1998-99 - Lockout y temporada del asterisco

Michael Jordan fue durante esas tres últimas temporadas la sinécdoque de la liga. Una licencia retórica que permitió a la NBA tapar ciertos problemas evidentes gracias a la magnánima figura del astro de los Bulls. Sin embargo, se trataba de un comodín con fecha de caducidad y en ese momento el comisionado David Stern tuvo que hacer frente a problemas que hasta entonces habían permanecido debajo de la alfombra. Después de casi dos décadas de resultados económicos excelentes y de un impulso global de imagen y difusión sin precedentes, la competición había empezado a dar señales de hastío. Algunas franquicias mostraban en sus balances una caída en la asistencia a sus pabellones de entre un quince y un veinte por ciento, algo similar sucedía con los resultados de los beneficios en concepto de merchandising y, lo más grave de todo, las cuentas de un porcentaje significativo de equipos ya estaban en rojo.

Existía una inquietante desafección entre los aficionados, quizás aburridos de un baloncesto tan metalúrgico, especialmente en el Este, y asqueados por episodios oscuros, como agresiones (Latrell Sprewell a P.J. Carlesimo), o ramalazos indecentes, como arrestos por violencia doméstica o posesión ilegal de armas. Había sospechas contrastadas de la expansión del uso de la marihuana entre una parte importante de los jugadores. Referentes en el juego como Iverson, Rider, Camby o Webber protagonizaron episodios delictivos relacionados con esa adicción y The New York Times publicó en octubre de 1997 un exhaustivo informe que aseguraba que alrededor del 60-70% de los jugadores de la NBA consumían marihuana o alcohol con asiduidad. Todo esto coincidió con un incremento exponencial de los salarios de los jugadores. Durante la temporada 97-98, el 57% de los ingresos de la liga, alrededor de 1.700 millones de dólares, iban destinados a pagar los contratos de las estrellas. Fue por entonces cuando, por ejemplo, Minnesota Timberwolves se comprometió con su joven estrella Kevin Garnett (veintiún años) con un contrato de 126 millones de dólares por siete años.

Los propietarios se agarraron a una cláusula del convenio colectivo vigente en aquellos días para forzar una renegociación con el sindicato de jugadores. Los dueños solo contemplaban un fuerte ajuste favorable a sus intereses dentro de un nuevo marco económico. Algo que, por otra parte, resultaba chocante e intolerable para la Asociación de Jugadores después de que la NBA cerrase un acuerdo multianual por los derechos de televisivos de casi 2.700 millones de dólares, 22 millones anuales en la cuenta de cada una de las franquicias. El recurso limitador del tope salarial no había dado los resultados deseados en las franquicias debido a la multitud de excepciones que permitían regatearlo. A los profesionales, además, les parecía insultante que el porcentaje de jugadores que recibían el mínimo salarial fuera del 20%, mientras que sólo nueve acaparaban el 15% del total del dinero que iba destinado a pagar salarios: la NBA se estaba quedando sin clase media y los jugadores velaban sobre todo por los ingresos de sus compañeros de clase baja y media de la liga, especialmente por los veteranos. Así las cosas, la patronal y el sindicato de jugadores tenían mucho de lo que hablar, y a fe que lo hicieron. Las dos partes litigantes se habían reunido en nueve ocasiones antes de que el 30 de junio de 1998, después de media hora reunidos, se decretara un lockout (cierre patronal) que se prolongaría durante 204 días.

Negociaron durante meses mientras Canal+ y sus abonados sentían la amenaza de un agujero muy importante en la programación y Andrés Montes crecía progresivamente en nerviosismo por la incertidumbre. Su contrato había finalizado, ligado como estaba a los acuerdos correspondientes de la NBA con la empresa. En busca de pistas o soluciones, Andrés hablaba a diario por teléfono con Rafa Cervera, jefe de prensa de la oficina de la NBA en España. A mí me desviaron temporalmente al fútbol, regresando como reportero al programa El Día Después. En esas Navidades de 1998, Andrés y yo comentamos varios partidos históricos que todavía hoy en día Canal+ Deportes sigue programando. Y en los primeros días de enero de 1999 recibimos la noticia de que patronal y sindicato de jugadores llegaron a un acuerdo para que se celebrase una temporada de cincuenta partidos en la NBA, y además Canal+ compraba los derechos de la Liga ACB como principal operador. Andrés, que siempre repetía aquello de «en periodismo puedes estar un día firmando autógrafos y un mes después vendiendo la revista La Farola», pasó de estar sin contrato a renovar el suyo por el concepto de la NBA y estampar otro compromiso para presentar el programa semanal en abierto sobre la ACB, Generación+. Se decidió entonces que Andrés y Juan Antonio San Epifanio (Epi) fueran los presentadores. Yo ejercí de editor/coordinador, digamos. Además propuse el apartado de entrevistas «El Confesionario», una sección a la que cortaron las alas desde la dirección cumplida su primera temporada de vida.

Vuelta al fin del lockout. El acuerdo llegó en enero, cuando David Stern cogió el toro por los cuernos ante el panorama de la suspensión completa de la temporada, un escenario de consecuencias funestas para la organización a muchos años vista. El comisionado aplicó el «divide y vencerás» en el sindicato de jugadores. A título personal envió una carta a todos los jugadores en la que explicaba la última propuesta de los propietarios. Además lanzó el órdago de cancelar todo el año si el 7 de enero no había acuerdo o, en todo caso, disputar una mini temporada con otros jugadores. El sindicato, tras este movimiento, siguió el mismo juego del comisionado y envió a sus representados una respuesta de diecinueve páginas. La táctica de Stern resultó todo un éxito, puesto que comenzaron a aparecer disidentes entre los jugadores; algunos que pedían una votación secreta sobre la oferta de los patronos alzaron la voz y el sindicato no tuvo más remedio que aceptar esa consulta. A veinticuatro horas de vencer el ultimátum, ambas partes estuvieron once horas reunidas hasta que se alcanzó el acuerdo definitivo. Al comisionado, la jugada le salió redonda y a mí me permitió volver a verme en el plató de la Torre Picasso con Andrés, siete meses después de nuestro último partido. En cualquier caso, en todo ese tiempo nos vimos mucho para comer y cenar, especialmente en la cafetería del Centro Comercial Moda Shopping, donde Carmen nos preparaba unas ensaladas a nuestra voluntad con lechuga, atún, cebolla y en ocasiones garbanzos.

Hubo que improvisar una temporada para salir del paso. Cincuenta partidos de liga regular y suspensión del Fin de Semana de las Estrellas. La demostración de que cualquier situación vital es manifiestamente empeorable fue que Michael Jordan anunció su segunda retirada definitiva el 13 de enero de 1999 y la NBA se dispuso a dar sus primeros pasos sobre la arena del desierto sin cantimplora. Más allá del perjuicio económico, las consecuencias deportivas fueron nefastas. Fue una temporada extraña, con un nivel de juego pobre. Hay datos objetivos que lo demuestran: con un parón tan prolongado y una pretemporada tan escasa (algunos equipos solo disputaron dos partidos de preparación), la mayoría de los jugadores comenzaron la liga regular de tres meses con su puesta a punto a años de luz de su estado óptimo. El resultado fue que el curso 98-99 fue el de menor anotación conjunta por partido (183,2 puntos) desde que la liga adoptó el reloj de posesión de 24 segundos, y aún la cosa fue a peor en los playoffs cuando esa media de puntos por encuentro bajó hasta los 175. Ese año, los equipos no alcanzaban las cien posesiones de promedio en 48 minutos (91,6) y sólo se anotaban 99,2 puntos en esos ataques. Desde ese punto de vista es imposible osar censurar la famosa sentencia de Phil Jackson que calificó a San Antonio Spurs como el campeón del asterisco (Gregg Popovich jamás le perdonó aquel calificativo). Hubo quien consideró esa liga regular de cincuenta partidos como un periodo de competición insuficiente para calibrar fuerzas, méritos y la selección natural de los mejores dieciséis equipos que debían estar en los playoff. Quizás esto resulta más discutible, porque, si acortásemos las cinco temporadas que van de 2006 a 2011 a ese medio centenar de encuentros, de los ochenta equipos que llegaron a los playoffs en una temporada normal, 73 hubieran mantenido su billete para las eliminatorias para el título (por lo tanto podemos reconocer una incidencia inferior al 9%).

La depresión en Chicago tuvo dimensiones siderales. Scottie Pippen, Dennis Rodman y Phil Jackson se dieron la mano y abandonaron el equipo al confirmarse el adiós de Jordan. La tensión con Jerry Krause y con el propietario Reinsdorf resultaba ya insostenible. Krause quería reconstruir y rebosar su ego como general manager por encima de los protagonistas. El resultado fue un equipo que rozó la caricatura, de mente y planificación vanidosa y soberbia, de intenciones veloces y descoordinadas con respecto a un presente sonrojante y condenado a una larga travesía. En esa temporada 98-99, Chicago Bulls acreditó una media de anotación de 81,9 puntos por partido y se apuntó en la lista de los récords negativos de la NBA al conseguir solo 49 puntos (18 tiros de campo anotados de 77 intentos) el 10 de abril de 1999 ante Miami Heat. «¿Hasta dónde pueden caer estos Bulls?» escribían los periódicos. La respuesta era evidente: a las profundidades de la historia de la liga. Recuerdo una frase de Ron Harper, uno de los supervivientes de los tres últimos anillos, después de ese partido: «No sé lo que Michael diría sobre esto». No ha habido en la historia del deporte un desplome tan acusado, una caída tan salvaje como la de Chicago, nueve meses después de la gloria.

El sistema regenerativo de la NBA siempre termina por dar resultados. El imperio coloniza cualquier territorio y busca materia prima para abastecer su negocio donde haga falta. Cuando las quintas del baloncesto universitario no bastaban para inyectar una buena dosis de calidad a la competición porque aparecían chavales de dieciocho años que pedían paso entre los mejores, se miró un escalón por debajo, en los institutos, algo que explotó en el segundo lustro de los años noventa (Garnett, Bryant, Jermaine O’Neal, McGrady…) y comenzó a ser más habitual en los años del cambio de siglo. Cuando esa vía también empezó a resultar insuficiente se abrieron las fronteras. Y por fin la NBA acabó de desprenderse de prejuicios y multiplicó su vista y sus redes por otras zonas del planeta, especialmente a partir de importaciones clave como las de Ilgauskas, Nowitzki y Stojaković. Más o menos brillante en su puesta en escena, la liga profesional estadounidense siempre cuenta con el gancho de la reputación y el dinero. Muy pocos han despreciado la tentación de jugar entre los mejores y a tan buen precio.

Aunque a simple vista la lagartija se había quedado sin cola, el organismo comenzaba a generar un tejido distinto que estaba destinado a cambiar la máscara de la competición. La liga sonaba seria como una comparsa, pero comenzaba a formarse una chirigota que nos iba a sacar la carcajada a los que vivíamos pendientes de lo que sucedía en la competición, especialmente con la ansiedad pos-lockout. La primera sonrisa llegó de la mano de una franquicia insospechada y de un tipo que hasta entonces no había caído muy bien por estos lares por sus cruces previos con Fernando Martín y Drazen Petrović. Sacramento Kings había acabado la temporada con más victorias que derrotas por primera vez desde que la franquicia había llegado a California procedente de Kansas City en 1985. Los intentos de reconstrucción durante esa etapa habían quedado casi siempre cercenados por alguna tragedia: el accidente de tráfico de Bobby Hurley, el suicidio de Ricky Berry o los problemas de rodilla del número uno del draft de 1989, Pervis Ellison.

Con la llegada al equipo de Chris Webber, vía Washington Bullets, y la elección de Jason Williams en el draft se conformó una plantilla completada con jugadores de talento y de corte ofensivo, algunos, sin embargo, con una fama que perjudicaba su cartel. Llegaron Divac, Jon Barry, Vernon Maxwell, Oliver Miller y Scott Pollard para sumarse a Corliss Williamson, Abdul-Wahad, Funderburke y Pedja Stojaković. Que ese equipo hiciera buen baloncesto con esos jugadores tampoco era algo descabellado; lo insólito del caso fue que el tipo que ideó aquella maravilla tuviera fama, por lo menos entre la prensa y los aficionados españoles, de todo lo contrario, de banda sonora del blues del autobús de inspiración magureguiana o, tal como lo definía Andrés, de «amarrategui». Esa fama que arrastraba Rick Adelman aquí se debía a su presunto papel de ogro en la trayectoria por Estados Unidos de dos de nuestros grandes iconos de juventud: Fernando Martín y Drazen Petrović. ¡Cuántas diferencias personales entre ellos y cuántos lugares comunes en sus biografías! En la carta de presentación de Adelman siempre incluíamos las posdata de ser asistente de Mike Schuler el año en que Martín pasó casi inadvertido en Portland y entrenador jefe del mismo equipo en las temporadas en las que el diablo croata calentó banquillo demasiado tiempo. Sin embargo, era una fama mal construida. Adelman, como entrenador jefe de los Blazers, siempre tuvo a su equipo entre los cuatro equipos que más puntos anotaban de la liga. Su posterior etapa en Golden State Warriors fue mucho más problemática, porque no dispuso nunca ni de mando en los despachos ni de una plantilla adecuada. Contó con Sprewell, pero el número uno del draft Joe Smith enseguida se reveló insuficiente, mientras que Adelman y Tim Hardaway no congeniaron, así que el base acabó siendo traspasado a Miami junto a Gatling a cambio de Kevin Willis y Bimbo Coles.

El estandarte de esa revolución de imagen de la NBA tras el cierre patronal fue Chocolate Blanco Williams, un base que causó un impacto visual tremendo en febrero y marzo de 1999 a través de los highlights televisivos y el programa NBA en Acción. Jason Williams volvió a abrir las pesadas puertas de la ilusión y la imaginación dentro del mundo de la NBA. Se puso a jugar con el codo. Perfección, nunca exenta de espectacularidad, que sentó frente al televisor a altas horas de la madrugada a gente que en su vida había visto más de un par de partidos de baloncesto completos, pero que se quedaban con la boca abierta ante las jugadas de este prestidigitador. Conjugar la creatividad de Williams y de Andrés Montes en una retransmisión era un motivo más para el optimismo contra conspiraciones y profecías macabras del cambio de siglo. Aquel año, la NBA apenas había programado partidos de los Kings para ser televisados a todo el país, lo que nos obligó a refugiarnos en los resúmenes y en las imágenes que nos llegaban a cuentagotas de aquel virguero base de cabeza afeitada y coloreados tatuajes. Recuerdo un partido, con mucho frío en Madrid, entre Sacramento y San Antonio. Jason Williams robó un balón en defensa y acabó la jugada en el aro contrario con un mate en las narices de Mario Elie. El Arco Arena enloqueció. Su banquillo aplaudía puesto en pie y a Williams no se le ocurrió otra cosa que quitarle dos o tres palomitas a un aficionado que estaba en primera fila. El partido se paró por un tiempo muerto, entonces Andrés y yo empezamos a hablar sobre el fenómeno creado por Chocolate Blanco. En esos días se había publicado una entrevista con Djalminha, el jugador del Deportivo de La Coruña, en la que reconocía que se inspiraba en Williams para algunas de sus jugadas.

De la Conferencia Este llegó otro equipo de colores. Larry Bird, cinco años después de retirarse para alejarse del ruido del baloncesto y acercarse al del golf en Florida, se decidió a ser técnico jefe de Indiana Pacers con fecha de caducidad (tres años). Haber sido una leyenda dentro de la pista a veces supone más un problema que una ventaja a la hora de aventurarse a ser entrenador, pero estamos ante uno de los protagonistas más inteligentes que ha tenido este deporte en toda su historia. Excelente como jugador, se las arregló para completar también una carrera sobresaliente como entrenador. Posteriormente también destacó como ejecutivo. Fue MVP en la pista, en el banquillo y en el despacho.

En su etapa en los Pacers no bajó del ático de la final de Conferencia y disputó la final del año 2000 ante Los Angeles Lakers. En su primer año en el banquillo fue elegido mejor entrenador de la temporada. Enlazó los deseos de una pandilla de veteranos, resolvió sus problemas y supo convencerlos con la motivación de una última oportunidad. Un quinteto de veteranos como Mark Jackson, Reggie Miller, Chris Mullin, Rik Smits y Dale Davis puso contra las cuerdas en más de una ocasión a los Bulls de su último anillo, en el curso 97-98, y les forzaron un séptimo partido en la final de la Conferencia Este.

Gregg Popovich tenía muy reciente su formación de inteligencia militar cuando abrió la puerta del vestuario de los Spurs el día que se hizo cargo del equipo tras despedir a Bob Hill. Al estilo de Clint Eastwood en la película El sargento de hierro, en esa escena en la que entra por vez primera vez en la barraca de los aspirantes a marines. Al equipo de Hill le faltaba defensa y disciplina según los criterios del que ya era general manager y hombre de confianza del propietario. Sin embargo, los Spurs de Hill habían ganado 62 y 59 partidos en las dos temporadas anteriores, respectivamente. Con David Robinson lesionado en la espalda y un Dominique Wilkins titular a los treinta y seis años, los Spurs comenzaron la temporada con un récord de tres victorias y quince derrotas. Curiosamente, cuarenta y ocho horas antes de que reapareciera Robinson, Popovich despidió a Bob Hill y se puso él como entrenador jefe. Pareció un castigo divino cuando, tras disputar seis partidos, David Robinson se fracturó un pie. El equipo de Popovich sumó solo 17 victorias en 64 encuentros. La mala clasificación posibilitó la buena fortuna de los Spurs en el draft siguiente y la elección de Tim Duncan, el hombre que llegó para cambiar un equipo, una franquicia, para moldear a un entrenador y para minimizar los efectos de un mercado pequeño o de una megaestrella de la NBA sosa y con poco ángel para vender camisetas.

Popovich, como buen especialista en asuntos de la Unión Soviética, convirtió a los Spurs en un equipo del telón de acero: frío, sobrio, contundente y traicionero. Así empezó para acabar siendo una dinastía inolvidable, ganadora de cuatro títulos en el espacio de nueve años. Popovich puso el equipo sobre los hombros de Duncan (21 puntos y 12 rebotes por partido como debutante) y le dio galones de primera opción a pesar de la presencia de David Robinson. El Almirante supo aceptar desde el primer día ese rol de segunda opción como camino más corto para conseguir el anillo antes de su retirada. Desde la autoridad, Popovich montó un equipo correoso y esforzado, apoyado en personalidades rectas, como las de Avery Johnson y David Robinson, que siempre secundaron sus iniciativas. Amplió la rotación y dio responsabilidades determinantes a jugadores que hasta entonces no las habían conocido. Han sido muchos los que han pasado por su taller en San Antonio después de una carrera sin demasiado brillo y han salido de Texas con una prestación mucho mayor de lo que se esperaba en un principio. El jugador que llegaba a El Álamo parecía contraer una especie de deuda de sangre con la franquicia que le hacía implicarse y meterse hasta las rodillas en el fango del colectivo, ya fuera un tipo con una cierta reputación en la liga o un temporero con el clavo ardiente de un contrato de diez días. Popovich también ha revalorizado la permanencia y la continuidad en el equipo, poniendo en gran valor a los veteranos. En aquella temporada del primer año después del lockout aparecía en el equipo gente como Mario Elie, Steve Kerr o Jerome Kersey, que resultaron decisivos en el éxito final.

Su viaje por los playoffs de la Conferencia Oeste fue demoledor. Solo Minnesota Timberwolves le arrancó un triunfo en primera ronda y, posteriormente, los Spurs barrieron a los Lakers y a los Blazers antes de plantarse en la final ante los Knicks. En este punto hay que hacer un pequeño parón para resumir en unas pocas líneas el nuevo fiasco del equipo de Los Ángeles y el fracaso de la superplantilla de la que hacía gala Portland Trail Blazers en aquellos tiempos. El tercer año de Shaquille O´Neal y Kobe Bryant en California acabó como los dos anteriores, con eliminaciones estrepitosas y con Utah Jazz como su particular leviatán. Poca responsabilidad hay que descargar en Bryant, que daba sus primeros pasos en la liga pese a que nunca escondió su exagerado afán de reivindicar su ego y categoría. En aquella temporada, Del Harris, Bill Bertka y Kurt Rambis se sucedieron en un banquillo angelino desprotegido, con el rumbo perdido. Dennis Rodman jugó media liga regular antes de ser despedido y Eddie Jones fue traspasado a Charlotte a cambio de Glen Rice. Ninguno de los tratamientos evitó la eliminación ante San Antonio. Los Trail Blazers tenían quizá la plantilla más profunda, completa y pinturera de la liga (Isiah Rider, Rasheed Wallace, Brian Grant, Arvydas Sabonis, Stacey Augmon, Damon Stoudamire y Bonzi Wells), gente con talento, un punto a veces maldito, a veces macarra y con el desconcertante Mike Dunleavy en el banquillo. Los Blazers transitaron durante años en esa maleza del poder económico de su propietario, Paul Allen, y la falta de control y competitividad, madurez o cabeza suficiente para poder regresar a una final. Portland Trail Blazers eliminó en semifinales de Conferencia al último Utah Jazz de alta gama y después no tuvo opción ante los Spurs.

El de la temporada 1998-99 no fue un desenlace sorprendente en su campeón o en su vertiente Oeste. San Antonio había acabado la liga regular de cincuenta partidos con el mejor balance (37-13). Lo más llamativo fue lo que ocurrió en los playoffs de la Conferencia Este. El octavo equipo de la liga, New York Knicks, logró su clasificación matemática para las eliminatorias por el título en la última semana de la temporada regular. Fue una temporada controvertida para el equipo de Manhattan, la primera sin John Starks, la primera con Camby y con Sprewell, después de que hubiera intentado estrangular a Carlesimo en Oakland. El entrenador Jeff van Gundy desarrollaba el estilo y el baloncesto que gustaba en el Madison: defensa, garra, rebote y espíritu competitivo. Esta última virtud brilló por su ausencia en la temporada, con Ward, Larry Johnson (como alero) y Kurt Thomas o Chris Dudley como titulares habituales mientras que Chris Childs, Sprewell y Marcus Camby se vestían de suplentes por obra y gracia de Van Gundy. A falta de ocho partidos para el final de la temporada el equipo estaba con un récord de 21-21, teniendo una de las plantillas más caras de la liga. Van Gundy estuvo a punto de ser destituido en varias ocasiones e incluso Dave Checketts, presidente de los Knicks, mantuvo alguna entrevista clandestina con Phil Jackson en el intento de hacerle regresar a la Gran Manzana. Montes y yo fuimos muy críticos en las retransmisiones con la gestión deportiva de Van Gundy, de estilo insípido y decisiones extravagantes. Creo recordar que, en diecisiete años de retransmisiones, la única vez que un superior de Canal+ puso alguna objeción a mis comentarios televisivos fue precisamente por nuestras críticas a Van Gundy. Imagino que algún periodista amigo le había hecho a su vez ese juicio, ya que este superior no seguía habitualmente por cuestión de horario las retransmisiones de la NBA.

Los Knicks se revolucionaron en los playoffs gracias a la rivalidad con Miami Heat, su contrincante en primera ronda. Los Knicks pasaron la eliminatoria gracias a la famosa canasta de Allan Houston a falta de 0,8 segundos para el final del quinto y definitivo partido. Aquel domingo hicimos una doble retransmisión en directo que quedó en nuestra memoria, con aquel encuentro y con el también quinto partido Utah-Sacramento, que se decidió en una prórroga. Van Gundy descubrió una nueva versión de Camby a partir del segundo encuentro de segunda ronda contra Atlanta y subió sus minutos en pista. Sprewell también tornó a titular y los Knicks se deshicieron de los Pacers en la final de Conferencia, una eliminatoria en la que Pat Ewing cayó lesionado en el segundo encuentro y en la que la jugada de cuatro puntos de Larry Johnson en el siguiente partido ejerció de punto de inflexión. Posteriormente, Johnson sufriría otra lesión de rodilla que redujo su rendimiento en la final contra los Spurs. Tim Duncan y David Robinson abrumaron al desmejorado juego interior de Nueva York y los solos de guitarra de Latrell Sprewell evitaron el 4-0. Avery Johnson metió la canasta más recordada de esta final.

A aquella final viajamos con el productor Enrique Rabasco. A Andrés le costaba aceptar la ruptura de la costumbre de nuestros viajes con Remedios García, que nos había acompañado siempre en los dos años anteriores. Andrés no tenía mucho trato con Enrique y enseguida le apodó: «Enrique y Los Problemas», en juego de palabras con la formación de Enrique Urquijo y pensando que podrían surgir inconvenientes en el viaje. No fue así; enseguida Andrés y Enrique conectaron, especialmente en el shopping compulsivo compartido por todos en el Outlet de San Marcos (Texas). En la primera noche en San Antonio cenamos en el restaurante Mi Tierra, un típico local tex-mex que abría veinticuatro horas al día. Quedamos allí con nuestro compañero en Canal+ César Nanclares, que había viajado por su cuenta para seguir la final. César se alquiló un coche en San Antonio y viajó desde allí a Nueva York haciendo una pequeña parada en Athens (Georgia), la localidad de origen de su grupo musical de cabecera, REM.

La mejor anécdota de un viaje que nos llevó a visitar restaurantes como Asia de Cuba, Orso y I Tri Merli tuvo lugar en el lujoso hotel donde nos hospedábamos en Manhattan. Quedamos a desayunar con César y nos sentamos los cuatro en una mesa para hacer una especie de brunch sobre las 11.30 de la mañana. Estábamos acostumbrados a que en los desayunos de los hoteles en los que nos alojábamos en Estados Unidos cuando pedíamos zumo de naranja el camarero te rellenara el vaso en cuanto bebías y lo dejabas a la mitad, sin coste adicional. La sed, el hambre, el calor, la larga conversación y la calidad del zumo hicieron que todos repitiéramos varias veces. El chasco fue mayúsculo al descubrir que en la cuenta de los desayunos se cargaron catorce zumos de naranjas a un alto precio.