8. REFLEXIONES

En los capítulos anteriores he señalado ya varios hechos que pueden colocarse en la categoría de los fenómenos psíquicos. Quizá antes de terminar este libro sea conveniente reanudar el tema, porque la fama del Tíbet se debe especialmente a la creencia de que los prodigios florecen allí como las flores del campo en otros lugares.

¿De qué proviene tan singular reputación? Examinémoslo rápidamente, veamos la opinión de los tibetanos frente a los prodigios y destaquemos algunos de ellos. Piensen lo que piensen ciertas gentes, estos hechos raros no son muy corrientes, y es bueno recordar que las observaciones condensadas en estas páginas comprenden un período de más de diez años.

La fascinación que ejerce el Tíbet sobre los pueblos vecinos es muy antigua. Mucho antes del nacimiento de Buda, los hindúes se volvían con religioso terror hacia el Himalaya, y circulaban historias extraordinarias sobre la comarca, velada por las nubes, asentada sobre los hombros de sus montañas nevadas.

China parece haber sentido también la atracción de las extrañas soledades tibetanas. La leyenda de su gran místico Lao-tse relata que, al fin de su larga carrera, el maestro, cabalgando en un buey, partió para el «país de las nieves», cruzó la frontera y no volvió a aparecer. Cuentan la misma historia de Bodhirama y de algunos de sus discípulos chinos.

Aun ahora, por los senderos que conducen a los puertos por donde se penetra en el Tíbet, se tropieza con peregrinos hindúes arrastrándose como en sueños, hipnotizados por una visión irresistible. Cuando se les pregunta por la causa de su viaje, la mayoría responde que anhelan morir en suelo tibetano. Con frecuencia, ¡ay!, el clima duro, la altitud, la fatiga y la falta de alimentación se unen para concederles lo que desean.

¿Cómo explicar el poder magnético del Tíbet? No cabe duda que la reputación de taumaturgos de que gozan los lamas ermitaños es la causa fundamental. Pero falta saber por qué el Tíbet ha sido reconocido especialmente como tierra elegida de las ciencias ocultas y de los fenómenos supranormales.

Se presta mucho, ante todo, la situación geográfica del país, cercado entre cadenas de formidables montañas y de inmensos desiertos.

Los hombres obligados a abandonar amados sueños, incompatibles con el medio prosaico en el que se mueven, se apresuran a transportarlas a regiones ideales más en armonía con ellas. Como último recurso, edifican para ellas jardines en las nubes y paraísos más allá de las estrellas. ¡Pero cuánto mayor aún será su afán de poder alojarlas a su alcance aquí abajo, entre los humanos! El Tíbet ofrece esa ocasión. Presenta todos los caracteres de las tierras maravillosas descritas en los cuentos. No creo exagerado que sus paisajes sobrepasen desde todos los puntos de vista a los que han surgido en el espíritu de los arquitectos fantásticos, constructores de mundos para dioses o para demonios.

Ninguna descripción puede dar idea de la serena majestad, de la grandeza astuta, del aspecto feroz y del encanto hechicero de los distintos paisajes tibetanos. Al recorrer aquellas altas tierras solitarias, siente uno la impresión de ser un intruso. Inconscientemente se acorta el paso, se baja la voz y suben palabras de excusa a los labios, dispuestas a dirigirse al primero que encontremos de los dueños legítimos de aquel suelo que se pisa sin derecho.

La costumbre no ha atenuado entre los indígenas la influencia particular que ejercen las condiciones físicas del Tíbet. Traducidas por su espíritu primitivo, sus impresiones toman las formas de los fantasmas con los que de manera tan densa han poblado las grandes soledades de su país vecino.

Por otro lado, así como los pastores caldeos echaron las bases de la astronomía observando el cielo estrellado, desde hace largo tiempo los ermitaños tibetanos y los chamanes vagabundos han meditado sobre los misterios de las regiones extrañas donde vivían y han observado los fenómenos que encontraban terreno favorable. De su contemplación nació una ciencia extraña y su posesión dio a los iniciados del «país de las nieves» la fama de que gozan desde hace tiempo.

Sin embargo, pese a su situación natural tan bien defendida, el Tíbet no es inaccesible. Puedo hablar con conocimiento de causa. He llegado varias veces a sus mesetas meridionales por diferentes puertos del Himalaya, he viajado durante años por sus provincias orientales y por sus desiertos de hierba del norte, y en mi último viaje he atravesado totalmente el país, desde su extremo sudeste hasta Lasa. Cualquier viajero robusto podría hacer lo mismo, si no fuese por la política que cierra el país a los extranjeros.

Es cierto que, sobre todo desde la introducción del budismo, gran número de hindúes, de nepaleses y más aún de chinos, han visitado el Tíbet, han visto sus parajes extraordinarios y han oído hablar de los poderes supranormales atribuidos a sus dubthobs (sabios que poseen poder supranormal). Entre estos viajeros, algunos se han acercado, seguramente, a los lamas y a los benposmagos y han oído exponer las doctrinas de los ermitaños contemplativos. Sus relatos, amplificados, como siempre, conforme circulan, sumados a las causas físicas que acabo de mencionar, y quizá a otras menos aparentes, han debido de tejer en torno al «país de las nieves» la atmósfera de magia en que aparece hoy envuelto.

¿Debemos deducir que la fama del Tíbet como tierra donde florecen los milagros, es usurpada? Sería, probablemente, un error tan grande como el de aceptar, sin controlar, todos los cuentos de los indígenas o los que han surgido más recientemente sobre este asunto del cerebro ingenioso de algunos occidentales bromistas. El mejor camino que debemos seguir es el de inspirarnos en la opinión, más bien inesperada, defendida por los tibetanos en lo que se refiere a los incidentes anormales. Nadie niega en el Tíbet que semejantes hechos acontecen, pero nadie los tiene por milagrosos, en el sentido que el término milagro representa en occidente, es decir, un acontecimiento suprahumano.

Los adeptos avanzados de las doctrinas místicas tibetanas consideran fenómenos psíquicos los hechos que en otros países se han considerado milagrosos o se han atribuido a la intervención arbitraria de seres que pertenecen a otros mundos.

De manera general, los tibetanos distinguen dos clases de fenómenos:

1.° Los fenómenos que se producen inconscientemente, ya sea por una persona, ya sea por varios individuos. Si el autor o los autores del fenómeno obran inconscientemente, cae de su peso que este último no tiende a un fin determinado de antemano por quienes lo producen.

2.° Los fenómenos producidos a sabiendas, con el fin de obtener un resultado preciso. Éstos son, casi siempre, aunque no necesariamente, obra de una sola persona. Esta persona puede ser un hombre o bien pertenecer a otra de las seis clases de seres que los tibetanos reconocen como existiendo en nuestro universo. Cualquiera que sea el autor, el fenómeno se produce por los mismos procedimientos. No hay milagro.

Será útil observar de paso que los tibetanos son deterministas. Creen que cada acto de voluntad está condicionado por numerosas causas, cercanas las unas, infinitamente lejanas las otras. No he de extenderme sobre este punto, que está fuera de mi objeto, pero es preciso comprender que, consciente o inconscientemente producido, el fenómeno se debe a múltiples causas. Primero, a las que han creado en su autor la voluntad de ejecutarlo, o que, sin que se dé cuenta, han puesto en acción fuerzas latentes en él; luego, a las que, independientes del autor del fenómeno, han favorecido la producción de éste.

Las causas lejanas están representadas, generalmente, por su descendencia, si puedo emplear ese término que algunos tibetanos usaban durante nuestras conversaciones. Esta descendencia88 se refiere a los efectos que encarnan, por el momento» actos materiales ejecutados en el pasado o a pensamientos antiguos.

Cuando hable de la concentración del pensamiento, será, pues, necesario recordar que, según el sistema que estudiamos, ésta no es absolutamente espontánea, y que el fenómeno del que es causa directa89 tiene tras sí, en la retaguardia, un sin fin de causas secundarias90 igualmente indispensables.

El secreto del adiestramiento psíquico, según los tibetanos, consiste en desarrollar una fuerza de concentración de pensamiento muy superior, naturalmente, a la que poseen los hombres mejor dotados.

Los tibetanos aseguran que por medio de esta concentración se han producido ondas de energía. Entiéndase que la palabra onda es mía. La empleo para que la explicación resulte más clara y porque, como veremos, se trata de corrientes de fuerza en el pensamiento de los tibetanos. Sin embargo, éstos emplean, sencillamente, la palabra energía (Chugs o rtsal). Enseñan que esta energía se produce cada vez que una acción mental o física tiene lugar. Acción del espíritu, del verbo o del cuerpo, según la clasificación budista. De la intensidad de esta energía y de la dirección que se le da depende la producción de los fenómenos psíquicos.

He aquí diferentes maneras de utilizar la energía engendrada por una potente concentración de pensamiento, según los magos maestros del Tíbet:

1. Un objeto puede cargarse con estas ondas como con un acumulador eléctrico, y rendir luego la energía que contiene bajo la forma de cualquier manifestación. Por ejemplo, aumentará la vitalidad de quien entra en contacto con él, le comunicará valentía, etcétera.

Basándose en esta teoría los lamas preparan píldoras, agua bendita y encantamientos de especies diferentes, que se supone protegen contra los accidentes o que conservan la salud. El lama tiene que purificarse, primero, con un régimen alimenticio particular y con la meditación en el retiro; después concentra su pensamiento en los objetos que quiere cargar de fuerza bienhechora. Emplean varías semanas o varios meses en esta preparación. No obstante, cuando se trata solamente de chales o de cordones hechizados los anudan y consagran en unos minutos.

2. La energía transmitida al objeto infunde en él una especie de vida, y se torna capaz de moverse y puede ejecutar actos dictados por quien le ha animado. Recordemos la historia de las tormas (tortas rituales) que el lama hechicero de Tranglung envió por los aires a las casas de los aldeanos que le desobedecían.91

Dicen que los ngags-pas emplean igual medio para perjudicar a otro. He aquí un ejemplo de lo que hacen:

Después de una concentración de pensamiento que dura, quizá, varios meses, el hechicero infundirá en un cuchillo la voluntad de matar a tal individuo. Cuando el ngags-pas supone que el instrumento está en estado de cumplir su oficio, lo colocará al alcance del hombre a quien quiere matar, de modo que, infaliblemente, éste se vea obligado a hacer uso de él. Los tibetanos creen que entonces, en cuanto el contacto se establece entre el hombre y el cuchillo, el último se mueve, imprime un movimiento irresistible en la mano que lo tiene y mata o hiere a la persona contra la que se ha preparado. De este modo la herida parece tener un motivo natural: torpeza o deseo de suicidarse.

Se asegura que cuando el arma está animada es peligrosa para el mago mismo, que si no tiene la ciencia y la habilidad necesarias para protegerse, puede convertirse en su víctima.

No es extraño que el hechicero se sugestione a sí mismo en el transcurso de los ritos tan largos que tal práctica exige y que se produzca un accidente. Según los tibetanos, dejando a un lado las historias de demonios, puede ser un fenómeno parecido al que sucede cuando el mago crea un fantasma y éste se independiza de su autor.

Algunos lamas y benpos consideran equivocado creer que el cuchillo se anima matando al hombre que le señalan. Dicen, al contrario, que el hombre sufre la sugestión producida por la concentración de pensamiento del mago y se suicida inconscientemente. Aunque el ngags-pa, explican, sólo tiende a animar el cuchillo, el pensamiento del individuo contra quien dirigen el rito y la escena de su muerte futura están siempre presentes en su espíritu. Y como esta víctima puede ser un receptor propicio para acoger las ondas psíquicas engendradas por el mago, mientras que el cuchillo inerte no lo es, es ella la que sufre la influencia del ngags-pa. Resulta, pues, que cuando el hombre cuya muerte se desea entra en contacto con el cuchillo preparado por el hechicero, se sugestiona, a pesar suyo, y obedece a la sugestión, hiriéndose.

He hecho la narración de esta explicación tal como me la han contado.

Los tibetanos creen además que, aun sin emplear ningún objeto material como intermediario, los adeptos avanzados en ciencias ocultas pueden sugerir, a distancia, la idea de matarse, o cualquier otra idea, a hombres, bichos, demonios, genios, etc. Todos están de acuerdo, sin embargo, en afirmar que semejante tentativa no puede tener éxito contra el que ha practicado asiduamente el adiestramiento psíquico, porque es capaz de reconocer la naturaleza de las olas de fuerzas dirigidas hacia él y rechazar las que juzgue nefastas.

3. Sin la ayuda de un objeto material la energía emitida por la concentración de pensamiento transmite fuerza a distancia, y esta fuerza da lugar a manifestaciones diversas en el sitio adonde ha sido dirigida. Puede, por ejemplo, producir un fenómeno psíquico en ese lugar. Ya se ha dicho algo sobre esto al hablar de los tulkus.*

Puede penetrar también en el objeto que se le ha designado y verter en él fuerza especial. Es el sistema que emplean los maestros místicos al conferir las iniciaciones a sus discípulos. Las iniciaciones no consisten, para los tibetanos, en la comunicación de una doctrina o de un secreto, sino en una transmisión de poder o de fuerza psíquica, que capacite al discípulo para llevar a efecto la cosa especial en vista de la cual recibe la iniciación. El término tibetano angkur, que traducimos por iniciación, significa, literalmente, «comunicar el poder».

Esta transmisión de fuerza psíquica a distancia dicen que permite también al maestro sostener y reanimar, en caso necesario, la fuerza física y mental de sus discípulos lejanos.

El procedimiento no tiende siempre a enriquecer el objeto hacia el que la onda va dirigida. A veces, al contrario, después de haberlo tocado, vuelve al lugar de donde fue emitida,92 mas al tomar contacto con el objeto, le saca una parte o la totalidad de su propia energía y, cargada, vuelve a su punto de partida para reabsorberse en el autor del fenómeno. Por eso dicen que algunos magos negros y algunos seres demoniacos llegan por tal medio a prolongar eternamente su vida, a adquirir fuerza física extraordinaria, etcétera.

4. Los tibetanos aseguran que, por la concentración de pensamiento, los hombres ejercitados son capaces de proyectar las formas concebidas en el espíritu y de crear todo género de fantasmas: hombres, deidades, animales, objetos diversos, paisajes, etcétera.*

Estos no siempre aparecen como espejismos impalpables. Pueden ser tangibles y dotados de todas las facultades y cualidades que pertenezcan, naturalmente, al ser animado o a la cosa que representan. Por ejemplo, un caballo fantasma trota y relincha; el caballero fantasma que lo monta puede bajar de su cabalgadura, hablar con un transeúnte en el camino, hacer una comida compuesta de alimentos verdaderos. El perfume de un rosal de rosas fantasmas se extenderá a lo lejos; una casa fantasma cobijará a viajeros de carne y hueso, etcétera. A primera vista, parece que todo lo que precede debe ser catalogado en la categoría de los cuentos de hadas, y se obra cuerdamente tomando como tales el noventa y nueve por ciento de las historias tibetanas que relatan hechos de este género. No obstante, a veces se tropieza con casos que turban; se producen fenómenos que no podemos negar. Queda uno reducido entonces a buscar por sí mismo la explicación, si no se quiere admitir la de los tibetanos. No obstante, las explicaciones tibetanas, por la fuerza vagamente científica que adoptan, constituyen un atractivo más y son, por sí mismas, campo de investigación.

Los viajeros occidentales que se han aproximado a la frontera tibetana y se han formado una opinión superficial sobre las supersticiones de las masas populares, quedarán quizá sorprendidos al saber que ideas tan extrañamente racionalistas y hasta escépticas alimentan a aquellos benditos crédulos en las profundidades de su espíritu.

Nos servirán para ilustrar el tema dos relatos populares del Tíbet. Poco importa que los hechos sean o no auténticos. Lo que hay que retener es la interpretación del milagro y el espíritu que impregna los relatos.

Un mercader viajaba con su caravana un día de mucho viento. La borrasca le arrebató el sombrero, que fue lanzado entre los espinos.

Los tibetanos creen que trae mala suerte recoger la prenda que cae así durante un viaje; obediente a la idea supersticiosa, el mercader abandonó su sombrero. Era éste de fieltro blando con orejeras de piel. Aplastado entre la maleza y medio oculto por ella, apenas se reconocía su forma. Unas semanas después, al caer la noche, un hombre, al pasar por allí, distinguió una forma imprecisa que parecía escondida. No siendo muy valiente, apresuró el paso y se alejó. Al día siguiente, en la primera aldea por donde pasó, dijo que había visto una cosa extraña escondida entre las zarzas a corta distancia del camino.

Pasó el tiempo y otros viajeros percibieron también, en el mismo sitio, un objeto singular que no pudieron definir y hablaron de él en la misma aldea. Y así, sucesivamente, otros más entrevieron al inocente sombrero y llamaron sobre él la atención de las gentes del país.

Entretanto, el sol, la lluvia y el polvo, haciendo de las suyas habían cambiado el color del fieltro y las orejeras tiesas se parecían vagamente a las orejas peludas de algún animal. El aspecto del harapo era, por lo tanto, mucho más peculiar.

Ya se advertía a los viajeros y a los peregrinos que paraban en aquella aldea que en el linde del bosque una cosa, que no era ni hombre ni animal, estaba emboscada y que convenía precaverse. Algunos sugirieron que podía ser un demonio, y pronto el objeto anónimo ascendió al rango de diablo. Todo el mundo acabó comentando lo del demonio agazapado en el bosque ya que cuantas más personas veían el viejo sombrero, más se extendía el rumor.

Y sucedió un día que unos viajeros vieron que el harapo se movía; otro día pareció querer librarse de las zarzas que lo aprisionaban y, finalmente, persiguió a los que pasaban, que, locos de terror, huyeron velozmente.

El sombrero se había animado por efecto de tantos pensamientos concentrados en él.

Aseguran que esta historia es verídica y la dan como ejemplo del poder de concentración de pensamiento, aun efectuado inconscientemente y sin tender a un fin.

La segunda historia tiene todo el aire de haber sido inventada por un burlón descreído para mofarse de los devotos. Sin embargo, no es cierto. En el Tíbet nadie encuentra motivo para reírse o indignarse. El hecho se acepta como expresión de la realidad que concierne a todos los cultos, donde el objeto venerado no vale más que por la veneración que le demuestran y no tiene más poder que el que sus mismos fieles le han adjudicado con la concentración de sus piadosos pensamientos y de su fe.

La anciana madre de un mercader que iba todos los años a la India, pidió un día a éste que le trajese una reliquia de tierra santa (la India, cuna del budismo, es la tierra santa de los tibetanos). El mercader prometió cumplir el encargo, pero preocupado con sus asuntos, lo olvidó. La vieja tibetana tuvo un disgusto, y al año siguiente, cuando la caravana de su hijo se puso de nuevo en marcha hacia la India, le hizo prometer una vez más que le traería la reliquia. Éste lo prometió y no se acordó. Y lo mismo pasó un año después. Mas la tercera vez el mercader recordó el deseo de su madre antes de llegar a su casa y se afligió realmente al pensar en el disgusto que tendría la piadosa mujer. Mientras reflexionaba sobre cómo arreglaría el asunto, sus ojos se posaron en un trozo de mandíbula de perro que yacía en la orilla del camino. Tuvo una inspiración súbita. Arrancó un diente de la osamenta reseca, le quitó el polvo que lo cubría y lo envolvió en un trozo de seda. En su casa presentó aquel hueso a su madre como un diente del gran Sariputra,93 reliquia preciada.

Loca de alegría y llena de veneración, la buena mujer colocó el diente en un relicario sobre un altar. Todos los días le rendía culto, encendiendo lámparas y quemando incienso. Otros devotos se unieron a ella y, después de algún tiempo, el diente del perro, proclamado santa reliquia, despidió rayos luminosos. De esa historia ha nacido este refrán tibetano:

Meu gus yu na

Khyi so eu toung.

O sea, de la veneración surge la luz hasta de un diente de perro.94

Como se ha podido ver en la presente obra, las teorías de los lamaístas que se relacionan con cualquier fenómeno son, en el fondo, idénticas. Todas se basan en el poder del espíritu, y esto no es más que lógica, por parte de las gentes, que, en su mayoría, consideran al universo, tal como lo vemos, como una visión subjetiva.

El poder de volverse invisible a voluntad, exhibido por numerosos magos en los cuentos de todos los pueblos, los ocultistas tibetanos lo atribuyen, finalmente, al cese de la actividad mental. No es que las leyendas omitan citar los medios materiales que produce esa invisibilidad. Entre ellos está el famoso dip ching, madera fabulosa que esconde en su nido una especie particular de cuervos. El más pequeño fragmento de ésta asegura la invisibilidad perfecta al hombre, al animal o al objeto que lo lleva, o del que está cerca. Pero los grandes naldjorpas, los dubtchens eminentes, no necesitan ningún instrumento mágico para obtener este resultado.

Por lo que he llegado a comprender, los novicios en el adiestramiento psíquico no consideran el fenómeno como los profanos. Si hemos de hacerles caso, parece que no se trata en modo alguno de escamotearse, aunque el vulgo imagine en esa forma el prodigio. Lo que hace falta es conseguir no despertar la menor sensación en los seres animados que estén próximos. De ese modo se pasa inadvertido, y aun cuando haya menos perfección en el fenómeno, apenas se dan cuenta de su paso, llegan a no provocar reflexiones y no dejan la menor impresión en la memoria de aquellos con quienes tropiezan.

Las explicaciones que he conseguido sobre el tema pueden traducirse del modo siguiente: cuando se avanza haciendo mucho ruido, muchos gestos, tropezando con las personas y las cosas, se determinan muchas sensaciones en gran número de individuos. Se despierta la atención en los que las sienten y las dirigen hacia el autor. Al contrario, si se anda despacio, en silencio, apenas se despiertan sensaciones, éstas no son fuertes, no llaman la atención en aquellos que las experimentan y, como consecuencia, se pasa inadvertido.

Sin embargo, por inmóviles y silenciosos que permanezcan, el trabajo del espíritu engendra una energía que se derrama en torno del que la produce, y esta energía es sentida de distintas maneras por quienes entran en contacto con ella. Logrando suprimir todo movimiento del espíritu, no despiertan sensaciones en derredor y son como invisibles.

Pareciéndome esta teoría demasiado arriesgada, insinué que, a pesar de todo, el cuerpo material tendría que verse. La contestación fue la siguiente: vemos en cada instante un número considerable de objetos, pero aunque todos esten a nuestra vista, sólo notamos un número restringido de ellos. Los otros no producen ninguna sensación en nosotros; ningún conocimiento-conciencia sigue al contacto visual; no recordaremos que ese contacto ha tenido lugar. De hecho, aquellos objetos han permanecido invisibles para nosotros.

Si hubiésemos de creer todas las historias o dar fe a los relatos de cuantas personas aseguran haber presenciado materializaciones, éstas serían frecuentes en el Tíbet, pero conviene siempre, en materia semejante, conceder amplio margen a la exageración y a las habladurías. Muchos han de ser los que al oír hablar de un milagro no puedan resistir a la tentación de jactarse de haber contemplado otro más extraordinario aún. También hay que tener en cuenta la sugestión colectiva y la autosugestión. Sin embargo, a pesar de todas las reservas respecto a la frecuencia de estos fenómenos, me sería difícil negarles por completo la existencia.

Las materializaciones,95 como los tibetanos las describen y como yo misma he podido verlas, no se parecen a las que, según dicen, han sido observadas en las sesiones espirituales. En el Tíbet, los testigos de fenómenos no han sido especialmente convocados para tratar de obtener éstos; no tienen, pues, el espíritu preparado y dispuesto a verlos. No hay mesa donde los presentes pongan las manos, no hay médium en trance, ni cuarto oscuro en el que el médium se encierre. La oscuridad no es precisa: el sol y el aire libre no perjudican a las apariciones.

Como ya hemos dicho, algunas de estas apariciones se crean voluntariamente, sea de manera instantánea —si el autor del fenómeno tiene suficiente fuerza física—, sea por un procedimiento muy lento del género descrito en el capítulo anterior a propósito de la objetivación de un yidam.

En otros casos, el autor del fenómeno produce éste involuntariamente y no tiene conciencia de la aparición que otros contemplan. A veces, la aparición consiste en una forma idéntica a la del autor de la materialización, y en este caso los que de una manera u otra creen en la existencia de un doble etéreo verán una manifestación de este último. Pero múltiples dobles del autor del fenómeno aparecen, a veces, simultáneamente y, en ese caso, es difícil atribuir las apariciones a la existencia de un doble único. Otras veces la forma o las formas creadas no tienen ninguna semejanza con quien las produce.

Relataré unos cuantos fenómenos de que he sido testigo con otras personas:

1. ° Un muchacho que estaba a mi servicio se fue a ver a sus padres. Le había dado tres semanas de permiso, después de las cuales tenía que comprarme provisiones y contratar porteadores para transportar los fardos por la montaña. El que se divertía entre los suyos, prolongó la ausencia. Habían transcurrido cerca de dos meses sin que apareciese. Creí que me había dejado definitivamente. Una noche soñé con él. Le vi vestido de una manera que no le era habitual y con un sombrero de forma europea que nunca había llevado. Al día siguiente uno de mis criados vino corriendo: «Uangdu llega —me dijo—; acabo de verlo».

Curiosa coincidencia. Salgo para ver llegar al viajero. El sitio en que me encontraba dominaba un valle. Vi claramente a Uangdu vestido exactamente como en mi sueño. Estaba solo y subía el camino en zigzag sobre la vertiente de la montaña.

Hice la observación de que no traía equipaje, y el sirviente que estaba a mi lado dijo:

—Uangdu se habrá adelantado a los porteadores.

Otros dos hombres vieron también a Uangdu subiendo la montaña. Mi criado y yo continuábamos mirando cómo se acercaba, cuando llegó cerca de un pequeño cherten. Formaba la base de éste un cubo de albañilería de 80 centímetros, aproximadamente, de lado, e incluyendo su parte superior hasta la cúspide de la aguja final, todo el monumento no medía más de dos metros. Estaba construido, en parte, de piedra, en parte apisonado y completamente macizo, sin ningún hueco.

El chico pasó por detrás del cherten y no volvió a salir.

No había en aquel lugar ni árboles, ni casas, ni repliegues del terreno, sólo aquel cherten aislado. Primero, el criado y yo supusimos que Uangdu se había sentado a la sombra del pequeño monumento. Luego, viendo que el tiempo pasaba sin que reanudase la marcha, exploré los alrededores con mis gemelos. No vi a nadie.

Por orden mía, dos de mis criados fueron en busca de Uangdu. Seguí su marcha con mis prismáticos. No descubrieron anadie.

El mismo día, a las cinco de la tarde, Uangdu apareció en el valle a la cabeza de su pequeña caravana. Traía el traje y el sombrero que le había visto primero en sueños y luego en la aparición.

Sin mencionarles esta última, sin darles tiempo a hablar con mis criados, interrogué a los mozos y a Uangdu. Resultó del interrogatorio que todos habían pasado la noche en un sitio demasiado alejado para que ninguno de ellos hubiese podido llegar a mi casa por la mañana, y que, por otro lado, Uangdu había caminado continuamente con los aldeanos.

En las semanas siguientes al incidente pude comprobar la exactitud de las declaraciones que me habían hecho, procediendo a una encuesta en los últimos pueblos donde tuvo lugar el relevo de los porteadores. Se pudo comprobar que los hombres dijeron la verdad, habiendo hecho la última etapa entera acompañados de Uangdu.

2. ° Un artista tibetano que se complacía en pintar deidades terribles y les rendía asidua veneración, entró una tarde en mi casa.

Detrás de él distinguí la forma un tanto nebulosa de uno de los personajes fantásticos que figuraban con frecuencia en sus lienzos.

La estupefacción me obligó a hacer un gesto brusco y el pintor se adelantó extrañado para preguntarme el motivo. Observé que el fantasma no seguía su movimiento. Rápidamente aparté a mi visitante y di algunos pasos hacia la aparición alargando el brazo. Tuve la impresión de tocar algo sólido que cedía a la presión. El fantasma desapareció.

Contestando a mis preguntas, el artista me confesó que evocaba desde hacía varias semanas al personaje que había entrevisto y que ese mismo día acababa de trabajar largamente en un cuadro que lo representaba.

Resumiendo, todos sus pensamientos se concentraban en el dios a quien quería convertir en siervo. El propio tibetano no había visto al fantasma.

3. ° El tercer incidente singular parece pertenecer a la categoría de los fenómenos producidos de modo voluntario.

En aquella época acampaba cerca de Punang un riteu, en el Kham. Una tarde estaba con mi cocinero en una choza que me servía de cocina. El muchacho pedía provisiones. Le dije: «Ven conmigo a mi tienda, tomarás de los cajones lo que necesites».

Salimos, y al acercarnos a mi tienda, cuyas cortinas estaban abiertas, vimos los dos al lama superior del riteu sentado en una silla plegable, junto a la mesa. No nos extrañó, porque aquel lama me visitaba con frecuencia. El cocinero me dijo en seguida: «Rimpotché está ahí, tengo que volverme a hacer té para él, cogeré las provisiones más tarde».

Contesté: «Es verdad, prepara té rápidamente».

El sirviente se fue y yo continué avanzando. Al llegar a pocos pasos de mi tienda me pareció que un velo de bruma diáfana, extendido ante ella, se apartaba dulcemente. El lama había desaparecido.

Poco después, el sirviente volvió trayendo el té. Se sorprendió al no encontrar al lama, y para no asustarlo, le dije: «Rimpotché sólo tenía que decirme dos palabras, está ocupado y no ha tenido tiempo de quedarse».

No dejé de hablar al lama de esta visión, pero se limitó a sonreír burlonamente sin querer darme explicaciones.

La creación de un fantasma, como hemos visto en el capítulo anterior a propósito del yidam, tiene dos objetos: el objeto elevado, que consiste en enseñar al discípulo que no existen más dioses que los creados por su pensamiento, y el objeto, más interesado, de crear la propia protección.

¿Cómo protege el fantasma a su propio creador? Apareciéndose en su lugar. Es una práctica corriente. Todas las mañanas el lama que está iniciado se reviste de la personalidad de su dios tutelar (podría revestirse de otra si lo desease) y suponen, entonces, que los seres malévolos, en vez de verlo como hombre, lo ven como un dios de aspecto terrible que los pone en fuga.

Es difícil que quienes practican muy seriamente todas las mañanas el rito que consiste en revestir la forma de su yidam, sean capaces de exhibir ésta. No sé si logran engañar a los demonios, pero ciertamente no engañan a los humanos. Sin embargo, me han contado que algunos lamas se habían aparecido de repente bajo el aspecto de ciertos personajes del panteón lamaísta.

En cuanto a los magos, sólo ven en la creación de un tulpa (fantasma) un medio de proveerse de un instrumento que ejecute sus voluntades. Y en ese caso el fantasma no es necesariamente un dios tutelar, sino cualquier ser u objeto inanimado propicio a sus designios.96

Una vez formado, dicen los ocultistas tibetanos, este fantasma tiende a liberarse de la tutela del mago. Viene a resultar un hijo rebelde y cuentan que se producen luchas entre el mago y su criatura, dramáticas a veces.

Citan también casos en los que el fantasma va a cumplir una misión, no vuelve y continúa sus peregrinaciones como un títere semipensador y semiinconsciente. Otras veces es un drama la operación de disolverlo. El mago trata de destruir su obra y el fantasma se empeña en conservar la vida que le han infundido.

Todos estos cuentos dramáticos de materializaciones en rebeldía, ¿son pura imaginación sólo? Es posible. No aseguro nada, me limito a relatar lo que he sabido por gentes que me han merecido fe en otras ocasiones, aunque ellas mismas pueden ilusionarse.

En cuanto a la posibilidad de crear y de animar un fantasma, casi no puedo ponerlo en duda. Incrédula de ordinario, quise ensayar la experiencia yo misma, y para no dejarme influir por las formas impresionantes de las deidades lamaístas, que tenía casi siempre ante mis ojos en cuadros y en estatuas, escogí un personaje insignificante: un lama bajo y rechoncho, de tipo inocente y jovial. Al cabo de unos meses el buen hombre había tomado forma. Poco a poco se fijó y vino a ser una especie de comensal. No esperaba a que pensase en él para aparecer, sino que se dejaba ver en el momento en que mi espíritu estaba ocupado en otra cosa. La ilusión era, sobre todo, visual, pero llegué a advertir como si la tela de un traje me rozase y a sentir la presión de una mano sobre mi hombro. En aquel momento no estaba encerrada, montaba a caballo todos los días, vivía bajo mi tienda y gozaba de excelente salud, según mi feliz costumbre.

Gradualmente se operó un cambio en mi lama. Los rasgos que le habían adjudicado se modificaron: su cara, mofletuda, adelgazó y tomó una expresión vagamente burlona y perversa. Se volvió más inoportuno. En una palabra, se me escapaba. Un día, un pastor que me traía manteca, vio al fantasma y le tomó por un lama de carne y hueso.

Debía de haber dejado que el fenómeno siguiese su curso, pero aquella presencia insólita empezaba a enervarme. Se convertía en una pesadilla. Me decidí a disipar una alucinación de la que no era plenamente dueña. Lo conseguí, pero después de seis meses de esfuerzo. Mi lama era de vida recia.

No es sorprendente que haya llegado a alucinarme voluntariamente. Lo interesante en esos casos de materialización es que otros ven la forma creada por el pensamiento. Los tibetanos no están de acuerdo sobre la explicación de este fenómeno. Unos creen que existe realmente la creación de una forma material, otros únicamente ven un caso de sugestión: el pensamiento del creador del fantasma se impone involuntariamente a otro y le hace ver lo que él mismo ve.

A pesar de la ingeniosidad desplegada por los habitantes del Tíbet en su deseo de encontrar una explicación racional a todos los prodigios, algunos de éstos permanecen ininteligibles, ya porque sean puras invenciones, ya por otras causas.

Así admiten, generalmente, que los místicos avanzados no deben necesariamente morir de modo ordinario, sino que pueden, siempre que lo deseen disolver su cuerpo sin dejar rastro. Cuentan que Restchungpa desapareció de esa manera, y que la esposa de Marpa, Dagmedma, se incorporó a su marido durante una meditación particular.

No obstante, estas tradiciones cuyos héroes vivían hace siglos se nos aparecen como puras leyendas. El hecho siguiente, de fecha relativamente cercana, despertará nuestro interés, tanto más cuanto que, en lugar de haberse producido en una ermita solitaria, el prodigio aconteció, según dicen, en pleno día y ante centenares de testigos.

Me apresuro a declarar que no me encontraba entre ellos y es fácil imaginar cuánto lo lamento. Mis informes proceden de personas que aseguran haber visto el fenómeno. El único lazo que me liga con el prodigio es que he conocido al que dan por héroe del mismo.

Éste era, como anteriormente he contado, uno de los guías espirituales del Trachi Lama. Le llamaban Kyongbu rimpotché. Durante mi estada en Jigatzé estaba ya viejo y vivía como ermitaño a algunos kilómetros de la ciudad a la orilla del Yesru Tsangpo (Brahmaputra). La madre del Trachi Lama le veneraba mucho, y mientras estuve con ella escuché varias historias extraordinarias sobre él.

Decían que, a medida que los años pasaban, el sabio y santo asceta disminuía de talla.

Es signo de alta perfección espiritual, según los tibetanos, y hay muchas leyendas sobre los místicos magos que, habiendo sido hombres de gran estatura, fueron reduciéndose gradualmente a proporciones diminutas y finalmente desapareciendo.

Cuando se empezó a hablar de la consagración de la nueva estatura de Maitreya, el Trachi Lama manifestó el deseo de que Kyongbu rimpotché procediese a la ceremonia, pero éste declaró que moriría antes que terminasen el templo donde estaba la estatua. El Trachi Lama pidió al ermitaño que retratase su muerte para poder consagrar el templo y la estatua.

Tal ruego puede parecer extraño a un occidental, pero concuerda con la creencia tibetana de que los grandes místicos tienen el poder de escoger la hora de su muerte.

El ermitaño, cortés con el afán del Trachi Lama, prometió que oficiaría cuando llegase el momento de la consagración.

Al año de dejar yo Jigatzé, terminaron el templo y la estatua y fijaron entonces la fecha para la solemnidad de su consagración. Llegó el día y el Trachi Lama envió una estupenda silla de manos y una escolta a Kyongbu rimpotché para traerle a Trachilhumpo.

Los hombres de la escolta vieron que el ermitaño se metía en la silla de manos, la cerraron y emprendieron la marcha.

Entretanto, miles de personas se habían reunido en Trachilhumpo para asistir al ritual. Cuál no fue su sorpresa cuando vieron llegar a Kyongbu rimpotché solo y a pie. Atravesó el templo en silencio, avanzó hacia la gigantesca estatua, se acercó hasta tocarla y, lentamente, penetró en ella.

Poco después llegó la silla de manos rodeada de su escolta. Abrieron la portezuela... Estaba vacía.

Aseguran muchos que no han vuelto a ver al lama desde ese momento.

Cuando me relataron el prodigio en Lasa me pareció que sobrepasaba a toda imaginación. Me interesaba particularmente, porque había conocido al ermitaño, había visto el lugar donde se operó el fenómeno y había sido informada, de modo directo, de las circunstancias que le habían precedido; es decir, el ruego del Trachi Lama y la promesa de Kyongbu rimpotché de retrasar el momento de su muerte.

Ardía en deseos de trasladarme a Jigatzé para informarme de los últimos días del lama y tratar de encontrar su tumba, si verdaderamente había muerto.

Pero Yongden y yo vivíamos en Lasa disfrazados y no podíamos esperar conservar aquel incógnito en Jigatzé, donde uno y otro éramos muy conocidos. Ser desenmascarados equivalía a ser conducidos inmediatamente a la frontera, y tenía empeño, después de mi estada en la capital del Tíbet, en visitar las tumbas de los antiguos reyes y otros monumentos en la provincia de Yarlung. Tuve que renunciar, pues, a mi encuesta.

Pero antes de abandonar el Tíbet, Yongden halló ocasión de hacer algunas preguntas sobre el milagro de Jigatzé a hombres que parecían capaces de hacer luz sobre el tema.

Por desgracia, el acontecimiento databa de cerca de siete años. Se habían producido desde entonces muchas mudanzas en la provincia de Tsang y se habían registrado distintos prodigios relacionados con el Trachi Lama en el momento de su fuga del Tíbet. Además la atmósfera no era favorable a las gentes y a las cosas de Tsang. Los hombres que ocupaban una posición social privilegiada se habían vuelto de una extremada reserva, sobre todo en lo que pudiese exaltar la personalidad del gran lama desterrado o favorecer el prestigio de la estatua cuya construcción, según rumor público, había despertado la envidia de la corte de Lasa.

Reunimos las siguientes opiniones:

Kyongbu rimpotché había creado un fantasma idéntico a sí mismo, el que, entrando en la silla de manos, se había comportado conforme al relato en el templo de Maitreya. Aquel fantasma se desvaneció al tocar la estatua, según la combinación del mago lama, que durante ese tiempo, quizá, no se había movido de su ermita.

O bien, desde su retiro, el lama había sido capaz de provocar una alucinación colectiva en el gentío reunido lejos de él.

Otros insinuaron que Kyongbu rimpotché estaba ya muerto cuando se produjo el milagro, pero había dejado tras sí un tulpa (fantasma), creación suya, para trasladarse a Trachilhumpo.

Esto me hizo recordar lo que un discípulo de Kyongbu rimpotché me había dicho un día: que por medio de cierto género de concentración de espíritu podían prepararse fenómenos con vistas a futuros acontecimientos. Si la concentración tenía éxito, la serie de acciones requeridas se desarrollaba mecánicamente, sin que la cooperación del mago fuese ya necesaria. Hasta en muchos casos, añadía el lama, el mago es incapaz de deshacer su obra y de impedir que el fenómeno se produzca en el tiempo determinado, porque la energía que ha engendrado y dirigido está fuera de su control.

Mucho más podría decirse sobre los fenómenos psíquicos del Tíbet.

Las conclusiones, difíciles de extraer en «el país de las nieves», de un solo observador son incompletas.

Lejos de mi pensamiento la idea de hacer un curso de magia o de predicar cualquier doctrina sobre los fenómenos psíquicos. Mi objeto ha sido, sencillamente, dar una idea de la manera como se enfocan, en un país de los menos conocidos del mundo, ciertos hechos que pertenecen al campo de los estudios psicológicos.

Me alegraré mucho si el presente libro puede inspirar a algunos sabios, más calificados que yo para semejante tarea, el deseo de emprender serias investigaciones acerca de los fenómenos que he mencionado brevemente.

Me parece que el estudio de los fenómenos debe inspirarse en el mismo espíritu que cualquier otra investigación científica. Los descubrimientos que puedan hacerse en este campo no tienen nada milagroso, nada que pueda justificar las creencias supersticiosas y las divagaciones a que, por parte de tantos, han dado lugar. Este estudio pretende desentrañar el misterio de los supuestos milagros, y un milagro explicado, deja de ser un prodigio.

Magos y místicos del Tíbet
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