marineros en diversas artes ofensivas y destructivas que, por lo general, se les dejan a hombres de caqui. Pero estoy seguro de que puedo confiar en que guarde el secreto. No hace falta que lo cargue con los detalles; baste con decir que mi operación no será defensiva, sino ofensiva.

—Me alegra oírlo, señor.

—Aunque será una tarea sumamente arriesgada. Si optara por unirse a mí, me encantaría poner una sección de la fuerza de desembarco bajo sus órdenes. Usted es exactamente la clase de tipo que necesito para ello, claro está. Sin embargo, antes de que me dé su respuesta, tengo que decirle que las probabilidades de que regrese con vida del asalto serían... escasas. Se podría decir que inexistentes.

Wyatt parecía tan entusiasmado como si le hubieran ofrecido las joyas de la corona.

—¿Adonde iré, señor, y cuándo, para estudiar esas artes esotéricas?

Crosby, el oficial de la otra oficina, se desvivía en sus esfuerzos por ayudar. Antes, a Nick le había resultado medianamente insufrible. Cogió de sus manos el largo sobre color beige que contenía su nombramiento para el Bravo; llevaba el sello de la oficina del capitán del puerto y estaba dirigido al teniente de navío Nicholas Everard, Cruz del Servicio Distinguido, Royal Navy. El oficial dijo:

—El capitán Tomkinson acaba de empezar con los trámites de sustitución...

—¿Tomkinson?

—El nuevo capitán del puerto.

Lo recordó: Reaper lo había mencionado. Se estaba metiendo el sobre en el bolsillo; Crosby le preguntó:

—Perdone, pero... ¿no debería leerlo?

Como si un nombramiento para una lata de gasoil fuera algo para que se le cayera la baba...

—Creo que debería... —insistió Crosby.

—Sí. Más tarde.

Saludó con la cabeza al quisquilloso hombrecillo. Algunos de esos oficinistas vivían para sus trocitos de papel, informes, memorandos... En cuanto a Tomkinson, parecía que mientras Keyes aumentaba su estado mayor Dover se estaba llenando rápidamente de capitanes con cuatro galones. Que Dios ayude a Dover, pensó Nick, y que Dios ayude a Nicholas Everard también. Le aseguró a Crosby:

—Le dedicaré toda mi atención después. Pero ahora creo que bajaré. ¿Dice que ya hay una lancha esperando?

—Debería estar allí. —Crosby asintió. Aún parecía preocupado—. O de camino. Para cuando usted llegue abajo...

—Bien. Gracias.

La lancha estaba allí esperándolo; si esa motora en los escalones del muelle naval era del Bravo. Pudo verla mientras cruzaba el paseo marítimo. También pudo ver al propio Bravo, en el centro de los amarraderos para destructores, balanceándose y tirando de su boya. El viento estaba arreciando, altas nubes se deslizaban raudas por lo alto; se estaba levantando el habitual sudoeste y, como de costumbre, llevaba hielo. Hundió las manos en los bolsillos del sobretodo y comenzó a bajar por el muelle.

Había un guardiamarina de la reserva a cargo de la lancha. Un muchacho flaco y de cabello oscuro que parecía pensar que Nick podría morderlo.

Se subió a la zona de popa.

—Adelante, por favor.

—¡Larguen amarras a proa! ¡Larguen amarras a popa!

El mar estaba bastante picado en el puerto. Los fondeaderos para destructores se encontraban en aguas someras; las corrientes llegaban veloces desde ambas entradas y se encontraban allí en el medio, para malestar de los hombres de los destructores, que rara vez conseguían dormir en puerto... Miró el Bravo mientras la lancha botaba hacia él. Los treinta nudos eran barcos de aspecto extraño. Este, un buque clase D de 1897 o 1898, tenía dos chimeneas en lugar de las tres más habituales. Eran bajas y de apariencia atrofiada, y había un montón de ventiladores repartidos por toda la cubierta superior. Un castillo alomado conducía a un puente que sólo era aproximadamente la mitad de alto que el del Mackerel y dos tercios del mismo estaban ocupados por un cañón de doce libras. Había un seis libras a popa y dos más a cada costado entre el puente y la chimenea posterior. La pareja de tubos lanzatorpedos justo delante del cañón de popa sería de dieciocho pulgadas. La impresión general era de desorden, de que había cosas por todas partes.

Pero estaba limpio y bien cuidado. Eso habría sido responsabilidad de Elkington, y no cabía duda de que había sido un primer teniente muy concienzudo. La motora describió una curva hacia la plancha del costado de babor. Nick se preguntó qué clase de capitán le tocaría ahora; no podía recordar que Elkington lo hubiera mencionado.

El guardiamarina apagó el motor de la lancha. Casi al pie de la plancha. A continuación la situó en atrás, invirtió el timón y paró de nuevo. Lo había ejecutado con mucha habilidad, y Nick así se lo dijo. Dio la impresión de que el patrón de la lancha, un marinero de primera, estaba tan satisfecho como el guardiamarina. El marinero proel y el de popa habían sacado los bicheros y los habían enganchado a la boza. Nick se subió a la plancha.

Por encima de su cabeza, oyó la orden en voz baja:

—¡Pito!

¿Pito?

Sólo los capitanes —y los oficiales navales extranjeros, el rey y los miembros de su familia y algunas otras categorías de visitantes tales como el oficial de guardia y los cuatro galones y superiores— tenían derecho a ser recibidos con el pito en un buque de la Royal Navy. Él no estaba en esa lista. Estaba visto que alguien había metido la pata. Comenzó a ascender por la plancha; la nota del pito subió, bajó y se detuvo. Comenzó otra vez cuando Nick llegó a la parte superior. Vio a Bruce Elkington de pie saludando con rigidez, a un suboficial mayor descomunalmente ancho —probablemente se trataría del timonel del Bravo— a su lado y dos marineros, uno de los cuales era el contramaestre, y el que soplaba el pito. Tras Elkington, un alférez de navío y un oficial subalterno también permanecían en posición de firmes. Por último, mientras hacía una pausa en la plataforma superior de la plancha, vio una larga hilera de marineros formando en la cubierta de hierro al costado de las chimeneas y una fila similar en el otro lado.

Alzó bruscamente la mano para saludar y subió a bordo. La nota del pito descendió, se sostuvo unos segundos y se extinguió. Elkington dio un paso al frente.

—Bienvenido a bordo, señor. ¿Me permite expresarle en nombre de todos los tripulantes lo mucho que nos alegra...?

La cabeza le daba vueltas. Esto estaba... estaba ocurriendo, era real, y sin embargo...

Rozó con los dedos el sobre sin abrir que guardaba en el bolsillo. Pudo visualizar una frase asombrosa y resplandeciente en él: «... nombrado al mando...» La voz de Reaper chirrió en su cerebro: «No es usted un tipo muy confiado, Everard...»

—La dotación del buque está preparada para su inspección, señor —anunció Elkington—. Permítame presentarle primero al alférez de navío York y al señor Raiker, el torpedista... Éste es el suboficial mayor Garfield, nuestro timonel.

Estrechó manos... Seguía mareado. «Esto es un sueño, tiene que serlo...» ¿El mando de un destructor a los veintidós? Ah, sólo una lata de gasoil, pero seguía siendo un...

—¿Quiere inspeccionar a la tripulación del buque, señor?

Caminó despacio hacia proa, dejó atrás los tubos y luego un bote en sus pescantes. Levantó la mirada hacia el tope del mástil y vio cómo la enseña flameaba con la creciente brisa.

La enseña. ¡Su enseña!