Capítulo 1

NICK EVERARD oyó el grito en medio de la confusión de viento helado y mar agitado, un sonido agudo que se abrió paso entre los elementos como el chillido de una gaviota:

—¡Levando ancla!

Miró hacia atrás, en dirección al rincón de babor en la proa del puente, donde hasta hacía un momento el capitán de corbeta Wyatt había permanecido con sus fornidos hombros encorvados, refunfuñando con impaciencia mientras el rítmico traqueteo de la cadena parecía no tener fin y el destructor seguía amarrado por la proa en la rada de Dunkerque. La memoria visual de una ráfaga de disparos hacia el mar, en dirección oeste, hacía seis u ocho minutos tiraba de todos ellos como el imán más potente, parecía empujar incluso al propio Mackerel. Nick oyó entonces la voz de Wyatt a su espalda, una explosión de alivio:

—¡Avante media las dos! ¡Diez grados a estribor!

—¡Diez grados a estribor, señor!

El timonel, Bellamy, se encontraba en el timón; la mole de Wyatt se cernía cerca de su cuerpo, más bajo y delgado. Bellamy se inclinaba un poco sobre las cabillas del timón y escudriñaba la bitácora, iluminada por una luz tenue, mientras aguardaba a que le indicaran un rumbo. Los telégrafos de la sala de máquinas tintinearon dos veces y la nave comenzó a temblar mientras las turbinas la impulsaban hacia delante y el timón la hacía girar a babor, a través del viento y el mar. Cuando Nick contemplaba el cañón de cuatro pulgadas de proa le llegó el ruido sordo de la cadena del ancla al ir encajando cada agujero en su escobén, y el grito simultáneo de Cockcroft indicándole al fogonero que dejase de halar.

Luego se oyó un repiqueteo de metal mientras los hombres trabajaban rápido para izar la cadena del ancla y trincarla. Debían despejar el castillo antes de que la nave se adentrara mucho en el mar porque en cuestión de minutos esas aguas verdes podrían irrumpir sobre esa cubierta de acero. Seguir allí no sólo sería incómodo, resultaría casi una locura, y Wyatt no iba a esperar a ningún lento, no con un ataque de destructores alemanes en marcha. Nick sabía que había un único objetivo en la mente de su capitán, y éste coincidía con la idea que él tenía: situar al Mackerel en la línea de retirada de los atacantes y aislarlos de sus bases belgas.

La señal les había ordenado: «Diríjanse a las inmediaciones de la boya n.° 9. Reúnanse con Moloch y Musician.» La boya n.° 9 se encontraba aproximadamente a la mitad de la barrera de redes que zigzagueaba entre Goodwins y Gravelines. Aquella línea de redes con minas que se detonaban eléctricamente, suponía el orgullo del almirante sir Reginald Bacon; se aferraba a ella y había ordenado que los arrastreros patrullaran por encima a pesar de que el comité del Almirantazgo opinaba que no podría detener a ningún submarino alemán.

—¿Cuál es el rumbo, piloto?

Pym, el navegante del Mackerel, le comunicó al capitán:

—Oeste noroeste para salir de Snow Bank y luego norte ochenta oeste cuando Middle Dyck esté por el través, señor.

—A la vía.

—A la vía, señor.

La velocidad de giro disminuyó. Ahora el viento era como un azote, restallaba por el puente. En el estrecho de Dover, en diciembre, no se podía esperar precisamente calor. Apretabas los dientes e intentabas no pensar en ello. Wyatt le indicó al timonel:

—Aguante. Ponga rumbo oeste noroeste.

La declinación magnética en este año de 1917 era un poco más de trece grados al oeste, así que el siguiente rumbo que seguirían, norte ochenta grados oeste, sería en realidad un poco al sur del oeste. El timón giró entre las expertas manos de Bellamy y, quizá decidiendo que si no habían despejado ya el castillo un buen roción podría servirle de lección a los hombres de las cadenas, Wyatt dijo bruscamente:

—¡Seiscientas cincuenta revoluciones!

Ordenaría que pasaran a setecientas en un momento, cuando hubieran calentado motores. Durante sus pruebas en 1915, el Mackerel había hecho treinta y seis nudos a setecientas cincuenta revoluciones por minuto con sus dos hélices; pero ahora, tras dos duros años echando vapor, tendría que forzar cada tuerca y tornillo para sacar treinta y tres. Incluso menos, viendo que hacía tiempo que deberían haber limpiado fondos. Y eso no bastaría para alcanzar a los modernos destructores alemanes de treinta y cuatro nudos, cuyo objetivo en las incursiones sorpresa era crear confusión y volver rápido a casa intactos y evitar enfrentarse a fuerzas iguales. Para hacerlos entrar en combate tenías que cogerlos desprevenidos y luego lanzarte contra ellos con todo lo que tuvieras: como el Broke y el Swift habían hecho de manera tan sensacional ese mismo año.

—¡Número uno!

—¿Señor?

Nick estiró la mano para buscar un lugar al que asirse mientras se volvía hacia popa. La nave cabeceaba y se balanceaba, se movía con sacudidas, trazando espirales mientras cogía velocidad con el viento y el mar zarandeando su amura de babor. Wyatt gritó:

—Puede que ese cabrón de Heinecke esté ahí fuera, ¿eh?

Un comentario jocoso... ¿de boca de Edward Wyatt? Parecía imposible.

Había un par de docenas de destructores clase CO en la patrulla de Dover en los que habría resultado un placer servir. Nick había tenido la mala suerte de caer en éste. Y su futuro —su presente, en realidad— dependía de Wyatt.

—Esperemos que sí, señor.

El capitán Heinecke conducía una flotilla de enormes destructores que los alemanes habían estado construyendo para Argentina y de los que se habían apropiado cuando comenzó la guerra. Los servicios de inteligencia habían informado de que los estaban bajando desde la bahía de Heligoland para emplazarlos en Zeebrugge. No hacía mucho que habían destruido un convoy noruego, también habían hundido una serie de buques mercantes neutrales y les habían dado muy pocas posibilidades de escapar a sus tripulaciones. Para colmo, tenían la fea costumbre de alardear de sus éxitos mediante emisiones de radio, gritando su propio nombre con júbilo teutónico.

Wyatt dio una palmada con las manos enguantadas.

—¡Señor, entrégame a Herr Heinecke!

—Amén a eso, señor —respondió Bellamy entre dientes.

Y Pym, el teniente de derrota, coincidió:

—¡La verdad es que sería un buen regalo de Navidad!

Quedaban cinco días para Navidad. En Dover las tiendas tenían ramitos de acebo en las ventanas. Y el Mackerel, al que le correspondía una limpieza de calderas, podría tener la suerte de disfrutar de su período de tres días libres el 25. Aunque, por otro lado, la limpieza podría haber terminado para entonces y tener que regresar al mar.

Sin embargo, a pesar de que no se había producido ningún ataque de superficie desde que el Broke y el Swift habían dispersado a aquella flotilla de asalto en abril, un ataque no habría resultado una sorpresa en esos aciagos días. Los nuevos campos minados iluminados que bloqueaban el estrecho desde Folkestone, a través de Varne, hasta Gris-Nez habían comenzado a atrapar y acabar con los submarinos de los alemanes prácticamente a las pocas horas de iluminarse, y era lógico prever una reacción de parte del enemigo. Necesitaban hacer pasar sus submarinos. No podían hacerles rodear la parte superior de Escocia, malgastando un tiempo que podrían dedicar a hundir barcos en el Atlántico. Tenía sentido que enviaran una fuerza de superficie para dispersar al grupo de arrastreros, pesqueros, patrulleros y «latas de gasoil» —viejos destructores anteriores a la guerra a los que también se conocía como «treinta nudos»—, porque eran los que proporcionaban las luces.

Wyatt no había aumentado las revoluciones del Mackerel por encima de las seiscientas cincuenta. Lo más probable era que lo mantuviera un nudo o dos por debajo de su velocidad máxima para que las chimeneas no arrojaran llamaradas que revelaran su presencia. Y en una noche como ésta, negra como boca de lobo, treinta nudos parecía lo bastante rápido a través de los bajíos, los campos minados y las aguas a oscuras y a menudo explosivas que la patrulla de Dover debía controlar, utilizar y defender del enemigo.

El ejército que se encontraba en Francia y Bélgica se abastecía a través de esa lengua de agua. Todos los días sin excepción había que escoltar de un lado a otro buques de transporte, barcos hospital, naves de permiso y convoyes de suministros y despejar el mar de minas por delante de ellos. El frente, la línea de trincheras, llegaba al mar, en Nieuwpoort, a una docena de millas al este de Dunkerque. Al mirar hacia la costa, se podían ver estallidos aislados de fuego de artillería, ráfagas intermitentes y el persistente resplandor de las bengalas iluminadoras. Aún más cerca, en la porción de costa que el Mackerel estaba dejando atrás, se estaba llevando a cabo un ataque aéreo contra Dunkerque.

Nick oyó que Cockcroft, el alférez de navío, llegaba al puente y le informaba a Wyatt:

—Castillo asegurado para hacernos a la mar, señor.

El Mackerel efectuó un largo deslizamiento antes de elevarse con el oleaje y comenzar a girar a estribor. Los movimientos se repitieron mientras la nave abandonaba la escasa protección que proporcionaba la protuberancia del paso de Calais. Sólo algún roción helado azotaba el puente de vez en cuando, lo suficiente para recordarles que esa noche el estrecho los estaba tratando con indulgencia. Wyatt mantenía los prismáticos en alto, recorría el negro horizonte por la amura de estribor. Nick aguardó, quería hablar con Cockcroft, aunque se aseguró de que el capitán no tuviera nada que decirle primero.

Wyatt habló, pero su rugido no iba dirigido a Cockcroft:

—¡Porter!

—¿Señor?

Desde el extremo posterior del puente, el señalero de primera Porter alzó la voz por encima del agudo silbido de las turbinas y el rugido del viento. Wyatt gritó:

—¿Cuál es el alto?

—¡JE, señor!

—¿Y la respuesta?

—¡HK, señor!

—¿Está seguro?

—¡Del todo, señor!

—¿Cuánto queda hasta Middle Dyck, piloto?

—Una milla y media... un poco menos, señor —carraspeó Pym.

—Entonces, ¿por qué no puedo verlo?

Charlie Pym también mantenía los prismáticos en alto, llevaba varios minutos buscando el barco faro. No estaba encendido, claro; pero a menos de tres mil metros y con prismáticos de gran potencia... Además a estas alturas todos habían desarrollado ojos de gato.

—Alférez... venga un momento —le dijo Nick a Cockcroft.

Cockcroft se acercó con torpeza, como si se tratara de un insecto enorme que recorriera el extremo de estribor del puente. Mantenía ambas manos en la barandilla para estabilizar su cuerpo largo y torpe —descoordinado podría ser la palabra más adecuada—, mientras salvaba los tres metros de plataforma que se alzaba y se sacudía. Aún agarrado a la barandilla por encima de los empalletados anti-esquirlas que estaban amarrados al exterior de la misma, se estiró como un asta de bandera torcida sobre el teniente de navío.

—¿Sí?

—¡Número uno! —interrumpió Wyatt.

—¿Señor?

—¿Se han distribuido armas ligeras?

—Estaba a punto de encargarme de ello, señor.

—¡Allí! —Pym había detectado la pequeña silueta del barco faro.

Nick le indicó a Cockroft:

—Baje —le indicó Nick a Cockcroft— y haga que repartan pistolas, machetes y fusiles. Ya conoce la rutina.

Se trataba de una idea que Wyatt había sacado de Teddy Evans, el antiguo capitán del Broke y ahora jefe del estado mayor del almirante Bacon. El objetivo era contar con armas a mano para rechazar a los asaltantes si tu barco quedaba inutilizado o —si había suerte—, para abordar a un enemigo dañado. Fusiles cargados y con bayoneta calada, en cada par de tubos de torpedos y en el proyector posterior; revólveres para todos los suboficiales y dos allí arriba, en el puente. Además de machetes en varios puntos alrededor de la cubierta superior donde se podrían agarrar rápidamente. Nick puso el manojo de llaves en el puño del alférez de navío.

—Tome. Y dese prisa, ¿eh?

—¿Puedo llevarme a Hatcher?

Hatcher, invisible en ese momento en la parte posterior del puente, era el despensero del comedor de oficiales. Su función en combate era manejar el transmisor Barr and Stroud mediante el cual Nick, como oficial de artillería, transmitía las posiciones y órdenes a los cañones.

—No. Llévese a uno de suministros. Luego inspeccione todas las secciones y cuénteles lo que está pasando. ¿Sabe lo que está pasando?

—Bueno, no con todo lujo de detalles, para decirle la verdad, pero...

—Hay destructores alemanes en el estrecho y nosotros vamos a unirnos al Moloch y al Musician para interceptarlos. Lo más probable es que estén intentando atravesar el campo minado... pero les haremos dar la vuelta. ¿Está claro?

—¡Como el agua!

Cockroft había soltado la barandilla mientras se guardaba las llaves en el bolsillo. El Mackerel se inclinó a babor; el alférez se balanceó, se tambaleó, buscó un lugar al que agarrarse y lo logró por poco. Nick añadió:

—Dígaselo también al señor Gladwish, ¿quiere?

—¡Sí, señor!

Gladwish era el torpedista. A la vez que Cockcroft comenzaba a avanzar con torpeza hacia la escala —se trataba de un hombre útil y agradable, a pesar de su verbosidad y de su tendencia a partirse de risa—, el timonel llevaba al Mackerel hacia su nuevo rumbo. Si el barco faro ya se encontraba por el través, debía haber estado a mucho menos de dos millas cuando Pym lo había divisado, pensó Nick. Bueno, esa noche era de lo más oscura... Algo curioso de Cockcroft era que, a pesar de su inestabilidad, falta de equilibrio o lo que fuera, podía correr como una liebre. Cuando era guardiamarina en Rosyth había ganado los campeonatos de atletismo de la escuadra en prácticamente todas las distancias. Nick podía imaginárselo cayendo, liándose con sus propios miembros, cada vez que rompía la cinta de llegada... Oyó a Wyatt llamando por el tubo acústico a la cámara de derrota, que se encontraba justo debajo del puente.

—¡Cámara de derrota!

—¡Cámara de derrota, señor!

Se trataba de la voz del guardiamarina William Grant. Wyatt intimidaba bastante al joven Grant, y hacía poco había acusado a Nick de ser demasiado blando con él.

—Se marea, señor. La mitad de las veces que pensamos que se comporta como un tonto sólo está enfermo.

Las cejas de Wyatt se unieron al fruncir el entrecejo.

—¿Quién es usted...? ¿Su niñera?

—Señor, yo sólo...

—¡Necesita curtirse, no mimos! Por Dios, hombre, Nelson solía marearse... ¡igual que yo e igual que usted!

Nick se había abstenido de recordarle a Wyatt que, en sus comienzos, Nelson había sido más bajo de lo normal, un tanto blandengue, ciertamente no se lo consideró un candidato prometedor. Y el mar ya se encargaría de curtirlo, al igual que las rigurosas rutinas de día y noche del servicio. A veces estabas diecinueve noches seguidas en el mar, en conchas de hojalata y con un clima que en tiempos de paz habría detenido todo el tráfico a través del canal de la Mancha. Todos eran fuertes, duros como el pedernal: tenían que serlo, y si el guardiamarina Grant se quedaba con ellos el tiempo suficiente pronto sería irreconocible para la madre que, probablemente, lo había mimado.

—Grant... ¿no ha habido ninguna señal desde que levamos anclas?

La cabina de radio estaba inmediatamente a popa de la de derrota, con una escotilla de conexión entre ellas. El guardiamarina era el encargado de recibir los mensajes que los telegrafistas le pasaban, decodificarlos o interpretarlos en la carta marina, y luego transmitir los resultados por el tubo acústico hasta el puente.

—Nada en absoluto, señor.

—¿Están despiertos ahí dentro?

—Oh, sí...

Wyatt se había enderezado apartándose del tubo. La voz de Grant —áspera, cortante— se fue apagando. Wyatt soltó un juramento mientras volvía a alzar los prismáticos. Era extraño. Si había fuerzas de superficie alemanas en el estrecho, sin duda alguien las habría avistado ya, ¿no? Habrían recibido un informe de avistamiento o una llamada de socorro. Aquel cañoneo hacía media hora... Alguien había estado combatiendo o sufriendo un ataque, pero nadie había dicho nada. Hasta que alguien lo hiciera sólo podían hacer conjeturas, jugar a la gallina ciega, y la ceguera favorecía al enemigo. Los alemanes sabían que cualquier barco con el que se encontraran sería hostil: no perderían el tiempo dándoles el alto... Mientras se balanceaba para mantenerse erguido entre los bandazos del Mackerel, Nick pensó que sería mucho más fácil para el intruso, para ese zorro en el gallinero, y por lo tanto era esencial verlo primero. Levantó sus prismáticos sumando sus ojos a los otros que ya se dedicaban a la tarea. Los restos de la luna menguante estarían suspendidos por encima de la cubierta de nubes; allí abajo sin embargo sólo existía el reflejo de las olas de proa extendiéndose, rizándose mientras se alejaban en medio de un brillo negro jaspeado y surcado de vetas de un blanco más apagado. Algo más lejos el brillo se debilitaba, el negro se difuminaba, se confundía. Únicamente cuando una ola relucía al romper, se extendía y volvía a desvanecerse en el oscuro fondo, se podía notar dónde se encontraba más o menos la división entre el mar y la noche vacía, húmeda y salada. Vacía... o de pronto no, cuando los prismáticos pasaban sus círculos sobre ella. La imaginación tensaba los nervios, resultaba un error mirar a un solo punto con demasiada intensidad. Lo correcto era mantener los prismáticos en movimiento, dejar vagar la vista. El Mackerel se zarandeó, se estremeció mientras estrellaba la proa contra el mar que se elevaba. El gemido de las turbinas se mezclaba con el repiqueteo del casco, el sonido que el mar extraía de la nave, como el rasgueo de una cuerda, y con las ráfagas de viento, la ronca toma de aire de los ventiladores y el estruendo de los mecanismos de aireación de la cámara de calderas. Eran sonidos que siempre estaban allí y nunca se podían identificar, pero otros sí: como el chirrido de la ballenera contra el pescante de babor. Alguien le tocó el brazo a Nick:

—¿Número uno?

Era Cockcroft...

—Todo listo. Parece que están alerta, y he repartido las armas ligeras.

—¿Aquí arriba también?

—Porter ha guardado dos pistolas en la plataforma del proyector.

—Bien. —Nick volvió a levantar los prismáticos—. Entonces, será mejor que baje. —Desde el barco faro de Dyck hasta la boya n.° 9 sólo había unas cinco millas. A treinta nudos... diez minutos. El puesto de combate de Cockcroft se encontraba a popa, con los cañones del combés y de popa. —Sí, baje.

Oyó a Charlie Pym gritar:

—Balsa... Balsa de salvamento con hombres a bordo... ¡A cuarenta grados por la amura, señor, a unos dos cables!

—¿Una balsa? —Wyatt se volvió rápidamente—. ¿Dónde, por...?

—¡Naves por la aleta de estribor, señor! —Porter estaba gritando desde la plataforma del proyector—. Casi de proa, señor... Destructores... ¡Dos destructores, señor!

—¡Den el alto! —exclamó Wyatt.

Nick se llegó junto a Hatcher en el transmisor.

—Carguen todos los cañones, apunten a la aleta de estribor y prepárense.

Mientras la persianilla del proyector comenzaba a repiquetear, Wyatt le espetó al timonel:

—¡Quince grados a estribor! Si entablamos combate, será a babor, número uno.

—Sí, señor.

Nick le indicó a Hatcher que siguiera la demora del enemigo con su transmisor y fijara el alcance a dos mil metros. Regresó a la esquina de proa del lado de babor del puente, donde se encontraba la mira de torpedos, y contactó con Gladwish por el teléfono de comunicaciones:

—¡Tubos listos a babor!

—¡Las naves son amigas, señor! —gritó Porter.

—Muy bien. —Wyatt parecía decepcionado—. Reduzca a diez. Cuatrocientas revoluciones.

El Mackerel se bamboleó con más fuerza, ahora tenía el mar por el través. Y seguía virando... Wyatt lo había estado haciendo girar, trazando un círculo casi completo, comenzando casi al oeste, atravesando el sur y subiendo hacia el noreste para por fin pasar a los desconocidos en un rumbo paralelo con todos los cañones y tubos enfilados. Nick le dijo al artillero de torpedos:

—Mejor suerte la próxima vez, artillero.

Colgó el teléfono de comunicaciones. Una lámpara destellaba desde una guía en los dos destructores. Nick podía ver ahora sin necesidad de prismáticos las bajas siluetas negras y la espuma blanca que las rodeaba. La lámpara decía: «Tomen posición a popa, rumbo suroeste, velocidad quince.» El señalero de primera la leyó palabra por palabra según llegaba, en brillantes destellos de luz, y mientras el Mackerel seguía girando en medio de la blanquecina agua. Wyatt ordenó a la sala de máquinas:

—Trescientas sesenta revoluciones. —Seguía manteniendo la nave a estribor, con el timón a babor—. Piloto, ¿dónde está esa balsa?

—Por la aleta de babor, señor, probablemente a unos mil metros. No puedo verla ahora, pero...

—Señalero. Envíele al Moloch: «Creemos que hay supervivientes en una balsa de salvamento a media milla al sur de nuestra posición. Vamos a investigar antes de reunimos con ustedes.»

El repiqueteo de la lámpara...

—¡A la vía!

Nick llamó al guardiamarina que se encontraba en la cámara de derrota:

—Grant, quizá recojamos supervivientes en un momento. Vaya a popa, avise al médico y eche una mano.

El «médico» era un joven cirujano en prácticas de la reserva de voluntarios de la Royal Navy, un escocés llamado McAllister. Aún estaría estudiando medicina en Edimburgo si no hubiera sido por la guerra. Nick situó la manivela del teléfono en la posición de gobierno a popa.

—¿Suboficial mayor Swan?

—¿Señor?

Swan, el contramaestre mayor o más coloquialmente el amortiguador mayor, era después de Bellamy, el timonel, el segundo marinero de mayor rango del destructor.

—Puede que recojamos a unos muchachos de una balsa de salvamento, Swan. Prepare su equipo y esté alerta.

—¡Sí, señor!

—Será mejor que llame a la dotación de la ballenera también. Pero haga que aguarden junto al bote, que no lo boten todavía.

El Moloch había respondido: «Procedan. Permaneceremos con ustedes.»

Wyatt soltó un gruñido. Ordenó:

—Firme esa caña, timonel, y ponga rumbo sur.

—Poniendo rumbo sur, señor...

Bellamy hizo girar la rueda y comprobó el giro. Luego atrás otra vez, dejando que las cabillas pasaran rozando las palmas de sus manos.

—¡Rumbo sur, señor!

—¿Piensa utilizar la ballenera, señor? —le preguntó Nick al capitán.

—No, a menos que tenga que hacerlo.

Wyatt estaba buscando la balsa, al igual que Pym. Un objeto tan bajo en el agua quedaría oculto en medio de los senos de las olas salvo en los breves instantes en los que la cresta de una ola la alzara; que Pym la hubiera divisado había sido pura suerte. Wyatt indicó:

—Les daremos abrigo y los izaremos... Si los encontramos.

—Sí, señor.

La tarea sería más rápida si se podía llevar a cabo sin arriar un bote, y la velocidad era un factor prioritario. Ya se habían perdido muchas naves de ese modo —en el estrecho— debido a que se habían detenido a salvar vidas y se habían convertido en presas fáciles para los submarinos... Swan estaba al tanto de la situación: estaría allá abajo, en la cubierta de hierro, junto a las chimeneas, preparando redes de embarque, una a cada lado, y sus hombres estarían amarrando los cabos superiores de las redes a las cornamusas de los laterales de la nave, dejándolas enrolladas, listas para lanzarlas por el costado.

—Señor... ¡cañonazos!

Todos los que se encontraban en el puente los habían visto. Habían iluminado el horizonte y la parte inferior de la cubierta de nubes, a diez o doce millas al sur, hacia donde apuntaba la corta proa negra del Mackerel. Bueno, al suroeste. Eran de color rojo amarillento. Entonces llegaron más disparos, exactamente en el mismo lugar, y a la derecha surgió un resplandor que tiñó el horizonte de un tono naranja tirando a amarillo, constante y que quedó allí suspendido, completamente inmóvil. Se produjo un sonido traqueteante —como las vibraciones de una fina plancha de hojalata— y más chispas: todo muy lejano e impersonal, pero aquel crepitar eran cañonazos.

—Un buque ardiendo... Piloto, vamos, ¿dónde está su balsa? —dijo Wyatt entre dientes.

—¿Podríamos utilizar el proyector, señor?

—¡No!

—¡El Moloch está haciendo señales, señor!

Los otros dos destructores se encontraban por la aleta de estribor del Mackerel, avanzaban lentamente tras él, observando, manteniendo la posición, las blancas olas de proa se veían a simple vista, incluso a tan poca velocidad. Sin embargo, ahora serían menos pacientes; las balsas de salvamento no se consideraban una prioridad cuando había destructores alemanes sacando tajada... Porter leyó la señal:

—Del Moloch, señor: «Tienen cinco minutos para completar la búsqueda y rescate.»

Se vieron más fogonazos de disparos a lo lejos, al suroeste. Remotos y misteriosos. A continuación, un par de chispas gemelas a su izquierda —más cerca del cabo Gris-Nez que de Varne—, una roja y una blanca, diminutas como pequeñas gemas que luego se perdieron.

—¡Señal de submarino, señor!

—¿Dónde?

Las bengalas rojas y blancas significaban «Submarino a la vista». Debía haber destructores atacando a los arrastreros y los patrulleros, supuso Nick, y los submarinos estarían abriéndose paso a la vez. La brigada de iluminación, que se encontraba, en el ancho campo minado, tenía órdenes de lanzar una bengala verde, para indicar que tenían que apagar todas las luces, si los atacaban fuerzas de superficie. Se habían producido disparos, así que a esas alturas era de esperar que se hubieran apagado las luces y, mientras los asaltantes seguían ocupando la atención de las naves de patrulla, los submarinos se estarían abriendo camino. Nick sólo pudo encontrar una explicación: que debían haber detenido a los destructores alemanes antes de que llegaran tan al oeste... Algo oscuro se mantuvo en su círculo visual: hizo retroceder los prismáticos y allí estaba la balsa de salvamento, inclinándose sobre la cresta de una ola.

—¡La balsa, señor, y hombres a bordo, muy por la amura de estribor!

Bajó los prismáticos y lo comprobó a simple vista, entrecerrando los ojos ante el hiriente viento. Podía verla con facilidad.

—Allí, señor. A un cable y medio.

—¡Avante poca las dos!

—¡Avante poca las dos, señor!

—Baje y súbalos como una centella, número uno.

—Sí, señor.

Nick ya estaba en lo alto de la escala. Descendió por la misma como un saco con paracaídas, apenas apoyándose con las manos en las barandillas y rozando los travesados con los pies. Chocó contra la cubierta del castillo casi con tanta fuerza como si se hubiera lanzado contra ella, giró a popa y bajó correteando el tramo de escalones de acero que conducía a la cubierta de hierro. Allí, al lado de la motora, había dos marineros en cuclillas junto a la larga red de embarco, enrollada de tal forma que parecía una salchicha.

—¿Contramaestre mayor?

—¡Aquí, señor!

Swan rodeó agachado la serviola de proa. Era un hombre grande, más corpulento aún con el impermeable, muy poco, salvo los ojos, asomaba por encima de su poblada barba negra. Se trataba de un hombre imponente y con aspecto de pirata. Nick le indicó:

—Permanezcan a este costado. Estamos casi sobre ellos. Creo que son cinco hombres.

—¡Sí, señor! Morgan... Honeycutt... ¡Aquí al costado de estribor!

El Mackerel estaba perdiendo inercia y, mientras aminoraba la marcha, el cabeceo y el balanceo aumentaban. El zumbido de las turbinas se desvaneció hasta quedar en nada. Ahora se podía oír el mar, el viento, los chirridos y traqueteos.

—Lancen la red.

Suponía, por sentido común, que Wyatt recogería a los hombres por el costado de estribor. La balsa de salvamento estaba por esa amura cuando él la había divisado y, puesto que el Mackerel apuntaba al sur con viento y mar del suroeste, ésa era la forma lógica de hacerlo. Nick observó cómo los cuatro marineros hacían rodar la voluminosa red hasta que la gravedad se hizo cargo y cayó ruidosamente por el costado. Entonces vio la balsa de salvamento.

—¡Allí están!

A veinte metros, y eran cuatro hombres, no cinco, pensó. Uno estaba de rodillas, agitando ambos brazos por encima de la cabeza; la silueta de otros dos se veía contra el mar y el cuarto era una prolongación desigual de la propia balsa. Podría tratarse incluso de un cadáver. Ante un rescate cualquiera que pudiera moverse estaría erguido y atento, ¿no? La balsa se elevó sobre el creciente oleaje y se inclinó; las manos de los hombres agarraban los estrobos de cuerda que recorrían el perímetro de la balsa. Entonces se hundió en el seno de una ola mientras el Mackerel se alzaba; gran parte del movimiento era vertical, arriba y abajo, una oscilación que se hacía sentir incluso en los estómagos más acostumbrados. Nick le preguntó a Swan, alzando la voz por encima de los ruidos de la nave y el mar y el viento:

—¿Ya están lo bastante cerca para utilizar la guía?

—Puede ser, señor... ¡Honeycutt, pásesela!

Nick vio a Grant, el guardiamarina, acercándose con el médico y dos hombres tras ellos que transportaban camillas plegadas. El Mackerel ya se había detenido por completo. Wyatt gritó desde la oscura y borrosa superestructura del puente en lo alto:

—¿A qué están esperando ahí abajo?

Honeycutt llevaba cerca de un tercio de la guía enrollada en la mano derecha y el resto en la izquierda. Se echó hacia atrás e hizo una pausa mientras la nave comenzaba a elevarse con otra ola; luego se irguió, enderezó el cuerpo, balanceó el brazo derecho y la guía salió volando tras el nudo de barrilete lastrado. Cayó unos ciento cincuenta metros más allá, sobre la balsa de salvamento y quien la cogió fue el hombre que estaba de rodillas. Todo el mundo vitoreó. Swan le gruñó a Honeycutt a través de la barba:

—Tráigalos con calma, no vaya a perderlos.

Tras Nick, el guardiamarina Gran preguntó con nerviosismo:

—¿Bajo por la red y los ayudo?

—¡Dese prisa, número uno! —volvió a vociferar Wyatt.

—No —le respondió Nick al guardiamarina.

Observó cómo la balsa se acercaba meciéndose al costado del destructor; si no hubiera sido por la espuma blanca que la rodeaba, quizá no hubiera sido posible verla ni siquiera a medio metro. Sin embargo, había menos movimiento dentro, mientras se situaba al abrigo del Mackerel. Cinco hombres. El que estaba tumbado de espaldas no era un cadáver, pero parecía estar herido; dos de los otros lo sostenían.

—Usted, usted, Nye —ordenó Swan—, baje ahí y cójalos.

Grant se había ofrecido a bajar; pero era una labor para un hombre fuerte, no para un muchacho que, consciente de la desaprobación de su capitán, desprecio incluso, quería justificar su existencia. Nick recordaba con toda claridad sus días como guardiamarina, aquella lóbrega santabárbara en Scapa, la vida de perros que los guardiamarinas llevaban. Compadecía a Grant, y en consecuencia le desagradaba la intolerancia de Wyatt hacia él; pero si había que arrastrar a ese hombre herido por el costado vertical y en constante movimiento del buque, harían falta dos hombres fuertes en la red y probablemente dos más arriba. Había que completar el rescate y volver a poner al Mackerel en marcha rápido, de inmediato; no había tiempo para levantarle la moral a un joven guardiamarina que no haría más que estorbar. El primero de los rescatados pasó sobre el costado y Swan tiró de él por los brazos. Nick lo interrogó:

—¿Uno de sus hombres está herido?

—Ah. —Un rostro pálido y chupado se volvió para asentir hacia él—: El patrón... tiene una pierna destrozada.

—¿De qué buque son? ¿Y qué ha ocurrido?

—Arrastrero Lovely Morning. Unos desgraciados alemanes asesinos, eso ha ocurrido, oficial.

Swan se había subido a la red para ayudar a Nye con el patrón herido. Otro hombre pasó por el costado y la cresta de una ola llegó con él. Se alzó recta y luego se desplomó sobre la cubierta del destructor, como una bañera llena de hielo a la que hubieran puesto de pronto boca abajo. Honeycutt soltó un juramento mientras ayudaba a cruzar al tercer hombre; a su espalda los dos primeros le estaban asegurando a McAllister, el médico, que estaban perfectamente. Honeycutt refunfuñó:

—¡Esa última me ha llenado las botas!

Por debajo de él, donde no se lo veía y medio en el agua, Swan jadeó:

—Arriba, muchacho. Nosotros dos nos encargaremos de este tipo.

—No se preocupe por la balsa. Suéltela —le gritó Nick a Swan.

—Sí, señor...

El agua se levantaba, haciendo espuma y saltando; Swan bramó:

—¡Agarre ese brazo, Nye! Agárrelo, torpe...

Otra ola se alzó, sepultándolos, arremolinándose en torno a sus hombros antes de escurrirse. Una voz ronca jadeó:

—Tranquilos, compañeros, despacito...

Eran las palabras del patrón herido mientras lo izaban por el costado. Tras Nick, McAllister le estaba diciendo a Grant:

—Lleve a estos cuatro al comedor de oficiales, guardiamarina. Pueden quitarse la ropa y secarse con mantas. Yo iré en un momento.

—De acuerdo.

—Vayan entonces, caballeros. —El médico le dio una palmada en el hombro al que se encontraba más cerca—. Les buscaré una copita de ron.

Nick vio pasar a Swan y Nye sobre el costado, subiendo trabajosamente al herido entre ellos. Tenía el cabello gris y un rostro angular de aspecto sorprendido. Nick hizo bocina con las manos y gritó hacia el puente:

—¡Todos a bordo, señor!

Wyatt no respondió, pero la campana del telégrafo repicó y enseguida el zumbido de las turbinas y la succión de los ventiladores comenzaron a aumentar en medio de los sonidos del mar y el viento. Nick se puso en cuclillas junto al patrón postrado mientras los ayudantes de McAllister abrían una camilla sobre la cubierta y lo dejaban en ella con cuidado.

—¿Puede decirme algo sobre el buque que los hundió?

—Sí. Fueron los malditos alemanes. ¡A la mierda con todos ellos!

Ya lo tenían en la camilla. Era un hombre bajo y fornido. Nick le preguntó:

—¿Cuántos destructores había? ¿Y en qué dirección se fueron tras hundirlos?

—Al oeste. A Varne, probablemente. Nos atacaron sin ni siquiera reducir la marcha. Cuatro de esos endemoniados. Usted habla de destructores, pero... —tosió y escupió agua salada— eran más bien cruceros. De los grandes...

—Un fragmento... —murmuró McAllister— ¿Entró por un lado y salió por el otro?

El médico estaba estudiando la pierna herida. Nick indicó enderezándose:

—Pónganlo en mi camarote. Díganle a Grant que saque mis cosas de en medio. —Pensó en una pregunta que no había planteado—. Patrón, ¿sabe si atacaron a algún otro arrastrero de la patrulla de redes?

—No hubiera podido ver a nadie. Estamos muy dispersos, ¿sabe?

La barrera de redes apenas se patrullaba ahora que se necesitaban tantas embarcaciones en el campo minado iluminado. Los alemanes se habían encontrado con ese solitario arrastrero y lo habían utilizado para hacer prácticas de tiro al pasar. Había sido algo de poca importancia. Su auténtico objetivo era la patrulla del campo minado. Y allí estarían ahora, de donde venían los disparos.

—Bien hecho, Swan. Será mejor que usted y Nye se pongan ropa seca.

—Primero estibaremos el equipo, señor.

Una vez en el puente, Nick le contó a Wyatt todo lo que sabía. El Mackerel iba a popa del Musician, a unos quince nudos. Wyatt dio una señal por el tubo acústico hasta la cabina de radio. La señal iba dirigida al Moloch —cuyo capitán era el oficial superior de la flotilla— y que se debía repetir a Dover. Resultaba evidente que la destrucción del Lovely Morning se había debido a los disparos que se habían visto desde el puente del Mackerel mientras éste levaba anclas, y parecía probable que las cuatro grandes embarcaciones alemanas pertenecieran al capitán Heinecke.

Daba la impresión de que era un plan coordinado: al suroeste otro par de bengalas rojas y blancas acababan de ascender, se sostuvieron en el aire y desaparecieron. Un plan coordinado que parecía estar funcionando bien... para los alemanes. Buscaban destrozar la patrulla del campo minado, primero para apagar las luces durante esa noche y a largo plazo con la esperanza de evitar que ésta se mantuviera. Entre tanto, mantenían a los submarinos a la espera, listos para atravesar el campo minado.

Lo más probable es que lo hicieran en ambas direcciones: algunos irían a patrullar en el Atlántico y otros de regreso a Ostende o Zeebrugge y desde allí, por los canales, hasta su base en Brujas.

Se había trazado un plan para tomar esos puertos y Brujas. Se trataba del «gran desembarco» del almirante Bacon, que iba a coincidir con el avance del ejército hacia la costa belga. Sin embargo, el ejército se había quedado empantanado en Passchendaele y para mediados de octubre el plan se había suspendido, para gran decepción de Bacon.

Mientras observaba un nuevo brote de disparos —esta vez más bien hacia el oeste, lo que significaría que venían de la sección del campo minado patrullado entre Varne y Folkstone—, Wyatt dijo entre dientes:

—Si regresan por aquí...

Se había callado. La esperanza, el vehemente deseo de enfrentarse con la flotilla «argentina» era demasiado intenso para describirlo. Todo capitán de destructor de la patrulla rezaba para encontrarse con Herr Heinecke... Era un hecho. Mientras visualizaba la carta marina —que a estas alturas casi podría haber dibujado de memoria con todas sus boyas, bancos de arena y campos minados conocidos, con bastante exactitud—, Nick comprendió que era cierto que si los alemanes se encontraban al oeste de Varne y seguían la ruta directa de vuelta a casa, hacia la costa belga, vendrían por aquí. El Mackerel, que seguía en fila a popa de los otros dos destructores, había cruzado la red entre la boya n.° 9 y el barco faro de Dick, de West Dyck. Ahora tenían agua relativamente profunda bajo ellos. Por delante, la estela del Musician era una senda grisácea que terminaba en un pequeño montículo blanco bajo su popa; el Moloch resultaba visible a su derecha: una forma más pequeña y definida con menor claridad, pero por lo demás idéntica, que cambió rápido y se alargó al variar de rumbo y cayendo a estribor. El Musician comenzó a seguirlo. Wyatt permanecía en silencio mientras lo observaba con los prismáticos y esperaba el momento adecuado de meter la caña del Mackerel.

—Diez grados a babor.

Hizo girar la nave cortando con la roda el borde interior de la estela para terminar en el centro de la misma, como lo haría impulsada por su propio empuje. El nuevo rumbo parecía ser derecho hacia el oeste.

—A la vía.

—A la vía, señor.

Bellamy dejó que el timón se centrara.

—Derecho en la estela.

Ahora no se oían disparos. El estrecho aparecía negro, silencioso, vacío de todo salvo los tres destructores. Y, al mismo tiempo, Nick sabía que no estaba vacío, ni mucho menos: había docenas de buques allí, y cuatro de ellos eran alemanes que tendrían que retirarse hacia el este mientras la noche siguiera siendo lo bastante densa para cubrirlos. «La escuadra alemana podría aparecer ahí —se dijo Nick—... Ahora... O ahora...»

Frío... Bajo una trenca y un chaquetón llevaba una toalla alrededor del cuello con los extremos metidos dentro de una camisa de franela. Sin embargo, el agua se le había metido dentro, como sucedía siempre. Era como si la mitad superior de su cuerpo estuviera cubierta con una capa de hielo, un hilo de agua le bajaba por la pierna izquierda. Cuando había trabajo que hacer, podías olvidarte del frío; pero éste nunca se olvidaba de ti, aguardaba pacientemente hasta que volvías a tener tiempo de reconocerlo. La voz de Wyatt sonó hueca por el tubo acústico de la sala de máquinas:

—Trescientas cuarenta revoluciones.

Nick oyó cómo se repetía la reducción de velocidad. El Mackerel se había estado acercando demasiado a su matalote de proa. Puede que hubieran recortado la curva del giro.

—¡Puente!

Charlie Pym respondió al tubo acústico de la cámara de derrota:

—Puente.

—Señal, señor. —Era la voz de Grant—. Del oficial general de la Armada en Dover al oficial superior de la patrulla del campo minado: «¿Tiene algo que informar?»

Wyatt lo había escuchado. Dijo entre dientes:

—Bien puede preguntar.

—Sí que parece haber cierta escasez de información, señor... —carraspeó Pym—. Supongo que el oficial superior de la patrulla será el monitor de guardia.

Los monitores eran los pesos pesados de la fuerza de Dover. También eran las tortugas: cinco nudos, y menos aún si había corriente. El almirante Bacon los utilizaba para bombardear la costa ocupada por el enemigo, como cobertura para operaciones costeras, como tender redes de minas, y ahora, por lo visto, como plataformas de proyectores. Aunque un monitor con sus cañones de doce pulgadas también debería haber servido para disuadir a los alemanes. El suboficial mayor Bellamy informó:

—El matalote de proa está cambiando a babor, señor.

Wyatt se volvió para observar al buque. Había estado mirando por babor de la maestra hacia el sur, donde un momento antes otro par más de bengalas rojas y blancas se había elevado, flotado y desaparecido. Bellamy tenía razón: estaban a punto de volver a girar en fila a babor. £1 capitán del Moloch lo estaba echando a cara o cruz, sólo podía cubrir la mayor extensión de mar posible y dejar librado al azar. El enemigo podría estar acercándose sigilosamente por la costa, ya podría haber pasado o podría encontrarse en el lado de Dover.

—Gire con él, timonel.

—Sí, señor.

—¿Puente?

—¿Sí, guardiamarina? —respondió.

—Del oficial superior de la patrulla al oficial general de la Armada, señor: «Arrastrero en la boya n.° 30 informa de que un pesquero ha disparado una bengala verde. No hemos tenido noticias de disparos recientes al sureste ni en la demora de Folkestone.»

—¿Eso es todo?

—Sí, señor.

Pym se apartó del tubo acústico.

—¿Lo ha oído, señor?

Wyatt soltó un gruñido. A continuación, golpeó la bitácora con el puño y exclamó:

—¿Qué demonios les pasa? Por el amor de Dios, ¿para qué sirve la radio?

—¡Bengalas rojas y blancas por la amura de estribor, señor!

Porter, el señalero, era quien lo había anunciado. Las luces se atenuaron y se desvanecieron, y eso significaba que otro submarino había cruzado. En octubre —aún no habían aparecido las cifras de noviembre— se habían hundido unas 290.000 toneladas en el Atlántico y otras 60.000 en el canal de la Mancha. Esas bengalas en lo alto eran como indicadores del éxito alemán, que se reflejaba en la lenta estrangulación de Gran Bretaña. Pym le estaba respondiendo a Wyatt:

—Algunas de las naves de la patrulla no tienen radio, ¿verdad, señor?

Los aduladores modales de Pym hacia Wyatt podían sacar de quicio a Nick... En cualquier caso, el comentario parecía haber molestado a Wyatt. El capitán soltó:

—Todos los treinta nudos tienen una, así como los patrulleros. Algunos de los arrastreros... La mayoría de los pesqueros...

—¡Bengalas rojas y blancas, señor!

—Derecho, señor, al suroeste —informó Bellamy.

Estrecho abajo, paralelo a la costa, con Calais a unas tres o cuatro millas por el través. Las sospechas de Nick de que el trabajo de esa noche se estaba convirtiendo en un lío bastante grande se iban transformando en certeza y, por el tono que Wyatt había empleado con Charlie Pym, Nick suponía que su capitán opinaba igual. Trató de tranquilizarse a sí mismo y pensó: «Aún podríamos toparnos con ellos, no pueden esfumarse sin más...»¿Verdad?

En una noche tan oscura como ésta... ¿Podrían escabullirse con cautela a media máquina para no mostrar las reveladoras olas de proa, en absoluto silencio y alerta, y manteniendo una estricta vigilancia? ¿Podrían llegar a escapar?

A estas alturas, Herr Heinecke ya podría encontrarse a mitad de camino a casa. Desternillándose de risa.