Buenas noches, Susana.
Tienes que perdonar que haya roto mi promesa, que te haya forzado a acudir a mis sueños nuevamente, después de tanto tiempo.
Te aseguro que es la última vez.
No respondes. Sospechaba que no me responderías.
Comprenderás que tu silencio me duele. Claro que fuiste tú la que me explicó, hace tantos años, en tu primera visita, que entender algo no significa necesariamente que duela menos.
Ya te lo mandé decir a través de ese Michel Bernard en una carta, pero quiero que lo sepas directamente por mi boca: no te traicioné, Susana. Ésa es la versión que cualquier otra persona que escuchara esta historia terminaría por creer. Pero todo lo que hice, tienes que creérmelo, fue para salvarte. Si hubiera dejado que volvieras a Alemania, si no hubiese llegado a un arreglo con los franceses para que te impidieran subir al tren, ahora estarías muerta. O, como nosotros, esperando la muerte.
Prefiero no decirte cómo estos dueños del dolor habrían tratado tu hermoso cuerpo, lo que hubieran hecho con ese cuerpo maravilloso que yo pude reconocer durante esas escasas horas, que ahora me parecen casi inexistentes, en aquella celda en París donde nos encerraron para que yo pudiera despedirme de ti. Y algo más importante aún: tu hija no habría nacido. Sí, sé que tienes una hija, y que se llama Victoria. Me lo contó Martín cuando lo trajeron aquí, más muerto que vivo. Por eso es que necesitaba que acudieras, incluso contra tu voluntad, por una última vez.
Sé que ése no fue nuestro acuerdo. Sé que te prometí que, si me dabas esa única noche, te dejaría libre para siempre, no volvería a pedirte nada nunca, ni siquiera te convocaría otra vez a mis sueños. Creo que fue eso último lo que te convenció, en la oscuridad tan absoluta de nuestra celda en Francia: ¿De veras, estarías dispuesto, me preguntaste, una sombra desde las sombras, a sacrificar todas mis visitas en todos tus sueños futuros?
Todas, te respondí. Pero tal vez no sea tanto el sacrificio. Me queda poca vida.
Ya ves que tenía razón.
Tómame la mano, Susana, toma esta mano que aquella noche guiaste hacia los botones de tu blusa, y sígueme. No tenemos mucho tiempo. No sé cuánto podré mantenerme dormido. Asómate al otro lado de la terraza de mis ojos cerrados y ahí me verás, en un rincón del sótano donde tienen encerrado mi triste cuerpo. Soy el único que duerme. Los otros condenados a muerte, especialmente Martín, no pueden creer que yo quiera o pueda echarme a dormir cuando queda tan poco tiempo para el amanecer, para el momento en que recorramos a paso lento ese corredor y enfrentemos el pelotón que nos ejecutará. ¿Ves a Martín? ¿Ves la foto de Victoria en su mano? Ahora que cree que yo no lo estoy viendo, mira cómo le sonríe a esa foto que tú misma le enviaste, escucha cómo le murmura las cosas tontas que un hombre le diría a una hija que no vio nacer y que no verá crecer tampoco, mira cómo devora la foto como si quisiera grabar la imagen de esa niña dentro de sus ojos, como si quisiera asegurarse así de que la niña lo acompañe cuando llegue el momento de enfrentar el pelotón de fusilamiento, con la esperanza de que ella le dé fuerzas cuando nos vengan a buscar.
Es por ella que tuve que contactarte. Necesito saber, Susana, si Victoria fue concebida aquella noche en Francia, o si ya estaba en tu vientre cuando tuviste la generosidad de no dejar que un hombre que te había amado durante veinticinco años muriera sin haberte conocido, sin haberte celebrado.
Sé que nació muy pequeña; tan pequeña que estuvo a punto de no sobrevivir, según Martín, cuando debieron fugarse precipitadamente, a la caída de París. Sé que nació tan pequeña que podría ser en realidad sietemesina, podría haber nacido antes de término, como tantas otras cosas en mi vida. Sé que le pusiste Victoria —y me gusta ese nombre, me gusta que la hayas llamado así, justamente para indicar tu fe en el futuro, en aquel momento en que todo a tu alrededor era derrota y los nazis avanzaban sobre París. Me gusta pensar que finalmente ganaremos esta guerra y que tal vez, en el futuro, otros hombres y otras mujeres podrán crear un mundo donde no haya nunca más sótanos como éste, murallas como las que ahora nos encierran. Porque no puedo dejar de preguntarme cuán diferente habría sido todo si hubiéramos nacido en otra época, una época sin guerras, ni miseria, ni miedo, ni campos de concentración. Si hubiéramos nacido treinta años más tarde y en otro país. O si es inevitable que esta última escena entre nosotros esté condenada a repetirse una y otra y otra vez a través de los siglos, cada vez que alguien como yo sueñe con alguien como tú. O si nuestra desgracia no está determinada por la época en que nacemos sino por los cuerpos que habitamos en esa época. ¿Qué destino nos toca, qué poder tenemos, cómo estamos dispuestos a usar ese poder?
Si hubiera nacido francés, como Michel Bernard, si hubiera sido como él un alto oficial de inteligencia francés, si me hubiera encontrado con una foto tuya cuando interrogaba a un resistente alemán, tal como él se encontró con la foto de Claudia, esta historia sería otra. Y yo estaría ahora seduciendo día a día a esa mujer. Le hubiera dado protección a ella y a la mujer que ellos llaman Bárbara y a la hija de Bárbara. Hubiera organizado la fuga de París cuando llegaron los nazis. Y estaría ahora con ustedes en el sur de Francia, esperando partir al otro lado del océano. No sé si Michel Bernard soñó con Claudia antes, como yo contigo; o si se enamoró de ella en cuanto vio su foto en el interrogatorio; no sé si se había cruzado con ella antes, algún espléndido día parisino, y nos vigilaba desde entonces esperando su oportunidad, y planeó todo para quedarse limpiamente con ella, incluyendo nuestra detención en París y mi deportación a Berlín, incluyendo la muerte de Antoinette y quién sabe si la traición de los miembros clandestinos de nuestra Organización. O si todo esto no es más que otro de esos cuentos de Scherezade con que me entretengo en la oscuridad de este sótano donde nos tienen hace tantos meses. Lo cierto es que ahora Michel Bernard está junto a ustedes, porque ama a Claudia; y por eso mismo va a protegerte a ti y a tu hija; y cuando llegue dentro de poco la noticia de mi muerte se casará con la que fue mi mujer. A mí, en cambio, a mí me tocó en suerte solamente un sueño. Como a la mayoría de la humanidad. Me tocó este sueño en el que te hablo, este sueño en el que tú no me respondes, este sueño en el que comparo tu boca que no me sonríe con la boca sonriente de Victoria en la foto.
Si hubiera podido distinguir la certidumbre de mi boca en su boca cuando Martín me pasó esa foto, mis ojos en sus ojos, cualquier rasgo que hubiese sugerido que yo era el padre de esa niña, créeme que jamás te hubiera traído hasta este lugar terrible. Pero a la luz imprecisa de este sótano la foto sólo respondió mis preguntas con otras preguntas, y la presencia de Martín a mi lado, mirando cómo devoraba yo esa foto, me fue forzando, a pesar de mis propios deseos, a descubrir en el rostro de la niña no sólo rasgos míos sino también rasgos de él, un cierto aire incierto de cualquiera de los dos.
Claro que, con el tiempo, Victoria se irá pareciendo más y más a Martín. Cuando, dentro de unos años, la niña pueda mirarse al espejo, y lo interrogue para hallar los rastros de su padre, verá sólo los rasgos de Martín, porque eso es lo que estará buscando: ese Martín que tú le habrás ofrecido, el padre legendario del que hablarán Claudia y Michel Bernard cuando Victoria vaya en busca de más historias a sus tíos. O acaso, en algún momento, Victoria verá mirándole, desde detrás de sus propios ojos en el espejo, el eco de aquellos ojos del tío Max, el olvidado primer marido de su tía Claudia, el que murió en Alemania al lado de su padre unos meses después de que ella naciera, el que la mira desde mi foto, que espero que Claudia tenga en su velador, y tú también. La foto que quizá sepa hablarle a Victoria.
Porque tú crees que las fotos hablan.
Me lo dijiste esa noche única en que finalmente cumpliste la promesa que me hiciste a los doce años, esa noche irreal en Francia en que me permitiste entrar en ti como tú habías entrado en mí durante veinticinco años. Esa noche me contaste algo que no me habías contado nunca en sueños, y que tampoco le contaste nunca a Martín. Tenías las fotos de tus diez niños en tu bolso. Y, aunque estaba tan oscuro que no podíamos ver las imágenes, me las fuiste pasando para que mis dedos las reconocieran, y me dijiste, haciéndome un cariño vago en el pelo, que cuándo llegáramos a Berlín me llevarías a ver el resto de las fotos y también a los niños. Y aquélla fue la primera señal de que quizá desearas seguir viéndome, de que me imaginabas como parte de tu futuro. Claro que yo ya sabía que no volverías a ver nunca más a esos niños, e incluso sospechaba que cuando yo fuera a verlos tampoco los encontraría. Y lo único que pude hacer, Susana, fue enviarte algunas de las fotos que logré rescatar de la casa en que vivías con ellos, antes de que la saqueara la Gestapo, antes de ser yo mismo encarcelado. Aquella noche no te hablé de eso, de lo que se avecinaba. Preferí murmurarte que ahora entendía por qué los niños que habías elegido tenían todos doce años y por qué eran todos varones, te insinué que con ellos repetías el gesto de amparo que habías tenido conmigo en mis sueños cuando yo tuve precisamente esa edad. Y pensé, pero no te lo dije, qué extraño resultaba que, a pesar de todos tus consejos, no hubieras podido salvarnos, ni a mí ni a ellos. Porque nada ni nadie podría salvar a esos niños soñadores en un mundo de asesinos.
Pero eso no lo sabías, aquella difusa noche en Francia cuando me explicaste tu teoría sobre las fotos. Cuando me contaste en susurros que tu madre te había dicho, cuando eras muy pequeña, que las fotos hablan. Durante años habías adjudicado a tu mala suerte el hecho de que las fotos, toda foto, callara en tu presencia; y estabas segura de que lo único que las fotos esperaban para revelar sus secretos era que tú te fueras de la habitación. A veces te volvías sigilosamente a mitad de camino, para ver si engañabas a las malditas fotos; o apoyabas tu oreja contra la puerta cerrada de la habitación con la esperanza de pillarlas conversando entre sí. Entonces juraste que serías fotógrafa, y que no te guardarías el secreto de las fotos, como tu madre y los demás adultos te habían hecho. Pero sólo cuando empezaste a trabajar con esos niños pudiste por fin oír el lenguaje de las fotos, cuando ese grupo de niños comenzó a sacar fotos de sus sueños y las hicieron hablar por ti.
Ahora que esos niños ya no están y tampoco estoy yo, ¿le dirás lo mismo a tu hija? ¿Le dirás que las fotos hablan? ¿Le enseñarás con paciencia las preguntas que hay que hacer a las fotos, a los sueños, para que revelen su vida oculta?
Y lo esencial, Susana: si algún día tu hija se topa con la reproducción marchita del rostro de un hombre que murió hace muchos años, si algún día mi foto comienza a sugerirle a tu hija esta historia mía que sólo tú conoces, ¿qué harás? Si yo logro entrar en los sueños de Victoria como tú entraste en los míos, si logro murmurarle algunas frases, ¿qué harás? ¿Cerrarás la puerta de la habitación donde están las fotos que sacaron tus niños de Berlín, donde esas fotos te miran desde las paredes, y le harás jurar a Victoria que nunca le contará a su tía Claudia, que tiene que jurar que nunca le dirá una palabra a su tía Claudia, de lo que vas a confesarle? ¿Y después le dirás que un día entraste en la habitación de un hotel en París y sonó el teléfono, y le dirás quién era el hombre que te estaba llamando, el que te había estado llamando desde antes de que nacieras? ¿O le dirás a la niña que está imaginando cosas? ¿Que no es cierto que las fotos hablan? ¿Que los sueños mienten?
Para eso te pedí que vinieras a verme esta noche. Para pedirte un último favor en este último sueño mío de la vida.
Estoy por despertar. Siento que alguien, al otro lado de la realidad, me sacude el hombro. Ya te estás yendo, te estás yendo. No importa que no me hayas hablado. Puedes irte, Susana, puedes irte sin confesarme si soy yo el padre de la niña. No necesito saber eso. Cuando abra los ojos me encontraré con mi amigo Martín. Él me ayudará a despertar e incorporarme del piso sucio. No le diré una palabra sobre este sueño, así como no le he dicho nada sobre los sueños anteriores, ni a él ni a nadie. Sería terrible que se sintiera traicionado por aquellos que admira y ama. Demasiadas pruebas ha debido soportar, ya, esa fe maravillosa en la humanidad que demostró Martín en esa larga semana que compartimos en París: sin ir más lejos, la sospecha de que alguien nos traicionó, a él y a mí, alguien en quien confiamos y nos entregó al enemigo. Sería un crimen quitarle a Martín la fe que todavía le queda, quitarle lo poco que todavía le queda, esa fe que sigue anunciando a gritos que el mundo no tiene que ser necesariamente como es. Martín necesita esa fe para enfrentar lo que los dos tendremos que enfrentar dentro de muy poco.
En cuanto a mí, lo que necesito es un gesto tuyo. Ni siquiera palabras. Sólo un movimiento casi imperceptible de tus ojos, o tu boca, que me ofrezca la esperanza de que, ese día en que tu hija llegue a hacerte la pregunta acerca de su pasado, tendrás la generosidad de contarle, o quizá confirmarle, la historia verdadera de aquella noche en que su madre y su padre inauguraron el universo para ella.
Estoy seguro de que entiendes que no tengo a nadie más en el mundo a quien pueda recurrir.
Me basta una señal muy leve y lejana antes de que te vayas: apriétame la mano a manera de despedida, dime con tu mano, en mi mano que se va yendo y despertando, dime que no le negarás a Victoria esta historia que ya no puedo contar solo, esta historia que ya no puede existir sin tus palabras.
¿O vas a permitir que nuestra historia muera conmigo?