Capítulo 2
EL amanecer iba tiñendo el cielo de un tono plateado a estribor y hacía brillar el mar mientras el Mackerel seguía al Musician y al Moloclo hacia el noreste, a diez nudos, entre los bajíos de Outer Ratel y East Dyck. Apoyado en la barandilla del puente, mientras a su espalda el guardiamarina Grant realizaba las funciones rutinarias de oficial de guardia en la bitácora, Nick podía ver con toda claridad contra la creciente luz la silueta baja y negra de la costa belga. Un proyector hendía el mar desde La Panne como si fuera un dedo nervioso e inquisitivo. Habría un monitor fondeado allí en la costa, un buque de guardia como todas las noches, con un destructor presente vigilando y protegiendo con sus cañones los pocos kilómetros de costa llana que podían servir para un desembarco alemán o un rápido ataque para modificar el flanco del ejército británico. Los alemanes custodiaban su patio trasero de modo parecido, aunque con un arrastrero armado al que los tripulantes de los destructores conocían como «Willie el Cansado». Willie salía de Zeebrugge cada tarde al anochecer y recorría con gran parsimonia las diez millas costa abajo para dar media vuelta a tres millas de Middelkerke, en la orilla oriental del bajío de Nieuwpoort y aproximadamente ahora, mientras llegaba el amanecer, regresaba renqueando. Ostende habría sido una base más práctica, pero los alemanes habían dejado de utilizar Ostende como puerto y sólo lo usaban para entrar y salir de Brujas, la base tierra adentro a la que se llegaba mediante canales y exclusas, al igual que Zeebrugge. Los monitores del almirante Bacon habían alcanzado Ostende con demasiada fuerza, demasiadas veces, para el gusto de los alemanes.
Habían apagado aquel proyector. El amanecer se abrió paso y tiñó el cielo; el contorno de la tierra se fue oscureciendo, los bordes se volvieron más pronunciados bajo un brillo rosáceo. Las bengalas iluminadoras seguían surgiendo a intervalos sobre el perímetro oriental de Nieuwpoort. El propio Nieuwpoort no era ya más que ruinas. El fuego de artillería creaba un murmullo constante con pausas y crescendos esporádicos: como un receptor de radio averiado con altibajos en el control de volumen, pensó Nick. Al este, los antiaéreos alemanes proporcionaban fuegos artificiales sobre Ostende al entablar combate con aviones provenientes de las escuadras navales que debían estar atacando Ostende o que regresaban por encima tras realizar incursiones contra otro lugar. Saint-Pol, el principal aeródromo del RNAS1, en Dunkerque, había sufrido graves bombardeos un mes o dos antes por parte de bombarderos alemanes; por lo que se había llevado a cabo una dispersión hacia otros aeródromos y escuadrones del RFC2. En cualquier caso, los aviadores navales trabajaban mucho con el RFC Sin embargo, seguían formando parte de la patrulla de Dover que incluía ocho escuadrones de cazas —los Sopwith Camel habían reemplazado a los Pup—, cuatro de Handley Page y dos de bombarderos diurnos; además de otros aparatos, entre ellos un enorme hidroavión estadounidense que se dedicaba a las patrullas antisubmarinas. Aquel fuego antiaéreo podría haber estado dirigido contra cazas del RNAS durante su cacería de zepelines matutina: los pilotos llegaban allí temprano tras despegar antes del amanecer para interceptar a los zepelines que regresaban de atacar Londres. Mientras observaba las pequeñas chispas que atravesaban el cielo aún semioscuro sobre Bélgica, Nick se preguntó si Johnny Vereker, que unos meses antes se había cobrado su propio zepelín, se encontraba con su escuadrón o estaba otra vez de permiso. Cuando Vereker estaba en Flandes, Nick y otro amigo de Johnny, Tim Rogerson, podían usar su automóvil en Dover, y si al Mackerel se le iba a proporcionar su limpieza de calderas y el período descanso de tres días, el vehículo podría venir bien.
Si Johnny estaba de permiso, él y su coche —un Swift de 1909 con un motor de dos cilindros refrigerado por agua— se encontrarían en Londres. A Vereker le estaba yendo a las mil maravillas con una chica que se hacía llamar Lucy L’Ecstase, una bailarina del musical Bric-d-Brac que seguía representándose con lleno total en el Palace Theatre.
Si Johnny no estaba de permiso... ¿podría Nick ir en coche a la ciudad e invitar a cenar a la encantadora Lucy?
Seducido por aquella idea —ya casi era una decisión—, Nick se apartó de la barandilla para mirar hacia adelante y comprobar que Grant mantenía al Mackerel en la posición correcta. En el mismo momento, Wyatt llegó al puente por la escala de babor.
Wyatt había bajado a la cámara de derrota a desayunar. Sin embargo, ingerir comida y café caliente no le había mejorado el humor. Inteligentemente, Grant se apartó de la bitácora de un salto; justo a tiempo, puesto que si no lo hubiera hecho Wyatt lo hubiera atravesado o arrollado, como si el muchacho no existiera o, como mínimo, fuera invisible.
Echó una mirada de irritación...
—¡Está usted a popa de su posición, número uno!
Nick no estaba de acuerdo, pero no tenía sentido discutir. Wyatt miró hacia atrás girando los ojos pequeños y su cabeza de toro como si fuera un rinoceronte que imaginara la presencia de un enemigo por el flanco, hacia Grant.
—¿Quién gobierna la nave? ¿Usted o Grant?
—Yo, señor. —Nick lo dijo antes de que el guardiamarina pudiera responder. Llegó al tubo acústico—: ¡Sala de máquinas!
—Sala de máquinas...
—Dos siete cinco revoluciones.
Volvió a mirar la popa del Musician. Se dio cuenta de que habría que reducir de nuevo las revoluciones muy pronto o se le subirían a la toldilla. Wyatt comentó con resentimiento:
—Han estado llegando más señales. Parece que hemos perdido siete arrastreros y que un pesquero se ha hundido, además de dos arrastreros y un patrullero que han resultado dañados. Nuestro bando casi no disparó un tiro y no se transmitió ni un solo informe que pudiera resultarle útil a nadie.
Nick frunció el entrecejo. Tenían que haber cruzado bastantes submarinos mientras estaba pasando todo eso. Resultaba difícil entender cómo podía haberse producido tal caos.
—Dos seis cero revoluciones —ordenó Nick a la sala de máquinas.
Wyatt refunfuñaba mientras se volvía hacia el timonel.
—Y encima subo y prácticamente me lo encuentro desternillándose de risa. —Lo dijo en voz baja, aunque su mirada era maliciosa—. ¿Hay algo de lo que alegrarse?
—Era... un pensamiento personal, señor. Nada relacionado con la Armada.
—Ya veo.
A Wyatt le olía el aliento a arenque ahumado. Nick le echó un vistazo a la popa del Musician y a la rosa, luego volvió a mirar los pequeños ojos cargados de censura de Wyatt. Éste le soltó:
—Lo que pasó anoche fue una vergüenza. Una deshonra para todos y cada uno de nosotros. La patrulla ha caído en la ignominia... y la patrulla incluye esta nave. No se le puede restar importancia y no hay tiempo para «pensamientos personales», Everard. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Quiero este buque en perfecto estado. En todos los sentidos. Ha estado usted permitiendo que las cosas flojeen... y no lo toleraré, ¿me oye?
Si Nick no hubiera estado en Dartmouth y después en un acorazado unos cuantos años, no hubiera creído que un hombre pudiera soltar tantas tonterías. Asintió cortésmente con la cabeza.
—Lo lamento, señor.
Creía saber cuál era parte del problema. Wyatt se había labrado una reputación en la campaña de los Dardanelos: primero como capitán de destructor y luego, después de que hundieran su nave bajo sus pies, al mando de un equipo de reconocimiento naval. Se había ganado una Cruz al Servicio Distinguido encabezando un ataque con bayonetas contra una batería turca de vital importancia. Esto le había dado la impresión de que era Francis Drake renacido cuando su país más lo necesitaba.
Había traído al Mackerel de Harwich hacía unos seis meses, en un momento en el que las embarcaciones de clase M estaban sustituyendo en Dover a las de clase L más antiguas. Esto se había producido en parte a raíz de la entrada de Estados Unidos en la guerra en abril, y al aceptar su parte del trabajo de escolta de convoyes en el Atlántico, lo que había eximido a docenas de destructores británicos de realizar otras tareas. El primer teniente de Wyatt había sido dado de baja: se estaba quedando sordo, tenía los tímpanos aplastados debido a los efectos de las ondas expansivas de los cañones, y había llegado a un punto en que ya no podía seguir ocultándolo. Nick, al que habían nombrado en su lugar, se había trasladado desde uno de los clase L en desuso, en el que había servido como oficial de derrota durante los doce meses anteriores. Se había sentido encantado de conseguir un puesto de teniente de navío tan pronto, en especial teniendo en cuenta que había manchado un tanto su reputación justo después del asombroso éxito —para él— en Jutlandia.
Jutlandia le había conseguido el ascenso a teniente de navío. «Nombrado para un ascenso anticipado» había sido la frase oficial, y el ascenso había llegado pocas semanas después. También le habían concedido una mención honorífica y ahora llevaba el emblema en forma de hoja de roble en el hombro. Si no lo hubiera estropeado justo después —fue un asunto insignificante, nada más grave que enviar a un hombre de permiso cuando no le correspondía, pero habían puesto el grito en el cielo—, le hubieran concedido una cruz. Alguien en el Almirantazgo se lo había confiado al tío de Nick, Hugh Everard, quien también se había destacado en Jutlandia y ahora contaba con su propia escuadra de cruceros en la Gran Flota... Sin embargo, una semana antes de Jutlandia, Nick estaba en la santabárbara de un acorazado: aburrido hasta la desesperación y señalado como un fracaso, un alférez de navío inútil que era casi seguro que nunca sería ascendido. Detestaba todo lo relacionado con la Armada. Entonces estaba seguro de que la Armada con la que había soñado durante toda su infancia y adolescencia —la Armada de la que tío Hugh le había hablado con tanto orgullo— no existía, aunque cabía la posibilidad de que hubiera existido muchos años antes.
Y entonces la había encontrado, en Jutlandia.
Aunque también había otra Armada. Podía verla en los ojos de Wyatt, oírla en el tono de su voz. Le hacía recordar aquella santabárbara en Scapa, y Dartmouth. Pomposidad, más que un toque de sadismo y mucha farsa...
Sin embargo, no podía permitirse ponerse a Wyatt en contra. Al estar allí, como segundo oficial de un destructor moderno y bastante potente en el sector más activo y difícil de las operaciones navales, Nick sentía por fin su propia valía y capacidad, y que había encontrado una labor que merecía la pena hacer. Y, si le apetecía, Wyatt podría destruir todo eso con un «informe desfavorable». Tenía en su poder la documentación de servicio de todos sus oficiales, naturalmente; sabía que Nicholas Everard había sido un fracaso en Dartmouth, una lástima como guardiamarina y —hasta Jutlandia— un desastre como alférez de navío. Un informe realmente malo podría conseguir que la actuación de Nick en Jutlandia pareciera flor de un día, una circunstancia en la que la suerte había dado una imagen completamente falsa de él. Entonces regresaría al punto de partida. Un fracaso. Wyatt lo sabía, sabía que él lo sabía. También sabía que no había nada «flojo» en el Mackerel, que lo llevaban con tanta eficacia como se podía llevar un destructor en las condiciones de la patrulla de Dover.
Wyatt atravesó el puente pisando fuerte. El viento iba hacia popa en este rumbo y el humo de las chimeneas resultaba acre en los ojos y los orificios nasales. Dijo entre dientes:
—Será mejor que baje a desayunar, número uno.
McAllister había envuelto la pierna del patrón Barrie como si se tratara de la extremidad de una momia egipcia. También le había dado la vieja bata de lana de Nick para que se la pusiera. Bueno, alguien lo había hecho.
Barrie era un hombre fornido de unos cincuenta años con cabello gris, ojos grises y un rostro oscurecido por los elementos.
Nick se apoyó en la entrada, por delante. Proporcionada por el Almirantazgo y azul. Señaló con la cabeza la pierna atada.
—¿Cómo va? ¿El doctor lo ha aliviado?
—Preferiría que me la viera un veterinario —respondió Barrie sin sonreír.
—¿Cómo?
—Le tomaba el pelo, muchacho... Éste es su camarote, ¿no?
—En realidad, no. Según los planos de los constructores sobra, es para casos de enfermedad grave. Yo lo uso, pero se supone que debo dormir en la cámara de oficiales.
—Teniente de navío, ¿eh?
—Exacto.
Las pobladas cejas del patrón eran negras, no grises, y arqueadas; le daban un constante aire inquisitivo. La otra cosa que Nick había notado era que cuando hablaba sus labios apenas se abrían, parecían no moverse casi nada.
—¿De dónde es? ¿Dónde vive, quiero decir?
—Yorkshire. West Riding... ¿Están atendiendo bien a sus hombres, patrón?
—Mi tripulación puede arreglárselas sola... Yorkshire, ¿eh?
—Sí.
No quería tener que hablar de Mullbergh, aquel enorme mausoleo, con sus siete mil acres de coto de caza, con guarda y establos para treinta o cuarenta caballos, y más habitaciones lóbregas y heladas de las que nadie se había tomado nunca la molestia de contar. Sarah, la joven madrastra de Nick, había convertido una parte en un hospital; Nick pensaba que quizá habría sido mejor para los soldados heridos dejarlos en sus trincheras en Flandes.
Él era el heredero de Mullbergh ahora que su hermano mayor, David, había muerto. David se había ahogado en Jutlandia.
—¿De dónde es usted? —le preguntó a Barrie.
—Tynemouth. ¿Lo conoce?
—Me temo que no.
—Sí que lo temería. Allí arriba nos comemos a los de Yorkshire.
Nick clavó la mirada en aquel rostro de póquer y con una incipiente barba gris. Asintió con la cabeza.
—Eso explica por qué tienen veterinarios en lugar de médicos.
Barrie se rió entre dientes. Nick se apartó del mamparo.
—¿Ya le han dado de desayunar? —La cabeza gris negó brevemente. Dijo—: Me encargaré de que le traigan algo. —De repente sintió hambre, él también necesitaba desayunar. Añadió—: Supongo que el capitán bajará pronto a verlo.
—¿Ah, sí? —Vaciló, como si hubiera estado a punto de añadir algo, y luego cambió de opinión. Le preguntó a Nick—: Conoce a Teddy Evans, ¿verdad?
—¿El capitán de navío Evans?
—Sí, como quiera... Ese Teddy es un tipo estupendo.
Estaba hablando de Evans del Brooke. Agregó:
—No es un puñetero engreído. ¡Nos vendría bien tener más como él!
—Sí.
Otro Evans, tal vez, y un Wyatt menos. A todas las tripulaciones de los arrastreros y de los pesqueros les gustaba el capitán Evans. Siempre tenía una palabra para ellos o una broma por el megáfono, y su actitud alegre y directa los atraía. Eso y su inquietante costumbre de situar un destructor junto a un embarcadero a veinticinco nudos mientras hacía el teatro de encender un cigarrillo antes de murmurar: «Atrás toda las dos». Experiencia marinera y estilo... El patrón le dio una palmadita a la bata.
—¿Esto es suyo?
—¿Qué? —Intentó aparentar que no se había dado cuenta—. Está a su disposición. Quédeselo y úselo en el barco hospital, si quiere.
—¿Barco hospital? ¡Y una mierda!
—¿Eh?
—¡No mantendrán a George Barrie fuera de circulación, muchacho! —Nick le echó una mirada a la pierna envuelta; el patrón sacudió la cabeza—. Iré a la pata coja, sí señor. Oiga... usted trajo un buque de Jutlandia, ¿no? Everard, ¿verdad?
Nick asintió con la cabeza. Por supuesto, todos en Dover lo sabían todo de todos. Solía olvidarlo.
—Sí. Un destructor... el Lanyard. Tuve mucha suerte.
—¿Conoce Snargate Street?
La conversación parecía haber dado un salto. Claro que conocía Snargate Street. No podías pasar media hora en Dover sin conocerla, y él había tenido su base allí durante unos dieciocho meses. Asintió, preguntándose qué podría venir a continuación.
—¿Conoce el Brazos de Pescadores?
—Sé dónde está.
El único bar que Nick y sus amigos visitaban a menudo se llamaba El primero y Ultimo. Quedaba cerca del muelle de la Armada.
—Detrás del Pescadores hay otra parte, muchacho... —dijo Barrie— un bar escondido, no lo ves si no sabes qué tienes que buscar. Es... bueno, se podría decir que es nuestro club, el de los patrones de los arrastreros.
—Ah.
El patrón se lo quedó mirando. Luego hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Puede venir cuando quiera.
—Es muy amable. Gracias.
Barrie se frotó la mandíbula.
—Bueno, ¿qué hay de desayunar?
Qué tipo más raro... Nick pasó junto al pie de la escala y la puerta del camarote de Wyatt, y entró en el comedor de oficiales. Charlie Pym levantó la mirada de sus arenques ahumados y saludó afablemente con la cabeza; el señor Watson, el oficial maquinista, alzó un cuchillo de mantequilla a modo de saludo y masculló un «buenos días»; Percy Gladwish, el torpedista, le guiñó un ojo por encima de una taza de café inclinada.
Cockcroft estaba en el puente. El sistema de guardias en el puente en el estrecho consistía en que Wyatt y Pym compartían por turnos la responsabilidad de la navegación, mientras que Nick y Cockcroft hacían lo mismo con artillería. Ése era el principio general, cuando el Mackerel no estaba preparado para el combate.
Pym murmuró alzando levemente las cejas:
—No ha sido precisamente la noche más positiva que se recuerde, ¿Hum?
Se rozó los labios con la servilleta. Nick llamó al despensero mientras se sentaba; luego miró al otro lado de la cámara, hacia la forma boca abajo de McAllister que estaba dormitando en una litera superior. La mesa ovalada estaba situada en el centro y había literas como estantes —con cortinas que se podían correr— contra los costados de la nave.
—¡Doctor!
Un ojo se abrió y se volvió a cerrar. Una mano salió de las mantas para protegerse de la luz.
—Por los clavos de Cristo. ¿Qué hora es?
—Hora de que estuviera levantado... ¿La tripulación del arrastrero está sana, con excepción de su patrón?
—Sanos como caballos. Swan les encontró hamacas o algo por el estilo. —El cirujano en prácticas se dio la vuelta y bostezó—. Y la herida del viejo está limpia como un silbato. El agua salada es algo maravilloso.
Gladwish se estaba sirviendo más café. Le preguntó a Nick:
—Los alemanes se salieron con la suya, ¿verdad? —Era un hombre de ojos oscuros y agudos. Añadió—: Me parece que nos dejaron en ridículo.
—Arenques ahumados, por favor —le pidió Nick a Hatcher— y tengo prisa. Después llévele una bandeja con el desayuno al patrón Barrie, que está en mi camarote. Nada de raciones escasas o podría morderlo.
Con Wyatt de aquel humor, no quería pasar demasiado tiempo allí abajo. Y tendría que afeitarse antes de volver a subir. Gladwish pareció leerle el pensamiento:
—El capitán está echando un humo, ¿no?
Nick se encogió de hombros.
—No está contento. —Miró a Watson, el maquinista—. ¿Todo va bien en su sección, jefe?
Watson estaba tres cuartas partes calvo y su piel tenía una palidez de sala de máquinas que habrían hecho falta años de sol para disipar. Masculló con la boca llena:
—Un par de semanas en el astillero y estaremos bien.
—Tendremos nuestros tres días, si tenemos suerte.
—Pero esperemos que no enseguida. —Pym se volvió a limpiar los labios—. Quiero estar en tierra firme esta Navidad.
Regordete, siempre de aspecto limpio, con las uñas bien cuidadas y el cabello siempre alisado, Pym se parecía más a un ayudante personal de un almirante con base en tierra que a un oficial de un destructor de Dover. Nick no tenía ni idea de cómo encontraba tiempo para acicalarse tan bien... ni por qué se tomaba la molestia, en realidad. El hecho de que Wyatt siempre pareciera bien dispuesto hacia su navegante y hosco con él, Nick Everard, que era su segundo, no fomentaba precisamente su amistad. Él intentaba pasar por alto este hecho y tratarlo con ecuanimidad, pero la simple verdad era que Pym no era la clase de hombre que le gustaba a Nick. Tampoco tenía muy buena impresión de él como oficial de destructor.
Wyatt... Nick recordó una entrevista en el camarote del capitán unos días después de haber ocupado su puesto como teniente de navío. Wyatt le había dicho fulminándolo con la mirada:
—Lo estaré vigilando, Everard. No me defraudará dos veces. ¡Se lo prometo!
Increíble... ¡Lo había invitado a sentarse para hablar y tomar una copa de ginebra!
—Haré lo que pueda para no defraudarlo nunca, señor.
Wyatt frunció la boca, dejó el vaso vacío y clavó la mirada en el licor ligeramente rosáceo que seguía en el de Nick, como sugiriendo que era hora de que se lo bebiera y se marchara. No había dicho otra palabra. Esa fue toda la entrevista: una copa y una amenaza.
¿Tal vez le había ofendido que nombraran a un oficial tan joven para que fuera su teniente de navío? ¿Quizá había intentado que cancelaran el nombramiento y se había visto obligado a aceptar a Nick?
Apartó el plato de arenque y untó con mantequilla un triángulo de tostada. Ya llevaba demasiado tiempo allí abajo.
Si el Mackerel iba a disponer de su permiso y su limpieza de calderas, le ordenarían que se dirigiera a una boya o a un embarcadero. De lo contrario, lo enviarían junto al petrolero de guardia para reabastecerse de combustible y, probablemente, volviera a patrullar otra vez en cuanto tuviera los tanques llenos.
Nick se situó junto a la barandilla del puente a estribor y observó los acantilados y el castillo de Dover irguiéndose delante. Era una mañana gris y fría, pero ahora había muy poco viento. Lo que quedaba soplaba al suroeste, barriendo las crestas de olas bajas y juntas.
Desde allí, las laderas de hierba que rodeaban el castillo parecían terciopelo de un verde intenso.
—¿Qué corriente hay, piloto?
—Muy poca, señor. Al este a un nudo o menos.
En algunas fases de la marea, las corrientes podían causar problemas. De todos modos, con viento real, el puerto no era gran cosa; una noche de «descanso» en una boya en el fondeadero para destructores, por ejemplo, podría significar una noche bamboleándose veinte grados a cada lado. Casi tan relajante como estar fuera de patrulla. Y con un temporal del suroeste... Bueno, la distancia desde el borde exterior del rompeolas del Almirantazgo hasta donde estaban amarrados los buques hospital en su interior era de cuarenta y cinco metros; sin embargo, las naves seguían sintiendo que un mar sólido y verde caía sobre sus cubiertas.
Una luz destellaba desde el extremo del muelle de la Armada en el puerto principal. Los gallardetes del Mackerel, su señal de identificación, ya ondeaban en el peñol de estribor; a continuación, el obturador de lamas de su proyector repiqueteó en respuesta a cada palabra que se recibía. Nick lo leyó por sí mismo: «Amarre en el embarcadero oeste del puerto de mareas.»
Wyatt miró a Pym.
—Las calderas.
—Y de regreso al mar para Navidad, seguro —replicó Pym con acritud.
—¿Reúno al personal de guardia en el mar, señor? —le preguntó Nick a Wyatt.
—Sí, por favor.
Nick echó un vistazo por encima del hombro.
—¡Pítelo, contramaestre!
Wyatt se inclinó sobre el tubo acústico:
—Trescientas revoluciones.
Al entrar, el Mackerel tendría que girar todo a babor a popa del buque de bloqueo oeste para acceder al puerto comercial, entre los muelles del Almirantazgo y del Príncipe de Gales. En el extremo superior, subiendo media milla desde la boca del puerto, se encontraba la estrecha entrada al pequeño puerto de mareas. Se trataba de una dársena para arrastreros y pesqueros en su mayor parte, aunque a veces también la usaban destructores en sus períodos de permiso. También había una vieja gabarra de acero colocada allí a modo de taller y con una dinamo que podía suministrarles energía a los buques que tuvieran las calderas apagadas.
Gladwish llamó por el tubo acústico:
—¿Permiso para retirar las cargas?
—Sí, por favor.
Casi estaban en el puerto, no era necesario pedir el consentimiento de Wyatt para sacar las cargas de disparo de los tubos de torpedos. Nick vio a Cockcroft esperando órdenes y a Wyatt ignorándolo deliberadamente. Le hizo señas para que se acercara a su lado.
—Probablemente sea a babor, alférez. Pero tenga amarras preparadas a ambos costados, por si acaso. Y un ancla lista, claro.
Cockcroft asintió con la cabeza y bajó. El suboficial mayor Bellamy tenía ahora el timón. Wyatt le ordenó entre dientes mientras miraba entrecerrando los ojos el mortero de la aguja:
—Vire dos grado a babor.
—¡Dos grados a babor, sí, señor!
El viento quedaba por la aleta de babor en este rumbo. El Mackerel golpeaba las pequeñas olas con el lado de estribor de su corta roda negra, levantando intermitentes ráfagas de agua para enfurecer al equipo de cadenas de Cockcroft mientras filaban el ancla a su amarre. Si Wyatt se metía en problemas cuando estuviera maniobrando allí dentro, un golpe del martillo del herrero podría soltar los estopores y dejar que la cadena saliera con estruendo. Nick observó que la entrada pareció ensancharse mientras el destructor la atravesaba; luego, a medida que se abría paso entre los buques de bloqueo hundidos, dio la impresión de que se cerraba de nuevo. Los barcos de bloqueo, que formaban ángulos rectos con el hueco en el muro del puerto, eran dos viejos transatlánticos de línea; a los dos los habían desmontado y desmantelado hasta las cubiertas principales y los habían equipado con tangones de hierro para colgar las redes antitorpedos. El que quedaba a estribor mientras el Mackerel entraba en el puerto fue en otros tiempos el Montrose; a bordo del mismo habían arrestado a un pasajero llamado Crippen acusado de asesinato. Wyatt se irguió:
—¡Doscientas revoluciones!
—¡Doscientas...!
—¡Quince grados a estribor!
—Quince grados a estribor, señor. —El timonel hizo girar el timón—. ¡Quince grados de timón a estribor, señor!
—Babor alto.
—¡Babor alto, señor!
Biddulph, el contramaestre que servía de telegrafista, empujó la manivela de latón hacia adelante y atrás otra vez. El Mackerel comenzó a girar bastante y Wyatt ordenó:
—Estribor poca, cien revoluciones. Avante poca a babor. Timón a la vía.
Cockcroft tenía a sus hombres formando filas en el castillo, en posición de descanso, con toda corrección. El proyector comenzó a repiquetear de nuevo en la parte posterior del puente mientras un nuevo mensaje llegaba a trompicones desde el muelle. El timonel señalero Hughes lo garabateó en un bloc, según Porter se lo dictó palabra por palabra. A continuación, lo gritó:
—¡Señal del capitán, señor! Puede conceder permiso para ir a tierra esta tarde. «El equipo de limpieza de calderas subirá a bordo mañana al mediodía.»
Una ovación se alzó desde el combés, de la cubierta de acero, donde el equipo de atraque de Swan debía haber captado los puntos y rayas por sí mismos u oído al timonel señalero gritarlo. Permiso para ir a tierra: era algo poco frecuente, y muy preciado. Los destructores disponían de tres días como ahora después de veinticuatro de servicio en el mar, y diez días para entrar en dique y limpiar fondos una vez cada cuatro meses. Entre esos períodos no existía ningún tipo de permiso para ir a tierra.
—Diez grados a babor.
—Diez grados a babor, señor...
Estaban rodeando la punta del muelle del Príncipe de Gales. Los buques de transporte se encontraban al otro lado. A babor, pontones de carbón se mecían en sus boyas. Al día siguiente sería día 22, y una limpieza de calderas tardaba tres días enteros; así que, con suerte, pasarían el día de Navidad en puerto.