—¿Bárbara? Por qué tardaste tanto en responder.
—Estaba mirando las fotos que traje de mis niños.
—¿Te importan mucho esos niños?
—Ellos ven todo, León. Ven todo lo que pasa hoy en nuestra— Tú también eres de Berlín, ¿verdad? Aunque principalmente ven lo que va a venir.
—¿Y qué va a venir, según tus niños?
—No hay palabras para describir el miedo y el asco y el odio que mis niños han descubierto en los ojos de sus mayores. Si vieras estas fotos, te daría miedo.
—No necesito ver esas fotos para tener miedo. Lo que necesito es que me den esperanza. ¿Hay esperanza en algunas de esas fotos?
—Algo. Una lucecita.
—Me alegro de que así sea.
—Parece que estuvieras triste, León. En estos minutos en que estuviste ausente, ¿pasó algo que—?
—Nada de qué preocuparse. Nada que tus niños no hayan anticipado.
—No entiendo.
—Ya entenderás. Desafortunadamente lo entenderás muy pronto.
Ella espera que él siga, pero él no dice nada más. Ella pregunta entonces:
—¿Hay algo que—? Esa noche en que conociste a Martín. ¿Qué te aconsejó tu Susana la noche en que conociste a Martín, y supiste de mí?
—Nada.
—¿Cómo?
—Esa noche, por primera vez desde que la conocí, por primera vez en veinticinco años, por primera vez en mi vida, no soñé con Susana.
—¿Con qué soñaste?
—Nada.
—Tal vez soñaste con ella y no—
—No.
—¿Y qué hiciste al despertar?
—Prefiero no hablar de eso.
—¿Pero con ella sí lo hablarías?
—Está bien. Si es lo que quieres. Le hice el amor a Claudia. Ferozmente, desesperadamente. No podía— ya sabes, eyacular. Seguía y seguía y seguía—
—¿Y ella?
—Ella estaba dormida al principio, y se sorprendió. Ese tipo de asalto no es típico entre nosotros. Ni tampoco hacer el amor en la mañana. Ni hacerlo sin que ambos estemos de acuerdo y hayamos preparado, digamos, el terreno. De todos modos, inicialmente, aceptó con lo que yo llamaría agrado, y los ojos cerrados. Pero al rato pareció darse cuenta de que no era con ella con quien estaba haciendo el amor. Y yo no podía eyacular, era imposible. De pronto me vi en la cama como si estuviera en otra parte de la habitación, mirando en forma casi pornográfica, sin ningún placer, sólo desesperación y tristeza, tratando de encontrar algo en mi mente que consiguiera extraerme el semen como un vómito. Me sentía perdido, perdido como antes de cumplir los doce años, en ese mundo sin ti. Y no podía hallar la salida. Hasta que Claudia dijo: «Me estás haciendo daño», y como yo no le hice caso me apartó de un empellón y se levantó de la cama, dejándome jadeante y solitario entre las sábanas.
—¿Y entonces qué? Porque debes haber tenido cita con Martín, ese día.
—No. No me levanté de la cama en todo el día. Me quedé mirando mi— Tú sabes.
—¿Qué es lo que sé?
—Mi erección. No se iba. Parecía tan— innecesaria, tan irrelevante. Me dieron ganas de cortarme— Esa cosa.
—Esa cosa.
—Esa cosa.
—¿Por qué no la llamas por su nombre?
—Porque me da timidez.
—¿Después de veinticinco años? ¿Cómo la llamabas en tus sueños?
—Si no te acuerdas, prefiero no decírtelo.
—¿Cómo la llamaba Susana?
—Dímelo tú.
—No.
—¿Ves? Debí habérmela cortado.
—Pero no lo hiciste.
—No.
—Porque seguías con la esperanza de acostarte conmigo algún día.
—Sí.
—¿Usabas condón con Claudia?
—Siempre he usado condón con Claudia.
—¿Y con otras mujeres?
—No ha habido otras mujeres.
—No te creo.
—Ni una.
—¿Tampoco antes de conocerla?
—Ni una.
—Le has sido fiel a Claudia.
—A las dos.
—¿Y Antoinette?
—Cierto. Pero eso no cuenta. Eso fue para conseguir ayuda para ti.
—¿Y qué explicación le diste a Claudia para usar condón?
—Le dije la verdad: que no quiero tener hijos.
—Bueno, es un alivio saber que por lo menos esa explicación no tiene nada que ver conmigo.
—Te va a cansar que te lo diga, pero sí tiene que ver contigo. Hay algo que nunca le he confesado a nadie—
—¿Ni siquiera a Susana?
—Especialmente a ella.
—¿Pero me lo puedes contar a mí?
—Sí, ahora que apareciste. Lo que temía era que Claudia concibiera una niña, y que tuviera—
—Que tuviera qué.
—Tu rostro.
—¿Tenías miedo de que Susana se encarnara en tu propia hija?
—Era mi peor pesadilla.
—Así que tienes pesadillas, además de sueños.
—Muchas. Aunque, en tiempos como éstos, basta con salir a la calle, ¿no?
—Y en tus sueños, ¿usabas condón?
—Ya te dije que no hacía el amor en los sueños.
—¿Y Claudia fue la primera mujer con quien hiciste el amor?
—Sí. El día que cumplí los veinte años, el día en que finalmente tuve su misma edad, Susana me dijo: Pronto vas a ser mayor que yo. Es hora de que te acuestes con una mujer, mi niño. Pero ten cuidado al elegirla. Porque, con el miedo que tienes de hacerle daño a la gente, es probable que termines casándote con ella.
—¿Tu Susana no tenía celos?
—Yo no iba a meterme con nadie sin su previa aprobación. ¿Por qué iba a tener celos?
—Me parece un poco extraño que una amante te incite a acostarte con otra mujer.
—Si no lo hubiera hecho, jamás me habría acercado a otra mujer. Especialmente a Claudia. Me intimidaba. Susana tuvo que convencerme para que— Pero no veo por qué te interesa esto.
—Sabes tanto de mí, que me parece justo que yo sepa algo de ti.
—¿Y cómo sabes que será cierto?
—Con tal de que sea entretenido…
—Voy a inventarte algo, entonces. A ver. Fue en mi segundo año universitario. Estábamos tratando de revivir el periódico de los estudiantes. Amanecer, se llamaba. Había sido, antes de nuestra llegada, un pasquín muy serio y tedioso, con llamados solemnes a la insurrección, himnos a la clase obrera, invocaciones al futuro. Con un grupo de compañeros sostuvimos que Amanecer debía tener un lenguaje nuevo y atractivo, con participación de la gente, entrevistas falsas y satíricas, caricaturas grotescas y una sección que podría titularse «Correveidile», que recogería los rumores más estrafalarios. Un periódico como un bulevar lleno de cafés y discusiones hasta el amanecer, justamente.
—¿Y eso también fue fruto de la intervención de tu Susana?
—Todo lo consultaba con ella, ya te lo dije.
—¿Y qué rol te asignó en el periódico?
—Me sugirió que abriera un consultorio sentimental para los estudiantes dentro del periódico, siempre que pudiera mantener en secreto la identidad de quien lo redactaba, siempre que lo hiciera bajo seudónimo.
—¿Por qué?
—Siempre quiso que me expusiera lo menos posible a la luz pública. Siempre pensó que yo estaba en peligro.
—¿Qué peligro podía haber en esa época?
—Me anunciaste que se avecinaba un futuro sombrío. «La democracia no durará; la República de Weimar no durará.»
—Me cuesta creer que alguien te haya dicho eso en tus sueños.
—Ojalá alguien se lo hubiera dicho a todos los alemanes cada noche, cada vez que se dormían.
—¿Y cuál fue el seudónimo que ella te eligió?
—Don Giovanni.
—¿Don Giovanni?
—A los dos nos causó gracia. Puesto que, lejos de ser un donjuán, yo era un muchacho virgen al que las mujeres le producían terror.
—¿Y cómo pensabas dar consejos, entonces?
—Yo era— Puede que esto no te guste. Yo me había convertido en una especie de enciclopedia ambulante de la sexualidad humana. Por las cosas que— Por las cosas que Susana me enseñaba.
—En teoría.
—También me hacía demostraciones.
—¿Tenía mucha experiencia, tu Susana?
—Nunca se lo pregunté. Supongo que sí. De todas maneras, cualquiera que leyese mis columnas supondría que el autor de esas líneas había frecuentado más camas que cualquier otro macho en el universo. Mi primera columna contradecía total y absolutamente mi manera reservada y monogámica de ser. Exageré; apelé a un estilo desfachatado e insolente para predicar la liberación sexual como meta universal: todo debía estar permitido, no debía haber límites para la experimentación, no podía existir otra lealtad que al placer, debían romperse todas las amarras entre las parejas como un modo de anticipar y provocar la ruptura de las demás cadenas sociales que nos esclavizaban.
—¡Uf, todo un manifiesto! ¿Y qué dijo Susana cuando le mencionaste las páginas que habías escrito?
—Estuvo de acuerdo, especialmente porque así nadie reconocería en mí al cínico Don Giovanni. Pero en ese aspecto se equivocó, quizá por primera y única vez. Porque Claudia, que estudiaba abogacía, había leído mis opiniones, y le habían parecido tan despreciables y procaces y contrarrevolucionarias que juró no descansar hasta que pudiese insultar personalmente, en su propia cara, al infame Don Giovanni. Y muy pronto logró, en efecto, con ese tesón tan característico de ella, averiguar la secreta identidad del execrable. Me acorraló un mediodía en un restorancito que quedaba frente a la universidad. Yo estaba a punto de comenzar mi almuerzo cuando sentí que alguien me estaba observando. Levanté los ojos y ahí estaba Claudia. Había algo implacable en su mirada, me hizo depositar cuidadosamente la cuchara en mi humeante plato de sopa. «Conque Don Giovanni, ¿eh?» Ésas fueron las primeras palabras que le oiría decir a Claudia en mi vida: cuatro palabras hostiles, en la voz de un ángel. Aunque de inmediato desmintió lo angelical, despachándome, sin dignarse a decir siquiera su nombre antes, la diatriba delirante que había estado ensayando desde que leyó mi primera columna. Que quiénes se creían los patéticos Giovannis de este mundo, con su machismo pasado de moda; que nunca alcanzaríamos el mundo del futuro sin ser primero muy morales nosotros mismos; y que si había mujeres que seguían mis consejos— Entonces calló súbitamente. En medio de la frase. Me midió de arriba abajo, como si me viera por primera vez. Y entonces se rió. No fue agradable escuchar su risa.
—¿Por qué no?
—Porque daba miedo. Porque al instante se inclinó hacia mí por encima de la mesa, acercó su boca a mi oreja, y yo pensé que su odio hacia mí no cabía ya en palabras y estaba a punto de pasar a la acción: esos dientes tan blancos iban a despedazarme la oreja de un mordisco de un momento a otro. Pero no. Lo que ocurrió entonces fue que volví a oír su voz cálida y susurrante, y lo que me dijo fue: «Eres un fraude. Yo sé que eres un fraude. No te has acostado nunca con una mujer». Y esperó un instante para ver qué efecto tenían esas palabras en mí. Y como yo me quedé callado— La verdad es que, paralizado de terror como estaba, sólo podía contemplar cómo subían y bajaban sus pechos agitados y vibrantes al compás de la respiración. Entonces Claudia agregó: «Ni con un hombre tampoco». Nunca en mi vida deseé tanto que mi Susana me rescatara.
—Pero no te rescató.
—Tenías tres años de edad en esa época; ¿cómo ibas a entrar?
—Y qué pasó, entonces.
—Claudia sumergió un dedo en mi sopa, se lo llevó a la boca y luego dijo, a manera de despedida: «Este sitio es una mierda. Si quieres saber lo que es comer bien, Don Giovanni, ven a mi casa. Si te atreves». Y escribió su nombre y dirección en el ejemplar de Amanecer que traía bajo el brazo. Luego dio media vuelta, y recuerdo que, mientras ella se alejaba, yo quedé mirando como en trance sus nalgas apretadas dentro de la falda, lamentando más y más su partida. Sólo quería que volviera, que reiniciara su diatriba, y que por cada insulto y acusación se sacara un prenda hasta quedar desnuda. Sólo quería— Tíratela, me dijo esa noche Susana.
—Delicada, tu Susana.
—Siempre llamó a las cosas por su nombre. Tíratela, me dijo esa noche, y si eso sale bien, cásate con ella. Y cuando pregunté por qué, me contestó: Porque necesitarás alguien a quien no puedas engañar, alguien que te quiera como eres y no por lo que aparentas ser.
—¿Y tú qué pensabas?
—Que Claudia me odiaba. Pero Susana no le dio la menor importancia a mis temores. Lo que importa, dijo, es que haya pasión. Si no te deseara, no te habría invitado. Yo sospechaba que esa invitación era una alusión irónica al Comendador que había invitado a cenar a Don Giovanni; temía que Claudia planeara envenenarme, con la esperanza de que me fuera al infierno.
—Apuesto que te cocinó una cena extraordinaria.
—Eso mismo me dijiste esa noche: Te preparará una cena sazonada con afrodisiacos, para que pierdas todas tus inhibiciones. Así fue como empezó a tejerse una rara alianza entre la mujer de mis sueños y la mujer que iba a ser mi esposa.
—Pero Claudia nunca supo de Susana.
—Susana me lo advirtió con absoluta claridad: Si ella llega a saber de mi existencia, lo nuestro se acabó: no te veré nunca más.
—Y deduzco que todo salió bien en la cena con Claudia.
—Maravillosamente bien.
—¿Te gustó hacer el amor con ella?
—Sí.
—¿Qué fue lo que más te gustó?
—Entrar en ella.
—¿Qué sentiste?
—Quería volver a entrar, y volver a entrar.
—¿Y ella? Qué sentías por ella.
—Pena. Porque nunca podría contarle toda la verdad.
—Y, desde entonces, ¿ha sido una buena compañera?
—La mejor.
—¿Nunca se quejó del exilio, de las dificultades que—?
—Nunca.
—¿La quieres más que a Susana?
—Creo que no.
—¿Crees?
—Hasta ahora, no era una pregunta que tuviera sentido hacer.
—¿Y ahora?
—Veremos.
—¿Qué esperas de mí?
—No es el momento de hablar de eso todavía.
—Yo creo que sí lo es. Tienes planes. ¿Piensas presentarme a Claudia, fantaseas con que vivamos los tres juntos?
—No pienso nada.
—Dime algo. Cuando tuviste tu primer orgasmo con Claudia, ¿pensaste en—?
—No pensé que Claudia era Susana, si a eso te refieres. No tuve fantasías. Pero estabas presente, si te interesa saberlo. Aun en el momento más intenso, nunca perdí del todo la sensación de que estaba amando de prestado, de que todo aquello transcurría mientras tanto, en espera de otra persona.
—¿Y esa persona soy yo?
—Tienes la voz, los rasgos, la edad de ella.
—Hay algo que dejas de lado, creo.
—Seguramente.
—Que tal vez yo también tenga algo que decir en el asunto, que tal vez yo también tenga planes para—
Pero ella se interrumpe, porque en ese momento alguien toca a la puerta de su habitación.
La voz de él se altera:
—¿Pasa algo?
Ella espera. De nuevo se oyen golpes a la puerta. Enseguida dice, en voz baja:
—Hay alguien golpeando.
—No te preocupes.
—¿Y si son los que— aquellos que buscan a Martín?
—Hay gente buscándolo, en efecto. Pero creen que se llama Hans.
—Los que mataron a Antoinette.
—No tienen cómo saber de ti.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Los nazis no te habrían dejado salir de Alemania si hubieran sospechado que tenías contactos clandestinos aquí.
—¿Y quién golpea a la puerta, entonces?
—Es tu almuerzo.
—Yo no pedí almuerzo.
—Lo pedí yo. Debes tener hambre.
Ella vacila un instante más.
—Es tu comida favorita. No necesitas decirle una palabra al camarero ni firmar nada. Todo está arreglado. Anda.
En efecto, al abrir, ella encuentra un camarero con un carrito. El hombre tiene una expresión imperturbable. Detrás de él, por el pasillo, ella alcanza a divisar la sombra de la mucama que la espiaba por la mañana. El camarero empuja el carrito dentro de la habitación y se retira sin destapar las fuentes cubiertas. Cuando ella lo hace, después de cerrar la puerta, encuentra un consomé humeante, una brochette con arroz, una ensalada de tomates y pepinos con salsa vinagreta, un flan de manzana y media botella de vino tinto al lado de una jarra de agua.
—Es demasiada comida para mí, León.
—Te hará bien.
—¿Y tú no vas a comer?
—Estoy comiendo exactamente lo mismo que pedí para ti.
—¿Y dónde estás, entonces?
—Cerca. Pero eso no tiene importancia. Comamos. Ten cuidado con el consomé, que debe estar muy caliente.
Ella sopla la cucharada antes de introducírsela en la boca.
—¿Te gusta?
—Delicioso. ¿Cómo sabías que—? ¿Martín te lo dijo?
—¿Sirve de algo que te diga que sé mucho más acerca de ti por lo que vivimos juntos en veinticinco años de sueños que por la semana que pasé junto a Martín aquí en París?
—¿Y si te dijera que estoy comenzando a creerte?
—Me daría una gran alegría saberlo.
—¿Y una gran tranquilidad también?
—Todos necesitamos tranquilidad.
—Entonces por qué no me tranquilizas a mí: por qué no me cuentas de una vez por todas qué pasa con Martín, y por qué está en peligro.
—Después de comer.
—¿Vendrás a verme?
—Todavía no.
—¿Pero me contarás de Martín?
—Comamos. Es tan hermoso no tener que hablar. Sentir que la comida que entra en tu cuerpo es la misma comida que entra en el mío. Comamos. En silencio.