2003-06 - Defensa, control, hastío y relación rota
La vida de Michael Jordan desde su primera retirada es un jubileo. Cada cierto tiempo se conmemora el aniversario de algunas de sus mejores hazañas sobre el parqué y su figura gana en revalorización. Como con el grupo ABBA, que cada cierto tiempo se vuelve a poner de moda entre los más jóvenes. Son fenómenos con los que se refresca una trascendencia llamativa para fenómenos que no son ya más que recuerdos. Jordan, que ya ha cumplido cincuenta años, no ha perdido un ápice de vigor en su personalidad, en la gestión de su figura y su legado. El golf, los Bobcats, sus negocios, sus hijos y su actual pareja, dieciséis años más joven, alivian a un hombre que lucha día a día contra el paso del tiempo. Su epitafio en vida en la estatua de bronce que se levantó a las puertas del United Center de Chicago dice que «Nunca hubo nadie como él y nunca lo habrá». Una frase rimbombante que para él se queda en insuficiente porque las señales de una gran herencia no son comparables a las sensaciones, a la experiencia de jugar siendo el mejor. «No regresaría por dinero ni tampoco por la gloria. Todo eso ya lo tenía cuando me retiré, hace tres años. El reto ahora es probarme, comprobar que aún puedo hacer las cosas», le dijo a su confidente Ahmad Rashad en una entrevista emitida en la televisión estadounidense en abril de 2001. Ese mismo día aseguró que las posibilidades de vestirse de corto eran de un 0,01%. Nunca un porcentaje tan pequeño ha significado tanto.
Jordan inventa actualmente en su subconsciente imaginario unos contra unos frente a LeBron James, Kobe Bryant o Kevin Durant para ponerse a prueba ante los mejores exponentes de las generaciones que le han continuado. Lo hacía con cuarenta años y lo repite ahora que ya ha cumplido los cincuenta. Los estudia, les busca los puntos débiles para concluir que en su momento los hubiera superado.
Esa y no otra fue la motivación principal por la que, con treinta y ocho años cumplidos, Jordan se planteó una tercera etapa en la NBA. Se fue en el 93 y tardó poco en volver a recuperar su trono en el 95. Cuarenta meses después de su segunda fuga le picó de nuevo el mismo gusanillo, la necesidad de demostrarse que aún poseía capacidades suficientes para plantarle cara al grupo de nueva generación que por entonces dominaba la competición. Como buen amante del juego, le gustan las apuestas arriesgadas y quiso revitalizar desde la pista quizás el peor equipo de aquella temporada, la franquicia de la que era accionista minoritario y presidente. Un más difícil todavía.
A diferencia de su regreso a los Chicago Bulls en 1995, esta vez no acaparaba apoyos unánimes de la opinión pública norteamericana. Hubo muchos que consideraron su último tiro a canasta, el del Delta Center por encima de Bryon Russell en el sexto partido de la final de 1998, como el final ideal e inviolable a una carrera perfecta. ¿Para qué poner en riesgo una trayectoria sin falla con casi 40 años y en un plantel con escasas posibilidades para incluso meterse en playoffs? Michael Jordan era consciente de ello. Con Montes hablé mucho en las retransmisiones de la afición de Jordan por la música de Anita Baker, su cantante favorita. O su vínculo prohibido con Whitney Houston, a la que adoraba como artista y con la que compartió un amor y un idilio clandestino durante años según muchos rumores. Pero durante aquellos días estivales del año 2001, Jordan se encerró en Chicago con Tim Grover, su preparador físico de cabecera, para entrenar y prepararse bajo el hilo musical de la Balada de John y Yoko, el tema que John Lennon y Paul McCartney compusieron en 1969.
La letra narra las peripecias de la pareja en las fechas previas a contraer matrimonio y a la polémica que causó su decisión de posar en la cama de un hotel de Amsterdam como llamamiento a la paz mundial (Bed-in for peace). El estribillo dice así: «Cristo, tú sabes que no es nada fácil, tú sabes lo difícil que puede llegar a ser. Tal y como van las cosas terminarán crucificándome». Entre los opositores al regreso de Jordan con los Wizards levantó la voz hasta Woody Allen, con un artículo en la prensa de Nueva York en el que consideraba innecesaria la vuelta del mito. Jordan era consciente de que los críticos sacarían el hacha a la más mínima para recriminarle su decisión, lo cual supuso un acicate en su puesta a punto. Como más tarde se comprobó, los resultados, mejores o peores, no tenían por sí solos ninguna capacidad para dañar el legado.
La confirmación de su vuelta a las pistas llegó dos semanas después de los atentados del 11 de septiembre, un acontecimiento que también tuvo su trascendencia en su decisión. Su regreso desempeñó ciertas funciones de disuasión y regeneración de la ilusión en un país consternado y asustado. Prácticamente nadie mejor que Jordan podía representar la distracción y la renovación que la gente anhelaba en ese momento. Había urgencia de buenas noticias y ver de nuevo jugar a Michael era la prescripción correcta.
El 25 de septiembre de 2001, sobre las diez y media de la noche hora española, la empresa que lo representaba envió un comunicado de prensa en el que confirmaba la noticia. «Vuelvo por amor al juego», explicaba en la nota. Terminaban así casi cinco meses de especulaciones y espera que habían puesto nervioso a medio mundo. La NBA ya lo tenía todo preparado para el caso de que hubiera fumata blanca. En una decisión que por la propia intendencia necesaria no puede ser casual, los encargados de elaborar el calendario de la liga regular programaron que el primer partido de Washington Wizards fuera ante los Knicks en el Madison Square Garden de Nueva York. Una de sus canchas fetiches, un museo donde quedaron algunas de sus mejores obras, volvía a recibirle en su primer partido, con treinta y ocho años.
No todo el mundo parecía entusiasmado ante el estreno. El desprecio de Jerry Krause, el director de operaciones de los Bulls que provocó la diáspora del 1998, llegó hasta tal punto que en la guía oficial de la temporada de los Chicago Bulls se limitaron las menciones a Michael Jordan a puras y duras estadísticas que cubrían un recuadro, cuando en la edición del año anterior se le habían dedicado trece páginas.
El proceso hasta que Michael Jordan saltó al parqué del Madison el 30 de octubre de 2001, con 38 años y 255 días de edad, implicó una serie de exigentes sesiones físicas y la organización de pachanguitas semiclandestinas de las que casi nadie tuvo noticia alguna. Los entrenamientos comenzaron en Chicago en el mes de junio. En una primera fase se invitó a estrellas en activo de la NBA como Kobe Bryant, Vince Carter o Tracy McGrady, que optaron por desestimar el ofrecimiento. Sí aceptaron jugadores de la burguesía de la liga, gente como Antoine Walker, Penny Hardaway, Michael Finley y Juwan Howard, unos por tener su residencia en Chicago y otros por vínculos personales o comerciales previos con Jordan. Habían pasado más de tres años desde el último partido oficial del mito, en Salt Lake City. Otros jugadores más jóvenes, como Ron Artest, también tuvieron ese privilegio de participar en aquellas sesiones preparatorias y Artest no desaprovechó la oportunidad de torcer alguno de los primeros renglones de su biografía al fracturarle dos costillas a Jordan en un bloqueo. Eso fue como a finales de junio y lo que parecía ya una vuelta casi confirmada empezó a no estar tan clara. La lesión le obligó a estar cuatro semanas parado y romper el durísimo plan que Tim Grover había programado para dejarlo en las mejores condiciones posibles con vistas a su estreno en los días finales de octubre.
El programa incluía en dos sesiones al día de dos o tres horas cada una. La matinal consistía en la mayor parte de las ocasiones en preparación física. La segunda eran partidillos de cinco contra cinco jugados al que primero llegara a diez canastas, sin tiros libres ni triples. Salvando esas dos circunstancias, el objetivo era acercar lo máximo posible esos simulacros a la competición real. Por eso se incluyó la invitación al árbitro Danny Crawford para que ejerciera su labor habitual. La lesión provocada por Artest rompió el plan de trabajo, el tiempo empezó a acelerarse en una carrera en contra y el proceso se tornó tan sombrío que cualquier apostador con cierta estima por su dinero habría invertido en la opción más conservadora, la de que finalmente se frustraría el regreso. Jordan se empecinó entonces al máximo de compromiso, las dificultades siempre fueron motor y combustible principal en sus retos. Recuerdo que en una ocasión leí una anécdota reveladora, previa a la conquista de su primer título. Uno de sus primeros retos en la NBA fue el de unir en la misma temporada el premio de MVP y el de mejor jugador defensivo. A Jan Hubbard, periodista de Dallas, le parecía una aspiración demasiado exigente; pensaba que la energía necesaria para tal afrenta no compensaba posibles consecuencias futuras. En el curso 87-88, Jordan logró unificar las dos coronas y a partir de aquel momento, cada vez que se cruzaba con aquel periodista le repetía, mirándole a los ojos: «Te recuerdo que me has subestimado».
La argucia de una prestigiosa voz de ESPN y del Chicago Sun-Times como Rick Telander, colándose en una de aquellas sesiones de entrenamiento, ofreció las primeras pistas sobre cuál era el estado real de Jordan y las opciones verdaderas de consecución del milagro que tenía en vilo a todo el deporte mundial. El resumen es que físicamente hablando Jordan andaba bien, salvo una leve cojera después de esfuerzos prolongados. Que se prodigaba más de lo que había sido costumbre en el juego al poste y que mostraba la misma capacidad resolutiva de siempre. Algo así como decir que cuando su equipo llevaba nueve canastas y tenía la posesión de balón su porcentaje de acierto era demoledor.
A principios de septiembre todos los indicios apuntaban a que su regreso era seguro. Sin embargo, la confirmación oficial se iba a hacer de rogar un poco más. Tim Frank, portavoz de la NBA, tuvo que desmentir en esos días la oficialidad después de que un empleado de los Wizards pulsara por error una tecla y provocara que el nombre de Michael Jordan apareciera durante hora y media incluido en la plantilla oficial del equipo que podía consultarse en la web oficial de la franquicia de la capital. Tras hora y media de desconcierto se subsanó el error y se intentó quitar hierro al asunto, pero el incidente quedó como un crédito más favorable a la buena nueva.
Finalmente el más grande apareció aquel 30 de octubre del año 2001 con su nueva camiseta en «La Meca», como llamaba al Madison Square Garden, para enfrentarse a uno de los equipos que más había sufrido sus excesos. Su relación con Jeff van Gundy, por entonces entrenador de los Knicks, no era nada cordial debido a que en una ocasión el técnico se atrevió a calificar a Jordan de estafador.
No sé las miles de previas que habré tenido que consultar o cuánta información he tenido que compilar y asimilar a lo largo de todos estos años como comentarista de la NBA. En la última temporada de retransmisiones que compartimos, Andrés Montes y yo hicimos un cálculo muy somero, aproximado, de los partidos que podríamos haber comentado juntos. Nos salía una cifra por encima de los 1.500. También había partidos que habíamos comentado en infidelidad, con otras parejas. Y si sumo a partir de ese momento y hasta hoy en día el número de encuentros de NBA que he podido comentar en televisión, la cifra final debe de estar cercana a los 2.500. Todo esto viene a colación porque recuerdo que quizá no haya habido partido para el que haya tenido más información acumulada a mi disposición que aquel que abrió la tercera etapa de Jordan en la NBA. Todo el espacio era poco en cualquier periódico del mundo o web especializada para triturar al detalle la vuelta del mejor jugador de la historia del baloncesto. Fue una responsabilidad no temida y un gran orgullo participar en la retransmisión de algo tan especial y que sería recordado mucho tiempo. Me acordé de que en el regreso a la NBA de Magic Johnson, en la 95-96, en un partido frente a los Golden State Warriors, mis jefes no consideraron mi presencia en la retransmisión.
El espacio televisivo para un equipo que la temporada anterior había acumulado 19 victorias y 63 derrotas era casi testimonial; apenas había programados partidos de los Wizards en el calendario original que la NBA envía, antes del inicio de la campaña, a las televisiones que tienen los derechos en cada país. Por supuesto, la aparición del número 23 lo cambió todo y la liga dio garantías de que los Wizards iban a ser uno de los equipos más televisados de la temporada. En aquella noche mágica en el centro de Manhattan, Jordan sumó los mismos puntos (19) que en el primer partido con los Bulls después de su huida al béisbol y tres más que en el estreno como novato en 1984. La versión 2001-03 de Jordan mostró la evidencia de los años en su apariencia física, en el gesto, pero no escondía la certeza de que mantenía su clásico y especial don para este deporte. Y si con veintiún años y 267 días había sido capaz de anotar 45 puntos en su noveno partido como profesional, casi diecisiete años después, también en el noveno encuentro tras cuarenta meses de desconexión, metió 44 puntos, con 38 años y 272 días, contra Utah Jazz, uno de los equipos que más ha sufrido sus excelencias en sus idas y venidas. Era el Jordan de casi de siempre.
Jordan jugó dos temporadas y optó por la retirada definitiva con cuarenta años ya cumplidos. Jugó 142 partidos en dos años promediando 21,4 puntos, 6 rebotes y 4,5 asistencias por encuentro. Demostró que a esa edad podía ser todavía un jugador top. De no ser por una lesión de rodilla en el final de su primera temporada, los Wizards podrían haber alcanzado los playoffs. Molestias crónicas de rodilla y una lesión pasada producida en un dedo con un cortador de puros fueron una preocupación permanente. El principal recurso motivador de aquel Jordan cuarentón fueron los desafíos personales y las cuentas pendientes. Sus mejores partidos fueron producto de duelos personales contra jugadores destacados de la época en su posición (Carter, Mercer, Pierce, Reggie Miller), grandes defensores como Marion o escenarios para la retórica y el mito (39 puntos en su último partido en el Madison Square Garden). Otra noche cualquiera fue capaz de meterle 45 puntos (22 de manera consecutiva) al equipo dominante de la época en el Este, los New Jersey Nets, o 51 al equipo del que siempre consideró su estado, los entonces Charlotte Hornets de Carolina del Norte.
Doug Collins fue su entrenador aquellos dos años y se notó en el carácter especulador del equipo. En las dos temporadas en las que contaron con Jordan como jugador, los Wizards completaron un record idéntico: 37-45. En ninguno de los dos casos pudieron jugar playoffs. Primero Richard Hamilton y posteriormente Jerry Stackhouse y Larry Hughes fueron sus principales escuderos en un equipo con un juego interior poco competente que demostró la sospechosa condición como descubridor de talentos de Jordan. El equipo se había apoyado en la elección, como número uno del mismo draft que Pau Gasol, en «Un hombre llamado fracaso» (Kwame Brown). Popeye Jones, Jahidi White, un Christian Laettner venido a menos y Brendan Haywood completaron una nómina de jugadores altos más que discutible.
El momento culminante de aquel último contacto con la NBA de Jordan tuvimos oportunidad de vivirlo en el All Star Game del 2003 en Atlanta, su último Partido de las Estrellas. Aquel fin de semana nos hizo un tiempo estupendo en Atlanta. Yo regresaba a Georgia siete años después de los Juegos Olímpicos y no recuerdo exactamente por qué nuestro estado de ánimo era excelente. Estábamos felices, fuimos al Museo de la Coca-Cola, visitamos la vivienda natal de Martin Luther King y hasta nos desplazamos en el metro local (MARTA, Metropolitan Atlanta Rapid Transit Authority). En el partido del domingo, una despampanante Mariah Carey apareció con un vestido ajustado con el número 23 y los colores de los Washington Wizards y le cantó cual Marilyn a JFK el tema Hero. Jordan metió veinte puntos en un partido que necesitó de dos prórrogas, pero tuvo en sus manos la resolución del encuentro. Lo que la historia y la retórica de su carrera pedían para aquel momento no sucedió. Jordan metió un tiro imposible a falta de 4,8 segundos para el final de la prórroga y puso al equipo del este dos puntos por delante. Sin embargo, Jermaine O’Neal cometió falta sobre Kobe Bryant a falta de un segundo y este aseguró los dos tiros libres para forzar un segundo tiempo extra. Kobe frustró la última posible imagen heroica de Jordan en un evento de cierto calado. Toda una señal de sucesión.
Después de los tres anillos consecutivos de los Lakers, la NBA continuaba fraccionada por esa placa tectónica entre las dos conferencias. El punto de fricción era una tendencia acusada a priorizar de nuevo las defensas frente a la creatividad y la espontaneidad. Steve Kerr, uno de los personajes más inteligentes que ha pasado por la liga en las dos últimas décadas, nos dejó una de las mejores frases que jamás le he escuchado a un jugador: «Tengo el mejor trabajo del mundo. Juego seis minutos, meto dos canastas y todos quieren entrevistarme en la sala de prensa», dijo una vez este base que jugó 910 partidos en la liga y solo fue titular en 30 (ninguno en temporadas en las que ganó alguno de sus cinco anillos). Era de esos tiradores especialistas de sangre fría que aparecían en los encuentros casi una hora y media más tarde que el resto pero siempre acababa resultando trascendental. Pues bien, en un ataque de sinceridad muy honorable, Kerr, entonces jugador de San Antonio Spurs, reconoció después del tercer partido de la final de 2003 entre su equipo y los New Jersey Nets que le habían entrado ganas de levantarse del banquillo y largarse a su casa.
Fue una final dura y espesa. Para nosotros tenía el aliciente de pasar una semana entera en Nueva York, en el centro. Nos hospedamos en el Marriott Marquis de Times Square. No era nuestra primera vez allí y nos encantaban los ascensores. Un día coincidí en un ascensor (esa costumbre tan mía) con Sergio Scariolo. Más o menos en lo que tardó el ascensor desde la altura de la calle hasta el piso doce o catorce me contó que estaba acudiendo a los entrenamientos de los New Jersey Nets durante la final. Escuché una versión muy parecida a la que le concedió al diario El País en aquellos días: «Es un intercambio de conocimientos y ayuda en temas específicos. Puedo asistir a los entrenamientos, charlas técnicas y sesiones de vídeo.» «Cuando tengo una opinión la doy, ellos me la piden. Hay aspectos tácticos con los que no están muy familiarizados, como la defensa en zona o el ataque ante esta estrategia». Luego otras versiones algo diferentes me dijeron que Scariolo acudió a algún que otro entrenamiento debido a su amistad con Rich Dalatri, el entonces preparador físico de los Nets.
En aquella final sacamos partido de muchos paseos por TriBeCa y el Greenwich Village, vimos a Sarah Jessica Parker salir de un portal en bata para comprar algo en una tienda de ultramarinos, fuimos a conciertos de jazz y volvimos a vivir la Puerto Rican Parade, la marcha por el Día Nacional de Puerto Rico por las calles de Manhattan.
Andrés Montes era consciente, desde el principio, de que este producto había que venderlo, algo solo equiparable en España con el fútbol y quizá con el fenómeno posterior de Rafa Nadal, destacado representante patrio en un deporte conocido por todos. En aquella época estábamos disfrutando de los primeros años dorados de jugadores españoles en la NBA, pero la diferencia horaria siempre fue un obstáculo inmenso a la hora del seguimiento masivo. La Fórmula 1, pese al fenómeno Alonso, también necesitó de un dispositivo triunfante en su comunicación televisiva para convertir sus retransmisiones en un acontecimiento de masas.
«Hay que vender el muñeco», decía Andrés. Una liga que se juega en la madrugada española, con una implicación de casi cuatrocientos jugadores por temporada y que se disputa bajo los gustos y los condicionantes de la realidad social y económica de gente muy diferente a nosotros que vive a ocho mil kilómetros de distancia. En aquella final del 2003 fuimos conscientes desde el primer partido de que la comunicación y el revestimiento que había que darle al evento era un examen de nota. Aquella serie final fue la menos vista en televisión desde 1981 y evidenció alguna que otra señal de hartazgo popular ante la falta de espectáculo y carisma. En el cuarto partido de la serie (77-76 fue el resultado) se fallaron 114 tiros y se perdieron 27 balones. Jason Kidd, el jugador franquicia de los Nets, tenía una llave de la cancha de entrenamiento (una condición habitual en los equipos de la NBA) por si alguna vez le apetecía ir a practicar el tiro. Jamás había hecho uso de la dichosa llave durante dos años hasta que su escaso acierto en el tiro durante aquella final le llevó a utilizarla e intensificar sus prácticas mientras su esposa, Joumana, le pasaba el balón.
Antes de ese desenlace gris y angosto de la temporada habíamos disfrutado de grandes momentos en los playoffs del Oeste. Dallas y Sacramento disputaron una semifinal de conferencia antológica que solo se pudo resolver en el séptimo partido y con el mismo desenlace que todos los encuentros frente al precipicio que afrontaron aquellos añorados Kings. Transcurridos los tres primeros encuentros ya se habían sumado 757 puntos en global. Una bacanal de juego ofensivo, un festín que daba una cuenta de 252 puntos de media por encuentro. En el descanso del segundo partido, los Mavericks ya habían anotado 83 puntos. Ningún equipo había marcado nunca tanto en los dos primeros cuartos de un partido de playoff en la historia de la liga. Asomaba la cabeza ya por entonces Steve Nash como el base del momento, el más talentoso de la liga, socio perfecto y amigo personal de un Dirk Nowizki superlativo, un Larry Bird moderno, del siglo XXI.
Por el otro lado del cuadro, San Antonio Spurs consiguió al fin derrotar a los Lakers después de que los de Phil Jackson les hubieran eliminado en dos ocasiones. Ningún equipo había sido capaz de superar a aquellos Lakers en una eliminatoria de playoffs desde la primavera de 1999. Jackson acumulaba triunfos en veinticinco series consecutivas, concretamente desde 1995, con aquella eliminatoria en la que Orlando Magic eliminó a sus Chicago Bulls con un Jordan recién regresado a la NBA al que ni siquiera la recuperación del número 23 (en el segundo partido de la serie, dejando para siempre el 45) le sirvió para superar al equipo de Penny Hardaway.
Como decía, fue consumarse la caída de los Lakers contra los Spurs en los playoffs del 2003 y coger fuerza la versión de que la fórmula mágica de Batman y Robin (Shaq y Kobe) parecía agotada. Los problemas en el pie lastraron a Shaquille O´Neal en aquellos playoffs, recuperó su condición humana, como comentó por entonces Bill Walton. Kobe Bryant quiso aprovechar la coyuntura para incrementar sus funciones y erigirse en único salvador, pero aquella nueva fórmula química no resultó y el idilio aceleró su marchitado. Aquella flor había durado dos y hasta tres primaveras, pero no alcanzó la cuarta. Tim Duncan, el mejor ala-pívot de la historia, estuvo excelso y sacó de dentro un punto de agresividad hasta entonces inédito, causado por el placer de la superioridad. El gigante tranquilo bramó y terminó con la dinastía de los Lakers.
Retomamos a Steve Kerr, Wyatt Earp, como lo llamaba Montes. Nada más hacerse pedazos los Bulls, tras el sexto anillo, el tirador fichó por los Spurs y ganó su cuarto campeonato. Un jugador especial no solo tirando a canasta desde media y larga distancia, también un tipo de gran personalidad e inteligencia. Recuerdo que coincidimos con él en un restaurante en el que cenamos en París, durante el Open McDonald’s de 1997.
Kerr jamás sobrepasó los ocho puntos ni los 24 minutos de juego como promedio en una temporada. Jugó dos años más en Texas, con los Spurs, y luego se fue a Portland para jugar una temporada y regresó enseguida a San Antonio porque aún le quedaban ganas de sumar un anillo más. Kerr es el autor de una de las citas más cortas y trascendentes de la historia de la NBA: «Estoy listo», le dijo a Jordan en el último tiempo muerto antes de anotar la canasta que le dio a Chicago su quinto anillo, en 1997.
Gregg Popovich no era en sus primeros años como entrenador el técnico que hemos conocido en estos últimos. En realidad, reconociendo que está entre los tres mejores, considero que la mayor admiración que se le puede profesar a Popovich es la de su capacidad de aprendizaje y mejora siendo ya campeón. Normalmente, el éxito te suele convencer de que ya estás completo y de que tu labor es de enseñanza e instrucción transitiva más que de ampliar la formación. Su apertura a nuevas ideas, ritmos, a los jugadores FIBA y a la convivencia con Tony Parker ha crecido de manera progresiva, y se ha convertido en un gran (y muy completo) entrenador.
En la 2002-03, Popovich le dio poca bola a Kerr. En la final de conferencia contra Dallas, San Antonio perdía por 13 puntos a falta de 11 minutos. Popovich, «Teléfono rojo llamando a Moscú», que decía Montes, rescató al base del banquillo con el objetivo de arriesgar y agitar el partido con su amenaza en el perímetro. Kerr metió cuatro triples que fueron puñales en el corazón de los Mavericks, dio la vuelta al marcador y le regaló la victoria a su equipo. Alguna heroicidad más de ese estilo protagonizó durante la final ante los Nets, especialmente en el quinto encuentro. Sus promedios en los playoffs de esa temporada fueron de 2,2 puntos en 4,6 minutos, pero su porcentaje de triples fue del ¡83%! En agosto de ese mismo año anunció su retirada para pasar a convertirse en uno de los comentaristas más reconocidos del país, prestando su voz para una de las sagas de videojuegos de la NBA más prestigiosa. Además hizo un paréntesis en su actividad en el mundo de la comunicación para ser durante tres años presidente de los Phoenix Suns.
Aquella temporada también supuso el final de uno de los «matrimonios» más duraderos y mejor avenidos de la historia de la NBA. John Stockton abandonó el hogar y consumó el divorcio de Karl Malone sin haber logrado el objetivo de ganar un anillo. El base de Spokane se retiró con cuarenta y un años después de regalar 15.806 asistencias en diecinueve temporadas, siempre con los Utah Jazz. Muchas de aquellas asistencias llevaban franqueo con destino al mismo cartero, Karl Malone. Stockton siempre tuvo la apariencia del bueno y el listo del dúo, pero casi siempre sus rivales fueron desvelando su lado despiadado y sibilino. Después de un partido en el que le metió 52 puntos a los Hornets, Malone reconoció que Stockton previamente le había informado de unas declaraciones del malogrado Armen Gilliam en las que este definía a Malone como un jugador sobrevalorado. La revelación sirvió de chispa desencadenante de la furia competitiva de Malone. Nadie de la prensa fue capaz de descubrir de dónde había salido ese entrecomillado hasta que finalmente Stockton admitió que se había inventado aquellas supuestas declaraciones de Gilliam.
«He dudado de mi capacidad para entrenar a estos jugadores de la manera que quiero. Planeo un partido de una manera y luego las cosas no se hacen del modo previsto. Sin duda esta es mi temporada más difícil en la NBA.» Esta frase de Phil Jackson marca el principio del fin de la saga de aquellos Lakers de O’Neal. La cita fue recogida por Craig Sager, reportero de la TNT, en una entrevista con el técnico días antes de comenzar los playoffs de la temporada 2001-02. Restaba aún pegamento suficiente para ganar un anillo más, pero a partir de entonces no hubo adhesivo capaz de unir a O’Neal y Bryant. Al año siguiente, San Antonio Spurs les pasó por encima en semifinales de su conferencia tras una temporada marcada por la lesión del pívot (acusado por Kobe de poco profesional por evitar a los médicos durante todo el verano) y la racha de nueve partidos consecutivos del escolta en los que anotó cuarenta puntos, o más. En aquel momento, el divorcio ya no tenía vuelta atrás. Kobe se vio con la entidad suficiente para convertirse en el líder del equipo y no quiso perdonar la opción de desplazar a Shaquille a un papel secundario.
En el curso baloncestístico 2003-2004, la situación parecía ya insostenible desde antes de reunirse para la pretemporada. Bryant tuvo que lidiar con el oscuro asunto de una presunta agresión sexual a una camarera de un hotel de Denver, mientras que el general manager, Mitch Kupchak, logró la hazaña de firmar contrato con Karl Malone y Gary Payton, como muros de contención entre las dos estrellas. La idea del ejecutivo era la de renovar ilusiones, cambiar caras, meter a dos futuros miembros del Hall of Fame más en el vestuario. Reunir uno de los quintetos más poderosos jamás formados y así diluir rencillas entre Shaq y Kobe, al menos hasta que otro estandarte de campeón estuviera en el cielo del Staples Center. Pero Malone y Payton no estaban para líos y no se llegó al armisticio. Kobe lanzó una bomba nuclear en una entrevista concedida el 28 de octubre a ESPN. Fue su declaración de guerra antes de que la familia se sentara a la mesa, un indiscutible punto de no retorno. Kobe acusó directamente a O’Neal de llegar muy pasado de kilos y fuera de forma al training camp (pretemporada), de exagerar lesiones, de desviar habitualmente la culpa de las derrotas hacia sus compañeros y de exigir demasiado dinero para renovar cuando habían llegado Payton y Malone dispuestos a jugar por el salario mínimo sacrificando otras opciones más ventajosas. Bryant volvió a reprocharle públicamente a O’Neal su imposición para ser siempre la primera referencia en ataque y le definió como una persona infantil, celosa y egoísta. Si es cierta la historia de que Escipión Emiliano ordenó destruir hasta la última piedra en pie de Cartago, tras la Tercera Guerra Púnica, y marcar con un arado surcos durante diecisiete días sobre los que después se vertió sal para que nada más volviera a crecer, Bryant en esa entrevista cogió un saco de sal Maldon y la derramó avinagrada para enterrar su relación con Shaquille. Ese conflicto nuclear superó a Phil Jackson, que optó por ponerse tapones en los oídos y dejar que se despellejaran.
Los Lakers vivieron de detalles favorables y de procedencia inesperada, ajena a su Big Four, en los playoffs del Oeste. El famoso tiro de Fisher en San Antonio a falta de 0,4 segundos les impulsó hasta la final de la conferencia y lograron ese título parcial derribando a los Timberwolves de Cassell, Sprewell, Wally Szczerbiak y Garnett con la inspiración de los seis triples de Kareem Rush en el sexto y definitivo partido. Rush era un secundario que solo había sumado un total de once puntos en los cinco partidos anteriores. Los Lakers llegaron como una estructura artificial a la final contra los Detroit Pistons. La organización, la preparación y el deseo común eran dominantes en el equipo de Larry Brown. Los Pistons maniataron a los Lakers hasta dejarlos en 81 puntos de media por partido durante la final. Aún recuerdo a un pívot como Ben Wallace presionando en uno contra uno a media cancha a Kobe Bryant. La facilidad con la que los Pistons lograron su tercer anillo nos dejó atónitos a una gran mayoría.
La guerra civil y el ambiente bélico que dominó a los Lakers toda la temporada no deben ensombrecer la hazaña del equipo de Michigan. Joe Dumars, su general manager, había prescindido anteriormente del técnico Rick Carlisle, que no era capaz de concretar en playoffs todo lo sembrado en temporada regular. Le dio el timón al veterano Larry Brown y consiguió a Rasheed Wallace mediante traspaso desde Portland, previo paso de un partido por Atlanta. Como los Bad Boys de los títulos del 89 y el 90, el equipo de Brown fue un conjunto canchero, al estilo de los Jazz de Sloan pero vestidos de Conferencia Este. La opción dominante en la NBA volvió a partir de aquella temporada a atrincherarse en la defensa, con los Pistons y los Spurs de Popovich como máximos exponentes. Los Pistons se llevaron el campeonato a Michigan con el sexto peor ataque de la liga (90,1 puntos por partido). San Antonio y Detroit se encontraron en la final al año siguiente y los de Texas sumaron un nuevo título.
La final del 2005 entre San Antonio Spurs y Detroit Pistons fue la típica noche en que sales de fiesta sin esperanza ni pretensiones y que te acaba arrastrando a una velada inolvidable. Quién iba a imaginar en aquel momento que aquella final a siete partidos repleta de emociones fuertes sería la última final de la NBA que compartiríamos Andrés Montes, Remedios García y yo. Con respecto a la pareja televisiva con Andrés, nuestra décima final, nuestro decimonoveno viaje juntos a Estados Unidos y la última final compartida como comentaristas. En nuestra visita por segundo año consecutivo a Detroit, la NBA volvió a hospedarnos en un hotel de Troy, a casi cuarenta kilómetros del centro de Detroit y a veinte kilómetros de la cancha de los Pistons, el Palace de Auburn Hills.
En el primer día libre allí hicimos una excursión en coche para conocer el campus de la Universidad de Michigan State, haciendo parada de camino en la localidad de Flint, famosa en el baloncesto por ser la ciudad de origen de jugadores como Mateen Cleaves, Charly Bell, Morris Peterson, Glen Rice y Eddie Robinson y también por haber sido un lugar claramente destacado en los índices de criminalidad de todo Estados Unidos durante aquellos años. El cineasta Michael Moore había colocado a Flint en el mapa de la sensibilidad mundial con la película documental Bowling for Columbine tres años antes. Detuvimos el coche de alquiler un sábado a las 13.30 en el centro de Flint y la sensación fue espeluznante. Parecía una ciudad abandonada, sin viandantes ni vehículos. Aún me resulta inexplicable cómo una ciudad de más de cien mil habitantes podía estar desierta un sábado a esa hora, en Saginaw Street, cerca del ayuntamiento. Todos los locales comerciales parecían cerrados. La extrañeza y el temor nos puso enseguida en camino hacia los escenarios mucho más amables de East Lansing y el centro universitario al que pertenecieron entre otros Magic Johnson, Scott Skiles y Steve Smith.
Otro día cruzamos la frontera hacia la localidad canadiense de Windsor junto a compañeros y amigos de viajes como José Manuel Fernández, Jordi Robirosa, David Carro y Pere Aliguer. Casi todas las noches acudíamos a cenar a una zona de cierto nivel elitista por sus tiendas y restaurantes, Birmingham, la localidad donde se criaron Shane Battier y el jugador de fútbol Alexi Lalas, el mismo lugar donde decidió residir José Manuel Calderón al recalar en los Pistons. En aquellas noches coincidimos habitualmente con el equipo de la televisión autonómica de Cataluña, TV3, formado en aquella final por Jordi Robirosa, Joan, Manoli y Esther. Hablábamos de todo menos de baloncesto, con conversaciones que versaban sobre política territorial, economía, medios de comunicación o el mundo de las adopciones. Una noche concreta, exactamente el sábado 18 de junio, reservamos en el restaurante Mitchell’s Fish Market, en Willis Street. La final estaba empatada a dos y ya habíamos asegurado el viaje de regreso el lunes con dirección a San Antonio. Con la carta en la mano para decidir lo que íbamos a cenar observamos la aparición de Robert Horry con un acompañante. Se sentaron en la mesa de al lado. La cena de Horry fue tranquila, suave en los platos consumidos y amable por el trato que dispensó en propina y atención a los empleados del local.
Al día siguiente Horry, que era el quinto jugador de los Spurs en minutos disputados en aquellos playoffs, parecía igual de relajado una hora antes del inicio del partido que en el restaurante. Se detuvo para hablar largo y tendido con Michele Tafoya, la periodista encargada de las entrevistas a pie de pista en las retransmisiones de la ABC. Aquella estampa se reveló como una anunciación de un personaje digno de una película de Hitchcock. Horry metió su primera canasta, un triple, en el último segundo del tercer cuarto de un partido vibrante. La primera canasta del último cuarto fue otro triple de Horry. A partir de ahí su figura se engrandeció en papel protagonista, por encima de Duncan y de Ginobili. Sumó un total de 21 puntos y metió la puntilla en la nuca de los Pistons con otro triple a falta de 5,8 segundos para el final de la prórroga. Aquel partido lo ganaron los Spurs 95-96 y la final ya nunca pintó igual para el equipo de Larry Brown. Horry fue un héroe de compañía en nuestros viajes durante cinco de sus siete anillos de campeón.
Mientras, con la franquicia hecha añicos, Kupchak tomó la decisión de traspasar a Shaquille O´Neal y descartar la costosa renovación de Phil Jackson. Muchas fuentes autorizadas que seguían de cerca los entresijos de la franquicia aseguraron que fue Kobe el que estuvo detrás de estos dos movimientos. Sus aparentes deseos de gloria personal exigían poder y saber ganar sin los que le habían acompañado en los títulos anteriores. Con esas dos decisiones, Kobe se deshacía de su enemigo público número uno y se apartaba de un entrenador que no aceptó sus erupciones individuales y que en las discusiones con O’Neal siempre barrió más para el pívot. Steve Kerr (otra vez Kerr) contó que Jackson le regañaba en su etapa en los Bulls por pasarle demasiado el balón a Jordan y no propiciar que el resto del equipo se sintiera involucrado. Bryant, con veinticinco años, aún no compraba del todo esos planteamientos.
A mediados de la primera década del siglo XXI surgió un nuevo ventilador que, en sucesión de los Kings, se llevó poco a poco la amenaza del baloncesto gris y de los partidos con sabor a comida congelada. El ventilador de los Phoenix Suns de Mike D’Antoni, Nash, Stoudemire y compañía. Lamentablemente, el equipo de la filosofía de «Seven seconds or less» (siete segundos o menos, referida a la duración de sus ataques) recogió el testigo de los Kings también en su condición de pupas (lesiones, sanciones, desaires arbitrales) en los momentos cruciales. Por lo menos construyó el legado intocable de dejar dos MVP para Steve Nash. Volvió a dominar un jugador blanco, un base con magia, talento, puntos, inteligencia y una gran ética de trabajo. Resultó una delicia ver los partidos de ese equipo. Contraataques, posesiones cortas, triples, altos porcentajes y ritmo frenético. Sus detractores aún ondean la bandera del reproche de que ni siquiera pudieran alcanzar una final de la NBA. San Antonio y Dallas acabaron con las aspiraciones de los Suns y las ilusiones de los románticos. En su libro de reclamaciones, la franquicia de Arizona mantiene el codazo de Robert Horry sobre Nash y la polémica sanción impuesta por la liga tanto a Amare Stoudamire como a Boris Diaw por saltar a la pista desde el banquillo en aquella serie inolvidable contra los Spurs en la final de la Conferencia Oeste en el 2005. Al año siguiente, las lesiones de Stoudemire y de Raja Bell limitaron, otra vez en la final de esa conferencia, las opciones de los Suns contra los Mavericks.