Capítulo 8

UNA última descarga de disparos de fusil resonó en el cielo gris que cubría Dover. Nick, que permanecía en posición de firmes con la mitad de la tripulación del buque a su espalda y el resto frente a él, detrás de Wyatt, se dio cuenta de que estaban metiendo el último féretro, cubierto con la bandera del Reino Unido, en la tierra calcárea y de que Wyatt lo miraba fijamente, con rostro adusto, de granito. ¿Habría disfrutado del desfile?, se preguntó Nick. ¿Le complacería el gran número de vecinos que habían observado la lenta marcha a través de las calles y que luego los habían seguido?

El agridulce lamento de soledad del toque de silencio había comenzado. Las notas se alzaron, flotaron en el frío aire de diciembre. Nick elevó la mirada hacia el castillo, con su bandera ondeando a media asta, y pensó en Cockcroft y en Swan; en Swan en particular, al que se había sacrificado por nada, salvo la obstinación de un hombre.

¿Tal vez debería tratar de no albergar tales pensamientos? ¿No debería sencillamente enorgullecerse y lamentar el fallecimiento de unos valientes? ¿Aceptar los elogios, los honores y las aclamaciones?

Habían sido muy abundantes. Ovaciones al principio; luego señales, telegramas y titulares. Tras los últimos éxitos del enemigo en el estrecho, fue una victoria oportuna. De cuatro buques alemanes, habían hundido dos y habían enviado uno a casa gravemente dañado. Esta vez, la radio alemana no emitirá nada. Y Wyatt, por supuesto, era el héroe nacional.

Una muchedumbre de varios metros de ancho rodeaba el cortejo fúnebre naval. Los niños estiraban el cuello para ver mejor. Las mujeres lloraban, los hombres permanecían con las cabezas inclinadas y brazaletes negros en las mangas. Nick clavó los ojos en su capitán, al otro lado de la húmeda franja de césped. Lo vio apuntando la mira de su revólver, riendo de placer, ofreciéndole a él, Nick, el revólver... Instándolo a cogerlo:

—¡Yo ya me he divertido!

—El suboficial mayor Swan, señor, está... —balbuceó Grant.

Swan seguía en el interior de la proa inundada, a menos que el mar lo hubiera sacado. El Mackerel iría a remolque a los astilleros de Londres para repararlo. Mañana, probablemente. Hacía falta que el tiempo estuviera en calma para remolcarlo y la previsión era esperanzadora.

Habían sepultado a veinte hombres. El número veinte —Clover, el ayudante de artillero— había fallecido a causa de la herida en el estómago durante el traslado al barco hospital.

Nick tenía una cita en tierra esa tarde y antes de eso tenía que ver a Wyatt. Lo temía. El contacto de rutina con él ya era lo bastante irritante, así que la idea de una charlita le resultaba odiosa. La corrección formal era una cosa; mostrar cortesía personal, otra muy distinta. Y saber que tenía que contenerse... Al principio se había sentido como un cómplice y cuando hicieron bajar a los prisioneros alemanes a tierra —una multitud de hombres en el embarcadero que los miraban fijamente en medio de un silencio glacial y hostil— se había encargado de quitarse de en medio, de no tener que encontrarse con los ojos de ninguno de ellos. Al estar frente a ellos se había sentido como Wyatt, como si él fuera una especie de Wyatt. Lo había visto en sus ojos: las figuras que subían penosamente huyendo de las llamas de su propio buque incendiado, ráfagas de disparos de armas ligeras y una avalancha de marineros blandiendo machetes mientras Wyatt bramaba:

—¡Dispárenles! ¡Háganlos retroceder!

Había querido decir al mar o a las llamas.

Aquel alemán con las manos en alto y el rugido del arma de Wyatt... Pero ¿había levantado las manos en señal de rendición?

Cuando pensabas demasiado en algo, confundías el recuerdo. Entonces te veías ante una pregunta a la que no podías responder de forma concluyente, y de pronto lo que había estado claro ya no lo estaba. Anoche en el Arrogant, el viejo buque nodriza, mientras bebía whisky alrededor de una mesa con Tim Rogerson, Harry Underhill y Wally Bell, se lo había expuesto como un problema teórico, una especie de ejercicio de «qué harías si»; pero no había conseguido engañarlos. Se habían mirado unos a otros rápido, comprendiendo por qué había estado callado y pensativo, lúgubre, cuando se suponía que era el invitado de honor en la celebración. Bell, el antiguo estudiante de Derecho, trató de cambiar la perspectiva de Nick del incidente.

—No existe un método aceptado para rendir un barco aparte de arriar la bandera. Y de todas formas por la noche eso es inútil, ya que nadie la ve... Sin embargo, los alemanes nunca llegaron a rendir el buque, ¿no?

—¡Bueno, estaba en las últimas!

—Pero ¿y ellos?

—No.

Por muy en las últimas que estuviera en el barco, uno o más alemanes habían continuado disparando desde el puente o algún sitio con un fusil.

—No está del todo claro lo de rendirse en alta mar —pontificó Bell—. Si un barco se hunde o arría la bandera, tienes supervivientes o prisioneros... y eso está claro más allá de toda discusión. Pero ¿y si en Jutlandia, cuando Jellicoe estaba arremetiendo contra un acorazado alemán, un par de alemanes en el puente de señales hubieran transmitido «¡Kamerad!»? ¿Crees que la Gran Flota hubiera detenido los disparos?

Nick interrumpió la diversión de los otros dos:

—Yo estoy hablando de un hombre con las manos en alto y de otro con una pistola. No de Jutlandia ni...

—¿Estás seguro de que tenía las manos en alto?

—¡Sí, claro que estoy seguro!

—¿Así? —Wally Bell había levantado las manos en la posición de «Kamerad»—. ¿O así? —Con las manos hacia delante para subirse a bordo, rechazar un ataque o alcanzar a alguien... Wally añadió—. Estabas mirando hacia abajo en ángulo, así que...

—Estaba muerto de miedo. Tenía la boca muy abierta mientras gritaba o...

—U ordenaba: «¡Carguen!»... ¿Hacia qué lado dijiste que tenía las manos extendidas? —Sólo le concedió a Nick un momento para encontrar una respuesta; luego golpeó la mesa haciendo saltar los vasos vacíos—. No puedes estar seguro, ¿verdad? Y no es de extrañar considerando la distancia de la barandilla del puente a la extremidad superior de la roda, el ángulo, las llamas, el humo y el hecho de que no eras lo que se dice un admirador del hombre del que estamos hablando o... —miró a su alrededor, bajando la voz— o del que no estamos hablando... Tim, Harry, ¿qué decís vosotros?

Rogerson sacudió la cabeza.

—No podrías saberlo. Tienes razón. En medio de una confusión como ésa, unos cuantos hombres gritando «Me rindo» no detiene el combate.

—¿Harry?

Bell le estaba pidiendo a Underhill que hiciera algún comentario. El tripulante de la CMB posó sus ojos hundidos en Nick y gruñó:

—Para empezar no deberían haber estado allí... ¿Atacar... atacar a los arrastreros en el campo de minas? Un arrastrero está casi indefenso... bueno, lo está, es una presa fácil para un destructor, tiene menos utilidad incluso que esa cosa torpe que lleva Wally... Bueno, ¿qué habrían hecho esos alemanes si hubieran llegado hasta los arrastreros patrulla? ¿Llenarles los calcetines con regalos de Navidad? Si un patrón de arrastrero gritara «Me rindo» y agitara ambas manos hacia ellos —no es que se pueda imaginar algo así— ¿creéis que el capitán de un destructor alemán dejaría de disparar?

Resultaba desconcertante y confuso. Lo que decían tenía cierto grado de sensatez y eran hombres honrados y decentes. Mientras Tim Rogerson llamaba al despensero para pedir otra ronda de bebidas, Bell le aseguró:

—Estamos de tu parte, Nick. ¡Te estamos diciendo que no te comportes como un idiota!

Hacía un año más o menos el almirante Bacon había hecho público un comunicado de prensa sobre un combate y había incluido en él la afirmación de que «afortunadamente» se habían salvado las vidas de muchos marineros alemanes. Esa palabra, «afortunadamente», le había ocasionado un aluvión de críticas en los periódicos y durante días después de aquello su correo se llenó de cartas injuriosas del público. Los alemanes eran «asesinos de bebés» debido a que los bombardeos de las ciudades de la costa este y las bombas de los zepelines habían matado a algunos niños; además habían hundido el Lusitania y torpedeado buques hospital. Era cierto, lo habían hecho, y ahora los buques hospitales navegaban camuflados por su propia seguridad. Y, sin embargo, no hacía mucho un aeroplano alemán había descendido en picado sobre el aeródromo de las fuerzas aéreas navales británicas en Dunkerque y había dejado caer un paquete. Contenía los efectos personales de un piloto naval al que habían derribado, un trozo de cinta de la corona de flores alemana de su tumba y una fotografía de la guardia de honor disparando una salva sobre ella en el entierro militar que le habían ofrecido.

—¿Creéis que es necesario odiarlos? —les preguntó Nick a los otros tres.

Bell únicamente alzó las cejas y el vaso. Underhill se frotó el partido mentón pensativamente.

—Supongo que hace que todo sea más sencillo, ¿no? —sugirió Rogerson.

Ahora todo aquello parecía un sueño, una mezcolanza de recuerdos y detalles. Qué había ocurrido en primer o último lugar, qué en medio: el temor por aquella sección sin apuntalar del mamparo se fundía con una batalla con el mar en la que las armas habían sido cabos, cables, la fuerza y el valor de los hombres... Nick obligó a su mente a alejarse de aquello, a regresar al presente. Al menos lo intentó. Vio a Wyatt en posición de firmes, con el rostro inexpresivo, mirándolo directamente, y detrás de Wyatt a la mitad de la tripulación del buque inmóvil, impecables. Así los veía la multitud, los civiles que se apiñaban en ese césped de dolor; sin embargo, él por su parte veía más allá, veía las cavernas oscuras, hediondas y abarrotadas de los ranchos, un mamparo amenazado y hombres cansados, hambrientos y demacrados jugando a las cartas, bromeando, incluso cantando... Cockcroft exclamó de pronto, con tanta claridad como si estuviera allí de pie, junto a su codo:

—Tienen un aspecto magnífico, ¿no?

Pero nadie había hablado, y Cockcroft lo había dicho ¿hacía cuánto?, ¿cuatro días? ¿Sólo cuatro días? Wyatt seguía mirándolo fijamente. El señor Gladwish se encontraba a la derecha de Wyatt, Grant y Watson estaban situados a cada lado de Nick. La última nota de la corneta alcanzó su plenitud, vibró y se apagó. En medio del silencio absoluto que la siguió, oyó sollozar a un hombre en algún lugar cerca a su espalda. Casi llora él mismo: podría haberlo hecho, podría haberse dejado llevar del todo, caer de rodillas y llorar como un niño. Pero ya había acabado, había acabado todo, y marchaban de regreso a través de la ciudad, a través de una multitud silenciosa y comprensiva, de calles grises y un glacial mediodía de diciembre.

—Siéntese, Everard. —Wyatt señaló—. Sírvase un vaso de eso.

—No, gracias, señor.

Pero se sentó. Sólo unos días antes ese camarote era una sala de operaciones; resultaba extraño que ahora fuera otra vez un lugar en el que a uno se lo podía invitar a beber ginebra con angostura. A Wyatt pareció sorprenderle que no quisiera; le clavó la mirada un momento y luego se encogió de hombros.

—Quería hablar con usted antes de que fuera a esa... entrevista o investigación, lo que vaya a ser.

Se trataba del problema en el Brazos de Pescadores, la pelea y el informe de la policía militar. Nick tenía que presentarse en una oficina en la secretaría a las dos y media de la tarde; eso era lo único que sabía.

—Sí, señor.

Wyatt se puso en pie y se situó ante la escotilla, mirando hacia fuera. Estaba ligeramente encorvado y tenía las manos agarradas a la espalda. Carraspeó.

—Como sabe, me lavé las manos de todo el asunto. Me pareció que no sólo se había comportado de... de una forma indecorosa, sino que me había hecho quedar muy mal. Que había hecho quedar mal a este buque. Creo... —se volvió, miró a Nick brevemente y se apartó de nuevo—, creo que en mi lugar usted habría opinado lo mismo.

Nick aguardó durante otro carraspeo.

—Pero como le mencioné el otro día —Wyatt hizo señas hacia la entrada del puerto— cuando nos traían... Como dije entonces, me he hecho una opinión muy buena de sus aptitudes profesionales...

Nick lo recordaba de manera un tanto imprecisa, pero Wyatt lo había expresado en términos de... ¿gratitud? Tal vez le había afectado emocionalmente la recepción que Dover le estaba brindando al Mackerel. Su entrada en el puerto había sido recibida con vítores: los buques y los embarcaderos estaban llenos de marineros que agitaban sus gorras y un caos de sirenas chillaban desde destructores, pesqueros, arrastreros... Obreros de los astilleros, tripulantes de arrastreros y pesqueros, y multitud de civiles a lo largo de todo el paseo marítimo gritaron entusiasmados hasta enronquecen El atardecer del día de Navidad... La noche había ido cayendo sobre las montañas del interior y el viento había amainado. Había resultado bastante fácil trasladar el Moloch a los dos grandes remolcadores que lo habían entrado y atracado. Muy diferente fue lo del remolque en alta mar: al amanecer, trabajando en una cubierta resbaladiza y en constante movimiento mientras el mar rompía justo sobre el buque y hacía caer a los hombres. «Una mano para el barco y otra para ti» era la frase que empleaban los viejos marineros; pero un hombre necesitaba cinco manos, y a ser posible también pies con ventosas. Nick había trabajado con sus hombres y la batalla se había prolongado durante horas. Aún soñaba con ello, con olas enormes elevándose, colgando por encima de las cabezas de marineros que no podían verlas venir, que resultaban alcanzados, atrapados en lazadas de cable metálico, condenados; intentaba gritar, avisarlos, pero la mandíbula se le cerraba de modo que no podía emitir ningún sonido, sólo ver cómo el mar rompía y bullía... Primero había que pasar un cabo fino al que se fijaba otro más grueso —y las estachas de amarre no resultaban fáciles de manejar con viento fuerte desde una cubierta inclinada, y cuando los buques no se podían acercar demasiado el uno al otro por temor a verse arrastrados hasta chocar— y luego había que amarrar el cabo de abacá, la beta de abacá que flotaba, a la primera estacha y hacerla cruzar; a continuación, en el extremo del cabo de abacá venía la guindaleza de cable de acero. El cabrestante para las minas había resultado inútil y el cabrestante posterior había acabado destrozado durante el combate, así que había que hacerlo todo empleando la fuerza, a base de músculos.

Cuando los buques estuvieron unidos y el Moloch avanzó con cautela tirando de la popa del Mackerel para hacerlo girar rumbo a Dover, el cable se había partido con tanta facilidad como una cuerda de banjo. Había durado dos minutos después de dos horas de trabajo agotador, que hubo que empezar de nuevo. Esta vez el Moloch comenzó trasladando dos grilletes de cadena del ancla a popa; se unió el cable a ella de modo que el peso de la cadena del ancla sirviera de resorte y evitara que se volviera a romper al tensarse. Era una lástima que no lo hubieran hecho la primera vez; no era una maniobra inusual. Por fin había funcionado; aunque subir el cable a bordo y asegurarlo, con el peso de la cadena tirando de él y el buque lanzándose en todas direcciones, había requerido a casi todo marinero sano del barco, como si jugaran a tirar de la cuerda, desplegados por la cubierta superior, resbalando, deslizándose y maldiciendo. Una docena de veces vio que algunos marineros trastabillaban o caían; más de una vez, unos segundos y unos centímetros salvaron vidas. Al final, casi sin saber cómo lo habían logrado, consiguieron unir los dos buques y para llevar el Mackerel a Dover.

Estaban entrando en el puerto, rodeados por la entusiasta acogida, cuando Wyatt había llamado a Nick para que se reuniera con él en la barandilla delantera del puente. Con el barco a cargo de los remolcadores, nadie tenía nada que hacer. Wyatt había dicho:

—Si no hubiera apuntalado ese mamparo, ahora no estaríamos aquí, número uno. Soy perfectamente consciente de ello. Y su conducta ha sido de primera clase. Le... estoy agradecido.

—Gracias, señor.

Para él no había significado nada. Ni tampoco las ovaciones, silbidos y saludos. Sabía de qué se trataba todo aquello y comprendía el significado de las palabras de Wyatt, pero había experimentado un entumecimiento, una sensación de lejanía. Y había muchas cosas de las que ocuparse, con las que empezar en cuanto el buque estuviera atracado: incluso dentro del puerto, hasta que se apuntalara esa parte inferior del mamparo era consciente de su debilidad, de su propia negligencia... Pero ahora, cuarenta y ocho horas después, Wyatt estaba diciendo en líneas generales lo mismo de nuevo, y la reacción inmediata de Nick fue una sensación de vergüenza, de que navegaba con bandera falsa. Lo que su capitán le estaba comunicando era: «Está perdonado, puede quedarse conmigo...». Y él no quería. Debería haber sido posible decirlo y decir por qué, pero no podía; sus amigos habían estado en lo cierto en el Arrogant, habría sido comportarse como un idiota, no lograría nada, salvo perjudicarse a sí mismo.

No obstante, el hecho de quedarse en silencio y dejar que Wyatt supusiera que querría quedarse con él le daba la sensación de estar empleando menos el sentido común o la diplomacia que los subterfugios.

—No puedo deshacer lo que ya se ha dicho y hecho —comentó Wyatt—, y no puedo prever qué decisión adoptarán. El comportamiento impropio de un oficial en tierra, incluso en tiempo de guerra, no es algo a lo que se le deba restar importancia ni aprobar. —Frunció el entrecejo y carraspeó—. Sin embargo, he hecho todo lo que he podido para brindarle apoyo.

Cogió una hoja de papel de oficio de sobre la mesa que había junto a él.

—Le he enviado una copia de esto —un fragmento de mi informe de procedimiento— al capitán con una carta adjunta expresando mi deseo de mantenerlo como mi teniente de navío. Él se la habrá hecho llegar a este tipo, Reaper, el hombre al que va a ver. Sea quien sea.

Wyatt se sentó.

—Hay... —no hable de esto con nadie, por favor— hay caras nuevas por allí. Sir Reginald Bacon se marcha de Dover y el almirante Keyes lo va a relevar. Con efecto más o menos inmediato, creo. Y esto, lógicamente, ocasionará otros cambios en los niveles inferiores.

No resultaba demasiado sorprendente. Se había estado hablando de ello desde hacía algún tiempo y anoche, sin ir más lejos, Tim Rogerson le había contado a Nick que había oído que era inminente.

Pobre Bacon. Al final se había ido a pique. Y el comité del Almirantazgo que había presionado para que sucediera lo había encabezado Keyes, que ahora lo reemplazaría... Wyatt prosiguió:

—Esto es lo que dije en mi informe, Everard. —Tosió y leyó—: Deseo hacerles notar a sus señorías el alto nivel de liderazgo e iniciativa que ha demostrado mi segundo oficial, el teniente de navío Nicholas Everard de la Royal Navy. En primer lugar, como ya se ha indicado, este oficial apuntó y disparó el torpedo que hundió un destructor enemigo. Posteriormente durante las horas que siguieron al combate su energía personal, celo y aptitud profesional sirvieron de ejemplo a toda la tripulación del buque. Por último, el enganche para el remolcado, del que se hizo cargo en cubierta en condiciones climatológicas sumamente adversas, fue un triunfo de destreza marinera y disciplina.

Wyatt deslizó el documento sobre su escritorio y le preguntó a Nick:

—¿Le parece razonable?

—Más que generoso, señor.

Y hábil. Al elogiar a Nick evitaba —como sin duda también sucedería en el grueso principal del informe— cualquier mención de que hubiera sido decisión suya, no de Wyatt, apuntalar el mamparo o de que lo había considerado necesario después de que Wyatt hablara de ir a la «mayor velocidad que pudiera», en contra de los consejos de Nick y del maquinista. Como era lógico, Wyatt no habría informado de tales detalles. Él tampoco era idiota.

Nick bajó la mirada hacia sus manos apretadas y pensó: «Pero Swan sigue allí dentro...»

Levantó la vista y miró a Wyatt a los ojos.

—Supongo que va a incluir recomendaciones, con el informe del combate, para entregar honores y condecoraciones, ¿no es así?

Sorpresa, recelo... ¡Wyatt pensaba que podría estar a punto de proponer una condecoración para él mismo!

—El suboficial mayor Swan, señor. Quizá ya lo haya incluido. Pero en caso de que no lo haya hecho... Bueno, él se encontraba en aquel mamparo con plena conciencia del peligro de que reventara. Precisamente debido a eso.

—Yo... tendré en cuenta su sugerencia.

—Gracias, señor.

El señor Gladwish, que estaba recostado en un sillón, miró por encima de su Daily Mail cuando Nick entró en la cámara de oficiales.

—Tiene correo, número uno.

—Bien.

El artillero le guiñó un ojo.

—¿Cómo fue...?

Sacudió la cabeza hacia el camarote del capitán. Nick se encogió de hombros.

—Como era de esperar.

Acababa de darse cuenta de lo que había hecho Wyatt: le había ofrecido un intercambio. Nick no debería decir nada sobre mamparos, velocidad, etcétera, y a cambio de eso tendría el apoyo y los elogios de Wyatt.

El correo estaba sobre la mesa y había tres cartas para él. Una era una factura de Gieves. No hacía falta abrirla siquiera. En otra reconoció la letra de su madrastra y la tercera era de su tío. Se animó de inmediato, aquéllas eran las dos personas de las que le gustaba tener noticias.

—jerez, por favor. —Se sentó a la mesa y abrió de un rasgón la carta de su tío—. ¿Y usted, artillero?

—No me importaría. —Gladwish asintió con la cabeza—. Muy amable de su parte... Plymouth con bíter, despensero.

—Sí, señor.

El contraalmirante Hugh Everard había escrito desde su crucero insignia en Scapa Flow:

No te imaginas lo satisfechos que nos hemos sentido todos, y lo encantado que estoy personalmente, por las noticias de tu reciente éxito en el estrecho de Dover. ¡Bien hecho! Ha sido de lo más alentador en un momento en el que la situación parecía estar yendo algo peor allí abajo. Qué maravilla que fuera tu Mackerel el que —esperemos— haya cambiado las cosas. Te felicito de todo corazón y estoy deseando oír tu versión del combate.

No tengo nada emocionante que contar desde este refugio septentrional. El tiempo ha sido de lo peor que se recuerda, y muy duro para todos, en especial, claro, para los jóvenes. Pero aguantamos en la mar, no gastamos la pólvora en salvas y no perdemos la esperanza de que los alemanes vuelvan a sacar un día el hocico de su madriguera.

Sólo he ido al sur una vez desde que te vi de permiso en Mullbergh y en esa ocasión no visité el viejo caserón. Sarah ya tiene bastante de lo que ocuparse con sus convalecientes, y en cualquier caso me vi obligado a pasar algún tiempo en los alrededores del Almirantazgo. No he recibido carta de tu padre, ni he tenido noticias de él...

Cuando terminó de leerla, la dobló y se la metió en el bolsillo. Sentía mucho afecto y respeto por su tío, cuyos relatos sobre la Armada, a lo largo de toda la infancia de Nick, lo habían hecho ambicionar hacerse a la mar. Tenía que admitir que había existido un período, durante unos años, como cadete en Dartmouth y después como guardiamarina con la Gran Flota en el que se había sentido profundamente desilusionado. Le había parecido que la Armada de la que su tío hablaba con tanto entusiasmo —Hugh Everard nunca había dejado de hacerlo a pesar de que ésta lo había rechazado una vez, prácticamente lo había expulsado—, que ese gran servicio que amaba tan profundamente, era la Armada de antaño, y que ahora se había transformado en algo completamente distinto, mientras que Hugh se aferraba a la imagen que tenía de ella. Hasta Jutlandia Nick la había detestado. La Armada parecía ser... bueno... todo Wyatts, pequeños y grandes; todo pompa y patrañas, rutina monótona y presunción, rituales estúpidos. Todo eso era la descripción de Dartmouth, desde luego, y también la santabárbara de cualquier acorazado si añadías un abundante grado de intimidación sádica. Aunque la otra cara de la moneda, que Nick había vislumbrado por primera vez en Jutlandia, también estaba ahí. Si se eliminaba a los Wyatts y otras distracciones, dejando el concepto más puro, lo que se podría considerar una visión nelsoniana puesta al día... Tal vez. Necesitaba tenerlo presente y ver más allá de los Wyatts... Volviendo a la carta: era raro que no se hubiera acercado a Mullbergh. El y Sarah, la joven madrastra de Nick, se llevaban muy bien, se caían muy bien. A Nick, que adoraba a su madrastra y admiraba a su tío, siempre le había alegrado ver su amistad. Porque Sarah necesitaba apoyo, y porque le avergonzaba la manera en que su padre la trataba y se alegraba de que tío Hugh existiera como prueba de que no todos los Everard eran unos bestias.

Sarah le había dicho una vez:

—¡Te pareces tanto a tu tío!

A Nick le había parecido que probablemente fuera lo más bonito que nadie le había dicho nunca.

Sorbió su jerez y leyó la carta de Sarah con avidez.

Mi querido Nick:

¡Qué noticias tan maravillosas y emocionantes he recibido sobre ti y tus magníficos hombres del Mackerel! Tengo que saberlo todo. Escríbeme ya, ahora mismo, si es que has sido tan maleducado como para no haberlo hecho para cuando recibas esto. Mejor aún... tómate un permiso. ¡Ven y emocióname con los detalles! No me cabe la menor duda de que habrás sido sumamente valiente y gallardo otra vez. ¡Por favor, Por Favor, envíame o tráeme noticias en cuanto te sea posible!

Aquí la vida sigue siendo muy ajetreada ahora que somos un hospital y casa de reposo. Además tengo un pretexto —de hecho docenas de ellos, algunos en cama y otros cojeando por ahí, con muletas —para mantener grandes fuegos ardiendo y calentando este lugar viejo y frío. Me alegra tanto sentir que sirve de algo en lugar de pudrirse sin más. Mientras tanto he tenido noticias de tu padre por primera vez en dos meses: me dice que está bien, que tiene una nueva dirección y que está al mando de unas instalaciones de adiestramiento que también son unas caballerizas. Alastair Kinloch-Stuart, al que quizá recuerdes haber conocido aquí y que, por casualidad, se encuentra de nuevo en la zona —en casa de los Ormsby, precisamente— me ha comentado que debe tratarse de una escuela de equitación. ¡Según parece ahora se está nombrando oficiales a hombres que no saben montar! Resulta difícil imaginarse a tu padre en esa compañía... ¡y desde luego no desearía ser uno de sus alumnos!

Nick leyó el resto por encima, con el nombre y el rostro del capitán (¿o era comandante?) Kinloch-Stuart adhiriéndosele a su mente como arenilla. Había llegado a Mullbergh a almorzar un día la última vez que Nick había estado allí de permiso; aquella vez también se suponía que se estaba quedando en casa de unos amigos cerca de allí, y Sarah lo había presentado como «un viejo amigo de hace años»... Un poco después, almorzando con tío Hugh en Londres y sin noticias ni temas de qué hablar, lo había mencionado. Hugh Everard se había erizado como un perro que hubiera captado el olor de un gato, y luego había negado que lo conociera de algo.

Nick se metió la carta de Sarah en el bolsillo. Las palabras «por casualidad» y «precisamente» fueron errores, pensó. Se había excedido. Y no necesitaba haber mencionado a aquel hombre: debe haber querido hacerlo, querido ponerlo ante sus ojos, los de Nick, decirle algo...

Sacó la carta y releyó esa parte. No era asunto suyo, se dijo. Ni sus suposiciones tenían que ser forzosamente ciertas. Casi con seguridad estaba siendo muy injusto con Sarah. No es que nadie pudiera culparla si...

Él no sabía nada, así que ¿qué sentido tenía darle vueltas y hacer conjeturas? Por lo que podía recordar, Kinloch-Stuart pertenecía a la familia de los Cameron de las Highlands. ¿El que anduviera rondando por Mullbergh podría explicar que tío Hugh permaneciera lejos de allí? ¿Y qué clase de nombramiento podría ocupar ese hombre que daba la impresión de mantenerlo de forma casi permanente de permiso, viviendo a costa de todos por turnos?

Olvídalo. Se trataba de fantasías y suposiciones basadas en... ¿en qué? ¿En celos?

Oyó la voz de Annabel como miel en su cráneo: «¿Por qué me has llamado «Sarah» toda la noche?»

Menuda tontería. La mente gastaba jugarretas si uno se lo permitía... Se puso en pie, caminó hasta la escotilla y miró por encima del puerto y el rompeolas de piedra, hacia el olaje verde grisáceo del mar. Se obligó a pensar en su padre... Lejos de los enfrentamientos, en un puesto seguro. Pero seguía siendo un mando, si se lo podía llamar así, y que tenía que ver con caballos, de manera que lo consideraría lo suficientemente honorable... ¿Tal vez se las había arreglado para conseguirlo... o lo habían relegado allí, para quitarlo de en medio? A lo que se reducía todo era a que sobreviviría, y con el tiempo regresaría a Mullbergh y a Sarah.

Gladwish alzó el vaso.

—¡A su salud, número uno!

—Y a la suya, señor Gladwish —dijo, asintiendo.

—Espero que haya recibido buenas noticias de casa.

—Ah, sí...

Caminó a lo largo del paseo marítimo. Seguía haciendo un frío cortante, pero apenas había viento. Esa mañana la bandera del castillo flameaba con fuerza; ahora casi no se movía, y las nubes eran altas y estáticas. El Mackerel debería partir pronto, como estaba planeado. La cuestión era: ¿él también iría?

Sólo contaría con una tripulación reducida para el grupo de remolque. Un tercio de la dotación del barco se había ido a casa de permiso esa mañana y dejarían a más en camas de hospital... Vio detenerse automóviles fuera del cuartel general del Almirantazgo y oficiales que entraban y salían corriendo por la puerta principal, situada en el centro, donde un centinela se ponía firme continuamente y luego en descanso otra vez. Las idas y venidas tenían lugar entre los tres edificios colindantes. La primera casa contenía oficinas, la de en medio —llamada Casa de la Armada— era la residencia oficial del almirante y la tercera albergaba la secretaría. Donde estaba, al parecer, ese Reaper al que Nick había sido convocado para ver. Sala 14... Pero le sobraba tiempo, así que pasó de largo por el lado de la carretera que daba al mar, inspeccionando el lugar. Los sacos de arena alrededor de las puertas y ventanas impedía ver mucho. Se preguntó qué gran hombre estaría ahí dentro en este momento: ¿el usurpador o el relegado?

Volvió a pensar: «Pobre Bacon...» Fred Karno era su apodo entre los marineros de los destructores debido a la variopinta colección de buques, instalaciones, aviones, etcétera, de la que se componía la patrulla. La Armada de Fred Karno... Con tales genios internos, entre bastidores... como el temible Lillicrap y el teniente coronel Brock, de la famosa familia de dispositivos pirotécnicos, que estaba al frente de las bengalas... las bengalas que iluminaban el campo minado en Varne, por ejemplo. Brock también tenía mucho que ver con los experimentos con humo de Bacon, y una columna de humo que se alzaba desde el extremo del muelle naval demostraba que los experimentos todavía continuaban. Probablemente estuvieran poniendo a prueba los nuevos quemadores que tanto le gustaban a Bacon. El problema con el tipo actual, que se utilizaba en las ML, las lanchas a motor —Nick lo sabía por Wally Bell—, era que, de noche, las llamas del fósforo blanco se veían a través del humo. Estaban probando diversos tipos de deflector en los tubos de los quemadores, tratando de encontrar un modo de reducir la llama sin reducir también el humo y Bacon había ideado una forma de refrigerar los tubos, lo que producía un vapor que espesaba el humo. En cualquier caso, la refrigeración era conveniente; en un bombardeo de la costa enemiga durante el verano el prohombre había hecho colocar quemadores de humo en botes de remos a los que remolcaban las ML y dos hombres en cada bote de remos para prenderle fuego a los quemadores y mantenerlos encendidos, pero las máquinas se habían puesto al rojo y los encargados habían tenido que nadar para no asarse. Ahora había un nuevo plan: colgar quemadores de cometas para cegar a los aviones observadores enemigos... Nick se preguntaba si el almirante Keyes comprendería ya el alcance de su herencia.

Pero era hora de regresar y enfrentarse a sus propios problemas.

Dudaba que el nuevo informe de Wyatt sobre él supusiera mucha diferencia. En el momento de la pelea en el bar se había hecho a un lado y se había lavado las manos como Poncio Pilato, y era ese incidente, en su propio contexto y circunstancias, lo que se iba a considerar ahora. El hecho de que hubiera cumplido con sus obligaciones en el mar de modo satisfactorio no computaba en esto, como tampoco el fortuito éxito en Jutlandia había atenuado el rencor oficial ante aquella otra falta relativamente insignificante. Esta no era insignificante. Que un oficial se viera implicado en una reyerta pública, con miembros de la tripulación de su propio buque, y además peleándose (como lo verían ellos) por una mujer que...

¿Que qué?

En retrospectiva, no sabía qué pensar de Annabel. Existían ciertas conclusiones posibles de las que huía al pensar en ella. Le gustaba imaginársela como le había parecido en la primera parte de la noche, a primera vista, y de cualquier modo había sido amable y dulce con él. Le gustaba aquella chica. Luego guardaba otra imagen de ella en sus recuerdos: inclinada sobre él, aliviándole la cabeza herida, pasándole un paño húmedo; estaba desnuda y él también, y sus pechos se balanceaban, los pezones le rozaban el tórax. Sentía una calidez enormemente atrayente... y la preocupación, la ansiedad en su mirada. Se trataba de un recuerdo sexualmente estimulante pero también había inocencia en él, un grado de afecto que servía de contrapeso, un grado de... —usando la palabra sin rodeos, en un sentido que no tenía que ver con corazones y rosas— de amor.

¿Y la había llamado —había soñado con ella como si fuera— Sarah?

Puso en orden sus pensamientos. Estaban a punto de reprenderlo severamente, y con razón. Quizá, o quizá no si tenía mucha suerte, se enfrentara a un consejo de guerra, y fuera destituido formalmente del buque.

Wyatt había estado cuidando de sus propios intereses, no de los de Nick. Había tratado de asegurarse de que Nick no hablaría de más, pero a la misma vez sus elogios sobre la utilidad de Nick en el mar no implicaban de manera alguna que hubiera aprobado o que quisiera aprobar esa clase de comportamiento.

Un centinela se llevó el arma al hombro y golpeó la culata del fusil. Nick correspondió al saludo mientras ascendía los escalones de lo que había sido —y un día volvería a ser— una pensión junto al mar.

En la Sala 14 un joven oficial con una expresión bastante altanera se lo quedó mirando desde detrás de un escritorio. Un fuego de carbón ardía en una chimenea cerca de su silla, pero allí, a tres metros de distancia, la habitación estaba helada.

—¿Puedo ayudarlo?

—Everard. Del Mackerel.

—¿Everard? —Lo estaba comprobando en un libro de citas—. Ah, sí. —No sonrió—. Le diré al capitán de fragata Reaper que está aquí.

—Espere un momento. —Nick se acercó—. Primero dígame... ¿quién es o qué es?

El oficial enarcó las cejas. Dio la impresión de que no le gustó mucho la pregunta. O tal vez no le gustaba ninguna pregunta que viniera de un oficial que estaba metido en un lío. Nick se fijó en que llevaba un pañuelo metido en la manga izquierda: una afectación propia de un ayudante personal del almirante. ¿Era así como el sujeto se veía a sí mismo?

Parecía que no iba a satisfacer la curiosidad de Nick sobre el misterioso capitán de fragata Reaper. Estaba mirando hacia abajo, a un elegante reloj de bolsillo que había aparecido en la palma de su mano.

—Veré si puede pasar.

Se estaba poniendo en pie, saliendo de detrás de su mesa. Nick se movió y se situó entre el atildado joven y la puerta.

—Le he hecho una pregunta. Me gustaría una respuesta, por favor.

Las cejas del oficial prácticamente desaparecieron en las raíces de su cabello.

—El capitán de fragata Reaper ha sido trasladado temporalmente desde la División de Planes del Almirantazgo. —Frunció el entrecejo—. ¿Tendría la bondad de hacerse a un lado?

—Por supuesto.

—Gracias.

—No hay de qué.

Reaper era un hombre de estatura media, tenía una cabeza estrecha, nariz aguileña, ojos hundidos y un tono de voz tranquilo y agradable.

Nick estaba sentado frente a él al otro lado de una mesa de caballetes abarrotada. En el otro extremo de la habitación había un escritorio que supuso que le pertenecía a su ocupante más permanente y, desde aquella silla giratoria libre, quienquiera que fuera dispondría de una vista panorámica del puerto, con los amarraderos para destructores en primer plano. Descubrió que volviendo la cabeza y reclinándose en la silla disfrutaba de parte de la misma vista. Podía ver varios destructores en sus boyas; algunos la compartían, amarrados en parejas. El buque que estaba entrando en ese momento, con su ballenera tirando como loca para alcanzar la boya antes de que el propio destructor llegara lentamente a ella, era el Nubian. Lo habían montado a partir de las amuras del Zulu y la mitad de popa del Nubian, después de que los dos Tribal hubieran sufrido los daños correspondientes. Había sido idea de Bacon hacer un barco nuevo de los restos de dos.

Reaper se excusó entre dientes:

—Enseguida termino.

Estaba estudiando un expediente y fruncía el entrecejo mientras pasaba las páginas. A Nick le había sorprendido la invitación a sentarse; había esperado tener que permanecer en posición de firmes, la postura establecida para un oficial subalterno al que uno superior iba a despellejar verbalmente. Aguardó. El marinero proel de la ballenera ya se encontraba en la boya y estaba engrilletando la cadena del Zubian a la argolla.

—Bueno. —Los ojos de Reaper se detuvieron en él—. Everard... —Hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. El nombre me es familiar.

Había hecho una pausa y parecía estar invitándolo a hacer algún comentario. Nick le preguntó:

—¿Conoce a mi tío, señor?

Reaper asintió.

—Pero resulta muy poco familiar en relación con unos puñetazos en un bar ilegal.

—Sí, señor. Lamento mucho que ocurriera.

—Semejante comportamiento no es propio de un oficial de la Royal Navy, Everard. No es propio de un caballero. No es propio de nadie por quien, supongo, querría que se le tomara.

—No, señor.

—Y es específica y totalmente impropio de... —Reaper revolvió unos papeles, luego localizó y sostuvo en alto lo que parecía el original del informe que Wyatt le había leído—, totalmente impropio del oficial de cuyas aptitudes y dotes se habla en esta declaración.

—Sí, señor.

Reaper se reclinó en la silla, pero sus ojos seguían posados en los de Nick como un halcón.

—Yo no tengo responsabilidades disciplinarias aquí, Everard. Y permítame añadir que le doy gracias a Dios por esa circunstancia... —se inclinó hacia delante y su voz se alzó un poco mientras le daba un golpecito al expediente que había estado leyendo— ¡puesto que esta clase de sórdida pérdida de tiempo supera por completo mi compresión!

—Sí, señor.

—¡También supera mi tolerancia!

—Señor...

Durante los últimos segundos, se había ido sintiendo optimista, pero ese último comentario produjo el efecto contrario. Se hizo el silencio, levantó la mirada y soportó de nuevo aquel implacable examen. No lograba comprender la postura, actitud o propósito de Reaper, y sospechaba que ése era precisamente el efecto que aquel hombre estaba buscando.

—Bueno. Everard, supongo que hubo circunstancias que podrían mostrar su conducta de una forma menos grave que la que... eh... se desprende de este informe, ¿no?

—Sólo que no tenía intenciones de meterme en ninguna clase de pelea, señor. Estaba allí y aquello estalló a mi alrededor, y mientras me... —hizo una pausa buscando la palabra— mientras me retiraba me golpearon en la cabeza, señor.

—¿Estaba borracho?

—Yo... bueno, no a sabiendas ni a propósito, señor. Pero creo que alguien le echó ron a mi cerveza.

Reaper golpeó la mesa con la palma de la mano.

—¡Entonces es usted un idiota de tomo y lomo, muchacho! —Nick lo miraba con el entrecejo fruncido. Reaper infló las mejillas—. ¿Entra en el peor antro de Dover y no vigiló su propio vaso de cerveza?

—No me había imaginado que a los hombres de los arrastreros les gustara tanto derrochar su ron, señor.

—¿Una oportunidad para hacer quedar como un perfecto imbécil a un cachorro con galón de oro en la manga y oficial del Rey?

—Ah. —Asintió con la cabeza mientras seguía frunciendo el entrecejo. El patrón Barrie. Se preguntó: ¿habría sido su idea de una broma?—. Sí. Ya veo, señor.

Reaper inspiró hondo y volvió a dejar salir el aire. Le preguntó:

—Se fue del lugar con una chica. ¿Es eso cierto? Una de las...

—¿Una chica, señor?

Reaper se lo quedó mirando pensativo. Luego volvió a darle un golpecito al expediente.

—Según el informe de la policía militar...

—Mis recuerdos no son muy claros en algunos puntos, señor. Supongo que el ron en la cerveza...

Dejó de hablar. Podía ver que Reaper no lo creía. Pero Reaper, extrañamente, sonrió.

—Exacto. —Bajó la mirada, apartando los ojos del rostro de Nick por primera vez desde que había iniciado la entrevista—. Exacto...

La sonrisa se desvaneció mientras ojeaba la carta de Wyatt. Hacía lentos gestos de asentimiento con la cabeza al leer. A continuación, volvió a levantar la mirada.

—Tengo cierta función que desempeñar aquí en Dover, Everard. En lo que concierne a su caso, da la casualidad de que éste... éste... —golpeó el expediente con el dedo— asunto degradante y dilatorio surgió cuando se mencionaba su nombre en otra parte. Se presentó como algo que había que resolver, decidir de algún modo, y me correspondió a mí... eh... matar varios pájaros de un tiro. Este ya está... muerto.

Vio la alegría de Nick. Agregó rápidamente:

—Salvo para señalarle que su... su falta de sensatez, digamos, le ha hecho quedar mal a usted mismo, a su uniforme y a un nombre distinguido. También le ha hecho perder el tiempo a muchos hombres ocupados. En el futuro se asegurará de que no se lo relacione con incidentes de esa clase, Everard. Y comprenda esto también: aquí estamos ocupados, estamos sumamente ocupados y tenemos asuntos importantes, muy importantes en la cabeza; tenemos muchísimo en lo que pensar y de lo que encargarnos. No podemos, nos es imposible, permitir que malgasten nuestro tiempo en estas sórdidas nimiedades. Si estuviéramos menos ocupados, y si el asunto se hubiera remitido a algún lugar diferente para tomar una decisión, podría haberse encontrado fácilmente enfrentándose a un consejo de guerra. ¿Lo entiende?

—Sí, señor. Por completo.

—Será mejor que no vuelva a ver a esa chica.

Nick lo miró fijamente. No había admitido que hubiera habido una chica o al menos que recordara a una.

Además...

—Muy bien, creo que podemos considerar finalizado este desagradable episodio.

—Estoy sumamente agradecido, señor.

—Lo que quiere decir, Everard, es que está sumamente aliviado. —Reaper asintió—. Es comprensible. En su lugar yo también lo estaría... No obstante, dadas las circunstancias, no creo que pudiéramos dejarlo en el Mackerel.

Nick aguardó.

—En cualquier caso pasará unos meses en el astillero. No se va a perder nada que valga la pena. ¿Le importa dejar el buque?

—No, señor. Yo...

—No... —Murmuró tanto para sí mismo como para su visita—. Y si se quedara allí, podría perderse muchas cosas.

—¿Señor?

Reaper sacudió la cabeza.

—Resulta que hay un trabajo que queremos que se haga. Se sugirió que usted podría ser el indicado para llevarlo a cabo. —Los ojos de halcón estaban fijos en él—. ¿Conoce las CMB?

—Salí con una para probar un motor y lo llevé un poco, señor. —Se había tratado de la embarcación de Elarry Underhill, en una ocasión en la que le estaban limpiando las calderas al Mackerel. Agregó—: Un miembro de la reserva de la Royal Navy, llamado Underhill, me ha contado la mayor parte de lo que sé sobre ellas.

—Es el hombre con el que trabajará. Sólo... —Reaper lo señaló con un lápiz—, sólo por poco tiempo, únicamente en esta... eh... misión.

Se puso en pie y fue hasta la ventana. Nick también se levantó. Reaper comentó con los ojos clavados en los destructores en sus amarraderos:

—Los oficiales de CMB escasean bastante en este momento. Los tipos experimentados, claro. Algunos están en el Vernon recibiendo información sobre las nuevas minas que nos van a entregar y el resto se encuentra en Osea Island, en la nueva base que se está construyendo allí. Así están las cosas. Quiero que tome el mando de una de las de doce metros. Me han dicho que la CMB 11 está disponible y operativa, y que es adecuada. Su segundo es un guardiamarina de la reserva llamado... —se llevó la mano a los ojos concentrándose— Selby. —Se apartó de la ventana—. Haga que manden sus cosas al Arrogant. Enviare una orden de inmediato asignándolo allí para funciones especiales. Aunque sólo será por unos cuantos días.

—¿Y después, señor?

—Yo no estoy al mando de la Sexta Flotilla, Everard.

—¿Quiere decir que lo decidirá el capitán, señor, después de que haga este... bueno, sea lo que sea este...?

—Casualmente, un capitán de navío llamado Tomkinson llegará dentro de poco para hacerse cargo del mando de los destructores. —Reaper agitó la cabeza—. Mire, no tengo tiempo para cháchara... Quiero que pase todo el tiempo que pueda en esa CMB. Familiarícese con ella y conozca a la tripulación, y Underhill le ayudará. Aún hay marejada, pero se nos ha prometido un período de calma. Tiene dos días para prepararse. Dentro de dos noches debería ser un buen momento para lo que nos proponemos, por el tiempo. Habrá luna y eso podría ser lo único que nos detenga, pero con algo de suerte tendremos nubes para cubrirla.

Había hablado rápido, de forma inconexa; a continuación, fue hasta su mesa, cogió unos papeles, los dejó caer y se volvió de nuevo hacia Nick.

—Mis razones para ofrecerle esto, Everard, son que ya lleva algún tiempo en el estrecho y como oficial de derrota, así que conoce la zona. Con la elevada velocidad de las CMB, sumada al hecho de que llevarán a cabo la operación con una viva marea baja. Eso es fundamental. Segundo, su buque está inutilizado, por lo que está disponible de inmediato. Tercero, ha demostrado que sabe cómo mantener la calma en combate. Necesito esas cualidades y los oficiales de CMB que las poseen no están aquí, y no es algo que pueda esperar. De manera que... usted dirigirá la operación.

—¿Dirigirla, señor?

Reaper hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Pero Underhill es un oficial de CMB experimentado, señor... y no hay duda de que sabe navegar... y yo llego de repente...

—Él no tiene su experiencia en combate. —Reaper se impacientó—. Mire, Everard, los días de guardería han terminado, ya le han salido las plumas, puede esperar que se le encomiende una cantidad bastante considerable de responsabilidad en cualquier momento... ¡Si elude sus oportunidades, nunca llegará a nada!

Había dado muestras de un enfado más sincero en ese estallido que durante la discusión del asunto del bar. Se encogió de hombros.

—Sé que es... poco ortodoxo. Hay que hacer el trabajo, eso es todo. ¡Y tiene muchísima suerte de conseguir esta oportunidad!

—Señor.

—Contará con una CMB con usted además de las dos CMB. El capitán de navío Edwards asignará una motora y se le indicará al oficial al mando de la misma que se presente ante usted. Esta noche, probablemente. Les daré instrucciones a usted y a los otros oficiales mañana por la noche a bordo del Arrogant, y eso le dejará parte del día siguiente para decidir cómo encargarse de ello.

¿Cómo encargarse de qué?, por el amor de Dios... Asintió con la cabeza.

—Sí, señor.

—Entonces, será mejor que se ponga en marcha —repuso Reaper.