2010-12 - LeBron: anillo al segundo intento

A Benedict Arnold (1741-1801) se le considera el primero y uno de los más grandes traidores en la historia de Estados Unidos. General del Ejército de las Trece Colonias en la Guerra de Independencia, conspiró contra su país y se pasó al bando inglés por seis mil libras, una pensión anual de trescientos cincuenta y un alto cargo en las tropas del rey Jorge III de Gran Bretaña e Irlanda. Máxima autoridad del fuerte de West Point, el felón puso a disposición del enemigo la fortificación, que era un enclave estratégico para el control del río Hudson y vía principal hasta la zona de Nueva York. Antes de cometer tan vil acción fue descubierto y su infidelidad abortada. De haber tenido éxito, el signo de la guerra y de la historia hubieran sido muy diferentes. De él llegó a decir Benjamin Franklin que era peor que Judas, porque Iscariote solo traicionó a un hombre mientras que Arnold quiso vender a tres millones de personas.

«Este otoño… Esto va a ser muy duro. En este otoño voy a llevar mi talento a South Beach y unirme a Miami Heat. Siento que me va a dar la mejor oportunidad para ganar durante bastantes años. Y no solo ganar durante la liga regular o tres o cinco partidos consecutivos, quiero ganar títulos y estoy capacitado para ello.» El 8 de julio del 2010, a las 21.28 horas en la Costa Este, LeBron James anunció, en un programa emitido por ESPN para todo Estados Unidos, que había decidido fichar por la franquicia de Florida como agente libre, una semana después de haber concluido su contrato con Cleveland Cavaliers, el equipo de su casa, de su estado. El dueño de los Cavs, Dan Gilbert, respondió instantáneamente al anuncio con una carta pública en la que acusaba a LeBron de cruel, cobarde y traidor. A pesar de que ya no había vuelta atrás, Gilbert no retiró de la venta los artículos de merchandising de la estrella de la página oficial de los Cavs. Su idea era incitar a que los seguidores del equipo protestaran ante la huida supuestamente traidora de su ídolo con acciones como, por ejemplo, la de quemar su camiseta. Detrás de ello había un detalle aún más maquiavélico: el precio de los artículos bajó considerablemente. Algunos en concreto pasaron de 99 dólares a una cifra extraña, la de 17 dólares con 41 centavos. ¿Cuál fue la fecha de nacimiento de Benedict Arnold?

«La Decisión» estaba tomada y el impacto de la noticia fue volcánico. La NBA no está demasiado acostumbrada a este tipo de movimientos que cambian la dirección del eje sobre el que gira la liga, especialmente en las formas y tiempos en los que se tomó. Las llegadas de Chamberlain, Jabbar u O’Neal a los Lakers y el cambio en su momento de otro MVP como Moses Malone de Houston a Philadelphia tuvieron trascendencia evidente en sus respectivos tiempos, pero la decencia de los más grandes siempre se ha vinculado con la fidelidad de grandes mitos como Russell, Magic Johnson, Larry Bird y Michael Jordan. El movimiento de LeBron más la llegada de Chris Bosh y la renovación de Dwyane Wade convirtieron a Miami en la gran atracción de la temporada. El anillo pasaba a ser una obligación en South Beach y algún analista se manejó al borde de la enajenación cuando en pretemporada se atrevió a especular con el reto de los Heat de ganar los 82 partidos de la temporada regular. La realidad se alejó bastante de aquella osadía. El verano del 2010 había sido el Rodeo Drive, la milla de oro de los agentes libres, pero la fanfarria derivó en sonajero. Unas vísperas de tanto que se quedaron en días de muy poco. Stoudemire llegó a los Knicks y algún pequeño temblor más sin demasiada importancia dejaron intactas el resto de las estructuras competitivas de la liga.

Yo había tenido también que tomar mi decisión un verano antes, en el 2009. Un cambio de rumbo importante de origen elevado en Canal+ me planteó la conveniencia de regresar a la NBA a tiempo completo. Mi respuesta fue que algo así tenía que implicar: o ascender en la estructura jerárquica del departamento de deportes después de trece años como redactor superior o buscar una alternativa para mejorar mis condiciones. Yo sabía que la primera opción no se iba a considerar. Llevaban años sin convocarme a una reunión o a la discusión de una decisión que tuviera que ver con algo de índole superior a cualquier dictamen cotidiano o de pura intendencia. El plan B se dirigió al planteamiento de resolver mi contrato indefinido de diecinueve años con la empresa y negociar un compromiso como colaborador externo para un plazo de cuatro años, el tiempo de contrato por el que se renovaron los derechos de la NBA. El proceso negociador fue, para un habitual asalariado por cuenta ajena, de gran duración y desgaste. Dos meses hasta el acuerdo y otros dos o tres meses para flecos definitivos. Por fin identifiqué justamente correspondiente la relación laboral con mi trabajo desempeñado con la NBA durante diecisiete años. Así se fraguó mi compromiso para volver a comentar partidos (tres por semana) y la participación en un magazine semanal hasta el verano del 2013, momento en el que, como José Manuel Calderón, volveré a ser un agente libre. Siento que mi equipo ha sido mejor que Toronto o Detroit, pero veo con más opciones de futuro al base extremeño.

Desde el 9 de diciembre de 1988 al 10 de febrero de 2011 hubo en la NBA un total de 245 cambios de entrenadores (13, por ejemplo, en Los Angeles Clippers). En ninguno de ellos estuvo envuelto Utah Jazz, que durante todo ese tiempo estuvo dirigido por Jerry Sloan. Más de veintidós años de relación entre técnico y franquicia hasta que un buen día ordenó a Deron Williams comenzar un sistema de ataque, pero el base desobedeció y optó por otra jugada. Con ese punto de ebullición se acabó la era Sloan en Salt Lake City, justo después de una fuerte discusión en el vestuario durante el descanso de ese partido. Sloan presentó su dimisión a la mañana siguiente. Todo en esta vida tiene un límite, el éxito y la integridad de las personas depende de saber identificarlo con acierto y resolverlo.

Dirk Nowitzki siempre ha optado por encerrarse en el vestuario en los momentos de mayor carga emocional de su carrera. El hermetismo y la frialdad que se les supone a los alemanes salen a relucir a la hora de buscar refugio en la cueva perfecta, a salvo de miradas extrañas y cámaras indiscretas. Así sucedió, por ejemplo, en el tercer partido de la final del 2006 entre Dallas y Miami, cuando comenzó a dar patadas a una máquina de ejercicios en el vestuario de la cancha de los Heat después de que su equipo perdiera un partido que dominaba por 13 puntos a falta de seis minutos. Esa derrota fue la llave para que los Heat se crecieran, remontaran la final y le ganaran el anillo a los Mavericks de Avery Johnson. De repente, un batallón de revientaglorias le negó la condición de ganador a Nowitzki y hasta Dwyane Wade quiso hacer leña del roble caído: «Los Mavs acabaron perdiendo porque Dirk no actuó en los instantes importantes como el líder que se suponía que era». Cuentan que, cuando los Heat ganaron el sexto partido en Dallas, Nowiztki estuvo encerrado en el sancta sanctórum del equipo hasta las ¡cinco de la madrugada!

Por mucho que el visionario Jason Terry se tatuara el trofeo de campeón de la NBA en su brazo derecho y lo luciera el primer día de pretemporada, casi nadie daba opciones a los Mavericks como aspirantes al título de la Conferencia Oeste, por delante de la dinastía Laker, de los Spurs o de unos emergentes Thunder. Dominaba el escepticismo con un equipo que en los cuatro años que siguieron a la final de 2006 fue eliminado tres veces en primera ronda de playoffs pese a completar grandes récords en temporada regular. Nadie se jugaba su dinero por ellos a pesar de acumular once temporadas consecutivas con más de cincuenta victorias, algo que antes solo lograron los Celtics de Russell, los Lakers de Magic y Duncan con los Spurs. El diagnóstico cambió por ventajista cuando Dallas barrió en semifinales de su conferencia a los Lakers de las tres finales seguidas por 4 a 0. Los Mavericks movían el balón en ataque con tiralíneas y convicción de certidumbre. Nowitzki estaba rayando su mejor nivel histórico y Terry se vistió de asesino para rentabilizar la tinta quieta en forma de trofeo bajo su epidermis. Solo Nowitzki y Terry permanecían del equipo que perdió la final del 2006.

En Miami, la temporada del Big Three no había empezado bien. Los talentos desplazados a South Beach parecían aplanados por el sol. El equipo perdió ocho de sus primeros 17 partidos y comenzó a retumbar la percusión de los tambores sonando a amenaza en contra de la dirección del joven entrenador Erik Spoelstra. Los medios especularon por entonces con otro regreso de Pat Riley al banquillo. La típica reunión de solo jugadores después de la octava derrota enderezó el rumbo del equipo hasta el punto de que desde ese momento hasta la final de la NBA Miami Heat acreditó un record de 61 victorias y 20 derrotas, incluidos unos playoffs de la Conferencia Este donde solo cayeron en tres ocasiones.

El diseño de aquella final propició un amplio favoritismo para los Heat y en ese momento no se contó demasiado con las riquezas tácticas de los Mavericks (Carlisle, Casey y Stotts como técnicos de ajedrez) y con el espíritu vengativo de Nowitzki y compañía ante los ramalazos osados y faltones de las estrellas de los Heat. Terry motivaba desde el banquillo a Nowitzki con la frase: «Remember 06». Además, desde el último partido de la serie ante los Lakers cada jugador de los Mavericks debía llevar algo negro en señal de luto por la derrota del equipo contrario: «Hoy vamos de funeral», se decían unos a otros antes de cada partido. Un vídeo de LeBron y Wade en el que se mofaban de la supuesta enfermedad del alemán durante el cuarto enfrentamiento de la serie fue la chispa que terminó por desatar el juego y el instinto de Dallas. Es obvio que antes del quinto encuentro se repitieron esas imágenes en los monitores del vestuario de los Mavericks.

La franquicia tejana consiguió su primer título en seis partidos. Nada más ponerse el cronómetro de la temporada a cero, el ala-pívot alemán salió escopetado hacia los vestuarios para encontrar cobijo y dar rienda suelta a sus emociones. Posteriormente nos contaron que el MVP de esta final estuvo un buen rato llorando por lo conseguido. Todavía quedaba un premio más, las palabras con las que Nowitzki denunciaba y reconvenía los reproches hacia él de cinco años atrás y con las que se autoproclamaba todo un campeón.

Si enormes fueron los elogios hacia Nowitzki, de un tamaño aún superior fueron las críticas en aguacero caribeño que le llovieron encima a LeBron James. Solo había anotado 18 puntos entre los últimos cuartos de los seis partidos de la final, y su promedio de anotación bajó en diez puntos por encuentro respecto a los del resto de temporada. Las excusas de Cleveland Cavaliers no tenían visado ni vigencia en el sur de Florida y a LeBron le descargaron encima escopetas enteras de rencor. «Todas las personas que han empujado y han esperado mi fracaso estarán contentos al final del día, pero cuando se despierten mañana se encontrarán con la misma vida del día anterior. Puede que pasen unos pocos días, unos meses o el tiempo que sea siendo felices no solo por mi fracaso sino porque Miami no logró su objetivo, pero no tienen otro remedio que volver a su mundo real, con sus problemas de siempre.» LeBron se ganó con esta frase las pocas enemistadas no captadas anteriormente, pero utilizó la ira y las heridas para su redención como pocos grandes referentes del deporte han podido hacerlo antes, teniendo en cuenta su marca de «elegido» desde los diecisiete años y los tres premios de MVP con los que contaba antes de afrontar el final del camino que le llevó a su primer anillo, en 2012.

Además de su turno de reparto como conductor de una furgoneta de la empresa de transporte de mercancías Fedex, Ed Weiland dedica su tiempo libre a hacer informes de jugadores universitarios con posibilidades de hacer carrera en la NBA. Un día se decidió a elaborar uno sobre un tal Jeremy Lin, un base de origen taiwanés del que decía que era uno de los mejores playmakers de entre los elegibles y que podría compararse con referentes como Iverson y Payton a partir de una intrincada estadística que mezclaba rebotes, tapones y robos de balón. Nadie le compró el pronóstico y Weiland ha quedado como un profeta al que la literatura deportiva puede recurrir. Mediada la temporada 2011-12, Jeremy Lin llegó a los Knicks como un temporero y poco tiempo después se convirtió en la sensación mediática de la década, anotando 38 puntos contra los Lakers y siendo elegido mejor jugador de la semana en su conferencia. Un remiendo al que se le resistían los contratos garantizados vio convertidas las camisetas con su nombre en el producto estrella de las tiendas y puestos callejeros de la Gran Manzana, el presidente Obama preguntaba a sus asesores por él, la cadena de pago TNT tenía sus mejores datos de audiencia en veintisiete años explotando el impacto de un jugador que dormía en un sofá en el apartamento de su compañero Landry Fields. Su historia recorrió el mundo; se elaboró una biografía apresurada de un desconocido convertido en héroe con un sueño americano rápido, propio de una siesta. Cuando los Knicks decidieron no igualar la oferta de 25 millones por tres años que los Houston Rockets le ofrecieron a Lin en el verano del 2012 se desencadenó la vuelta a la normalidad de un fenómeno sin precedentes.

En este repaso que he hecho por los últimos diecisiete años de la liga profesional aparece un personaje capital del que apenas he hablado: David Stern, el sumo pontífice de la NBA. Bajo su papado, que concluirá después de treinta años en febrero de 2014, esta liga se ha convertido en un fenómeno de masas a nivel global. Por justicia, debería incluir su nombre en la lista de agradecimientos por la publicación de este libro. Su gestión, su manera de entender el negocio, su comprensión hacia la cultura del baloncesto y su apertura hacia la idiosincrasia de los jugadores han sido cruciales para mantener esta matriz como patrón cercano y reconocible en cada rincón del planeta. La cercana degustación que hace el aficionado español de un plato otrora tan exótico como la NBA es un fenómeno a estudiar como arma de entretenimiento masivo.

Las últimas curvas de la trayectoria de David Stern fueron las de los 161 días de lockout de la temporada 2011-2012. El cuarto cierre patronal de su mandato daría para una buena miniserie en algún canal de pago estadounidense con multitud de personajes reconocibles. El propio Stern y su relación con su segundo y heredero Adam Silver. El complejo binomio Billy Hunter y Derek Fisher en el sindicato de jugadores o la intervención estelar del prestigioso abogado David Boies, que en unos meses pasó de asesorar legalmente a la patronal de la NFL en un conflicto similar a aliarse con su enemigo en ese caso, Jeffrey Kessler, y trabajar juntos por los intereses de los deportistas. Un personaje fascinante. En este enredo, Stern intentó seducir a Fisher para llegar a un acuerdo, Hunter quedó degradado y Boies intentó contrarrestar las presiones del comisionado con una inteligente estrategia que desencadenó la disolución del sindicato: algo así como morir para hacerse más fuerte.

En esta atmósfera tan intrigante se dirimió el cierre patronal hasta que el 8 de diciembre se llegó a un acuerdo que fijó el día de Navidad como fecha de comienzo de la temporada regular, limitada a 66 partidos. Un calendario comprimido y una densidad sin precedentes en la sucesión de esfuerzos de los jugadores. La falta de pretemporada, la baja forma de los jugadores y el ritmo de competición tuvieron sus consecuencias a nivel físico. Douglas Vanderwerken, un estudiante de Estadística de la Universidad de Duke, publicó un interesante análisis en febrero de 2012 en el que demostraba el aumento de las lesiones en lo que se había disputado de liga regular respecto a otras temporadas. Si en la liga regular de 2010 y 2011, con un calendario habitual, se lesionaban una media de 7,3 jugadores por día, el promedio había subido hasta 9 en el 2012. Algunas de ellas fueron determinantes en la temporada o en nuestras emociones, caso de las de Billups, Derrick Rose y Ricky Rubio. La lesión de Rose amputó las opciones de anillo del mejor equipo de la liga regular, Chicago Bulls. De gran favorito a la depresión más absoluta en el United Center.

Lo que sin duda hemos comprobado en todo este recorrido es la capacidad continua de reinventarse que tiene la NBA. Ninguna otra liga podría haber salido con la fuerza y destreza con la que lo hizo tras el fracaso del primer proyecto Heat y el posterior lockout. Quién sabe si además, el desenlace del 2012, esa gran espina desclavada y lanzada con rabia a las aguas frente a Watson Island por parte de LeBron James, no haya sido el inicio de una rivalidad épica y duradera. Miami y Oklahoma City, LeBron James y Kevin Durant, pueden sostener en el tiempo algo así como el duelo de Mel Ferrer y Stewart Granger en Scaramouche. La actual bonanza y el respeto mutuo entre LeBron y Durant podrían estallar en cualquier momento. Su identificación y unión del lado bueno del proceso que dignifica el baloncesto, algo que les ha llevado incluso a compartir una semana de entrenamientos en verano, podría tambalearse si estos dos conjuntos siguen cruzándose en eliminatorias finales por el título.

Este deporte tiene tantas vertientes que es imposible reducirlo a una ecuación de dos incógnitas por mucho que sean dos de las más grandes individualidades que hayan surgido en los últimos tiempos. Lo que decidió la primera final entre Oklahoma City y Miami fue la aportación de «los otros». Y en esa otra final, Mike Miller y Shane Battier jugaron un papel decisivo por encima de los secundarios de los Thunder. La derrota del equipo de Scott Brooks no dejó prisioneros pero sí damnificados. Su realidad económica de franquicia modesta y mercado pequeño no pudo permitirse un corral de gran factoría y no tuvo espacio para todos los gallos. La decepción del rendimiento de Harden en la final del 2012 lo dejó en la puerta de salida y ahora Durant debe recomponer no solo su carácter y sus concesiones individuales a LeBron sino también los coros que le acompañan.

Mientras tanto, James aún no ha firmado el arrepentimiento de otra de las frases que pronunció en aquella retransmisión en vivo del 2010 con la Decisión: «Nosotros no hemos venido aquí para ganar un campeonato, ni dos, ni tres, ni cuatro, ni cinco, ni seis, ni siete…». Lo que a primera vista no era más que una fanfarronada o un guiño a la osadía, quizá no fue más que un listón concienzudo con el que LeBron no pretendió otra cosa que marcarse como objetivo la corona y el reino de la era moderna de la NBA. Ningún jugador a excepción de los Celtics de los años sesenta ha ganado ocho anillos. Esa cifra le colocaría por encima de Jordan, de Jabbar y hasta de Robert Horry. Un sueño quimérico para LeBron. Un desvelo permanente para el resto de los mortales.