No sé por dónde van a traerla. La espero aquí, a mitad de camino entre el ascensor y la escalera, para asegurarme de que cuando ella aparezca me vea de inmediato, y sepa inmediatamente que estoy aquí para protegerla, tal como ella ha estado protegiéndome durante veinticinco años.
Se abren las puertas del ascensor y, en efecto, ahí está ella, flanqueada por los dos policías, el subgerente y la mucama: pálida, digna, mirando hacia el foyer; buscándome anhelante. Yo no me muevo. Siento sus ojos pasear por mi cara y seguir de largo sin la menor señal de reconocimiento, posarse en otros rostros, volver al mío, continuar su búsqueda.
El subgerente, con una reverencia casi versallesca, la invita a salir del ascensor, pero ella ignora el gesto. Sigue recorriendo interminablemente el foyer con esos ojos que tan bien conozco y que sin embargo me desconocen.
El subgerente carraspea, vuelve a insistir con un gesto más enfático aunque todavía amable, pero es como si ella no lo viera. Permanece inmóvil, en medio del ascensor, inconmovible, examinando una y otra vez cada rostro de los de los muchos hombres que llenan el foyer, cada rostro salvo el mío.
—Está claro —dice en francés el policía de uniforme— que los tiempos no están para cortesías —y veo su mano gruesa tomar el brazo de Susana para sacarla del ascensor.
Entonces me pongo en movimiento.
No fue así como planeé nuestro primer encuentro, no fue así como deseaba que ella me viera por primera vez. Pero no me queda otra alternativa que adelantarme hacia ellos y decir:
—Suéltela —al policía, en un francés casi perfecto, un francés donde pretendo disimular hasta el menor residuo de mi lejano acento alemán.
—Si ella coopera —responde el policía.
—Va a cooperar —digo yo.
El policía vacila un instante, mira a su colega y luego la suelta.
Éste sería el momento para que Susana viniera hacia mí, para que encontrara refugio en mis brazos, el momento en que yo toque por primera vez la dulce piel de su mano y sienta su aliento entibiando mi cuello y la cascada de su pelo rozando mi oreja. Pero ella no hace el menor ademán de derrotar la distancia que nos separa. Permanece en el lugar donde la dejó el policía, sin decir una palabra, explorando con temor y curiosidad la cara que yo le propongo. Y me gustaría darle todo el tiempo del mundo para que se forme su propia opinión, para que busque en su memoria algún vestigio del hombre que la ha soñado toda su vida, pero tengo claro que esta demora se está haciendo peligrosa: el subgerente nos mira con un aire suspicaz. La mira a ella, que me mira a mí y no me abraza.
—¿Qué clase de hotel es éste —le pregunto, pasando a la ofensiva—, que espía a sus huéspedes y permite que sean humillados en forma pública sin justificación de ninguna especie?
—Si ha habido un malentendido, estoy seguro de que se aclarará enseguida —responde el subgerente—. Si podemos pasar a mi oficina…
Dejamos atrás el foyer y doblamos por un corredor. Todavía no nos hemos tocado, ella y yo, todavía no hemos intercambiado una palabra, vigilados por cuatro pares de ojos enemigos: el subgerente, los dos policías, la mucama que cierra la marcha, revoloteando como una cacatúa a nuestras espaldas. El subgerente se detiene de pronto ante una puerta y la abre, y de nuevo realiza esa reverencia un poco anticuada, invitando a pasar a los demás. Primero entra ella, después yo, nos siguen los dos policías y, cuando está a punto de hacerlo la mucama también, el subgerente se lo impide con un gesto brusco, entrando él y cerrando la puerta a sus espaldas. Luego nos indica que nos sentemos en un sofá, pero ella prefiere una silla más incómoda y solitaria y yo me paro a su lado, todavía sin tocarla, todavía sin saber a través de sus dedos lo que piensa de mí, todavía sin poder comprobar si la temperatura de su piel es tal como siempre la he imaginado.
—Y bien —dice el policía que no lleva uniforme— ¿Por qué no empieza por explicarnos usted, señor, qué tiene que ver en este asunto?
—Soy un amigo de la señorita y del novio de la señorita.
—¿Puede dar fe de ella?
—Por cierto.
—¿Hace mucho que la conoce?
—Muchos años.
—¿Usted también es alemán?
—Sí.
—Ajá.
—Pero vivo en París desde hace seis años. Desde que se hizo imposible vivir en mi propio país.
—¿Y por qué habla tan bien el francés?
—Es mi segunda lengua. Por eso decidí venir a París cuando los nazis— Pero no veo qué tiene que ver con este asunto. No tengo mucho tiempo y la señorita tampoco. Si me pudieran indicar qué pruebas hay, en qué se basa la acusación—
—Están apurados, ¿eh?
—En efecto.
—¿Para hacer qué?
—No entiendo su pregunta.
—Creo que sí la entiende.
De pronto, la voz de ella interrumpe la conversación, preguntando, en alemán:
—¿Qué está pasando? ¿Qué dice ese hombre?
—Estupideces —le contesto. Y al policía: —Éste es el primer viaje de la señorita a Francia y no sabe una palabra de francés, así que es descabellado considerarla una espía. Por el contrario, en realidad: la señorita acaba de llegar de Alemania huyendo del régimen que ustedes están a punto de combatir. Y, en vez de encontrar comprensión aquí, en su primer día en tierra libre y fraterna, se topa con—
—¿Qué les estás diciendo? —me interrumpe ella de nuevo.
—Esa mucama idiota te acusa de ser espía.
—¿Espía? ¿Yo?
—Así que estoy explicándoles que tú estás huyendo de Alemania. De manera que—
—Eso no es cierto. No les digas eso. Si informan a las autoridades alemanas que—
—No entiendes. Hitler invadió Polonia esta mañana. Es la guerra.
—Dios mío —dice ella. Sólo eso. Y me duele su palidez, su respiración entrecortada; me duele que sus manos suban hasta su cara y la oculten; me duele su dolor, que es mi dolor, por nuestro pobre pueblo, nuestro triste país, nuestro siglo salvaje y cruel.
—¿Qué dice ella? —pregunta el policía sin uniforme.
—Dice que es inocente. Que es el colmo que se la trate así, cuando es evidente que se halla unida a ustedes en la misma causa.
—Eso está por verse —dice el policía sin uniforme—. Porque a nosotros su conducta nos parece altamente sospechosa.
—¿Qué tiene de sospechosa?
—Nueve horas hablando por teléfono. ¿Le parece normal que alguien hable nueve horas por teléfono?
—Estaba hablando conmigo.
—¿Nueve horas?
—Teníamos cosas de que hablar.
—¿Qué cosas?
—Por favor, oficial. Usted es perfectamente capaz de imaginar lo que un hombre suele hablar con una mujer.
—¿Y mientras tanto usted estaba en el hotel de enfrente?
—Sí.
—¿Aunque vive en París?
—Sí.
—Pero, en vez de encontrarse con ella en la habitación de este hotel, o en su casa, como haría cualquier ser normal, estuvo hablándole por teléfono, durante nada menos que nueve horas. Y, además, pretende que yo no piense que ustedes tenían algo que esconder, que no querían que se los viera juntos.
—¿Puedo hablarle en confianza?
—Siempre puede hablarme con confianza. A mí y a cualquier policía de este país.
—Cuando un hombre y una mujer toman precauciones para que no se los vea juntos— Yo soy amigo del novio de esta muchacha, pero ella siempre me ha gustado. Así que me estaba dando el tiempo necesario para— Usted me entiende.
—¿Estaba tratando de seducir a la novia de su amigo?
—Es un modo brutal de decirlo. Más bien quería que ella me llegase a conocer mejor antes de— Usted sabe.
—Pero usted acaba de decir que ella lo conoce hace mucho, mucho tiempo.
—No dije eso. Dije que yo la conocía a ella hace muchos años. Y que por eso puedo dar fe de ella. Eso dije.
—¿Y la cámara fotográfica?
—¿Qué tiene que ver?
—Es un modelo muy avanzado. Ideal para espionaje. Usted pone el texto, ella pone las fotos.
—Eso es ridículo. ¿Qué clase de espionaje podría hacer yo?
—¿En qué trabaja?
—Estudio.
—¿A su edad?
—Hago una investigación para mi doctorado.
—¿Y con qué se da el lujo de pagar dos habitaciones en distintos hoteles de primera categoría?
—Tengo medios independientes.
De pronto, ella se pone de pie. Su vestido azul toca ferozmente mi rodilla y siento la herida de su presencia más próxima que nunca antes a mi cuerpo.
—Quiero hablar con alguien de nuestra Embajada. Quiero que les digas eso.
—No puedo decirles eso.
—¿Por qué no?
—Primero, porque la Embajada debe estar cerrando en este mismo momento. Pero, más importante aún, porque creerán que eres culpable. Estoy tratando de convencerlos de que vienes huyendo de Berlín—
—Y yo insisto en que no puedes decir eso. Tengo que volver a—
—No podrás volver.
—¿Qué dices?
—Que ya no puedes volver.
—¿Y me lo dices ahora?
—Pensaba decírtelo apenas tuviéramos—
—Pues voy a volver, digas lo que digas. Sabes perfectamente que dejé diez niños allá que— Y toda mi colección de fotos. No me importa que se haya declarado la guerra. Voy a volver.
—¿Qué dice? —irrumpe el policía sin uniforme.
—Está muy alterada.
—Si es inocente —dice de pronto el otro policía—, no tiene por qué estar alterada.
—Claro que es inocente —digo yo—. El único pecado que ha cometido esta señorita es hablar largamente por teléfono con un viejo amigo sobre asuntos particulares, en un día muy especial. Tan especial que despertó comprensibles sospechas, que hablara por teléfono y que fuera alemana, en una mucama llena de fervor patriótico pero algo histérica. De manera que, si no hay otra evidencia—
—Desafortunadamente para ustedes, hay otra evidencia.
El que ha hablado es el subgerente.
En alemán.
Y sigue hablándome ahora, mientras los dos policías se sonríen:
—Sí, conozco su idioma. No somos tan ignorantes, los franceses. Usted habla francés, yo hablo alemán. Así que sé que ustedes están fabricando una historia en la que no están del todo de acuerdo, y sé que ella quiere contactar a su Embajada, y sé que usted ha dicho que la policía francesa es estúpida.
De repente, siento los dedos de Susana entre los míos, como la mano de una niña pequeña que pide ayuda para bajar una escalera. Y, mientras aprieto con fervor su mano, pienso que sólo querría cerrar los ojos y recorrer cada uno de esos dedos, depositar mis labios en la palma de su mano y probar el leve sudor que brota entre las falanges, introducir mi propio pulgar en su boca y palparle la carnosidad de las encías, quisiera que mis dedos mojados bajaran por esos pechos que Martín jamás hubiera podido describir y que yo conozco mucho mejor que él, quisiera bajar por su vientre hasta su clítoris, que fue lo que terminó de enamorarme de ella cuando nos conocimos, ese milagro de la evolución humana que ningún otro animal tiene, sólo la mujer entre todas las especies del universo, y yo descubrí aquella primera noche hace veinticinco años, cuando ella guió mis dedos en el sueño hasta ese pequeño nervio elástico que fue haciéndose feliz para mi mano enamorada, y aunque no hubo penetración, ni siquiera cuando Susana comenzó a arquearse, ni siquiera cuando mis dedos y después mis labios se humedecieron en aquella humedad, yo me di cuenta de que eso era el jugo de su amor llamándome para que entrara a completarme en su interior, y sin embargo no entré en ella, ni esa noche ni las noches que le siguieron, porque debía esperar que esto fuera real, me dije, le dije, nos dijimos, y ella susurró que volvería, volvería cuantas veces yo la necesitara, hasta el día en que ella saliera por la puerta de los sueños y ahí la encontraría, frente a mí, y ahora que por fin ella está aquí, a mi lado, no hay tiempo, no hay tiempo, no hay tiempo, no entiendo por qué para gente como nosotros nunca hay tiempo.
Mi boca ha esperado veinticinco años el momento en que el cuerpo de Susana se acercara y me invitara, como en el sueño, y lo que tiene que hacer mi boca ahora para salvarla es hablar. Hablar y hablar. Lo que tengo que hacer es pensar urgentemente qué contestarle al subgerente que nos mira con aire triunfal. Descifrar algún modo de salir de este laberinto.
—Es cierto que hemos estado discutiendo, señor —digo en francés, para que los policías nos entiendan—, pero repítame algo que haya dicho ella o haya dicho yo que pruebe que somos espías. Una sola cosa. Una sola frase que usted haya oído de nuestra conversación.
—He visto y he oído muchas cosas en mi vida, señor —dice el subgerente, también en francés—. Especialmente en las trincheras, luchando contra ustedes, en la Gran Guerra. Y ahora estamos enfrentados nuevamente. Y aquellos que no podemos volver a las trincheras, tenemos que ayudar a ganar esta guerra como podamos. Con este par de ojos, con este par de orejas. Y vamos a ganar esta guerra. Como ganamos la otra. Vamos a darles una buena paliza.
Inverosímilmente, los dos policías aplauden el breve discurso del subgerente.
—Ojalá —digo yo, felicitándolo a mi manera—. Ojalá alguien les dé a esos hijos de puta una buena paliza. Pero no van a ganar la guerra persiguiendo a los inocentes que buscan refugio en su país contra—
El subgerente se dirige ahora a ella, en alemán:
—Señorita, ¿usted se considera refugiada en este país, o piensa volver a Alemania?
—Quiero volver apenas pueda.
—Ella no sabe lo que dice —intervengo yo—. Bárbara, si vuelves te matarán.
—¿Por qué van a matarme? Yo no he hecho nada.
—Tienes que creerme.
—Este hombre no habla por mí —le dice ella al subgerente—. Le ruego, señor, que contacte de inmediato a la Embajada de mi país para que se aclare este malentendido.
—No soy yo quien va a contactar al enemigo —dice el subgerente, y hace un gesto a los policías—. Pueden llevárselos. Si necesitan que siga colaborando en la investigación, como intérprete, estoy más que dispuesto a acompañarlos.
—La patria le está agradecida —responde con solemnidad el policía de uniforme—, pero tenemos gente en la comisaría que puede traducir. Ya cumplió con creces su deber.
El policía saca un par de esposas de su bolsillo y, con una velocidad sorprendente, separa de mi mano la mano de Susana y nos esposa.
—Que esto le sirva de lección —dice el subgerente, en alemán otra vez—. Dígale a la gente de su calaña que no se atreva a usar mi hotel para conspirar contra la República.
—Seguramente hace siete meses este mismo tipejo predicaba la paz de Múnich y la coexistencia con Hitler —le digo a Susana con desprecio—. Ya ves, así son estos hijos de puta.
Antes de que el subgerente pueda responder, las manos policíacas nos empujan hacia la puerta. Susana trastabilla y alza el brazo para buscar apoyo en el escritorio, tironeando violentamente mi muñeca.
Pero no es el estallido repentino del dolor lo que me invade y me domina y me sacude sino, increíblemente, una alegría loca, por entero irracional e inesperada. Sé que esto es lo peor que pudo haber pasado. Sé que todos mis planes se han ido a la mierda. Sé que estamos jodidos, ella y yo y probablemente también Martín y Claudia y Willy y todos los demás. Y sé que en este mismo momento millones de hombres en todo el planeta se están preparando para ir a combatir en una guerra donde morirán ellos y sus mujeres y sus hijos. Pero todo eso parece lejano e irreal ante el hecho embriagador de que mi mano está indisolublemente unida a la de Susana, y que deberá seguirla donde ella la quiera llevar.
Es un milagro: como un dios ebrio y sabio, alguien completamente ajeno a nosotros ha usado estos anillos de hierro para encadenarnos, para unirnos en un matrimonio delirante. Es como si, por fin, por fin, alguien fuera de mí nos estuviera soñando juntos.
Cuando ella recupera el equilibrio, dejo caer mi mano suavemente y ella tiene que bajar la suya con la mía. Entonces nos miramos. Y en sus ojos creo ver que ella también se ha dado cuenta de que estamos atrapados como gemelos en el espejo infinito y casi eterno de nuestros cuerpos.
Creo que Susana me reconoce.
Y me siento absurdamente feliz.